Capítulo 11

LAS palabras y movimientos de Battifolle confirmaban la solemnidad del momento. Dante volvió a guardar silencio porque sentía verdadera curiosidad por saber hasta dónde iría a parar el conde en sus devaneos.

—Sé que receláis de mi actual posición como rechazáis lo que consideráis un inaceptable cambio político —prosiguió el conde—. Sois un hombre orgulloso y tenaz en vuestras ambiciones, pero la pasión guía en exceso vuestras emociones y os lleva a adoptar a veces visiones un tanto sesgadas.

Dante asistía mudo a estos inciertos preámbulos. En estos largos años había sido objeto de innumerables acusaciones, algunas tan injustas como infundadas, pero en su fuero interno, el mismo Dante había reconocido más de una vez —especialmente en los momentos de mayor reflexión— las consecuencias negativas de algunos de sus actos y gestos desmesurados. Al menos, indicaba en el conde cierta agudeza y penetración que merecía mayor consideración que anteriores ataques de sus enemigos.

—O a olvidar que los vientos violentos que barren todas las tierras de Italia —continuó el vicario de Roberto aferrado a una sonrisa maliciosa—, lo mismo que cambian de orientación al conde Guido de Battifolle, también lo hacen con el mismísimo Dante Alighieri, desde una posición de combativo güelfo a la de representante de los más irreductibles gibelinos.

Tampoco ahora quiso el poeta reaccionar a sus palabras, encajando, sin dar muestras de impresionarse, esas alusiones directas a su propia evolución política en los exaltados años del destierro.

—Pero no es mi intención debatir sobre tal aspecto —siguió hablando Battifolle con el rostro cubierto con una máscara de seriedad—. Solamente quiero que comprendáis que mi adhesión a la causa del Emperador era tan sincera como lo podía ser la vuestra. Mi deseo ha sido siempre, tanto como lo ha sido el vuestro, la paz y la unidad de nuestra tierra; un poder fuerte capaz de frenar la anarquía y el derramamiento continuo de sangre que se extienden de norte a sur. O el éxodo masivo de miles de ciudadanos, como vos mismo, que no hace más que echar sal en esta herida que amenaza con no cerrarse jamás.

El viejo escepticismo de Dante asomó a través de una leve sonrisa, aunque ni una sola palabra que interrumpiera el monólogo de su interlocutor dejó traslucir su pensamiento. Aquellos eran tiempos extraños. Uno podía oír a representantes de viejos linajes feudales hablar de unidad y poder centralizado, cuando habían basado su fortuna y pervivencia en la disgregación, en la inexistencia de una autoridad capaz de hacer frente a su autonomía sin límites. Tiempos en los que los más inflexibles seguidores del sacro Imperio romano germánico habían contribuido a su fracaso, restando a Enrique VII los apoyos necesarios, para dedicarlos a sus asuntos particulares.

—Y ese desafortunado alemán —continuó Battifolle refiriéndose al último emperador— parecía sinceramente capaz de realizar esos ideales. O, al menos —titubeó—, cuando contaba con el apoyo del papa Clemente y hasta el respeto y vasallaje de ciudades tan güelfas como Lucca o Siena. Y todo eso sin ser un hombre de grandes credenciales… No creo necesario recordaros las circunstancias de su elección.

La apuesta por el joven Enrique, natural del pequeño Estado de Luxemburgo, para el papel de emperador había resultado inesperada y sorprendente. El astuto papa Clemente V había maniobrado para atenuar la influencia francesa eligiendo un príncipe poco poderoso y, en teoría, con poco peligro. Además, se apresuró a ordenar a los italianos que aceptaran a su nuevo señor, prometiendo incluso que le coronaría en persona en Roma. Esto animó a Dante a cursar una de sus epístolas dirigida a «todos y cada uno de los reyes de Italia y los senadores de la santa Roma, además de a los duques, marqueses, condes y pueblos», en la que concluía que «el Señor del Cielo y la Tierra ha establecido para nosotros un rey». Después de nueve infructuosos años de exilio entre blancos y gibelinos, su corazón se había henchido de un nuevo entusiasmo, pero la realidad acabaría castigándolo con un nuevo desengaño. Clemente olvidaría sus promesas y los «malvadísimos florentinos» en el Gobierno no cedieron a sus pretensiones.

—Nuestro Enrique —siguió hablando Battifolle con cierta dosis medida de ironía—, al que vos no dudasteis en ungir nada menos que con los atributos de nuevo Cordero de Dios, recibió en sus manos una responsabilidad que excedía con mucho sus capacidades. ¡Pero si él lo que ansiaba era emprender una nueva Cruzada en tierra de infieles! Las estrellas le volvieron muy pronto la espalda. Ya visteis su misma coronación: una patética ceremonia, casi a escondidas; con Roma partida en dos, sin la presencia del Papa, y en San Juan de Letrán porque la iglesia de San Pedro estaba en poder de sus enemigos.

Ni los más acérrimos defensores de Enrique habían podido cerrar los ojos ante la dolorosa realidad. Su aventura se había convertido, desde sus inicios, en una tragicomedia absurda. Con una mezcla de vergüenza y de rabia por las chanzas de sus enemigos, Dante recordaba los elogios desmedidos que había dirigido a Enrique cuando soñaba con retornar algún día a Florencia, triunfante, entre las tropas imperiales. Había calificado temerariamente a aquel principillo luxemburgués como un nuevo «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo», parafraseando lo dicho por Juan el Bautista al ver llegar al mismísimo Hijo de Dios. Y eso, tras la estrepitosa derrota, había sido utilizado como escarnio para el propio Dante. Ni los símbolos ni las ceremonias o rituales habían sido capaces de dar seriedad a su expedición. Cuando se dirigió a Roma para recibir la corona de Augusto, las tropas imperiales tuvieron serios problemas para entrar en una ciudad ocupada por sus enemigos. Apenas fueron capaces de ocupar la mitad de la Ciudad Inmortal, en un sector en el que no se encontraban ni el palacio ni la iglesia de San Pedro. Enrique, lleno de indignación y de rabia, tuvo que resignarse a ser coronado en San Juan de Letrán, a principios de agosto de 1312, y de manos del cardenal de Prato, legado del Pontífice, que no había podido o querido salir de Aviñón. Para entonces, ya había abandonado a su suerte a un soberano con tan mala estrella.

—Vos mismo reprochasteis a Enrique su negligencia —continuó el vicario de Roberto con su monólogo, paseando ante la figura atenta de Dante—, sus errores. En una de vuestras misivas públicas criticabais su tardanza. Pronto todos nos dimos cuenta de que su aventura no podía llegar a buen puerto. Y gran parte del mérito de ese fracaso lo tuvo precisamente esta ciudad en la que ahora estamos. No busquéis responsables entre antiguos aliados, o incluso en la persona del rey Roberto, a quien ahora represento. Esta república no sólo derrota ejércitos con el hierro y el fuego. Vuestros conciudadanos han hecho de los banqueros sus mejores mercenarios. Son tan convincentes con sus créditos y florines en la tarea de comprar amistades y forzar alianzas como los más poderosos ejércitos engalanados con brillantes armaduras. —El conde se detuvo frente a la mesa inclinándose ligeramente, mientras volvía a revolver entre los documentos esparcidos—. Tanto rencor, tanto afán… Os puedo mostrar bandos que vuestros compatriotas rubricaban con la frase: «A honor de la santa Iglesia y a muerte del rey de la Magna». Y también documentos que ordenaban con saña eliminar las figuras de águila de puertas y de cualquier otro lugar donde estuvieran talladas o pintadas. Más aún, estableciendo severas penas a quienes las pintaran o no mostraran voluntad de borrarlas si ya estaban pintadas. Tras la muerte de Enrique dirigieron a las ciudades amigas cartas como esta. —Battifolle seleccionó y alzó uno de los documentos frente al rostro de Dante—. Mensajes tan crueles como: «¡Salud y felicidad! ¡Regocijaos con nosotros!».

—No es extraño —dijo de golpe Dante, rompiendo su prolongado silencio para sorpresa del conde, interrumpido en su disertación—, si se tienen en cuenta los instrumentos tan divinos que fueron capaces de utilizar para su muerte.

La muerte sorprendió a Enrique en agosto de 1313, en Buonconvento, cerca de Siena, mientras se dirigía con sus fuerzas hacia el rebelde reino de Nápoles. Dante y el resto de los imperiales desahogaron su impotencia y desesperación difundiendo las sospechas de un envenenamiento frente a los que atribuían su fallecimiento a la malaria. Durante años, la lacra de su asesinato recayó en la persona de un supuesto fraile dominico que habría utilizado una hostia emponzoñada durante la comunión.

El conde sonrió de nuevo incorporándose frente a su interlocutor y dispuesto a retomar el hilo de su discurso.

—Sean verdad o no esas historias, lo cierto es que desde Lombardía a la Toscana muchas fueron las voces que se alzaron contra la presencia de estos alemanes…

—Para caer en brazos de los franceses —interrumpió Dante—. Para rendir pleitesía a papas simoniacos que han abandonado Roma a su suerte, que han dejado caer la sede de san Pedro en la desolación, la humillación y la rapiña de las facciones, que han iniciado una vergonzosa segunda cautividad de Babilonia en Aviñón. Todo para ceder la soberanía y la dignidad de Florencia a los caprichos de los angevinos.

—¡Por Cristo —contestó el conde con vehemencia—, considerad la cuestión con un poco más de realismo! Por mí, bien pueden arder eternamente en las hogueras del Infierno tanto Clemente como nuestro actual Papa si de veras han sido simoniacos, usurpadores o lujuriosos; ninguna lágrima derramaré por ellos. Pero de bien poco os sirve empecinaros en el origen francés de los Anjou. Roberto es el rey de Puglia[8] y, hoy por hoy, el único con fuerza y verdadero interés por establecer un orden unitario en Italia.

—Esa facultad sólo les corresponde legítimamente a los sucesores del Imperio romano —replicó Dante con gesto cansado, bajando el tono de su anterior protesta.

—¡Despertad, Dante! —espetó Battifolle, que acompañó sus palabras con una sonora palmada en la mesa—. ¿No estáis aún lamentando la ineptitud de Enrique? ¿Acaso confiáis todavía en las posibilidades de un imperio agonizante? Ese imperio que tanto añoráis tiene ahora mismo dos cabezas, dos emperadores en guerra abierta y ninguna posibilidad de florecer en Italia. De hecho, el propio Papa ha declarado vacante la sede imperial. ¿Y sabéis a quién está dispuesto a designar Juan XXII como vicario imperial para Italia? Sí, a Roberto.

Después, miró al poeta con gesto soberbio y el brillo del que sabe que sus argumentos son irrebatibles e invita a su interlocutor a unirse con él o a cabalgar a solas por inhóspitos territorios de soledad.