DANTE cerró instintivamente los ojos cuando estos quedaron libres y expuestos a una nueva luz. Desde la entrada furtiva en Florencia, todo se había desarrollado con inusitada rapidez. Las escaleras, subidas a ciegas y atropelladamente, le confirmaron que se encontraba dentro de algún edificio. Una cárcel quizás, un indigno alojamiento para un recién llegado a su patria. Despojado bruscamente de su capuchón, el poeta fue acomodando su vista a los contornos de lo que parecía una gran estancia iluminada en el centro por grandes velones de cera. Dante, en pie, se encontró en el interior de aquel círculo de luz. Frente a él, adquiriendo nitidez ante sus ojos, pudo distinguir la figura de un hombre sentado tras un amplio y robusto escritorio. Apenas tuvo que escarbar en su memoria para comprender que se encontraba frente al vicario de Roberto en Florencia, frente a la persona que desempeñaba las funciones de podestà, que encarnaba la pactada protección del rey de Nápoles sobre la ciudad. El conde Guido Simón de Battifolle le observaba en silencio y con gesto aparentemente amistoso desde el otro lado de su pupitre. Su cuerpo grande y pesado se mostraba semioculto por la gruesa mesa. A la luz de las velas, su rostro, anguloso y de nariz larga y afilada, era el escenario perfecto para un juego de innumerables luces y sombras. Físicamente, apenas había cambiado en cinco años, desde que había ofrecido refugio y calor en su castillo de Poppi al combativo Dante, en los ilusionados años en que el emperador Enrique VII intentaba maniobrar en la península. Políticamente, sin embargo, su transformación parecía haber sido radical y profunda. Resultaba difícil de creer que algún día hubiera sido un firme partidario de aquel desdichado emperador que había hecho temblar fugazmente a los güelfos negros de la Toscana y hasta al propio soberano napolitano. De aquellos tiempos, él conservaba recuerdos teñidos de amargura y decepción y la memoria de algunas cartas laudatorias escritas en nombre de Gherardesca, esposa de Guido, como «condesa palatina en Toscana», dirigidas a la emperatriz Margarita. Entonces, Dante desempeñaba un confuso empleo de secretario y el mismo Battifolle ni siquiera soñaba que el destino le iba a llevar a su actual papel en Florencia.
El conde rompió un silencio tenso.
—Podéis sentaros —dijo, indicando con su mano extendida un escaño situado tras las piernas de Dante.
Sin volver la vista, con los brazos vencidos a ambos lados de su cuerpo, Dante contestó sin ningún movimiento.
—Si no os importa, permaneceré de pie. Vengo de un largo viaje, en el cual he pasado la mayor parte del tiempo sentado.
Battifolle sonrió tímidamente ante el sarcasmo de su interlocutor.
—Y yo debo pediros disculpas por las incomodidades de tal viaje —respondió, desviando la mirada hacia los pergaminos extendidos que invadían su mesa en pleno desorden—. No obstante, pronto comprenderéis que, dadas las circunstancias, no había mejor opción. Dudo mucho que hubierais querido venir de buen grado.
Dante también desvió su mirada hacia el escritorio. Un precioso crucifijo tallado en madera y plata, y un rosario de cuentas de marfil presidían un caos de documentos oficiales. El sello del Comune florentino era perceptible en algunos de ellos. Otros mostraban las trazas del característico lirio de la bandera de los Anjou. Dante sospechó que aquello formaba parte de una escena cuidadosamente preparada, una disposición que pretendía impresionar, dar una imagen de encuentro solemne. Había tomado parte en suficientes embajadas como para saber con cuánto placer se prodigaban las enseñas, sellos, lacres y emblemas entre cortes y repúblicas italianas. Las gentes de aquellas tierras se entregaban a la competición de símbolos de identidad casi con tanto ardor como empleaban en derramar la sangre de sus vecinos. Además, le resultaba poco creíble que a aquellas horas, cuando no debía de faltar mucho para que alboreara, el vicario se encontrara enfrascado en la lectura o revisión de tales documentos.
—¿Y quién querría hacerlo en manos de sus verdugos? —respondió Dante de manera casi mecánica, sin levantar la vista.
El poeta daba la impresión de encontrarse lejos de allí, en ensoñaciones o lugares muy distantes.
—¿Verdugo? —saltó el conde de inmediato, volviendo a mirar de lleno a Dante—. Yo no soy ningún verdugo. Si no me habéis reconocido aún, creo que podríais hacerlo a poco que recurrierais a la memoria.
—No debéis temer por eso —replicó Dante, cruzando su mirada con la del vicario de Roberto—. La memoria y los recuerdos son prácticamente el único equipaje que arrastro en mi peregrinar. Desde que mis conciudadanos decidieron expulsarme de mi patria he frecuentado muy diversas compañías. Algunas de ellas pasaron de ser amistosas a convertirse en hostiles; pero eso no quiere decir que me haya olvidado de ninguna de ellas.
Battifolle rehusó entrar en una confrontación dialéctica y volvió a posar la atención en sus documentos. Alzó uno de ellos entre sus manos para leer lo que allí estaba escrito.
—Durante de Alighieri, más conocido como Dante, nacido en Florencia en el año de la encarnación del Señor de 1265 en el sesto de San Piero Maggiore. Insigne poeta, ocupante en el pasado de notables cargos políticos, entre ellos prior de la república. En la actualidad, según propia opinión, injustamente desterrado de su patria…
El conde hizo una pausa deliberada para ver el efecto que hacía su alusión a la frase con la que Dante solía encabezar sus cartas: exul immeritus: «desterrado sin culpa». Después, enumeró los cargos en su contra y la terrible condena que, por ellos, quedaba pendiente de ejecución.
—¿Es por esto por lo que creéis que os he hecho venir? —dijo el conde.
El vicario se lo quedó mirando fijamente. Su gesto mostraba claramente que esta vez no iba a ser él quien rompiera el silencio.
—Eso que me habéis leído —replicó Dante sin perder la serenidad— es la máxima expresión del interés que mis compatriotas han puesto en mi persona en los últimos años. Por eso nada bueno espero de los florentinos ni de los que, no siéndolo, aquí moran.
—Pero también se os ofreció una amnistía antes de la última condena —objetó Battifolle—. Y no sólo la rechazasteis de plano, sino que lo hicisteis del modo más áspero. A través de una carta que sabíais que tendría gran eco en la ciudad. No es esa la mejor forma de reconciliarse con los adversarios, Dante.
Ese ofrecimiento de amnistía había sido un duro ataque al orgullo del poeta. Según el proceso habitual, los amnistiados debían realizar una oblado, una ofrenda económica San Juan, el patrón de la ciudad, en su festividad del 24 de junio. El procedimiento incluía algunas condiciones degradantes, como formar parte de una procesión que partía de la prisión y en la que los implicados debían ir descalzos, vestidos con un sambenito penitencial y una mitra de papel en la cabeza en la que figuraba escrito el crimen cometido. Se debía portar, además, un cirio encendido en una mano y un bolso con el dinero en la otra, hasta llegar al baptisterio, donde los reos eran ofrecidos en arrepentimiento ante el altar, para conseguir así el restablecimiento en sus derechos económicos y políticos. En el caso de los exiliados políticos, como Dante, el procedimiento estaba, en realidad, reducido al mínimo, sin la mayor parte de las humillaciones anteriores. Pero, incluso así, era excesivo para él. No podía consentir ceremonia alguna, por mínima que fuera, que implicara un reconocimiento de culpabilidad. Su rechazo contundente a través de una carta dirigida a un familiar había alcanzado gran repercusión en la ciudad y su contumacia le había valido una nueva condena de muerte.
—No debería entonces, ya que la conocéis, repetir lo escrito en dicha carta —contestó Dante, inflamado de nuevo en su castigado orgullo—. No obstante, me reafirmo en que Dante Alighieri nunca pagará de su escaso patrimonio a aquellos que le han ultrajado y jamás se ofrecerá como un vulgar delincuente a nuestro santo patrón. Por esa misma razón, por cierto, no debería extrañaros que me califique como «desterrado sin culpa», porque ni una sola de las acusaciones de mis enemigos es verdadera.
—¡Y yo estoy convencido de ello! —dijo el vicario con pasión mientras se ponía en pie. Empezó a pasear su pesada mole por la estancia con las manos en la espalda. Con cada movimiento, los múltiples recovecos del rostro de Battifolle reflejaban las luces de las velas con ambigüedad: de amistoso y franco su gesto parecía convertirse en fiero y amenazador apenas daba un paso—. Por eso os acogí sin ningún recelo en mi casa de Poppi. Por mi cabeza nunca ha pasado la menor sombra de duda sobre la honradez de Dante Alighieri. Y sin embargo, vos, todo lo que hoy veis en mí es a un verdugo.
De repente, el súbito estallido del trueno y el golpear de la lluvia en las paredes del palacio subrayaron esas palabras.