HACÍA una semana desde que habían huido de Verona, cuando atravesaron el paso montañoso de la Futa. Más que en ningún momento anterior del viaje, Dante fue consciente de la proximidad de su auténtico destino final, Florencia, al reconocer los trazos de la campiña del Mugello, ese valle enorme excavado en la cuenca del río Sieve. Atravesando aquel tapiz verde acribillado de riachuelos y moteado de viñedos y olivos, de bosques de castaños, robles y encinas apuraron las últimas etapas del viaje con el ascenso hasta el monte Senario. No había caminante que al llegar a aquel paraje pudiera resistirse a contemplar la solemnidad del paisaje. A sus espaldas dejaban el Mugello. Allá delante, a no más de doce millas de distancia, estaban la mancha amplia y atravesada por el Arno, las imponentes murallas y las soberbias torres: los contornos de la orgullosa Florencia.
Aunque el trecho aún era largo, el caballero proporcionó en conversación íntima lo que habían de ser sus últimas indicaciones al carretero. Después, con la mano izquierda protegida por un improvisado vendaje a base de trapos, descendió casi a galope, colina abajo. Mostraba la urgencia de poner punto final a una misión cuyo desenlace parecía inmediato. A medio camino paró, se volvió hacia ellos y, con la mano herida, hizo un gesto apresurado para que lo siguieran.
Fue una jornada dura y sin paradas, un último esfuerzo que machacó cuerpos ya tan castigados por el cansancio crónico de la travesía. Parajes tan conocidos y placenteros para Dante se le mostraban ahora ajenos. Resultaban para él casi un descubrimiento porque lo veía todo con ojos nuevos. Lo pasaba por el filtro de una situación nunca antes vivida. Recorrieron bosques densos hasta que el manto del crepúsculo les fue cubriendo con rapidez, impidiéndoles gozar del espléndido panorama de Florencia a sus pies. Sin entretenerse tomaron el sendero en rampa que les debería llevar hasta la vecina Fiésole.
No entraron en ella. Apenas al final de aquel camino desviaron su marcha por una de las múltiples veredas y buscaron refugio entre altos pinos, a los pies de un extraño monolito, ancestral testigo del pasado etrusco de la zona; magnífico punto de encuentro para alguien que debiera aguardar la llegada de otros.
Esos otros llegaron cuando la noche borraba los perfiles de los pinos situados pocos pasos más allá del resplandor de su hoguera. Eran varios, a caballo, y el estrépito de su llegada desorientó a Dante sin que pudiera discernir algo más que agitadas siluetas. Súbitamente, todo se hizo aún más oscuro cuando, en una situación lamentablemente familiar para el poeta, sus ojos fueron cegados por un capuchón que alguien, a su espalda —quizá Michelozzo, en un peculiar gesto de despedida—, se había encargado de encasquetarle. Casi a la vez, se vio alzado por ambos brazos y depositado sobre una silla de montar, compartiendo montura con uno de aquellos nuevos guardianes. El vértigo del galope a ciegas le obligó por instinto a asirse desesperadamente a su compañero y guía. Los golpes de los cascos de los caballos martilleaban su cerebro.
De esta forma, nueve días después de su accidentada salida de Verona, tras más de ciento sesenta infernales millas recorridas, se iba a producir el retorno de Dante Alighieri a su patria. No iba a ser la vuelta anhelada y perseguida con ahínco. No le esperaban la gloria y los laureles, la soñada ceremonia en su «hermoso San Giovanni». A eso ya se había resignado día a día durante su cautiverio. Pero para su sorpresa tampoco era el retorno asumido, el acto de cruel triunfo de sus enemigos, la presentación pública y el escarnio de su honor a las masas, en una ciudad expectante por ver rodar la cabeza de uno de sus más señalados rebeldes. El auténtico regreso de Dante a la ciudad que le había visto nacer se diferenciaba bien poco de la salida de aquella otra que le había servido de refugio: de noche, a hurtadillas, traspasando las puertas de la ciudad dormida con la clandestinidad propia de un contrabandista.