Capítulo 8

TRAS este desagradable suceso continuaron invariablemente su rumbo. En realidad, comenzaba una segunda parte del viaje muy diferente, porque ahora eran montañas —las de los Apeninos— las que conformaban el último obstáculo antes de llegar a Florencia.

Los despojos del desventurado Birbante habían quedado atrás, reposando bajo un árbol en la tierra húmeda del bosque. Una improvisada sepultura a su medida, de apenas tres pies de profundidad, dio cobijo a su cadáver. Michelozzo se encargó de todas las faenas. Musitó un padrenuestro en el peculiar latín de las gentes del pueblo y talló una tosca cruz en la corteza del tronco a cuyo pie descansaría su compinche eternamente, o hasta que las alimañas aprovecharan la noche para escarbar en busca de carroña. El semblante de Michelozzo era serio, pero no había asomo de lágrimas o duelo. Era una muestra de la filosofía de los suyos, acostumbrados a convivir sin distingos con la vida y con la muerte, siempre pisando la línea delgada que separa ambas, sin olvidar que nadie es tan joven o poderoso para que no pueda morir mañana mismo. Tampoco mostraba rencor hacia su señor, hacia el asesino de su amigo, porque la vida es una lucha continua y el dolor por el vencido es siempre compatible con el respeto al vencedor. Dante llegó casi a compadecerse de Michelozzo, de su destino, de su sino marcado por una fatal combinación de los astros, por el dominio de Saturno, que condena a los hombres a las ocupaciones infames, a esas labores que siempre dejan en la pobreza y hacen del hombre un ser infeliz, triste y miserable. Era integrante de esas masas campesinas utilizadas como carnaza en luchas ajenas, que encarnaban el refrán que iba de boca en boca entre los poderosos: «El campesino es como el nogal, cuanto más lo golpeas, más nueces te dará». De haber sido otro su nacimiento, su fugaz posición de las estrellas, hubiera podido ser, probablemente, un gran vasallo.

El fondo de Birbante no resultaba tan nítido. Su carácter no había dejado entrever algo más que malas intenciones. En su caso, de haber mediado un noble nacimiento, su alma mortal no hubiera diferido mucho de la de aquellos que habían hecho de la violencia un estatus en Florencia. Un reflejo del implacable enemigo de Dante: Corso Donati; un caballero belicoso, taimado, siempre dispuesto a la controversia y la discordia. Respecto al otro, aquel que había derramado sangre propia y ajena en pos de su misión, poco podía deducir Dante que no hubiera dejado ya traslucir. Duro y recto en su labor, nada podía objetarle, a pesar de la amenaza, de haberse dirigido a él con no menos sangre en sus pupilas que en su maltrecha mano izquierda. Había dolor y no placer en su mirada. No se captaba el orgullo complacido por el trofeo humano, aquel que distinguía a esos guerreros sanguinarios que había conocido en su deambular forzado por las tierras de Italia. La guerra y el odio eran tan frecuentes entre los italianos que en todas las ciudades había divisiones y enemistad entre los dos partidos de los ciudadanos. Si este resultaba ser, como parecía, un hombre riguroso hasta el final con sus compromisos, si detestaba la traición, muchos hombres como él serían precisos para alzar el espíritu corrupto de aquella península. Dante lo pensaba sinceramente, aunque militara en bando contrario y su rectitud y su afán por llevar a cabo sus juramentos le pudiera obligar a rebanarle el cuello a él mismo. Algo que no dudó, en ningún momento, que haría.