Capítulo 7

DE nuevo partieron temprano, saludando las primeras luces del alba. Aquellas posadas, que conocían la más absoluta promiscuidad nocturna, se vaciaban prácticamente durante el día, porque permanecer allí convertía a cualquiera en sospechoso. No era difícil que grupos de soldados o mesnadas de mercenarios al servicio de algún condotiero local dieran batidas por aquellos lugares en busca de la recompensa por algún proscrito, o para disfrutar de los forzosos servicios extraordinarios de las putas durante sus horas de descanso.

Los acontecimientos de la noche anterior pesaban en el ambiente, aun en el silencio con que afrontaban un camino ya notablemente ascendente, que atacaba las primeras estribaciones de los Apeninos. Una especie de incertidumbre nerviosa contagiaba al propio Dante de impaciencia y expectación. La tragedia aún se demoró hasta el mediodía, cuando el jinete apareció de nuevo en medio de una impetuosa cabalgada. El carro se detuvo y el caballero hizo lo propio a no menos de tres brazas de distancia. Desde allí, sin echar pie a tierra ni mediar saludos o frases introductorias, ordenó seca y tajantemente a Birbante que se le acercara. Este, dubitativo, miró por un momento a Michelozzo, que se limitó a encogerse de hombros. Después, saltó del carro dirigiéndose con paso inseguro hacia su jefe. Desde la altura que le proporcionaba su montura, este comenzó a insultarle con palabras soeces de las que tanto abundaban en el vulgar[7] de los toscanos, rematando su furia con rotundas amenazas. Birbante, pálido y descompuesto, no acertaba a articular frase o excusa. Entonces, el jinete descabalgó de un solo salto y completó la humillación con un golpe del revés de su mano derecha que atinó en pleno rostro de su subordinado. Birbante, con los ojos supurando de ira, echó mano de un cuchillo grande, de carnicero, que escondía bajo su ropa y se abalanzó de un salto sobre su contrincante. Este fue capaz de esquivarlo con agilidad, aun a costa de sufrir un tajo en la mano izquierda. De inmediato, en un movimiento rápido y preciso, el caballero giró sobre sus talones mientras desenfundaba su daga y lanzaba al aire una certera puñalada que atravesó de parte a parte el cuello de su oponente.

Apenas empezaba el cadáver de Birbante a anegarse en un charco de sangre cuando el vencedor del combate, con su arma ensangrentada aún en la mano derecha y mordiéndose con fuerza la herida profunda de la izquierda, se dirigió hacia Dante a paso apresurado. Al llegar a su altura, este vio claro cómo el rostro de aquel que acaba de matar se transforma en el semblante mismo de la Muerte. Su voz, ronca y jadeante, se estampó por vez primera en la cara de Dante.

—¡Escuchad, poeta! Y hacedlo bien porque a vos tampoco os lo repetiré. Mi misión es haceros llegar a Florencia, y a fe de Dios, nuestro Señor, que casi lo he conseguido. Si vale por igual que lo hagáis vivo o no es algo que estoy dispuesto a comprobar a poco que me ofrezcáis alguna dificultad.

Duras palabras de alguien a quien el porvenir había reservado un papel trascendental en el futuro de Dante.