Capítulo 6

DANTE se equivocó. Ni aquel fue el final ni la aventura en la que se había visto embarcado tenía visos de finalizar tan pronto. Tras aquel episodio, mal que bien, siguieron avanzando con la imagen de Florencia puesta en el horizonte. Muchas dificultades y muy pocas palabras sazonaron la marcha. Con la monotonía de días y noches calcadas, aun con las penalidades propias, Dante se fue acostumbrando de una manera insólita. El poeta también era hombre de prolongados silencios y profundas reflexiones. No sentía desagrado por este forzado retiro, alejado de una corte en la cual, de una forma o de otra, había que agradar a los anfitriones y marcar paso a paso el duro camino que conduce a subir y bajar escaleras ajenas. O no lo habría sentido demasiado de no mediar la humillación de una situación impuesta, las molestias inherentes a una fuga semejante y su vislumbrado terrible destino final. Ni siquiera le sorprendió no encontrar, en esas primeras jornadas que se iban consumiendo, ni una sola alma ni un solo mortal que le alejara de esa impresión de que todo había desaparecido, salvo su cautiverio y sus mismos celadores. Y la monotonía continuó hasta que, ya cerca de Bolonia, sucedió el primer incidente digno de especial mención.

Confiados quizá por la lejanía de Verona, o por estar en un entorno político más favorable, empezaron a hacer sus descansos nocturnos en posadas y albergues. Claro que no se trataba de establecimientos ordinarios, hosterías acogedoras y bien preparadas de las que solían ubicarse al borde de los caminos más transitados; más bien eran algo muy poco diferente a agujeros infectos. Edificios ruinosos y medio clandestinos, no más de un cubículo repleto de barriles y dos o tres amplias salas donde, más que hospedarse, se escondían montones de indeseables en absoluta promiscuidad. Eran lugares donde hasta los mismos posaderos dominaban más el arte del robo y de la estafa que el trato amistoso con los clientes; eran todos unos expertos en el aguado excesivo del vino y de la leche. Allí nadie preguntaba nada; a ninguno de los moradores de aquellos lugares sucios y malolientes le preocupaba lo más mínimo la suerte de los demás. La mayor parte eran delincuentes y proscritos de toda calaña, gente difícilmente interesada en dejarse ver ante cualquier autoridad para denunciar un secuestro. Por eso Dante no podía esperar nada; al menos, nada bueno, porque allí se hacía más necesaria que en ningún otro sitio la protección que le tendrían que dispensar sus custodios.

La presencia de aquellos seres abyectos era testigo de la proximidad de algún centro urbano bien poblado. Durante el día eran parias tolerados que se extendían como ratas a través del tejido urbano de cualquier urbe italiana, bullían por vías y plazas. Con falsas sonrisas, formaban máscaras que encubrían su odio, buscando una moneda, un pedazo de pan. Por la noche, cuando las puertas del cerco amurallado clausuraban la ciudad al sueño afortunado de los verdaderos ciudadanos, eran barridos al exterior como montones de estiércol. Entonces, entre ellos, dejaban de mostrar su mejor cara. Viajeros enfrascados en dudosas ocupaciones, aventureros, peregrinos, músicos ambulantes, mimos, bufones, juglares, jugadores y estafadores de toda índole, cantastorie, artesanos y vendedores trashumantes, ladrones, clérigos dementes empeñados en organizar perpetuas cruzadas, vendedores de pociones y brebajes, buhoneros y prostitutas se hacinaban codo con codo en aquellos antros. Había una masa aún más agobiante y repulsiva: campesinos hambrientos a causa de las cosechas perdidas, pedigüeños profesionales, artesanos en bancarrota, desempleados, huérfanos, enfermos errantes, algunos con enfermedades repulsivas, lepras y bubones, viudas, madres acogiendo en sus brazos a niños desnutridos sin apenas fuerzas para llorar y la boca llena de espuma. Todos estos ni siquiera eran aceptados tras las puertas de albergues de tan baja estofa. Permanecían tirados al raso; indolentes bajo la lluvia o el frío esperaban el amanecer que les permitiera volver a reclamar la caridad ajena, aunque no fuera más que para esquivar la muerte durante unas semanas o meses.

En el interior, Dante observaba atónito el espectáculo desplegado ante sus ojos. Aquellos personajes parecían animales y no seres humanos. Un mundo de sentidos satisfechos sin freno, la búsqueda de placer sin medida. Dante se consumía pensando en la verdadera utilidad de los pensamientos elevados cuando la mayoría de las personas parecen ser zafias bestias que se procuran su sustento y sus necesidades básicas al margen de la política o la filosofía, tan alejados de las intrigas en las que Dante, lo hubiera querido o no, tantas veces se había visto involucrado. Dante Alighieri, enfrascado en la composición de un poema grandioso capaz de juntar el Cielo con la Tierra, no había sido capaz de vislumbrar cómo en la propia Tierra, a poco que se rascara en la superficie de su sociedad enferma, podía uno encontrarse en la antesala misma del Infierno. Esa realidad le sumía aún más en la desesperanza, casi en la apatía completa, no ya por su destino, sino por el destino de toda Italia.[2] Si alguien se movía en aquellos ambientes como pez en el agua, ese era Birbante. Sus ojillos lujuriosos se iluminaban de placer apenas traspasaba el umbral de uno de aquellos lugares ruidosos y asfixiantes. Las pupilas le bailaban tras los dados y las cartas grasientas que saltaban aquí y allá. A duras penas era capaz de seguir su mandato de permanecer al lado de su prisionero. Y esa habría de ser, precisamente, la causa del incidente más grave del viaje.

Debían de estar no muy lejos de Bolonia, ciudad en la que Dante, años atrás, había frecuentado su venerado Studio y a la que volvía en condiciones tan opuestas. Cuando entraron en el albergue escogido, encontraron ya un ambiente encendido, con el alcohol prendido en las entrañas como una llamarada. Siguiendo la máxima latina que sentencia: «Prima cratera at sitim pertinet, secunda ai hilaritatem, tertia ad voluptatem, quarta ad insaniam»[3], se podía decir que en aquel lugar hacía ya tiempo que se había alcanzado el cuarto estado. Juerguistas ebrios cantaban a voz en grito himnos de goliardos, composiciones populares en las antípodas del dolce stil novo cultivado por el florentino y su selecto círculo de poetas. Eran rimas vulgares y burdas parodias en latín tabernario; cantos de borracho, obscenas inspiraciones indignamente basadas, a veces, en clásicos como Catulo u Ovidio.

In taberna quando sumus

non curamos quid sit humus,

sed ad ludum properamus,

cui semper insudamus…[4]

Pululando por en medio de aquel desconcierto, haciéndose entender a gritos por encima del escándalo con más aspavientos que frases, mujerzuelas medio desnudas se ofrecían a sí mismas como mercancía. Eran prostitutas muy deterioradas, nada apetecibles, que brindaban sus servicios por una verdadera miseria a aquel hatajo de almas perdidas.

Bibit hera, bibit herus,

bibit miles, bibit clerus,

bibit ille, bibit illa,

bibit servis cum ancilla…[5]

Una de aquellas hembras, con los pechos desnudos y flácidos, y el pelo rasurado a ronchones como un perro sarnoso, se acercó tentadora y sugerente al mismísimo Dante, que reposaba con el rostro medio cubierto en un discreto banco al fondo del local, sentado entre sus dos guardianes. Llegó a tocar la capa del perplejo poeta, que no pudo reprimir un mohín de asco y horror ante el denigrante comercio carnal que se desarrollaba en todas las esquinas de aquel lugar. Instantáneamente, Michelozzo soltó su poderoso brazo y de un único y certero empujón lanzó a la ramera a varios pasos de distancia. Esta cayó de golpe, boca arriba. Su escaso vestido se elevó al viento, destapando su sexo descarnado y obsceno a la vista de todos.

Casi como impulsado por un resorte, Birbante, que había celebrado la escena con la risa maligna que le permitía su media mandíbula, saltó de su posición. Asió a la prostituta rechazada de un brazo y la arrastró consigo. Zigzagueó entre borrachos eufóricos o medio inconscientes hasta el rincón más alejado, allí donde unos montones de paja inmunda funcionaban como improvisados tálamos.

El vino y la euforia del ambiente habían conseguido que Birbante por fin se dejara llevar por sus bajos instintos, los mismos que le impulsaban a dejar de lado cualquier temor a incumplir las órdenes recibidas. «Non facit ebrietas vitia, sed protahit»[6], citaba Dante a Séneca entre dientes, mientras veía alejarse, con su presa, al más artero de sus guardias. El otro, con su sonrisa indefinida siempre en los labios, permaneció en su puesto. Así transcurrieron horas de duermevela durante las cuales los gritos fueron ahogándose en las gargantas roncas dejando paso a toses, eructos, ventosidades y ronquidos. También las luces de las antorchas fueron apagándose poco a poco, dejando nubes de humo que irritaban los ojos y las faringes. Dante despegaba de vez en cuando los párpados, con incomodidad y desconfianza, como cualquiera que deba pernoctar en lugares semejantes.

En una de esas ocasiones, un sobresalto lo despertó por completo. Ante él, de pie, con los ojos fulgurantes de rabia y la mano sobre la empuñadura de la espada, se encontró con la figura del joven caballero que les precedía. Con un movimiento rápido de la cabeza, el recién llegado barrió con su vista toda la estancia. Se posó, por fin, en la esquina donde Birbante celebraba con sonoros ronquidos el placer animal extraído de la furcia que dormía a su lado. Con unas pocas y largas zancadas se plantó allí mismo y arrastró por sus irregulares cabellos a la mujerzuela que, espantada y completamente desnuda, huyó dando alaridos. Después fue poco más amable con Birbante, al que propinó dos certeras patadas en los riñones que tuvieron la virtud inmediata de hacerle saber hacia dónde debía dirigirse. Instantes más tarde se encontraba instalado en la plaza que nunca debía haber abandonado, al lado mismo de un asombrado Dante. Risas aisladas y gruñidos acres de importunados durmientes dieron paso, rápidamente, a la tranquilidad anterior. Y de la misma inesperada manera en que el caballero misterioso había aparecido, se escabulló de la vista de Dante, que imaginó que había vuelto a desaparecer en la noche. De reojo vio que Birbante, con sus escasos dientes apretados con odio y la mirada fija en la salida, alzaba la mano derecha y le hacía la fica a aquel hombre que de una forma tan contundente le reclamaba obediencia.