LA tregua duró tan poco como Dante había imaginado que ocurriría. No estaba el sol aún en su cénit cuando la actividad apresurada de sus carceleros le dio a entender que la fuga proseguía. El clima seguía comportándose de manera burlona y cruel. Ponerse en marcha y arrancar con monótona diligencia el aguacero fue todo uno. Todo parecía dispuesto para hacer aún más infernal la travesía. Dante, resignado a ocupar la misma posición que ya se le asignara en Verona, prácticamente deseaba que le hubieran vuelto a cegar, para no ser testigo visual de esa marcha imposible, ese casi «navegar» de su carruaje que resbalaba por parajes encenagados. Aunque, en verdad, la luz gris del sol aprisionado entre las nubes y la espesura de la cortina de agua que caía en algunas ocasiones le dejaban poca posibilidad de distinguir con toda claridad los detalles del paisaje. Se preguntó cómo las castigadas bestias podían ser capaces de seguir un trazado tan indefinido. Guiadas por un arriero experto, al que se veía familiarizado con aquellos parajes, sin duda lo harían por instinto, por afán de llegar cuanto antes a un lugar seco y seguro, de sobrevivir y no reventar en esa tortura a la que se veían sometidas.
A veces percibía, en un sobresalto, cómo el agua corría en tempestuosos arroyos no muy lejos de donde ellos circulaban. Las inundaciones eran tan frecuentes en la enorme llanura del Po como catastróficos solían ser sus efectos.
El diluvio persistente habría destruido las uvas de septiembre. Las cosechas habrían quedado sumergidas o arrastradas por las lluvias si ya habían sido recolectadas. Se imaginaba el desolador panorama de los puentes rotos a pedazos por las crecidas, las casas y las villas destruidas, animales hinchados y tumefactos flotando entre las aguas, familias enteras refugiadas con la sola fuerza de la desesperación en las copas de los árboles o los tejados de sus propias viviendas. A veces, poco antes de que fueran arrastrados con todas sus escasas pertenencias.
El poeta dudaba y a la vez temía lo que se podían encontrar según se acercaran al obstáculo firme del Po, que necesariamente habían de franquear en su camino a Florencia. No parecía que fuera a dejar de llover pronto y no hacía tanto frío como para que se helara la superficie del río. Cuando eso ocurría, que solía ser en el invierno crudo de los meses de enero y febrero, los carros podían circular sin problemas sobre la superficie de cristal. En años de especial crudeza se aseguraba que un caminante osado podría andar a través de los ríos desde Ferrara hasta Treviso.
El enigmático jinete que los gobernaba aparecía de vez en cuando. Hablaba con el mulero y volvía a desaparecer, marcando una estela que el carruaje seguía a un paso considerablemente más lento. Dante, evitando con ello otros pensamientos, se empleó en analizar a tan curioso personaje. Por su porte belicoso de caballero educado y entrenado, podía tratarse de un mercenario, un profesional a sueldo. «Demasiado joven, quizá», pensó Dante. Y demasiado florentino, a juzgar por lo que había podido distinguir de su acento. Y no es que no hubiera hijos de la muy noble Florencia que alquilaran o vendieran su alma al mejor postor apuntándose al servicio de causas ajenas. De hecho, las alternas expulsiones de gibelinos y güelfos toscanos durante los últimos cincuenta o sesenta años habían engrosado excelentes cuerpos de mercenarios formados por personas que, al encontrar en ello un fructífero modus vivendi, habían rehusado incluso el retorno a la patria cuando ello había sido posible. Pero este joven serio y disciplinado no encajaba en ese molde de trotamundos agreste, montaraz. Guerrero sí, pero de corte y nobleza urbana. Quizás el retoño selecto de uno de los poderosos linajes sustentadores del Gobierno del Comune negro de Florencia; un cachorro de los Spini, los Pazzi, los Della Tosa o cualquier otro de los usurpadores del simbólico lirio rojo de la ciudad. Se trataba de alguien escogido para esta complicada embajada por amor a la causa o por simple mala suerte en un sorteo. Era probable que buscase acrecentar su fortuna, su prestigio, llevando a buen puerto tan arriesgada misión contra uno de los más afamados enemigos del Estado, contra alguien que no debía de ser muy popular en Florencia tras sus últimos posicionamientos políticos. Aquel joven resuelto facilitaba la travesía, vigilaba y despejaba los caminos, compraba voluntades, evitaba la presencia de curiosos o indeseables y arreglaba escondites o alojamientos futuros para el grupo; alojamientos como el que ocuparon apenas comenzó a oscurecerse el firmamento, un lugar que era poco más que un caserón en ruinas y una nave que, tiempo atrás, debió de hacer las funciones de establo.
Abandonaron aquel precario cobijo con la primera luz del amanecer, mientras en monasterios y conventos se entonaban salmos de laudes en agradecimiento por los dones del nuevo día. Trecho a trecho, completaron una nueva jornada en la que las circunstancias variaron muy poco. Avanzando lentamente atravesaron el casi anegado valle del Po. Ya con la noche pudieron adivinar, más que ver, la masa líquida del gran río. Aunque en muchas zonas de su largo curso los puentes debían de haber padecido un severo castigo por las lluvias, no parecía haber ocurrido así en el lugar que el grupo había elegido para cruzarlo: un punto muy cercano a Ostiglia, localidad de antiquísimo origen romano. La labor anticipada del inquieto jefe de la expedición debía de haber comprado un discreto pasaporte nocturno para vadear el río de inmediato. Por eso volvieron a relucir las antorchas engrasadas; entonces, el carro, sin detenerse, se embarcó en una peligrosa ruta a través de la inestable pasarela, casi a oscuras, oponiéndose al viento y a la lluvia.
Con el pecho encogido, impresionado por el rugido bravo de las aguas crecidas y turbulentas bajo sus pies, Dante pensó que la distancia hasta la otra orilla era insalvable y que aquel era, ni más ni menos, el final de la aventura.