DANTE despertó al sentir el calor de los rayos de un tímido sol sobre los párpados. Instintivamente abrió los ojos y pensó que hacía mil años que no veía la luz. Aún se encontraba recostado sobre las tablas húmedas del carro, que, detenido en un claro del bosque, no albergaba a nadie más que a él. Libre de su capuchón, se medio incorporó y dirigió su vista a un prado cercano. Su mirada se cruzó con la de dos hombres con aspecto rudo, vestidos como campesinos. Estaban sentados junto a una hoguera pequeña en la que calentaban agua o cualquier otro alimento. Dante supuso, inmediatamente, que se trataba de dos de los compañeros de su precipitada salida de Verona. Aunque ambos hombres advirtieron que su prisionero había despertado y a pesar de que este realmente no estaba asegurado mediante cadenas o cualquier otro tipo de ligaduras, no hicieron ningún movimiento. Siguieron atentos a su tarea frente al fuego. Evidentemente sabían, tanto como Dante comprendía, que cualquier intento de fuga estaba condenado al fracaso.
Por la altura del sol, el florentino consideró que aún debían de faltar algunas horas para el mediodía. El día había aclarado algo. Por lo menos ya no llovía, lo cual ya era bastante, y Dante lo agradeció, reprimiendo a duras penas un escalofrío intenso. Reparó en que, aunque sus ropas seguían mojadas, estaba cubierto por una densa manta de lana, seca y cálida. Debían de encontrarse en un punto indeterminado de la inmensa llanura del Po, que se extendía entre las cadenas montañosas de los Alpes y los Apeninos. A pesar de haber estado toda la noche en movimiento, las difíciles condiciones del viaje hacían impensable que se encontraran a muchas millas de Verona. Pero el paisaje era lo suficientemente agreste como para dificultar su localización a cualquiera que se hubiera aventurado a perseguir los débiles rastros de la huida del grupo. Supuso que no haría demasiado tiempo que alguien, en Verona, habría advertido su desaparición. Y se figuró que esa misma persona no habría dado, en principio, demasiada importancia al hecho, dadas las peculiares costumbres del poeta y sus vagabundeos perdidos de los últimos tiempos. El propio carácter de Dante se había convertido en un aliado involuntario de sus atacantes. Para cuando su desaparición fuera motivo de alarma, seguramente se encontraría ya a una distancia insalvable para un posible rescate.
Dante volvió a observar a sus guardianes. Su aspecto físico era bastante similar. Eran corpulentos y recios, hombres hechos a las tareas más duras. Trató de descifrar qué dejaban traslucir de sí esos semblantes sucios y cansados. Si bien la noche anterior habían sido los agentes de una amenaza ciega, de una agresión sin rostro, ahora, esos mismos individuos adquirían forma ante sus pupilas. Sus caras tenían que mostrar, necesariamente, algo de sus ambiciones, motivaciones, sueños o justificaciones. No ya de sus propósitos, que esos parecían diáfanos ante el raciocinio de Dante. Ambos parecían mostrar una voluntad embotada, una perversa costumbre a dejarse mandar cuando las órdenes recibidas no se ajustaban a ninguna ley humana o divina. Uno de ellos, del que Dante supo luego que se llamaba Michelle, o Michelozzo, como solían nombrarle sus compinches, aún atesoraba en sus ojos opacos un tenue brillo de bondad. Resaltaba más cuando sonreía, con un gesto de estupidez bovina, con su pelo lacio y mal cortado. Entonces, parecía un enorme y pacífico animal, una bestia apacible que podría partir el espinazo de un hombre, aun sin comprender por qué. No ocurría así con el atinadamente apodado como Birbante[1], el otro secuaz. Su pelo crespo de uniforme negrura, sus maneras brutales, la mirada maligna destellante, su mueca feroz que dejaba asomar esa mitad de mandíbula superior, carcomida y sucia que todavía conservaba, le convertían en un ser fiero que transpiraba avaricia y crueldad por todos sus poros. Los que le escoltaban de regreso a la patria eran dos perfectas máquinas de matar que velaban por una vida, que hubieran podido arrebatar de un solo manotazo, para entregársela indemne a sus corruptos amos de Florencia.
Un mugido cercano, a su espalda, quebró su ensimismamiento. Se volvió y advirtió la presencia de las dos bestias compañeras que formaban el tiro del carruaje. Intentaban recuperar sus maltrechas fuerzas comiendo con ansia del forraje de unos sacos. Repentino y atareado, apareció ante su vista el tercero de sus secuestradores, que portaba un cubo de agua para abrevar a los bueyes. Sin duda, era el guía de la carreta. Un carretero sin más, del que no llegó a saber ni el nombre, contratado para transportar por tan accidentados senderos a personajes extraños, ajenos a sus intereses e inquietudes. Dante comprendió que aún no podía estar completa la nómina de maleantes. Allí, en aquel preciso instante, no había más que ejecutores, individuos preparados para llevar a cabo las acciones ordenadas. Faltaba quién o quiénes dirigieran la complicada operación.
No tuvo que esperar demasiado para confirmar sus suposiciones. No hubo ocasión de depositar esperanzas en el sonido de unos cascos de caballo que se avecinaban desde la espesura, porque sus acompañantes no sólo no dieron muestra de turbación alguna, sino que miraron hacia el bosque con el aire monótono de quien hace tiempo que espera la llegada de otro. Y ese otro era, en verdad, tan distinto del resto que Dante intuyó que él y no otro era el jefe de aquel grupo, el encargado de que el delito llegara a buen puerto.
Según se aproximaba, apenas dirigió la vista a sus compinches; quizás una ojeada de altiva superioridad, de consabido dominio. Ningún saludo, ninguna familiaridad o camaradería. Tampoco ellos hicieron amago alguno de bienvenida. La relación de supremacía era tan evidente que Dante comprendió que este desconocido que se le acercaba a lomos de un caballo era quien, en realidad, tenía entre sus manos la llave de su destino. El jinete era un hombre joven, no menos de veinte años menor que el poeta. Tenía una planta envidiable. A simple vista, traslucían de su figura cierta agilidad y fuerza. Sus movimientos le apartaban de manera abismal de las manadas de plebeyos y rufianes en que se debían de haber criado los otros delincuentes. Los ropajes ambiguos de romero con que camuflaba su cuerpo no ocultaban del todo sus orgullosos ademanes de guerrero: con las bridas entre ambas manos cruzadas, la espalda recta sobre el caballo, la mirada siempre presta a vislumbrar el peligro, constantemente alerta sobre su montura. También eran perceptibles, bajo la capa oscura y gastada que le cubría a medias, al menos dos armas: una espada y un puñal largo y estrecho, de los llamados «misericordia», similar a los que utilizaban los sicarios en los campos de batalla para rematar, a través de los intersticios de sus armaduras, a los caballeros caídos.
Ceremonioso y pausado, se situó a menos de una braza de distancia de Dante. Sin abrir la boca, sin apenas mover un músculo del rostro, el recién llegado se quedó observando fijamente a su prisionero. Este tampoco articuló una sola palabra. La presencia de aquel joven recio impresionaba al viejo vagabundo curtido en mil inútiles conspiraciones políticas. El desconocido le contemplaba inmerso en una profunda curiosidad, como si hubiera deseado desde hacía una eternidad conocerle, mirarle cara a cara, analizar sus rasgos desde una distancia tan corta. En sus ojos, Dante advirtió, con un intenso estremecimiento, el chispazo siempre impactante del odio, pero mezclado con el dolor, la amargura de un hombre marcado por alguna pena desconocida. Sin un solo intercambio de palabras, culminado con absoluto desprecio este intervalo de silencio, el jinete dio media vuelta a su montura. Se encaminó hacia sus compañeros, que, con un aire aburrido, abandonaron la contemplación de las llamas.
Las frases que cruzó con los otros fueron escasas y ellos apenas respondieron con leves señas de asentimiento. Sin duda, instrucciones breves y concisas que escaparon a los oídos de Dante. Después hurgó en una de las alforjas de su silla y extrajo un bulto liado en trapos que dejó caer despreocupadamente en el regazo de Michelozzo. Sin más gestos, sin dar oportunidad a prolongar conversación alguna, tiró de las riendas y giró su caballo en dirección al bosque, con una maniobra precisa. En un instante, en apenas el segundo que tardó su cabalgadura en enfilar el camino de retorno, le dedicó, de reojo, una ojeada fría y dura que heló la sangre de Dante. Desapareció pronto por el mismo lugar por donde había venido.
Michelozzo, con una mueca de sonrisa distraída, casi amable, dio cumplimiento a las instrucciones de su misterioso jefe. Lo hizo sin hablar, de manera impersonal y distante, como si estuviera tratando, en realidad, con una de esas estatuas de piedra que adornaban las fachadas de tantos templos en Italia. Parecía como si sus secuestradores hubieran edificado un muro de silencio, una urna transparente, una burbuja de indiferencia en la que hubieran encerrado a su rehén para mantener con él una distancia respetuosa. Supuso que cumplían escrupulosamente las órdenes que les debían de haber asignado. Sus propias cabezas estaban en juego hasta el punto de considerar el cuidado de su seguridad como una actividad en la que no estaba permitida la menor familiaridad o contacto. Michelozzo le entregó el paquete que le había arrojado el jinete. Contenía ropa, vestimentas propias de un campesino, no muy diferentes a las que portaban sus guardianes, adecuadas en talle y envergadura a su estatura; no así en cuanto a su dignidad. Pero se trataba de ropa seca; paños bastos de lana, oscuros, sin tratar ni teñir, pero gruesos y de tacto cálido. Eso, junto a la constancia de que su uso no era optativo, sino una imposición de sus raptores para pasar más desapercibidos, le convenció de lo inevitable que era mudar su atuendo. Simplemente, se despojó del lucco, su delicado manto con capucha forrado de piel, y conservó su casaca interior de lana, que cubrió con una de las túnicas que le entregaron. Unas medias de tela cubrían sus propias calzas; unas albarcas de cuero, capucha y sombrero de paja conformaron el resto de su peculiar vestimenta. Un momento después, Michelozzo volvió a estar a su lado ofreciéndole un cuenco de aquello que habían estado afanosamente preparando en el fuego. Era una sopa de verduras, insípida pero caliente, que evocó en Dante la imagen del gran caldero de «agua vegetal» que los hermanos menores de la Orden de san Francisco solían distribuir a los pobres en las puertas de sus conventos, acompañada de un pésimo remedo de pan moreno hecho de mijo y avena.