Capítulo 3

EL viaje prometía ser especialmente penoso durante sus primeras etapas. Y, sin duda alguna, se cumplieron las expectativas. Las intenciones de los malhechores que conducían a Dante eran alejarse lo máximo posible de Verona antes de que nadie pudiera darse cuenta de la desaparición del insigne refugiado. Eso implicaba una alocada carrera nocturna, sin descanso ni apenas tregua, por caminos embarrados, necesariamente alejados de las antiguas vías romanas o de las rutas más frecuentadas y, por tanto, en mejor estado. En esas condiciones tan adversas parecía una aventura suicida.

El grupo tomó dirección hacia Bolonia quebrando la noche con los crujidos del carro y los lamentos frecuentes de las bestias insatisfechas que tiraban con desesperación de él. Antorchas embreadas marcaban un recorrido que, a veces, se antojaba imposible de seguir. Una capota encerada protegía a duras penas a los ocupantes del carruaje en los momentos en que la lluvia arreciaba. Cuando esto sucedía con especial intensidad, el grupo se veía obligado a buscar cobijo junto a algún árbol o roca. El estallido bronco de los truenos y el sucesivo temblor de la tierra incrementaban la inquietud en los animales. Pero apenas mejoraban un ápice las condiciones, se volvían a poner en marcha con exasperada obstinación. Dante sentía todo esto desde una especie de ciega lejanía. Sufría las inclemencias como algo ajeno, aunque su cuerpo se resintiera palmo a palmo con tales sufrimientos. Oscilaba pesadamente, chocando contra sus impuestos compañeros, que, situados a ambos lados, apenas podían mantener el equilibrio con los pronunciados vaivenes del vehículo. Dante, casi acostumbrado a la presencia obligada de su caperuza, distinguía entre tantos otros ruidos los gritos de ánimo con los que se jaleaban aquellos hombres, poseídos por un entusiasmo digno de mejor causa. Por momentos, se sentía casi reconfortado en esa negrura que le impedía ver tal cúmulo de dificultades.

Entonces, mecido por las violentas sacudidas de aquel carro, recostado entre duras tablas y el contacto estrecho con dos cuerpos empapados, le sucedió algo de lo que Dante no dejaría nunca de sorprenderse cuando su mente evocara los sucesos de aquella noche. Cayó en las simas de un sueño profundo, un sopor denso de aquellos que transportan a quien lo experimenta a un lugar y tiempo eternamente distante en el momento mismo de despertar. Dante Alighieri, incapaz desde hacía semanas de dormir una noche completa de un tirón sobre un lecho de plumas, incapaz de apartar de su mente dormida recurrentes y turbias pesadillas, se había hundido en el sueño; a pesar de la angustia y el miedo, la indignación y la rabia, la impotencia y el odio; a pesar del frío, la humedad y el cansancio, del rumor de la lluvia, del estrépito del trueno; a pesar de estar convencido de que aquella podía ser una de las escasas noches que le quedaran por pasar en este mundo.