Prefacio y nota a los lectores

En 1912 los geólogos protagonizaron un célebre ejemplo de práctica científica fallida, puesto que tras acumular un buen número de pruebas relacionadas con la deriva continental se pasaron cincuenta años argumentando que los continentes no pueden desplazarse.

La batalla científica que se suscitó en torno a la regla de Bayes no es tan famosa, pero su duración fue muy superior, ya que se prolongó por espacio de ciento cincuenta años. Se hallaba vinculada a una interrogante de mayor amplitud y más fundamental carácter: la de cómo analizar las pruebas, cómo modificar nuestro punto de vista conforme vamos adquiriendo nueva información, y cómo tomar decisiones racionales frente a la incertidumbre. Y es más: habría que esperar a cruzar el umbral del siglo XXI para poder dar respuesta a esta triple pregunta.

A primera vista, la regla de Bayes es un sencillo y brevísimo teorema cuyo enunciado se reduce a lo siguiente: al actualizar la opinión que inicialmente teníamos sobre algo por disponer de nueva información objetiva llegamos a un planteamiento renovado y mejor. A los ojos de quienes lo juzgan útil, se trata de una proposición elegante vinculada con el modo en que aprendemos de la experiencia. Son muchas las generaciones de adeptos de esta fórmula que recuerdan haber experimentado poco menos que una revelación religiosa al caer bajo el hechizo de su lógica interna. Sus detractores, por el contrario, consideran que la regla de Bayes es sencillamente el desvarío de una subjetividad desbocada.

La regla de Bayes vino al mundo en la Inglaterra de la década de 1740, en medio de una incendiaria polémica religiosa marcada por la siguiente cuestión: ¿es posible establecer conclusiones racionales relativas a Dios sobre la base de las pruebas que nos proporciona el mundo en torno? El reverendo Thomas Bayes, amante de las matemáticas, fue el descubridor de dicho teorema, de modo que hoy se le venera como al emblemático padre de la toma de decisiones en el ámbito de las matemáticas. Sin embargo, Bayes dejó que su hallazgo cayera en el olvido, puesto que en su época no era sino una figura de importancia secundaria. Y si hoy hemos llegado a tener noticia de sus trabajos se debe únicamente a su amigo y editor Richard Price, un héroe prácticamente olvidado de la Revolución estadounidense.

En justicia, la regla de Bayes debería llevar el nombre de otra persona: el de un francés llamado Pierre-Simon Laplace, uno de los matemáticos y científicos de mayor fuste que ha conocido la historia. En el año 1774, viéndose obligado a organizar un flujo de datos carente de todo precedente, Laplace descubriría independientemente el teorema que nos ocupa. Dedicaría cuarenta años a desarrollar dicho principio hasta conferirle la forma en que hoy lo utilizamos. Aplicando su método, llegaría a la conclusión de que un dato bien contrastado —el de que nacen más niños que niñas— tenía que emanar, casi con toda certeza, de una ley natural. Son sólo las convenciones históricas las que nos obligan a dar el nombre de regla de Bayes al descubrimiento de Laplace.

Tras el fallecimiento del sabio francés, los investigadores y académicos centrados en la búsqueda de respuestas precisas y objetivas dictaminarían que el método que éste había planteado era de carácter subjetivo, de modo que, resultando inservible, lo declararon inerte y echaron tierra sobre él. Sin embargo, por esa misma época, los estudiosos dedicados a la resolución de problemas prácticos empezaron a valerse de su sistema para abordar el análisis de las emergencias que plantea la vida cotidiana. En el transcurso de la segunda guerra mundial se produciría un logro espectacular al partir Alan Turing del teorema de Bayes para desentrañar el cifrado de las máquinas Enigma, un conjunto de dispositivos que empleaban el código secreto de la armada alemana. Los trabajos de Turing estaban llamados a contribuir tanto a la salvación de Gran Bretaña como a la invención de los modernos ordenadores electrónicos y sus programas lógicos. Otros destacados pensadores matemáticos, como Andréi Kolmogórov en Rusia y Claude Shannon en Nueva York, también habrían de reformular el teorema de Bayes durante el período bélico a fin de aplicarlo a la adopción de decisiones críticas.

En los mismos años en que los teóricos especulativos instalados en sus torres de marfil creían haber arrumbado absoluta y definitivamente el teorema de Bayes, el mismo principio matemático que habían declarado tabú ayudaba a poner en marcha el sistema de seguros de accidente de los trabajadores estadounidenses; salvaba a la red de telefonía Bell del pánico financiero desatado a lo largo del año 1907; sacaba a Alfred Dreyfus de su prisión francesa; proporcionaba dianas fiables a la artillería aliada; localizaba submarinos alemanes; y señalaba el epicentro de los terremotos para deducir (erróneamente) que el núcleo de la Tierra estaba compuesto de hierro fundido.

En términos teóricos, la regla de Bayes era un método verboten. Sin embargo, podía tratar todo tipo de datos, ya fuesen éstos abundantes o escasos. Durante la guerra fría, el principio de Bayes serviría para dar con el paradero de una bomba de hidrógeno perdida y con varios submarinos estadounidenses y rusos; ayudaría a determinar la seguridad de las plantas de producción de energía nuclear; a predecir la tragedia del transbordador espacial Challenger en el año 1986; a demostrar que el tabaco provoca cáncer de pulmón y que una elevada tasa de colesterol en sangre es una de las causas desencadenantes del infarto de miocardio; a predecir el ganador de la carrera presidencial en los más populares programas de noticias de la televisión estadounidense y a elucidar otras muchas cosas.

Al margen de todos estos éxitos, ¿qué otra cosa podría venir a determinar que los científicos racionales, los matemáticos y los estadísticos se obsesionaran con este teorema hasta el punto de enzarzarse en lo que un observador llegaría a calificar como una «reyerta elemental y generalizada»? La respuesta es muy sencilla. En esencia, la regla de Bayes contradice la arraigadísima convicción de que la ciencia moderna requiere objetividad y precisión. El teorema de Bayes permite valorar una creencia, y nos indica que no sólo es posible adquirir conocimiento aunque nos falten datos o éstos resulten inadecuados, sino que da en añadir que el saber puede obtenerse partiendo de aproximaciones e incluso de la ignorancia.

Y una de las consecuencias de este profundo desacuerdo filosófico se concreta en una curiosa circunstancia: la de que la regla de Bayes sea en último término el relato vívido y personal de las experiencias de un pequeño grupo de atribulados partidarios de su potencial, obligados a dedicar buena parte del siglo XX a lograr que se les acepte y a reivindicar combativamente su propia legitimidad.

La peripecia de la regla de Bayes nos remite de este modo a su implicación en los secretos de la segunda guerra mundial y a la posterior guerra fría, a los apuros de un teorema carente de la potencia de cálculo que nos ofrecen hoy los ordenadores y los paquetes de programación lógica. Su destino es el de un método que —renovado por la acción de eruditos independientes procedentes de campos como los de la física, la ciencia informática y la inteligencia artificial— acabaría siendo aceptado por todos, y poco menos que de la noche a la mañana, porque empezó de pronto a resultar operativo. Y de ese modo, en lo que habría de ser un nuevo tipo de cambio de paradigma destinado a satisfacer las necesidades de un mundo más pragmático, el hombre que había dicho que la regla de Bayes era «la cocaína cristalizada de la estadística […] por resultar un teorema seductor, adictivo y a la postre catastrófico», comenzó a reclutar expertos en ese principio para la compañía Google.

En la actualidad, los filtros bayesianos que detectan el correo indeseado buscan contenidos pornográficos y mensajes fraudulentos en la basura de nuestros ordenadores. Cuando un barco naufraga, el guardacostas recurre a un sistema basado en el teorema de Bayes y localiza a los supervivientes del siniestro, que en ocasiones pueden llevar semanas flotando a la deriva en una o más balsas de fortuna. Con este mismo método descubren los científicos el funcionamiento de los genes y la forma de controlarlos y regularlos. El sistema de Bayes ha logrado ganar incluso algún que otro premio Nobel. Y en las conexiones a Internet, la regla de Bayes tiende sus redes de rastreo y facilita la venta de canciones y películas. Ha penetrado en la informática, en la inteligencia artificial, en las fórmulas de aprendizaje automático, en los pasillos de Wall Street, en la astronomía, en la física, en la seguridad nacional y en algunas grandes empresas como Microsoft y Google. Ayuda a los ordenadores a traducir un determinado texto de una lengua a otra, demoliendo el milenario dilema al que viene enfrentándose el mundo desde la Torre de Babel. Se ha convertido en una metáfora útil para explicar la forma en que opera y aprende nuestro cerebro. Y los bayesianos más destacados han llegado a actuar incluso como asesores de distintas agencias gubernamentales, ya sea en el ámbito de la energía, en el de la educación o en el de la investigación.

Sin embargo, el alcance de la regla de Bayes no se reduce al de una simple y oscura polémica científica arrumbada por la historia. Nos afecta a todos. Constituye una lógica que permite razonar en el amplio espectro vital que asienta en las zonas grises situadas entre la verdad absoluta y la completa incertidumbre. Al interrogarnos sobre algo, es muy frecuente que la información con que contemos no represente sino una pequeña fracción de toda la que existe. Sin embargo, todo el mundo desea poder realizar predicciones basadas en nuestras experiencias pretéritas, y lo cierto es que acostumbramos a cambiar nuestros puntos de vista al adquirir nueva información. Tras padecer durante largos años el vehemente desdén de muchos eruditos, el teorema de Bayes ha terminado ofreciéndonos un modo de concebir racionalmente el mundo que nos rodea.

El presente libro relata los pormenores que jalonan esta extraordinaria transformación.

Nota: es muy posible que el lector atento advierta que en esta obra se utiliza muchas veces la palabra «probabilidad». En el habla habitual, la mayoría de la gente considera que las voces «probabilidad» (probability), «verosimilitud» (likelihood) y «cuota» de posibilidad (odds) son equivalentes.[P_i] Sin embargo, en la esfera de la estadística no se trata de expresiones sinónimas, puesto que poseen significados técnicos diferentes. Y dado que en esta Teoría inmortal he tratado de emplear correctamente la terminología vigente, el vocablo «probabilidad» aparecerá efectivamente en numerosas ocasiones.