9
Los éxitos militares obtenidos mediante la aplicación de la regla de Bayes seguían siendo secretos de estado vinculados con la guerra fría en el verano de 1957, fecha en la que Jimmie Savage visitaría la nueva y fascinante sede de la Corporación RAND, animando a dos jóvenes a calcular un problema de vida o muerte: el relacionado con la probabilidad de que pudiese producirse la explosión de una bomba termonuclear por error.
La Corporación RAND representaba la quintaesencia de los laboratorios de ideas de la guerra fría. Diez años antes, el general Curtis E. LeMay, comandante en jefe del Mando Aéreo Estratégico de los Estados Unidos, había contribuido a ponerlo en marcha en Santa Mónica, California, como una especie de «anzuelo» con el que seducir a los más importantes científicos y convencerles de la necesidad de aplicar los resultados de sus investigaciones a las operaciones de la guerra aérea de largo alcance.[9.1] Sin embargo, la Corporación RAND —cuyas siglas responden al lema de Research ANd Development (investigación y desarrollo)— se consideraría una «universidad sin estudiantes», juzgando asimismo que sus aproximadamente mil empleados eran otros tantos «intelectuales dedicados a la defensa» de la nación. Su misión consistía en utilizar las matemáticas, la estadística y los ordenadores para resolver todo un conjunto de problemas militares, actuar como organización de vanguardia en la toma de decisiones sujetas a condiciones de incertidumbre, y proteger a los Estados Unidos de un ataque soviético. La Fuerza Aérea estadounidense, que era la entidad encargada de financiar a la Corporación RAND, daba a sus investigadores carta blanca para elegir los problemas que más les interesara investigar. Sin embargo, como las políticas militares de la «Nueva Imagen» promovida por el presidente Eisenhower dependían de una rápida reacción con bombas nucleares (conocida con el nombre de doctrina de la «represalia masiva») por considerar que ésa era la forma más económica de responder a un ataque soviético, las cuestiones de más candente actualidad que se trataban en la Corporación RAND eran precisamente las relacionadas con la estrategia nuclear, la supervivencia a un ataque atómico y las opciones que podían barajarse ante la eventualidad de una agresión de ese tipo. Dado que los bombarderos del Mando Aéreo Estratégico eran los únicos autorizados a transportar las piezas del arsenal nuclear estadounidense y que el general LeMay ocupaba la máxima posición jerárquica de la mayor potencia militar del mundo, se comprende que la voz de la Corporación RAND viniera a ejercer muy a menudo una gran influencia.
El verano que Savage realizó su visita a Santa Mónica, los informes de la Corporación RAND ya habían dado en cuestionar en más de una ocasión el parecer de alguno de los más intocables peces gordos del Mando Aéreo Estratégico. Para arrojar bombas nucleares sobre objetivos soviéticos, los pilotos más perdonavidas de la Fuerza Aérea querían utilizar los nuevos reactores Boeing B-52 Stratofortress, mientras que la Corporación RAND recomendaba el empleo de flotas más económicas integradas por aviones convencionales. La Corporación RAND también había afirmado que las bases que el Mando Aéreo Estratégico había habilitado en ultramar para sus bombarderos tripulados ofrecían un blanco fácil ante cualquier ataque soviético. Un año después de la visita de Savage, la Corporación RAND vendría a cuestionar los dogmas de la guerra fría al argumentar que, por regla general, las naciones vencedoras salían mejor paradas si lograban acuerdos negociados que si buscaban la rendición incondicional de sus adversarios. La Corporación RAND llegaría incluso a instar a las autoridades militares a contrarrestar la propuesta de intervención de los B-52 de LeMay con la utilización de los misiles que la armada tenía instalados en sus submarinos. A modo de represalia, el Mando Aéreo Estratégico de los Estados Unidos decidiría en varias ocasiones romper prácticamente todas sus relaciones con la Corporación RAND —fundamentalmente entre la visita que realizara Savage en 1957 y el año 1961.
En uno de los paseos que habría de realizar en compañía de una cohorte de investigadores de la Corporación RAND durante el verano de su visita, Savage tendría oportunidad de conocer a Fred Charles Iklé, un joven demógrafo de origen suizo que había estudiado los efectos sociológicos que ejercían los bombardeos nucleares en las poblaciones urbanas. Con sólo treinta y tres años, Iklé era siete años más joven que Savage, habiendo recibido su doctorado en el año 1950 por la Universidad de Chicago, esto es, en la misma universidad en la que daba clases el propio Savage. En su búsqueda de un área de investigación abierta en la que no estuviera trabajando ningún otro científico de la Corporación RAND, Iklé optaría por investigar un tipo de catástrofes nucleares que los arsenales atómicos anglo-estadounidenses no podían impedir: las que alcanzaran a sobrevenir como consecuencia de un accidente o por la acción de una persona mentalmente desequilibrada. Años después, Iklé habría de declarar lo siguiente en referencia a la doctrina de la represalia masiva: «Los métodos que utilizamos para prevenir una conflagración nuclear se apoyan en una forma de guerra que viene siendo objeto de una condena universal desde los tiempos más oscuros de la Edad Media: el asesinato generalizado de una masa de rehenes».[9.2] Estando el Mando Aéreo Estratégico plenamente dispuesto a ampliar su programa de vuelos con bombarderos cargados de potentes artefactos, Iklé y Savage comenzaron a debatir para efectuar una valoración de la incidencia que esas medidas podían llegar a tener en la probabilidad de un accidente nuclear. Al final, la cuestión vendría a girar en torno a la siguiente pregunta: ¿cuál era la probabilidad de que se produjera la explosión accidental de una bomba de hidrógeno?
Tras pasar todo el verano entregado a sus conversaciones con Iklé, Savage se disponía ya a regresar a sus labores docentes en la universidad, cuando, en ese preciso instante, se presentó en las instalaciones de la Corporación RAND Albert Madansky, un joven doctor de veintitrés años que había estudiado en el departamento de estadística de Savage. Madansky se había pagado los cursos de doctorado trabajando a tiempo parcial junto a Arthur Bailey, el teórico bayesiano de la industria aseguradora. Hasta el fallecimiento de Bailey, Madansky había acariciado la idea de hacer carrera como actuario de seguros. Al encontrarse en la Corporación RAND, Savage —que acababa de publicar sus Foundations of Statistics pero no se había hecho todavía partidario de la regla de Bayes— hablaría del problema de la bomba de hidrógeno con Madansky, aunque sin plantear la cuestión en términos bayesianos. Al abandonar Santa Mónica, Savage encomendó a Madansky la realización del estudio vinculado con la bomba de hidrógeno, pero dejó que el joven acometiera el empeño del modo que considerase más conveniente —y Madansky terminaría desarrollando un enfoque bayesiano de su propia cosecha.
Dado que al final el informe que vendría a elaborar la Corporación RAND sería declarado secreto, Madansky se vería obligado a pasarse cuarenta y un años sin poder hablar con nadie de su trabajo. Lo que sí habría de hacer, sin embargo, tras regresar Savage a Chicago, sería dar conferencias y exponer abiertamente en ellas las cuestiones estadísticas más fundamentales que llevaban aparejados sus estudios. Aunque a trompicones, la regla de Bayes estaba logrando salir de la clandestinidad en que se había visto recluida tras la segunda guerra mundial y la subsiguiente instauración de la guerra fría.
El problema de la bomba de hidrógeno al que tenía que hacer frente Madansky resultaba muy espinoso, tanto en el plano político como en el estadístico. Nunca había explotado accidentalmente una bomba de hidrógeno. En los doce años que habían transcurrido desde agosto de 1945, fecha en que los Estados Unidos habían arrojado las bombas atómicas que habían determinado la rendición del Japón, se habían detonado varias bombas nucleares, aunque siempre de forma deliberada, es decir, como parte de las pruebas armamentísticas que acostumbraba a efectuar el ejército. Dejando al margen la eventualidad de un accidente, los dirigentes del país creían que sus reservas de armas nucleares bastaban para eliminar toda posibilidad de guerra termonuclear —considerando asimismo que no podría producirse ningún accidente en el futuro por la sencilla razón de que jamás había habido que lamentar ninguno en el pasado—. Sin embargo, la interrogante seguía flotando en el ambiente: ¿podría llegar a suceder lo imposible?
De acuerdo con la experiencia práctica obtenida a lo largo de más de un siglo de investigaciones estadísticas convencionales, no había forma de calcular eventualidades imposibles. En el año 1713, Jakob Bernoulli había establecido que los acontecimientos altamente improbables nunca acababan concretándose. David Hume se mostraría de acuerdo, argumentando que si en el pasado el sol se había elevado miles de veces sobre el horizonte, lo lógico era pensar que continuaría haciéndolo en el futuro. Sería Richard Price, el amigo y editor de Thomas Bayes, quien adoptara el punto de vista contrario al asumir que los acontecimientos altamente improbables podían verificarse de hecho en la práctica. A finales del siglo XIX y principios del XX, Antoine-Augustin Cournot llegaría a la conclusión de que la probabilidad de que ocurriera un acontecimiento físicamente imposible era infinitamente pequeña, y que por lo tanto había que pensar que el suceso jamás habría de verificarse. Andréi Kolmogórov modificaría ligeramente la proposición, eliminando el «jamás» y diciendo que si la probabilidad de ocurrencia de un acontecimiento es muy pequeña, podemos estar prácticamente seguros de que dicho acontecimiento no habrá de producirse en el intento siguiente.
Fisher tampoco habría de contribuir a aclarar las cosas. Este estadístico argumentaba que la probabilidad resulta ser simplemente una frecuencia relativa que se verifica en una población de amplitud infinita, de modo que mientras no se produjera un accidente nuclear no había forma de valorar la probabilidad futura de su repetición. Afortunadamente, Madansky no disponía de una muestra infinitamente amplia de accidentes con bombas de hidrógeno, y obviamente estaba totalmente descartada la posibilidad de realizar experimentos en semejante materia. El enfoque de Fisher le abocaba a la simple y muy trivial constatación de que, hasta la fecha, el número de accidentes registrados era igual a cero y de que por consiguiente la probabilidad de un accidente futuro resultaba igualmente nula.
Madansky llegaría así a la siguiente conclusión: «Mientras uno tenga decidido que la probabilidad es igual a cero, no habrá nada que pueda hacerle cambiar de opinión. Si uno ha resuelto que el sol se eleva cada mañana porque siempre ha ocurrido así en el pasado, no hay nada que pueda venir a modificar ese criterio, salvo el hecho de que, una mañana, el sol se niegue a superar la línea del horizonte».[9.3]
Madansky no aceptaba el argumento de que hubiese que considerar imposible la eventualidad de un accidente por el simple hecho de que jamás se hubiera observado su ocurrencia en el pasado. En primer lugar, empezaba a comprenderse claramente que la suposición por la que las cúpulas dirigentes del ejército y el ejecutivo daban por hecho que el bien nutrido arsenal de armas nucleares de los Estados Unidos constituía un elemento suficiente para impedir el estallido de una guerra atómica era una idea cimentada sobre bases cada vez más endebles. En los seis años transcurridos entre 1949 y 1955, los soviéticos habían hecho estallar su primera bomba atómica, los Estados Unidos habían detonado la primera bomba de hidrógeno que había conocido el mundo, y Gran Bretaña había realizado pruebas tanto con bombas atómicas como con bombas de hidrógeno. Por si fuera poco, en el año 1957 la URSS había puesto en órbita el primer satélite artificial. Entretanto, los Estados Unidos se habían dedicado a enseñar a algunos países de la Organización del Tratado del Atlántico Norte a lanzar armas nucleares, suministrando al mismo tiempo misiles nucleares a Gran Bretaña, Italia y Turquía. En el año 1958, esto es, en la época en que se firmó el Acuerdo anglo-estadounidense para la Cooperación en los Usos de la Energía Atómica en Materia de Mutua Defensa, se había evaporado ya toda esperanza de lograr prevenir la difusión de las armas nucleares. En el año 1960, Francia realizaría las pruebas necesarias para la deflagración de su primera bomba atómica.
Además de la rápida extensión de las armas nucleares, Madansky tenía otras dieciséis razones del más alto secreto para poner en duda que la probabilidad de un futuro accidente atómico pudiese igualarse a cero. Entre los años 1950 y 1958 se establecería una lista estrictamente confidencial en la que se detallarían los dieciséis «incidentes con armas nucleares de más trágicas consecuencias» de la historia.[9.4] Entre ellos vendría a mencionarse la ocurrencia del lanzamiento accidental de una bomba, la eyección de un misil o su abandono en plena naturaleza, los posibles accidentes de los bombarderos, y el surgimiento de errores en el momento de la realización de alguna prueba nuclear. Ya se habían producido incidentes frente a las costas de la Columbia Británica, así como en California, Nuevo México, Ohio, Florida, Georgia, Carolina del Sur y las regiones de ultramar. Por si fuera poco, había que tener en cuenta que la lista que acababa de establecer la Corporación RAND pasaba por alto aquellos accidentes que no hubiesen alcanzado a captar la atención del público.
Una bomba atómica o de hidrógeno consta de una pequeña cápsula, o «núcleo», de uranio o plutonio encerrada en una envoltura llena de un conjunto de potentes explosivos convencionales. Sólo en el caso de que esos explosivos altamente volátiles sean detonados en un mismo instante puede ejercerse sobre toda la superficie de la cápsula de uranio o de plutonio una presión suficiente como para desencadenar la reacción nuclear en cadena. En algunos raros casos se había producido la detonación de estos explosivos convencionales, por regla general tras el impacto sufrido a causa de un accidente de aviación. No obstante, como en las bombas de esos aviones no se había instalado la cápsula provista del material atómico no se habían producido accidentes nucleares. Esa circunstancia había convencido al Mando Aéreo Estratégico de los Estados Unidos de que sus procedimientos eran sensatos y de que no había que temer la ocurrencia de ningún accidente nuclear.
Con todo, y a pesar de estar desprovistas de su material atómico, el estallido de los potentísimos explosivos de las armas nucleares había causado la muerte de un gran número de personas. El de 1950 estaba llamado a ser un año particularmente cargado de accidentes. El 11 de abril de 1950, fallecían trece personas en las inmediaciones de la base militar que la Fuerza Aérea estadounidense poseía en la localidad de Kirtland, a las afueras de Albuquerque, en Nuevo México, al estrellarse un B-29 en la ladera de un monte cercano. Las llamas de los explosivos de alta potencia de la bomba pudieron verse a veinticuatro kilómetros de distancia. El 13 de julio, morían dieciséis personas al precipitarse al mar en picado un B-50 en las proximidades de la ciudad de Líbano, en Ohio. El 5 de agosto morían diecinueve personas en California, entre las cuales se encontraba el general Robert F. Travis, al acabar de manera catastrófica el aterrizaje forzoso de un B-29 con problemas mecánicos que además habría de causar sesenta heridos en un aparcamiento de remolques cercano. Ese mismo año, dos bombas desprovistas de sus respectivas cápsulas nucleares fueron lanzadas por la borda y abandonadas en alta mar, una de ellas en el Océano Pacífico, frente a las costas de la Columbia Británica, y otra quedó a merced de las corrientes en un lugar desconocido situado lejos de las costas estadounidenses.
La información periodística sería más bien escasa hasta el año 1958, fecha en la que no podría ocultarse la apertura del compartimento de bombas de un B-47, debida a un cierre mal ajustado, y la subsiguiente caída de un proyectil «relativamente inocuo» en el jardín particular de un ciudadano llamado Walter Gregg, residente de Mars Bluff, en Carolina del Sur.[9.5] Los explosivos convencionales estallaron con el impacto, generando un cráter de nueve metros de profundidad y entre quince y veintiún metros de anchura, destrozando la casa de Gregg, causando daños en los edificios cercanos y matando a varios pollos. No hubo que lamentar víctimas humanas, pero la noticia encontraría un notable eco en los informativos. En esos días, una de las frases que más habrían de escucharse en boca de los reporteros sería la de que «había explotado un dispositivo cebador de trinitrotolueno». La Corporación RAND señalaría en tono crítico que la revista Time había publicado un artículo «asombrosamente preciso».[9.6] El Congreso estadounidense, el Partido Laborista británico y Radio Moscú emitieron una protesta formal.
La Fuerza Aérea estadounidense pagó a la familia Gregg la suma de cincuenta y cuatro mil dólares, suspendiéndose además todos los vuelos previstos de los aviones B-47 y B-52 que llevaran armas nucleares en tanto no se adoptaran nuevas medidas de seguridad. El Mando Aéreo Estratégico establecería asimismo una nueva política: las bombas nucleares no podrían abandonarse deliberadamente sino en un conjunto de mares «o masas de agua predeterminadas […]. Al objeto de que, en el futuro, sólo puedan atraer la atención del público las caídas no controladas de explosivos».[9.7]
Al comenzar la prensa a recelar cada vez más de los accidentes, Iklé comenzó a preocuparse, así como otro de los investigadores de la Corporación RAND llamado Albert Wohlstetter. Iklé recomendó al gobierno que no dijera nada de la presencia de armas nucleares en el caso de que la aviación militar llegase a sufrir un accidente. Estando Iklé y Madansky trabajando en su estudio se produjo un accidente que podría haber provocado un escándalo internacional. Se registró un fallo en una pieza de fundición de la rueda de un B-47 en la base de abastecimiento de combustible con que contaba la Fuerza Aérea estadounidense en Sidi Slimane, en el Marruecos francés. Los explosivos de alta potencia del cebador estallaron y el incendio subsiguiente se prolongó por espacio de siete horas, destruyendo el arma nuclear y la cápsula que viajaba a bordo del aparato.
Al constatar la ocurrencia de todos esos accidentes relacionados con armas nucleares carentes de material atómico, Madansky llegó a la conclusión de que no podía seguir dando por supuesto, como habían hecho el Mando Aéreo Estratégico y los estadísticos frecuentistas, de que jamás podría producirse un accidente con una bomba de hidrógeno. Resolvió que lo que necesitaba, contrariamente a las actitudes generales, era «otra teología […], otra clase de inferencia», un tipo de cálculo en el que la posibilidad de un accidente no fuese necesariamente cero.
El frecuentismo no proporcionaba la menor ayuda. «Ahora bien», diría Madansky más adelante, «si uno está dispuesto a admitir, siquiera mínimamente, un cierto margen de duda, puede aceptar que el teorema de Bayes resulte operativo […]. La regla de Bayes es la única teología alternativa a la que se puede recurrir. Es simplemente la estrategia más natural para este particular tipo de problemas. O eso era al menos lo que yo pensaba por aquellos años.»[9.8] Según explicaría Dennis Lindley, si alguien adjudica a priori una probabilidad de cero a la hipótesis de que la luna esté hecha de queso azul, «se dará la circunstancia de que ni siquiera el hecho de que un ejército de astronautas regrese de la luna trayendo pedazos de queso azul alcanzará a quitarle la idea de la cabeza». Y en ese mismo sentido, Lindley acostumbraba a citar lo que él mismo llamaba la Regla de Cromwell, en alusión al escrito que ese político inglés dirigiera al sínodo de la Iglesia de Escocia el 5 de agosto del año 1650: «Os imploro, por las entrañas de Cristo, que sopeséis la posibilidad de que os halléis en un error».[9.9] Adhiriéndose al espíritu de la Regla de Cromwell, Madansky terminaría abrazando el teorema de Bayes y convirtiéndolo en su «teología alternativa».
Eran muchos los estadísticos de la guerra fría que conocían perfectamente la utilidad de esa teología, puesto que la estaban utilizando para enfrentarse a uno de sus mayores problemas: el de ponderar la fiabilidad de los nuevos misiles balísticos intercontinentales. «No sabíamos si esos misiles podían considerarse fiables o no», explicará más tarde Madansky, «además, los datos empíricos de que disponíamos para determinarlo eran notablemente escasos, de modo que varias de las personas que trabajaban en cuestiones de fiabilidad estaban ya aplicando los métodos bayesianos. En esa iniciativa se había implicado nuestro campo de estudio al completo, de la North American Rockwell a la Thompson Ramo Wooldridge, pasando por la Aerospace Corporation y otras compañías similares. Estoy seguro de que también entre sus ingenieros bullían las ideas bayesianas. Lo sabíamos todos […]. Era sencillamente el recurso más natural.»[9.10]
Madansky se puso a valorar inmediatamente la credibilidad que podía atribuirse a la creencia por la que se daba en sostener que resultaba imposible la ocurrencia de detonaciones no autorizadas en el futuro. Comenzó sus análisis con «una idea sencilla y de sentido común —al menos en términos estadísticos—: la basada en la noción de que, en un caso dado, existe una distribución a priori que determina que la probabilidad de un accidente no se reduzca totalmente a cero».[9.11] La decisión de incluir la sombra de la duda en las probabilidades a priori era muy importante, ya que tan pronto como un bayesiano diera en considerar la eventualidad de que en los últimos diez mil casos hubiera existido la posibilidad de que se produjera un percance, siquiera pequeño, las probabilidades de que el futuro se viera totalmente libre de accidentes descendían de manera muy significativa.
Madansky se enfrentaba a un problema extremadamente difícil, tanto desde el punto de vista político como desde la perspectiva matemática. Siendo un joven estudioso no afiliado al ejército y dispuesto a desafiar las más fundamentales creencias que los militares sostenían en relación con la guerra fría, iba a verse obligado a convencer a los responsables políticos de que a pesar de que no hubiera ocurrido todavía ningún accidente catastrófico, era preciso admitir la posibilidad de que éste pudiera producirse en el futuro. Tendría que explicar los entresijos del proceso del análisis bayesiano a un conjunto de personas no versadas en estadística. Y como muy a menudo los militares recelaban de los civiles que avanzaban sugerencias insuficientemente justificadas, Madansky iba a tener que fundarse además en el menor número de suposiciones iniciales posible. Y por si no bastara con eso, debería bregar asimismo con el problema estadístico vinculado con el pequeño número de accidentes que se habían producido en términos generales y con la feliz circunstancia de que no se hubiera registrado ningún Apocalipsis.
Como no quería jugarse el cuello, Madansky optó por no establecer unas probabilidades a priori del cincuenta por ciento entre las dos posibilidades en liza. «Traté de imaginar un enfoque que me permitiera no tener que entrar en detalles respecto a la naturaleza de la probabilidad a priori.»[9.12] Y al objeto de pulir aún más esa asunción a priori tan despojada de toda información, nuestro estadístico decidió añadir otra noción de sentido común: la vinculada con el hecho de que la probabilidad de un futuro desprovisto de accidentes dependiera de la longitud temporal que tuviera el pasado libre de percances y del número de ocasiones de accidente que pudieran darse en el futuro. Madansky no contaba con ninguna prueba directa, ya que nunca se había producido un accidente nuclear. Sin embargo, los militares poseían una gran cantidad de datos indirectos, de modo que Madansky comenzó a emplearlos para modificar sus probabilidades a priori.
Sabía que el ejército ya había empezado a concebir planes para incrementar de forma muy notable el número de aviones de transporte de bombas nucleares. De hecho, el Mando Aéreo Estratégico tenía prevista la puesta en marcha de un sistema integrado por mil ochocientos bombarderos adaptados para alojar armas atómicas, el quince por ciento de los cuales debía permanecer en vuelo de forma constante, con las armas atómicas listas para detonar y preparados para lanzar un ataque. Por esa época, los bombarderos a reacción B-52 Stratofortress del Mando Aéreo Estratégico podían transportar hasta cuatro bombas nucleares, y la potencia explosiva de cada una de ellas se situaba entre un millón y veinticuatro millones de toneladas de TNT, o lo que es lo mismo, contaban con una capacidad destructiva mil ochocientas cincuenta veces superior a la de la bomba de Hiroshima. Los Estados Unidos también estaban planeando dotar de ojivas de hidrógeno a los misiles balísticos intercontinentales, acelerando al mismo tiempo la producción de misiles balísticos de alcance intermedio. Por otra parte, también habían iniciado negociaciones con los países de la Organización del Tratado del Atlántico Norte al objeto de adquirir el derecho a lanzar misiles desde emplazamientos no estadounidenses y construir bases militares en el extranjero. El ejército no tardaría en tener que enfrentarse a la instauración de unos períodos de respuesta a las alarmas cada vez menores, a una mayor frecuencia de los estados de alerta y a una organización más descentralizada del armamento —factores todos ellos que podían incrementar la probabilidad de una catástrofe.
Madansky calcularía el número de «ocasiones de accidente» basándose en el número de armas, en la longevidad de las mismas y en la cantidad de veces que se las embarcaba a bordo de los aviones de transporte o que era preciso manipularlas para proceder a su almacenamiento.[9.13] Las ocasiones de accidente venían a equivaler al lanzamiento de una moneda al aire o al rodar de los dados. Y el hecho de contabilizarlas habría de revelarse una importante innovación.
«Una probabilidad que resulta muy pequeña en el caso de una única operación —y que se cifre, digamos, en una en un millón— puede terminar manifestándose significativa si dicha operación ha de verificarse diez mil veces en el transcurso de los próximos cinco años», escribirá Madansky.[9.14] Las pruebas con que contaba el propio ejército indicaban que «la ocurrencia de un cierto número de accidentes de aviación» resultaba inevitable. De acuerdo con los datos de la Fuerza Aérea, un reactor B-52 —es decir, la aeronave encargada de transportar las bombas del Mando Aéreo Estratégico— estaba expuesto a sufrir, en promedio, cinco grandes accidentes cada cien mil horas de vuelo. Grosso modo podía afirmarse que se arrojaban por accidente, o que se abandonaban deliberadamente, unas tres bombas nucleares por cada mil vuelos de transporte de ese tipo de armamento. Se constataba además que en el ochenta por ciento de los accidentes de aviación que se producían a menos de cinco kilómetros de una base aérea militar estaba incrementándose el riesgo de afectación de la población civil. Y el resto de las informaciones del ejército abundaban en este mismo sentido. En ninguno de aquellos estudios se había producido una explosión nuclear, pero a los ojos de un bayesiano no dejaban de sugerir la siniestra posibilidad de su ocurrencia.
Desde el punto de vista computacional, Madansky confiaba en que los dos potentes ordenadores de la Corporación RAND —un IBM de la serie 700 y un JOHNNIAC, una máquina diseñada por John von Neumann, de quien recibía el nombre— pudieran hacerse cargo del trabajo. Sin embargo, abrigaba también la esperanza de poder evitar su uso y alcanzar a resolver el problema valiéndose únicamente del lápiz y el papel.
Dada la escasa potencia y la dificultad de procurarse un ordenador en la década de 1950, eran muchos los bayesianos que trataban de averiguar la forma de lograr que los cálculos resultaran manejables para el analista humano. Madansky se aferraría al hecho de que muchos tipos de probabilidades, tanto a priori como a posteriori, compartieran las mismas curvas de probabilidad. Bailey ya había utilizado esa misma técnica a finales de la década de 1940, y más tarde el método acabaría conociéndose con el nombre de «a priori conjugados» de Howard Raiffa y Robert Schlaifer. Al leer el libro que habían publicado estos dos autores —y en el que describían el sistema—, Madansky quedó gratamente sorprendido al comprobar que su técnica de utilización de los a priori tenía un nombre y una justificación, porque lo que «yo estaba haciendo», comentaba, «era proceder simplemente ad hoc».[9.15]
Valiéndose de esta probabilidad a priori de carácter manejable, y recurriendo asimismo a la información secreta del ejército y a una serie de deducciones eruditas, Madansky llegó finalmente a una conclusión tan pasmosa como alarmante: resultaba muy probable que la expansión del sistema de alerta nuclear aerotransportado del Mando Aéreo Estratégico de los Estados Unidos corriera el riesgo de sufrir diecinueve accidentes armamentísticos «de importancia» al año.
Madansky redactó entonces un resumen básico a fin de que los más altos responsables políticos del ejército pudieran entenderlo y lo insertó en el informe final que debía emitir la Corporación RAND. El informe, fechado el 15 de octubre de 1958, llevaba el siguiente título: «On the Risk of an Accidental or Unauthorized Nuclear Detonation. RM-2251 U. S. Air Force Project Rand».[9.i] En el texto se indicaba que Iklé era el autor principal del estudio, en colaboración con Madansky y con un psiquiatra llamado Gerald J. Aronson. Hasta entonces, los informes de la Corporación RAND se habían venido publicando libremente, pero por esa época los censores de la Fuerza Aérea estaban empezando a tomar medidas drásticas en relación con el laboratorio de ideas de dicha corporación, de modo que el informe fue declarado confidencial, no permitiéndose en un principio su acceso más que a unos cuantos elegidos. Al final acabaría viendo la luz pública, aunque más de cuarenta y un años después —el 9 de mayo de 2000—, y habiéndose procedido además a tachar muchos de sus pasajes.
Teniendo en cuenta lo que habría de suceder pocos años después en España,[9.ii] da la impresión de que buena parte del informe resultaba premonitorio. Madansky no podía predecir cuándo ni dónde iba a producirse un accidente, pero estaba seguro de dos cosas. La probabilidad de que ocurriera un accidente se revelaba cada vez mayor, y el propio ejército era el primer interesado en reducir la peligrosidad de su arsenal nuclear. Dado que los medios de comunicación trataban con desparpajo y profesionalidad crecientes todos los temas relacionados con aquellos accidentes en que se vieran envueltas las armas nucleares, Iklé anticipó los efectos de la propaganda soviética, de las campañas ciudadanas destinadas a limitar el uso de los ingenios nucleares, y de la exigencia de las distintas potencias extranjeras, decididas a poner término a la existencia de bases estadounidenses en su territorio. Nadie podía afirmarlo con seguridad, pero podía darse incluso el caso de que el Partido Laborista británico llegara a alzarse con el triunfo en las elecciones o de que la Organización del Tratado del Atlántico Norte se viniese abajo.
En vista de estas perspectivas, Iklé y Madansky comenzaron a abogar en favor de la adopción de un conjunto de medidas de seguridad. Entre ellas cabe destacar las siguientes: la presencia de al menos dos personas para armar un dispositivo nuclear; la electrificación de los interruptores que armaban el ingenio atómico a fin de que todo aquel que los tocara recibiera una sacudida; el compromiso de no armar las bombas nucleares sino al sobrevolar territorio enemigo; la instalación de unos cierres provistos de una combinación en el interior de las ojivas explosivas; la adopción de medidas tendentes a evitar la liberación de materiales radiactivos en caso de que se incendiara accidentalmente el combustible enriquecido de los misiles; y la modificación del material nuclear utilizado en el interior de las armas atómicas, que dejaría de ser plutonio para pasar a estar compuesto por uranio, debido a que la contaminación que provocaba este último elemento se extendía menos que la del primero. El informe recomendaba asimismo la publicación de artículos tranquilizadores en diversas revistas científicas a fin de divulgar las investigaciones que señalaban que las emisiones de plutonio se habían revelado menos peligrosas para los seres humanos de lo que se había venido pensando hasta la fecha. Además, debía camuflarse la fuente de la que se habían tomado los datos de la investigación.
Más tarde, una vez que el Mando Aéreo Estratégico hubo puesto en práctica su programa de alerta aerotransportada y comenzó a mantener constantemente en vuelo un número significativo de aviones con dispositivos nucleares armados, Iklé y Madansky prosiguieron su labor elaborando un resumen más incisivo y menos matemático sobre los índices de siniestralidad nuclear. En el año 2010, este documento interno —publicado únicamente en el ámbito estricto de los círculos militares— seguía sujeto a las restricciones propias de un texto secreto. En uno de los apéndices incluidos en el primer informe, Iklé y Aronson, el psiquiatra que trabajaba para la Corporación RAND, abordaron el tema de las enfermedades mentales que pudieran aquejar al personal militar encargado de la manipulación de las bombas atómicas. Se trataba de preocupaciones muy extendidas en la época. Aronson creía que era preciso someter a un examen psicológico a todos aquellos hombres que, por su trabajo, tuvieran acceso a las bombas. La prueba consistía en su confinamiento en una cámara sellada en la que se les impedía dormir y se les privaba de todo tipo de estímulo sensorial durante varias horas —a lo que posiblemente se añadiera la ingesta de ciertas dosis de alucinógenos como el ácido lisérgico—. Según las predicciones de Aronson «sólo entre una tercera y una cuarta parte de los sujetos “normales” que se prestaran voluntariamente a la prueba lograrían soportarla durante un período de varias horas».[9.16] Más tarde se averiguaría que a lo largo de la década de 1950 la Agencia Central de Inteligencia había financiado la realización de una serie de experimentos con una variedad de LSD (la dietilamida del ácido lisérgico), administrando dicha sustancia a distintas personas sin que éstas tuvieran conocimiento del hecho o hubiesen dado su consentimiento —pese a tratarse de una práctica que ya entonces violaba todos los protocolos de comportamiento ético.
Tras publicarse el informe, y a pesar de que la perspectiva hacía que le temblaran las rodillas, Iklé acudió a informar a «un considerable grupo de generales de las Fuerzas Aéreas».[9.17] Los investigadores de la Corporación RAND daban por supuesto que el general LeMay no tardaría en tratar sus conclusiones con el mayor desprecio. LeMay no sólo había coordinado el lanzamiento de bombas incendiarias sobre todo un conjunto de ciudades japonesas durante la segunda guerra mundial, sino que en su autobiografía —no salida de su propia mano sino escrita por un profesional— se mencionaba que a mediados de los años sesenta del siglo XX había propuesto que se bombardeara a los vietnamitas «hasta hacerles retroceder a la Edad de Piedra». Había sido además el modelo en el que se inspirara George C. Scott para encarnar a «Buck» Turgidson —el general desquiciadamente belicoso aficionado a mascar cigarros puros de la película ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú—. Iklé ya había dicho en una ocasión que la actitud que mantenía LeMay en relación con las armas nucleares se caracterizaba por una «irreflexiva combatividad».[9.18]
Sin embargo, el general le dio una sorpresa. Transcurrido apenas un día desde que la Corporación RAND presentara su informe en Washington, LeMay solicitó que se le entregara una copia. Iklé sostendría más tarde que LeMay comenzó entonces a dictar un «aluvión de órdenes», entre ellas dos que venían a dar carta de naturaleza a la normativa vinculada con la presencia de dos hombres para armar un dispositivo nuclear y a la instalación de cierres provistos de combinación en las ojivas explosivas. El ejército y la armada seguirían su ejemplo. Iklé habría de inscribir la respuesta de LeMay «en la columna de “éxitos” de [su] dietario».[9.19]
No obstante, y de acuerdo con la mayoría de los informes, lo cierto es que antes de la llegada de John Fitzgerald Kennedy a la presidencia se instalarían muy pocas cerraduras con combinación en las armas nucleares. Cuatro días después de la toma de posesión de su mandato, un B-52 del Mando Aéreo Estratégico se desintegró en pleno vuelo. Una de las dos bombas de hidrógeno de veinticuatro megatones que transportaba fue a estamparse, haciéndose añicos, en una ciénaga próxima a la localidad de Goldsboro, en Carolina del Norte, y un gran trozo de uranio enriquecido se hundió en ella a más de quince metros de profundidad, donde muy probablemente permanece en la actualidad. Los análisis mostrarían que sólo había funcionado adecuadamente uno de los seis dispositivos de seguridad de la bomba. Se informó a John F. Kennedy que se habían producido ya un gran número de accidentes con armas nucleares —según la revista Newsweek habrían sido más de sesenta desde el fin de la segunda guerra mundial—. A partir de ese momento, la administración de Kennedy pondría toda su energía en conseguir una mayor seguridad en el manejo del armamento nuclear, estimulando la colocación de cierres provistos de combinación en las armas atómicas.
Iklé seguiría trabajando hasta convertirse en uno de los más destacados especialistas de la línea dura que entonces imperaba en los ámbitos de la política militar y la acción exterior, siendo por este motivo galardonado con dos Medallas a la Prestación de Servicios Públicos Distinguidos, el más alto reconocimiento civil que concede el Ministerio de Defensa estadounidense. Más tarde, Madansky pasaría a dar clases en la Universidad de Chicago, institución en la que acabaría labrándose la reputación de ser un pragmatista de tendencias neutrales en las pugnas que enfrentaban por esa época a bayesianos y a frecuentistas. Poco a poco, la Corporación RAND iría desligándose de la financiación que le procuraba la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, diversificando sus investigaciones y orientándolas hacia el campo de la exploración en materia de bienestar social.
El mundo tiene contraída una importante deuda de gratitud con la estadística bayesiana de Madansky, puesto que gracias a ella se obligó al ejército a endurecer sus medidas de seguridad. En varias ocasiones se lograron identificar a tiempo y con acierto una serie de falsas alarmas que parecían indicar que se estaba produciendo un ataque nuclear soviético, evitándose que el Mando Aéreo Estratégico pusiera en marcha las medidas necesarias para un contraataque. Entre los fenómenos físicos capaces de provocar una falsa alarma hay que mencionar los de la aurora boreal, la luna creciente, la basura espacial, la recepción de falsas señales de radar por parte de los sistemas estadounidenses, la aparición de errores en la utilización de los ordenadores de defensa (como ocurrió en el año 1980 al confundirse el Pentágono y advertir al gobierno del inminente impacto de un conjunto de misiles soviéticos), los procedimientos rutinarios de mantenimiento llevados a cabo por los rusos tras el accidente de Chernóbil, la detección de un misil de investigación meteorológica noruego y «otros problemas ocultos relacionados con la realización de acciones no autorizadas».