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Si el teorema de Bayes acabó recalando en la esfera de la investigación médica fue gracias a los esfuerzos de un solo científico, el señor Jerome Cornfield, quien pese a no poseer por toda titulación más que una licenciatura en historia habría de basarse en la regla de Bayes para identificar las causas del cáncer de pulmón y los ataques al corazón.
El cáncer de pulmón —un padecimiento extremadamente raro con anterioridad al año 1900 y todavía infrecuente en 1930— comenzaría a provocar estragos, como salido de la nada, poco después de la segunda guerra mundial. En el año 1952, la tasas de mortalidad asociadas con dicho mal se situaban en Inglaterra y Gales en trescientas veintiuna personas por millón y año. Doce meses después se diagnosticaban cerca de treinta mil nuevos casos en los Estados Unidos. Ninguna otra forma de cáncer habría de dar señales de poder generar tan catastróficos picos de incidencia. Los estudios realizados en los Estados Unidos, Turquía y Japón vendrían a confirmar la difusión de tan desconcertante peste. Daba la impresión de que en la enfermedad intervenía algún factor especial.
¿Pero cuál podía ser ese factor? Se desconocía la causa del problema. Los patólogos pensaban que el incremento del peso demográfico del cáncer de pulmón podía deberse a la mejora de los métodos de diagnóstico, o quizá también al envejecimiento natural de la población. Otros atribuían el problema a las emisiones contaminantes de las fábricas o al creciente número de automóviles, aunque también se apuntaba a las partículas de alquitrán de las modernas pavimentaciones asfálticas, o aun a la infame niebla tóxica que recubría el territorio de Inglaterra debido a que las calefacciones domésticas funcionaban a base de calderas de carbón y a que lanzaban directamente a la atmósfera los productos de la combustión. No se pensaba en cambio en los cigarrillos, que habían comenzado a fabricarse en masa desde que en el año 1880 se inventara una máquina para elaborarlos de manera industrial y que se habían enviado, a modo de gesto patriótico, a los soldados que combatían en las trincheras de la primera guerra mundial. Lo cierto era que los estudios realizados en animales no habían conseguido demostrar que el tabaco fuese cancerígeno.
En el año 1937 se había efectuado en Alemania un estudio de pequeña magnitud que había venido a señalar, siquiera tentativamente, que la etiología del cáncer de pulmón podía deberse al humo del tabaco. Sin embargo, también sobre estas conclusiones vendría a cernirse la sombra de la duda. Pese a que el ochenta por ciento de los hombres de mediana edad de Inglaterra y Gales fumaran cigarrillos, el consumo de tabaco per cápita había experimentado una leve disminución. Y además, el humo de los cigarrillos, que habían sustituido a los cigarros puros y a las pipas, no parecía peor que el de otro tipo de emanaciones similares.
El estadístico más famoso del mundo, Austin Bradford Hill, apodado «Tony», se sintió intrigado por el asunto. Se consideraba a sí mismo más un aritmético que un matemático o un estadístico, de modo que en la serie de artículos que habría de publicar en The Lancet optaría por recurrir a la más clara y concisa lógica para convencer a la comunidad médica de que debía proceder a una cuantificación objetiva de los hallazgos que fuera arrojando la investigación. De este modo, en los últimos años de la década de 1940, es decir, veinte años después de que Ronald Fisher hubiera comenzado a utilizar las muestras aleatorias en la experimentación agrícola, Hill introduciría ese mismo tipo de estudio en la investigación médica. Con un gesto que vendría a marcar el inicio de las modernas pruebas clínicas sujetas a un estricto control, Hill mostraría que la vacuna de la tos ferina lograba reducir los casos de incidencia infantil de esa enfermedad en un setenta y ocho por ciento, y que la estreptomicina constituía un remedio eficaz para luchar contra la tuberculosis pulmonar. La celebridad de Bradford Hill alcanzaría tales extremos que en una ocasión le llegaría una carta dirigida a «lord Hill, Bradford, Inglaterra».
Para identificar las causas más probables del desastroso incremento del cáncer de pulmón, Hill organizaría, en compañía de un joven médico y epidemiólogo llamado Richard Doll, una serie de entrevistas en veinte hospitales situados en las inmediaciones de Londres con distintos grupos de pacientes: unos afectados por la enfermedad y otros libres de ella. A todos se les hizo responder a un cuestionario en el que se indagaba en las actividades que habían realizado en el pasado y en el que se les preguntaba por las sustancias a que habían estado expuestos. Los resultados, publicados en el año 1950, iban a resultar terriblemente diáfanos. De los seiscientos cuarenta y nueve hombres enfermos de cáncer de pulmón, únicamente dos no eran fumadores; un elevado porcentaje de los pacientes aquejados por el mal eran grandes fumadores de cigarrillos, y los índices de mortandad registrados en dicho grupo se revelaban veinte veces superiores a los de las personas no fumadoras. Ese mismo año, Ernst L. Wynder y Evarts A. Graham realizarían en los Estados Unidos un vasto estudio que vendría a confirmar los resultados obtenidos en Gran Bretaña.
La asombrosa noticia de que existía un vínculo causal entre los cigarrillos y el cáncer de pulmón iba a levantar instantáneamente una tremenda polvareda internacional. Los periódicos, la radio, la televisión y las revistas competían con las publicaciones médicas en su empeño por dar a conocer al público las últimas averiguaciones. Salvo en el caso de la epidemia de gripe del año 1918, ninguna otra enfermedad había pasado tan rápidamente de hallarse sumida en la oscuridad a acaparar la atención del mundo entero. Pocas personas habían logrado jamás dar pie al surgimiento de una controversia de semejante magnitud.
El estudio de Hill y Doll sigue siendo en nuestros días una de las más gloriosas cumbres de la estadística médica. Fue el primer estudio epidemiológico de casos controlados dedicado al análisis de una enfermedad no infecciosa. Y consiguió que Hill y Doll se convencieran de que debían dejar de fumar. No obstante, y a pesar de tan espectaculares resultados, su estudio no vino a mostrar que el hecho de fumar cigarrillos fuera efectivamente la causa del cáncer de pulmón. Nadie podía afirmarlo con seguridad. Jerome Cornfield, un burócrata del gobierno estadounidense que trabajaba en el Instituto Nacional de la Salud de los Estados Unidos, decidió recoger el guante y tratar de probarlo. De este modo, estando Hill entregado a la organización de una serie de estudios clínicos en Gran Bretaña y Cornfield absorto en el desarrollo de la defensa matemática de dichos estudios en los Estados Unidos, habría dos hombres a ambos lados del Atlántico dedicados a abordar dos aspectos complementarios de un mismo problema.
La formación y los antecedentes de ambos estudiosos eran totalmente diferentes. El padre de Hill había cursado la carrera de medicina, se le había concedido el título de sir y contaba entre sus antepasados con el inventor del sello de correos. Cornfield era hijo de unos inmigrantes judíos rusos y en el año 1933 había obtenido una licenciatura por la Universidad de Nueva York. Durante la Gran Depresión, el gobierno federal de los Estados Unidos, que necesitaba reunir desesperadamente todo tipo de datos económicos, había comenzado a contratar a «tipos brillantes» a fin de sustituir a los administrativos que solían dedicarse tradicionalmente a la compilación de estadísticas relacionadas con el desempleo, los ingresos nacionales, la vivienda, la agricultura y la industria.[8.1] Cornfield fue incluido entre los tipos brillantes, así que firmó un contrato como estadístico del gobierno, cobrando veintiséis dólares y treinta y un centavos por semana, es decir, mil trescientos sesenta y ocho dólares anuales.
En esa época, la ciudad de Washington D. C. era una localidad meridional clasista. «Lo que ocurría en la práctica era que los judíos podían trabajar en el Ministerio de Trabajo y que los católicos podían aspirar a un contrato en el Ministerio de Comercio», explicaría Marvin Hoffenberg, amigo personal de Cornfield y más tarde profesor de la Universidad de California, en Los Ángeles.[8.2] Así las cosas, Cornfield fue destinado al Ministerio de Trabajo. El Ministerio estadounidense de Agricultura regentaba una especie de Escuela Superior en donde los empleados del gobierno con inclinaciones matemáticas podían estudiar estadística, y allí sería donde Cornfield diera los únicos cursos de matemáticas y de estadística de toda su vida.
Así lo recordaría el propio Cornfield: «Nadie conocía el número exacto de desempleados que había en el país, y la única forma de averiguarlo parecía pasar por la realización de muestreos […]. Me enganché a la estadística».[8.3] Pese a que tanto Fisher como Neyman dieran clases sobre los distintos métodos de muestreo en aquella Escuela Superior, su director, W. Edwards Deming, era un hombre de mentalidad abierta y daría en publicar un ensayo de Thomas Bayes precedido de una introducción de Edward Molina, el ingeniero de los Laboratorios Bell.
Los amigos de Cornfield solían referirse al tiempo que éste había pasado trabajando en el Ministerio de Trabajo diciendo que había sido una fase seria y exótica de su vida. Cornfield desempeñaría un papel muy destacado en la revisión del Índice de Precios al Consumo de los Estados Unidos y en la creación de un sistema de control equivalente para el Japón ocupado tras la segunda guerra mundial. Sin embargo, Cornfield «no era un tipo como los demás», vendría a recordar más tarde uno de sus amigos.[8.4] Incapaz de encontrar un buen motivo para afeitarse, comenzó a dejarse una pequeña perilla puntiaguda, de modo que, armado de un paraguas, su larga y delgada silueta parecía la de un elegante diplomático dirigiéndose garbosamente al trabajo. En una época en que pocos se habrían avenido a hacerlo, Cornfield no tendría inconveniente en compartir su despacho con una mujer versada en la estadística y con un ayudante de análisis afroamericano. Junto a la calculadora mecánica Marchant, Cornfield colocaría sobre su mesa una pipa de agua turca, de modo que era habitual verle soltar despreocupadamente grandes bocanadas de humo tras aspirar por el tubo del artilugio, de sesenta centímetros de largo.
En el año 1947, Cornfield se trasladó al nuevo Instituto Nacional de la Salud del gobierno federal. Dado que en los Estados Unidos estaba disminuyendo la incidencia de las enfermedades infecciosas, los epidemiólogos del Instituto Nacional de la Salud habían comenzado a ocuparse de las afecciones crónicas, fundamentalmente del cáncer, de los ataques cardíacos y de la diabetes. Al objeto de ayudarles en su labor, el Instituto Nacional de la Salud decidió contratar a un puñado de personas provistas de una sólida formación en el terreno cuantitativo. Sólo una de ellas poseía una titulación de cierto nivel, como por ejemplo una maestría. La bioestadística constituía por entonces una actividad profesional de poca monta, de modo que en las décadas de 1950 y 1960 el Instituto Nacional de la Salud no empleaba más que a unos diez o veinte estadísticos de cuando en cuando. Sin embargo, habría de ser justamente este pequeño grupo de estudiosos el que presentara los métodos estadísticos a los investigadores médicos y a los biológicos del Instituto Nacional de la Salud.
En el año 1950, la mayoría de los varones estadounidenses fumaban, y los índices de tabaquismo iban en aumento, sobre todo entre las mujeres. Las marcas favoritas eran las de Camel, Lucky Strike, Chesterfield y Philip Morris, todas las cuales producían exclusivamente cigarrillos sin filtro. En el año 1952, fecha en que la Compañía Tabaquera Lorillard introdujo en el mercado los Kent con filtro, la boquilla de los nuevos pitillos contenía asbesto, mineral que no sería eliminado hasta el año 1957. Al detectarse en catorce estudios realizados en cinco países diferentes que entre los pacientes afectados por un cáncer de pulmón figuraba un alarmante porcentaje de grandes fumadores, tanto Cornfield como su esposa abandonaron el hábito de fumar —pese a que tenían la costumbre de consumir dos cajetillas y media al día cada uno.
Cornfield comprendió que los estudios de Hill y Wynder no respondían directamente a la pregunta que los médicos y sus atemorizados pacientes estaban planteando: ¿qué riesgo tengo de contraer la enfermedad? Los estudios realizados hasta entonces mostraban el porcentaje de fumadores que había en distintos grupos de personas —unas aquejadas de cáncer de pulmón y otras no—, pero no indicaban el porcentaje de fumadores y no fumadores expuestos a un probable desarrollo de la dolencia.
La forma más segura y directa de responder a los temores de la gente consistía en proceder a un seguimiento de varios años que viniera a señalar, de manera prospectiva, la evolución de grandes grupos de fumadores y no fumadores a fin de valorar cuántos de los individuos de la muestra acababan desarrollando un cáncer de pulmón. Por desgracia, los estudios relativos al futuro de una población de notables dimensiones exigen el desembolso de importantes cantidades de dinero y la dedicación de largos períodos de tiempo, sobre todo en el caso de aquellos problemas cuya aparición resulta relativamente rara, como el cáncer de pulmón. Ésta era la razón que había llevado a Hill y a Doll a organizar su estudio con técnicas retrospectivas, esto es, eligiendo a personas que ya habían desarrollado un cáncer de pulmón y elaborando a continuación su historial médico. Este tipo de estudios se realiza en un lapso de tiempo relativamente breve y constituye una forma no demasiado cara de identificar las causas potenciales de una determinada enfermedad. No obstante, en su calidad de estadístico, Cornfield sospechaba que los estudios retrospectivos como el efectuado por Hill y Doll también podían utilizarse para proporcionar una respuesta a la inquietante incógnita que asediaba íntimamente a los individuos potencialmente concernidos: «¿Qué posibilidades hay de que yo mismo o mis seres queridos contraigamos esa enfermedad fatal?».
En el año 1951, Cornfield utilizaría la regla de Bayes para tratar de aportar su granito de arena a la resolución del rompecabezas. Como hipótesis a priori empleó la incidencia del cáncer de pulmón en la población en general. Después añadió a esa información los últimos datos que el Instituto Nacional de la Salud había proporcionado en relación con la preponderancia del tabaquismo entre los pacientes estudiados, tuvieran o no cáncer de pulmón. La regla de Bayes le permitía disponer de un sólido enlace teorético, o de una pasarela, si se quiere, entre el riesgo de que los integrantes de la población en general contrajeran la enfermedad y el peligro de que ésta viniese a incidir en un determinado subgrupo, en este caso el de los fumadores. Cornfield empleaba el teorema de Bayes al modo de un planteamiento matemático desprovisto de consideraciones filosóficas, esto es, como un paso en los cálculos necesarios para obtener finalmente unos resultados útiles. Todavía no había desarrollado una visión de la regla de Bayes que viniera a considerarla a la manera de una filosofía de carácter general.
El artículo que publicó Cornfield dejó atónitos a los epidemiólogos dedicados a la investigación. Era el estudio que más contribuía hasta entonces a promover la hipótesis de que el consumo de cigarrillos fuera una de las causas del cáncer de pulmón. Movidos por la necesidad, aunque sin disponer de justificación teorética alguna, los epidemiólogos habían estado usando una serie de estudios de casos prácticos efectuados sobre pacientes para señalar las posibles causas del problema. El trabajo que acababa de presentar Cornfield mostraba claramente que, dadas ciertas condiciones (esto es, si los resultados de los sujetos sometidos a estudio se cotejaban cuidadosamente con los de los individuos del grupo de control), el historial clínico de los pacientes podía contribuir efectivamente a valorar la pertinencia del vínculo existente entre la enfermedad y su posible causa. De este modo, los epidemiólogos podían ponderar las tasas de riesgo vinculadas con la contracción de enfermedades mediante el análisis de los datos clínicos de carácter no experimental que lograban entresacar del historial de los pacientes. Al validar los hallazgos de la investigación realizada a partir de los estudios de casos controlados, Cornfield había posibilitado en gran parte el surgimiento de los procedimientos propios de la epidemiología moderna. En el año 1961, por ejemplo, los estudios de casos controlados contribuirían a determinar que la administración del fármaco talidomida, destinado en principio a evitar las náuseas propias del embarazo, era en realidad la causa de que aparecieran graves malformaciones congénitas en los recién nacidos.
Dos importantísimos esfuerzos realizados en Inglaterra y en los Estados Unidos a mediados de la década de 1950 vendrían a confirmar las intuiciones de Cornfield. Como habían sido muchas las personas que habían rechazado los hallazgos de su estudio retrospectivo, Hill y Doll decidieron adoptar un enfoque de tipo directo y realizar un estudio prospectivo. Interrogaron a cuarenta mil médicos británicos, interesándose por sus hábitos como fumadores, y después siguieron su evolución a lo largo de cinco años a fin de comprobar quién desarrollaba un cáncer de pulmón y quién no. En un estudio paralelo llevado a cabo en los Estados Unidos a lo largo de más de tres años y medio, E. Cuyler Hammond y Daniel Horn realizarían el seguimiento médico de ciento ochenta y siete mil setecientos ochenta y tres varones del estado de Nueva York con edades comprendidas entre los cincuenta y los sesenta y nueve años. Las tasas de mortalidad de ambos países iban a revelarse similares: la posibilidad de que los grandes fumadores contrajeran un cáncer de pulmón era entre veintidós y veinticuatro veces superior a la de los no fumadores, y además, en lo que venía a constituir otro descubrimiento asombroso, tenían un cuarenta y dos por ciento más de probabilidades de sufrir enfermedades cardíacas y un cincuenta y siete por ciento más de posibilidades de verse afectados por patologías circulatorias. La investigación mostraría asimismo que el tabaco de los cigarrillos resultaba más peligroso que el que se fumaba en pipa, aunque en todos los casos el riesgo menguara al abandonar el hábito.
Sorprendentemente, ni Fisher ni Neyman podían aceptar que los resultados de las investigaciones mostraran que los cigarrillos fuesen la causa del cáncer de pulmón. Ambos hombres, contrarios al bayesianismo como sabemos, eran grandes fumadores, y además Fisher trabajaba como asesor a sueldo de la industria tabaquera. Con todo, el factor más importante residía en el hecho de que ninguno de los dos consideraba que los estudios epidemiológicos resultaran convincentes. Por otra parte, ambos estaban en lo cierto al señalar que podía darse el caso de que se asociara el tabaco con el cáncer de pulmón sin que éste fuese realmente su causa. En el año 1955, uno y otro lanzarían un enérgico contraataque, argumentando que únicamente los datos experimentales salidos de un laboratorio estrictamente controlado, unidos a la realización de un conjunto de experimentos de campo, podían predecir las futuras tasas de incidencia de una determinada enfermedad. El más eminente estadístico médico de la época, Joseph Berkson, de la Clínica Mayo de Rochester, Minnesota, se sumaría al contraataque, afirmando que no creía que los cigarrillos pudieran ser a un tiempo la causa del cáncer y de las enfermedades cardíacas.
Fisher levantó una encolerizada barrera ofensiva contra las conclusiones de los estudiosos que asociaban el tabaco con el cáncer, publicando, entre otras cosas, un libro y dos artículos en sendas revistas de enorme prestigio: Nature y el British Medical Journal. Según Doll, Fisher llegaría incluso a acusar a Hill de deshonestidad científica. Durante tres largos años, Fisher se dedicaría a elaborar dos notables hipótesis. La primera de ellas venía a sostener, por increíble que parezca, que el cáncer de pulmón podía ser la causa del hábito de fumar. La segunda afirmaba que la existencia de un factor genético latente podía determinar que algunas personas tuvieran una doble predisposición hereditaria que las abocara tanto a adquirir la costumbre de fumar como a contraer un cáncer de pulmón. En ninguno de los dos casos podía atribuirse al tabaquismo la causa de dicha enfermedad.
A lo largo de toda la década de 1950, Cornfield mantendría una inacabable disputa con Fisher. Cornfield ya había empezado a ahondar en los estándares probatorios que sería necesario establecer antes de que los datos observacionales pudieran determinar la causa y el efecto. Finalmente, en el año 1959, Cornfield despellejaría a Fisher por sus conclusiones sobre el tabaquismo en un artículo lleno de sentido común y de carácter no matemático que en cierto modo tenía el tono de un informe legal. En ese fundamental escrito, Cornfield, secundado por otros cinco coautores, abordaba de manera sistemática todas y cada una de las explicaciones alternativas que Fisher se había aventurado a proponer para el vínculo constatado entre el consumo de cigarrillos y el cáncer de pulmón. Los seis firmantes del texto lanzaban, uno tras otro, distintos argumentos contrarios al hipotético factor genético que había aducido Fisher. Si las personas que fumaban cigarrillos tenían nueve veces más posibilidades que los individuos no fumadores de contraer un cáncer de pulmón, había que concluir que el factor genético del que hablaba Fisher debía afectar a una población todavía mayor —y lo cierto era que jamás se había observado nada que pudiera aproximarse, ni de lejos, a una predisposición de semejante magnitud.
Cornfield descartó de un plumazo la sugerencia por la que Fisher venía a mantener que era el cáncer el que podía desencadenar el hábito de fumar: «Dado que no se tiene prueba alguna que venga a respaldar la idea de que el carcinoma broncogénico que se diagnostica después de los cincuenta años se hubiera podido iniciar antes de los dieciocho, que es el promedio de edad en la que contraen su hábito los fumadores, no habremos de dedicar mayor atención al asunto».[8.5] Cornfield señalaba que para poder aceptar la hipótesis del factor genético de Fisher, dicho factor tendría que difundirse rápidamente e incidir con mayor frecuencia entre los fumadores que entre los no fumadores; tendría que provocar tumores en la piel de los ratones, pero no en los pulmones de los seres humanos; debería debilitarse con la edad y después de que el fumador abandonase su hábito; debería tener más probabilidades de manifestarse en los varones que en las mujeres; tendría que mostrar una presencia sesenta veces superior entre las personas que fumaban dos paquetes de cigarrillos diarios; y tendría que expresarse de manera diferente en los fumadores de tabaco de pipa y los habituados a los cigarros puros. Sin embargo, jamás se había observado ninguno de esos fenómenos.
Fisher terminaría quedando en ridículo. Así lo señalaría fríamente Cornfield: «Se llega a un punto […] en el que empieza a resultar difícil sostener seriamente una hipótesis que se está teniendo que someter a continuas modificaciones».[8.6] Es muy probable que los científicos que no encuentran más que una única una explicación viable para las asociaciones que implican los datos recogidos hayan dado con el agente causal buscado. La existencia de explicaciones alternativas verosímiles indica con un elevado índice de probabilidad que todavía no se ha hallado la causa. Cornfield estaba trazando la hoja de ruta de las futuras investigaciones sobre el tabaquismo y el cáncer de pulmón.
Lo cierto era que, llegadas las cosas a ese punto, Cornfield, que seguía siendo un simple licenciado en historia, se había convertido ya en el más prestigioso estadístico médico de los Estados Unidos. En el año 1964, cuando se expusiera al público la conclusión oficial de que «el hábito de fumar cigarrillos se halla causalmente relacionado con el cáncer de pulmón en los varones», el cirujano general estadounidense encargado de transmitir la noticia lo haría citando las palabras del propio Cornfield.[8.7] Los estudios de índole no experimental habían contribuido a identificar la existencia de un nexo causal entre el hábito de fumar y el cáncer de pulmón. Con la ayuda de la regla de Bayes —o de lo que Laplace había denominado «la probabilidad de las causas y los acontecimientos futuros, derivados de los acontecimientos pasados»—, Cornfield había logrado ofrecer la justificación teorética de la utilización de los estudios de casos controlados en la valoración de la solidez de los vínculos existentes entre la exposición a un presunto agente causal y la contracción de una determinada enfermedad. En la actualidad, gracias a Cornfield, los estudios de casos controlados constituyen la primera herramienta que emplean los epidemiólogos para identificar las probables causas de las enfermedades crónicas.
En el transcurso de su carrera, Cornfield habría de intervenir en todos los grandes problemas de salud pública de la época. Todos esos casos —entre los que cabe citar los del tabaquismo, la fiabilidad de las vacunas de la polio y la eficacia de los tratamientos de la diabetes— habrían de revelarse extremadamente polémicos.
Al objeto de apaciguar la fobia que inspiraba la estadística en los médicos y los epidemiólogos, Cornfield desarrollaría una sociabilidad de trato muy llana. Abandonó su fase seria y comenzó a cultivar una tendencia a la risa contagiosa y un irrefrenable aire de familiaridad. Al hacer intervenir el humor en las conversaciones, al contar chistes o anécdotas y adquirir la costumbre de reír a mandíbula batiente conseguía inspirar una tremenda confianza. Lograría transmitir vivacidad hasta en su forma de andar y de escribir. No habría de transcurrir demasiado tiempo antes de que todos los científicos del ámbito de la biomedicina integrados en distintos comités y abocados a resolver una determinada controversia desearan contar con el asesoramiento de Cornfield. Éste tenía la virtud de saber fomentar la aparición de un sentimiento de unidad entre los miembros del más discrepante de los grupos, ya que se revelaba capaz de señalar los elementos comunes que todos los presentes compartían. En una ocasión, y tras una serie de reuniones e informes particularmente pesados, uno de los miembros del comité en el que participaba le preguntó: «¿Ha recibido usted la última carta que le envié acerca de las dimensiones de la muestra?». Se produjo una pausa, y Cornfield afirmó con una amplia sonrisa: «¡Cielo Santo, eso espero!». Y cuando el comité acabó de redactar el manual procedimental que se le había encargado —un enorme mamotreto—, Cornfield lo esgrimió sujetándolo por encima de la cabeza y declaró: «Saben, pueden pensar ustedes lo que quieran de los Diez Mandamientos, pero convendrán conmigo en que es una gran suerte que sólo fuesen diez».
Cornfield tenía la costumbre de levantarse a las cinco de la mañana para escribir y realizar una serie de cálculos con lápiz y papel. Logró concebir un gran número de aproximaciones ingeniosas y trucos para efectuar los cómputos, comportándose en este sentido de forma muy similar a Laplace. Solía visualizar las funciones de distribución que presentaban alguna dificultad particular esculpiéndolas en una pastilla de jabón. Para poder colaborar con los bioquímicos se dedicó al estudio de los rudimentos de la biología. Y pese a ser un orador brillante, jamás preparaba un discurso con gran antelación, ya que se limitaba a hacerlo la noche anterior a su lectura. Cornfield no tendría inconveniente, por ejemplo, en postergar la elaboración de una importante conferencia sobre las muy discutidas pruebas que Salk había ideado para la vacuna de la poliomielitis, llegando a remitir incluso la tarea al día anterior al de la celebración del acontecimiento mismo, sin inmutarse por el doble hecho de que su lectura se hubiera programado para las ocho y media de la mañana y de que el acto fuera a tener lugar en la Universidad de Yale. «No te apures, Max», le diría a uno de sus amigos: «Dios proveerá».
Cornfield era un ávido lector y no tenía televisión, hallándose por tanto felizmente al margen de la cultura popular. En una ocasión, un bioestadístico que acostumbraba a salir con algunas de las más afamadas estrellas de Hollywood le rogó que acelerara los trámites de una reunión matutina. «Tengo que darme prisa porque a las doce en punto he quedado para comer con Kim Novak». Desconcertado, Cornfield le preguntó: «¿Kim Novak? ¿Y quién es ese tipo?».[8.8] Por aquella época, Novak era la bellísima artista con la que la compañía cinematográfica Columbia contrarrestaba en la pantalla los hipnóticos efectos de Marilyn Monroe.
En la década de 1950, otro importantísimo estudio médico vendría a ocupar también la atención de Cornfield. En los Estados Unidos, los índices de mortandad asociados con las enfermedades cardiovasculares venían elevándose desde el año 1900. Ya en 1921 se sabía que las cardiopatías constituían la principal causa de muerte del país, mientras que los accidentes cerebrovasculares llevaban ocupando la tercera posición desde el año 1938. Sin embargo, a mediados del siglo XX los investigadores desconocían las causas de los ataques al corazón y de los ictus apopléticos, del mismo modo que ignoraban la etiogía del cáncer de pulmón.
Para comprender los motivos del fallecimiento de las personas afectadas por una enfermedad cardiovascular se hacía preciso realizar el seguimiento de una población concreta durante un gran número de años. Sin embargo, en el caso concreto de las cardiopatías, los estudios prospectivos resultaban mucho más factibles que en el de los cánceres de pulmón, ya que los problemas cardíacos eran mucho más comunes. En el año 1948, Cornfield contribuyó a planear el Estudio de Cardiopatías de Framingham, que desde esa fecha viene realizando un seguimiento de los problemas de salud de tres generaciones de habitantes de esa ciudad de Massachusetts.
En el marco de dicho estudio —el primero de los varios que habrían de efectuarse en Framingham—, Cornfield procedería a realizar el seguimiento médico de mil trescientos veintinueve varones adultos por espacio de una década. Entre los años 1948 y 1958, noventa y dos personas pertenecientes a dicho grupo vendrían a sufrir un infarto de miocardio o una angina de pecho.
Los estudios longitudinales o diacrónicos como el efectuado en Framingham se conciben para proceder a la investigación —tanto por separado como conjuntamente— de una amplia diversidad de variables relacionadas con el riesgo de desarrollar una determinada enfermedad. Tradicionalmente, los epidemiólogos se dedicaban a estudiar los datos recogidos mediante la inspección —o la «contemplación», por emplear la palabra que utilizaba Cornfield— de las múltiples matrices de clasificación cruzada que obtenían. El examen de tres factores de riesgo —considerado cada uno de ellos en su nivel bajo, medio o alto— generaba una tabla bien ordenada y clara compuesta por tres filas y tres columnas de casillas. Sin embargo, al incrementar el número de variables, y al considerarlas tanto de forma aislada como de manera conjunta, el número de casillas que era preciso tener en cuenta devenía rápidamente impracticable. Un estudio de clasificación cruzada en el que se contemplaran los efectos de diez factores de riesgo con niveles de peligrosidad bajo, medio y alto generaba una tabla de cincuenta y nueve mil cuarenta y nueve casillas. Y para incluir siquiera a diez pacientes por casilla, el estudio exigiría una población de nada más y nada menos que seiscientas mil personas, cifra que superaba el número de habitantes de Framingham.
Cornfield comprendió que necesitaba «una modalidad de análisis más inquisitiva que la de la simple inspección».[8.9] Tendría que desarrollar además un modelo matemático para resumir las observaciones. Optó por la regla de Bayes, empleando los índices de mortandad por enfermedades cardiovasculares como probabilidad a priori. El estudio de Framingham le proporcionaría los datos relativos a dos grupos concretos de personas: el de las que habían fallecido a consecuencia de un ataque cardíaco y el de las que no habían muerto por dicha causa. Y en el seno de cada grupo contaba con información relativa a siete factores de riesgo. Al proceder a los cálculos que le permitía efectuar la regla de Bayes, obtenía una probabilidad a posteriori que adoptaba la forma de una función de regresión logística que después podía utilizar para la identificación de los cuatro factores de riesgo que más relevancia presentaban en el caso de las enfermedades cardiovasculares. Además de la edad del paciente, esos factores eran los índices de colesterol en sangre, el hábito de fumar cigarrillos, las anomalías cardíacas y la presión arterial.
El teorema de Bayes permitió a Cornfield reorganizar los datos del estudio de Framingham a fin de poder expresarlos en función de la probabilidad de que las personas que respondieran a unas determinadas características pudieran desarrollar o no una cardiopatía. No existía un nivel de colesterol o de presión arterial por debajo del cual la gente pudiera considerarse a salvo, pero tampoco podía decirse que hubiera un umbral que, caso de superarse, abocara a la gente a padecer la enfermedad. Además, los pacientes que sufrían a un tiempo de unas elevadas cifras de colesterolemia y de una presión arterial superior a lo aconsejable tenían un veintitrés por ciento más de probabilidades de padecer un ataque cardíaco que las personas con bajos niveles de colesterol en sangre y una presión arterial normal.
En el año 1962, al identificar Cornfield los factores de riesgo más relevantes en el desencadenamiento de las enfermedades cardiovasculares, se consiguió uno de los logros de salud pública más destacados de todo el siglo XX, puesto que las tasas de mortandad asociadas con esas afecciones experimentaron un descenso espectacular. Entre los años 1960 y 1996, los padecimientos de origen cardiovascular se redujeron en un sesenta por ciento, evitándose el fallecimiento de seiscientas veintiún mil personas. Además, el informe que publicara Cornfield habría de enseñar a los investigadores a utilizar la regla de Bayes en el análisis simultáneo de varios factores de riesgo, hasta el punto de que se ha llegado a afirmar que la múltiple función logística de riesgo preconizada por Cornfield ha constituido una de las metodologías epidemiológicas más importantes de todos los tiempos.
Para valorar la eficacia de una terapia en particular, Cornfield emplearía una de las primeras pruebas de investigación multicéntricas jamás realizadas en el Instituto Nacional de la Salud de los Estados Unidos, introduciendo con ello otro concepto bayesiano: el de las cuotas de probabilidad relativa de Harold Jeffreys. Conocida actualmente con el nombre de Factor de Bayes, dicha cuota expresa la probabilidad de ocurrencia de los datos observados al aplicar una determinada hipótesis dividida por la probabilidad de incidencia de los datos recogidos al utilizar otra hipótesis distinta.
En la época en que Cornfield trabajaba con los investigadores que empleaban ratones para comprobar los efectos de las drogas que se usaban para combatir el cáncer, la rigidez de los métodos frecuentistas había venido a asestarle un mazazo tremendo. De acuerdo con las normas por las que se regían los frecuentistas, aunque los resultados iniciales de las pruebas desautorizaran una hipótesis dada, tenían que realizar todavía otras seis observaciones más antes de considerar oportuno detener la experimentación. Los métodos frecuentistas también prohibían que se cambiara por otro mejor el tratamiento que se estaba administrando a un paciente antes de terminar con las pruebas clínicas. Los investigadores frecuentistas no podían controlar los resultados provisionales que se iban obteniendo en el transcurso de las pruebas clínicas ni examinar el efecto de las terapias aplicadas a los diferentes subgrupos de pacientes, del mismo modo que tampoco podían seguir las pistas que vinieran a proporcionarles los datos obtenidos procediendo a realizar nuevos análisis no previstos en el plan inicial. Cornfield se convirtió al bayesianismo al descubrir que sus métodos podían permitirle rechazar algunas hipótesis con sólo dos sólidas observaciones adversas. Al principio empezó utilizando el teorema de Bayes al modo de una herramienta con la que avanzar en la solución de un problema concreto, un poco a la manera en que se había venido usando durante la segunda guerra mundial en los ámbitos de la criptografía, la búsqueda de submarinos enemigos y las cadencias de tiro de las baterías artilleras. Sin embargo, poco a poco comenzaría a emplear cada vez más el teorema de Bayes hasta convertirlo en el fundamento de una vasta filosofía dedicada al manejo de la información y a la resolución de incertidumbres. Y al empezar a ver en la regla de Bayes algo más que una simple herramienta y comenzar a juzgarla más bien como una filosofía, pasaría a participar de la profunda conversión que también habrían de experimentar en las décadas de 1950 y 1960 hombres como Jeffreys, Savage, Lindley y otros. Pese a que Fisher considerara que una hipótesis resultaba significativa si se revelaba improbable que se hubiese producido por accidente, Cornfield declararía con displicencia: «Si la conservación del nivel de significación [de Fisher] interfiere con la interpretación y la utilización de los resultados provisionales, todo lo que puedo decir es que me importa un bledo el nivel de significación».[8.10]
Curiosamente, la mayor parte de los estadísticos del Instituto Nacional de la Salud de los Estados Unidos se negaría a seguir los pasos de su más destacado colega, rehusando adentrarse en el terreno bayesiano. Cornfield publicaría en las principales revistas de estadística todo un conjunto de artículos de notable relevancia científica sobre la inferencia bayesiana. Con todo, al incluir los métodos bayesianos en la realización de algunas de las pruebas en las que trabajaba, sus principales conclusiones habrían de basarse en los postulados del frecuentismo. Tendrían que pasar todavía treinta años más para que el Instituto Nacional de la Salud comenzara a emplear el sistema bayesiano en las pruebas clínicas. Savage consideraba que eran muchos los investigadores que se contentaban con aprovechar los beneficios del teorema de Bayes sin decidirse a abrazar el método.
Pese a todo, Cornfield declararía en tono optimista: «El teorema de Bayes ha salido de la tumba en la que lo habían querido confinar».[8.11]
En el año 1967, Cornfield abandonaría el Instituto Nacional de la Salud, trasladándose posteriormente a la Universidad George Washington, donde presidiría el departamento de estadística y desarrollaría la regla de Bayes hasta transformarla en un enfoque de lógica matemática en el pleno sentido de la expresión. Además, conseguiría probar en un artículo —para satisfacción de muchos bayesianos— que, de acuerdo con las reglas del frecuentismo, todo procedimiento estadístico que no partiera de una probabilidad a priori era susceptible de mejora.
Pese a su conversión al bayesianismo, serían muchísimas las personas que solicitaran los servicios de Cornfield como asesor. De este modo aconsejaría al ejército estadounidense en cuestiones de diseño experimental; a la comisión de investigación que criticaba el muy exitoso Informe Kinsey sobre la sexualidad femenina; al Ministerio de Justicia de los Estados Unidos en relación con el muestreo de los registros de votación que revelaban la existencia de prejuicios contra los votantes negros; y al estado de Pensilvania, a raíz del accidente de la central nuclear de Three Mile Island.
En el año 1974, nuestro bioestadístico bayesiano licenciado en historia fue elegido presidente de la Asociación Estadística Estadounidense. En el discurso de su toma de posesión, el hombre que se había valido del sentido del humor y del buen ánimo para tranquilizar a los médicos que realizaban pruebas aleatorias, la persona que había ofrecido a los epidemiólogos algunas de sus más importantes metodologías de trabajo, el mismo que había establecido las causas del cáncer de pulmón y de las cardiopatías, lanzó la siguiente pregunta: «¿Qué razón podría inducir a un individuo dotado de temple, de ambición y de una elevada capacidad intelectual a enorgullecerse o a sentirse auténticamente estimulado y satisfecho por desempeñar un papel auxiliar [como estadístico] en la resolución de los problemas de terceras personas?». Abordando con una sonrisa la respuesta a la interrogante que él mismo acababa de plantear, Cornfield prosiguió: «Nadie ha dicho jamás que la estadística fuera la reina de las ciencias […]. Lo más cerca que he estado nunca de jugar un rol significativo en el plano científico ha sido en aquellas ocasiones en que me ha sido dado actuar como “compañero de cama”. Puede que la estadística —compañero de cama de las ciencias— no sea el estandarte que más nos apetezca elegir para desfilar en la próxima procesión académica, pero es desde luego lo más cerca que he tenido para aproximarme a la investigación seria».[8.12]
En el año 1979, fecha en la que se le diagnosticó un cáncer de páncreas, Cornfield sabía mejor que cualquiera de los demás miembros del Instituto Nacional de la Salud que los afectados por esa enfermedad tenían una pésima esperanza de vida, dado que no podían abrigarse expectativas de supervivencia superiores a los seis meses. Con todo, él estaba decidido a seguir sacándole el máximo partido a la existencia. Pese a las graves complicaciones posoperatorias, su sentido del humor permaneció intacto. En una ocasión un amigo le dijo: «Jerry, no sabes lo contento que estoy de verte». Con una sonrisa, Cornfield replicó: «Pues eso no es nada comparado con lo feliz que me hace a mí la simple posibilidad de hacerlo».[8.13] Estando ya en su lecho de muerte, Cornfield dedicaría estas palabras a sus dos hijas: «No olvidéis que os habéis pasado la vida practicando el buen humor para aquellos momentos en que realmente se necesita tenerlo».[8.14]