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Arthur Bailey

Tras la segunda guerra mundial, el primer desafío público que vendría a conmover el statu quo contrario al teorema de Bayes no habría de proceder ni de los matemáticos ni de los estadísticos del ejército o la universidad, sino de un hombre de negocios con gran afición a las citas bíblicas llamado Arthur Bailey.

Bailey era un actuario de seguros cuyo padre había sido despedido y sufrido el boicot de todos los bancos de Boston por decir a sus empleadores que no debían prestar grandes sumas de dinero a los políticos locales. La condena al ostracismo que cayó sobre la familia fue tan grande que hasta los compañeros de instituto de Arthur y su hermana dejaron de invitarles a las fiestas sociales de la localidad. Bailey decidió volver la espalda a las altas esferas de Nueva Inglaterra y se matriculó en la Universidad de Michigan, en Ann Arbor. En esa institución habría de estudiar Bailey estadística en el curso de cálculo actuarial del departamento de matemáticas, obteniendo la licenciatura en ciencias en el año 1928. En la misma universidad conocería también a la que habría de ser su esposa, Helen, quien antes de tener hijos comenzaría a trabajar en la mutua de seguros de vida John Hancock.[6.1]

Como el mismo Bailey acostumbraba a comentar jocosamente, su primer empleo le llevaría a introducirse «en el mundo de la banana», dado que le contratarían para trabajar en el departamento de estadística de la sede central que poseía la United Fruit Company en Boston. Al suprimirse dicho departamento en los tiempos de la Gran Depresión, Bailey terminó conduciendo un camión de fruta y saliendo a cazar por las calles de Boston unas tarántulas que se habían escapado. Y podía considerarse afortunado por contar con esas ocupaciones, ya que a su familia nunca habrían de faltarle ni los plátanos ni las naranjas.

En el año 1937, tras pasar nueve años «en el mundo de la banana», Bailey consiguió un puesto de trabajo en Nueva York, aunque en un campo completamente distinto al anterior. El nuevo cargo conseguido le exigía establecer las tasas de las primas de seguro necesarias para cubrir los riesgos relacionados tanto con los accidentes de los automóviles, los aviones y el personal de las fábricas como con el allanamiento de morada y el robo domiciliario, todo ello para un consorcio de compañías de seguros mutuos: la American Mutual Alliance.

Como había aprendido a preferir los vínculos con la Iglesia y las relaciones de vecindad a la acomodaticia amistad de circunstancias de sus camaradas de juventud, Bailey optó por no hacer alarde de su creciente éxito profesional, así que se instaló discretamente en distintos barrios sencillos de Nueva York. En su tiempo libre se entretendría dedicándose a la jardinería, yendo de excursión con sus cuatro hijos y anotando en el célebre libro de botánica de Asa Gray la localización de sus orquídeas silvestres predilectas. Su lema era el siguiente: «Hay gente que vive en el pasado y personas que viven en el futuro, pero los individuos más inteligentes habitan el presente». Al irse afianzando en su nuevo trabajo, Bailey quedaría horrorizado al constatar «que los más veteranos evaluadores de seguros» utilizaban el «mazo» semiempírico de las técnicas bayesianas desarrolladas en el año 1918 en la determinación de las primas de los seguros de accidentes laborales.[6.2] Hacía ya mucho tiempo que los estadísticos de las universidades habían dado en proscribir casi por completo dichos métodos, pero siendo negociantes de sentido práctico, los actuarios se habían negado a desentenderse del conocimiento adquirido con anterioridad, de modo que continuaban modificando sus antiguos datos con toda información nueva que recibieran. De este modo, basaban el precio de las primas del año siguiente en las tarifas aplicadas en el ejercicio en curso, pulidas y modificadas en función de la información derivada de las últimas reclamaciones efectuadas contra las pólizas. No se preguntaban cuáles debían ser las nuevas tarifas, sino que trataban de responder a esta otra interrogante: ¿En qué cuantía es preciso modificar las tasas vigentes? Una estimación bayesiana de la cantidad de helado que una persona vendrá a comer en el año entrante, por ejemplo, combinaría los datos relativos al reciente consumo de helado del individuo en cuestión con un conjunto de informaciones de otro tipo, como las vinculadas con las tendencias que pudieran registrarse en el país en materia de consumo de postres.

Siendo un estadístico moderno y habituado a los cálculos elaborados, Bailey se sintió escandalizado. Sus profesores, influidos por Ronald Fisher y Jerzy Neyman, le habían enseñado que las probabilidades a priori del teorema de Bayes constituían una práctica «más horrenda aún que la de “lanzar escupitajos”», por emplear las palabras de un actuario particularmente educado.[6.3] Los estadísticos no debían tener opiniones a priori respecto de los experimentos o las observaciones que pudieran efectuar en el futuro, y únicamente debían emplear informaciones que tuviesen un carácter directamente pertinente, rechazando al mismo tiempo todos aquellos datos que viniesen a revelarse de índole periférica o no estadística. Existían incluso métodos no estandarizados para evaluar la credibilidad del conocimiento apriorístico (como el relativo a las tarifas actuariales anteriormente mencionadas, por ejemplo) o para relacionarlo con la información estadística adicional que pudiese ir adquiriéndose con el tiempo.

Bailey dedicaría su primer año de estancia en Nueva York a tratar de demostrarse a sí mismo que «todas esas fantasías de los procedimientos actuariales [bayesianos] del ramo de los accidentes laborales constituían un sinsentido matemático».[6.4] Sin embargo, tras un año de intensos esfuerzos mentales, comprendió, consternado, que el martillo pilón de los actuarios bayesianos funcionaba. Y por su elegancia le parecía incluso un método preferible a los que empleaba el frecuentismo. Comenzó a apreciar decididamente las fórmulas con la que se presentaban «los datos reales […]. Comprendí que los evaluadores de seguros más experimentados estaban teniendo en cuenta ciertos hechos de la vida que los teóricos de la estadística [frecuentista] pasaban por alto».[6.5] Quería dar al vasto volumen de datos disponibles más peso que a las pequeñas muestras de carácter frecuentista, proceso que sorprendentemente acabaría pareciéndole «lógico y razonable». Llegó así a la conclusión de que únicamente un actuario «suicida» optaría por utilizar el método de la probabilidad máxima de Fisher, que asignaba una probabilidad cero a los acontecimientos no relevantes.[6.6] Y dado que muchas empresas no presentaban ninguna reclamación al seguro, el método de Fisher calculaba unas primas excesivamente bajas para cubrir los riesgos asociados con futuras pérdidas potenciales.

Abandonando los recelos que le habían apartado inicialmente de la regla de Bayes, Bailey dedicaría los años de la segunda guerra mundial a estudiar este problema. Trabajaría en solitario, alejado de los pensadores del mundo académico y de sus colegas de la profesión actuarial, que se rascaban la cabeza, desorientados, cada vez que se les presentaban los brillantes análisis de Bailey.

Una vez terminada la contienda, en el año 1947, Bailey se trasladó al Departamento de Seguros del Estado de Nueva York, ya que acababa de ser nombrado actuario jefe de esa agencia reguladora. Uno de los ejecutivos del sector asegurador diría de él que era «el guardián de nuestras conciencias». Mientras sus colegas aprovechaban las conferencias del ramo para emborracharse en el bar de los hoteles, Bailey se dedicaba a sorber tranquilamente algún refresco y a citar la Biblia de cuando en cuando. Además, en los períodos de escasa actividad se entregaba a la lectura de ese mismo libro. Y según el relato de nuestro ejecutivo, algunos actuarios «cogieron la costumbre de soltar todo tipo de infundios acerca de Arthur Bailey […], aunque al conocerle mejor, después del trabajo, acabamos dándonos cuenta de que había que respetar su integridad y su talla moral».[6.7]

Bailey comenzó a escribir un artículo para resumir su estrepitoso cambio de actitud respecto a la regla de Bayes. Pese a que sus anotaciones matemáticas, ya entonces algo desfasadas, resultasen de difícil comprensión, lo cierto es que Bailey estaba sentando los cimientos matemáticos necesarios para justificar la utilización de las tarifas vigentes como probabilidades a priori del teorema de Bayes. Iniciaría su breve ensayo respaldando con una cita bíblica del apóstol san Marcos el hecho de recurrir a las creencias a priori: «si algo puedes hacer, ayúdanos […]. ¡Qué es eso de si puedes! ¡Todo es posible para quien cree!».[6.i] A continuación, y tras pasar revista a los métodos matemáticos que Albert Whitney había empleado ya en el campo de las indemnizaciones laborales, Bailey expondría las raíces bayesianas de la teoría de la credibilidad que había comenzado a aplicarse varios años antes en el ámbito de los seguros destinados a cubrir los accidentes laborales. La noción de credibilidad resultaba esencial para las reflexiones de los actuarios, y a pesar de que las frecuencias relativas resultaran relevantes, lo cierto es que también lo eran otras fuentes de información. Bailey desarrolló una serie de métodos matemáticos destinados a facilitar la incorporación de todo dato disponible al conjunto de las informaciones iniciales. En particular, trataría de averiguar la forma de asignar a las pruebas adicionales una ponderación parcial vinculada con su credibilidad, es decir, con el grado de fiabilidad subjetiva que cupiera atribuirle. Sus técnicas matemáticas ayudarían a los actuarios a integrar en un mismo cálculo, de forma a un tiempo sistemática y coherente, los miles de tarifas antiguas y recientes que tenían de los diferentes tipos de empleadores, actividades y escenarios posibles. En su bibliografía de trabajo figuraba una reimpresión de los artículos de Bayes publicada en el año 1940 y provista de un prefacio de Edward C. Molina, el ingeniero de la Compañía Telefónica Bell. Al igual que Molina, Bailey recurriría al sistema de Laplace, más complejo y preciso que el de Thomas Bayes.

En el año 1950, Bailey había sido elevado ya al cargo de vicepresidente del Grupo Asegurador Kemper de Chicago, dirigiendo frecuentemente la palabra a sus colegas en las sobremesas de los banquetes de etiqueta de la Sociedad Actuarial de Compañías Aseguradoras de Accidentes Laborales. El 22 de mayo de 1950 leería el más célebre de todos sus artículos. Su título resultaba ya altamente explícito: «Procedimientos de determinación de la credibilidad: la generalización que hace Laplace de la regla de Bayes y la combinación del conocimiento secundario [esto es, apriorístico] con los datos observados».

A los ojos de aquellos actuarios que todavía conservaran la capacidad de concentrarse en un artículo largo y técnico tras una copiosa cena (que sin duda habría sido abundantemente regada con alcohol), el mensaje de Bailey debió de haber resultado muy emocionante. En primer lugar, Bailey elogiaba a sus compañeros por haber sabido resistir, prácticamente en solitario, a las altas esferas del ámbito estadístico y por haber mostrado el buen tino de poner en marcha la única rebelión organizada que se había alzado hasta la fecha contra la filosofía del muestreo frecuentista. De este modo, aseguraba, los estadísticos de las compañías aseguradoras iban «un paso por delante» de los demás. La práctica actuarial constituía un oscuro y profundo misterio, superando además «todo cuanto haya logrado probarse matemáticamente» hasta la fecha. Pese a ello, no tendría empacho en declarar triunfante: «lo cierto es que funciona […]. Nuestros colegas lo han demostrado en infinidad de ocasiones. ¡Funciona de verdad!».[6.8]

Después anunció la asombrosa noticia de que la fórmula de la credibilidad que tanto apreciaban todos ellos derivaba en realidad del teorema de Bayes. Los actuarios prácticos pensaban que la regla de Bayes constituía en realidad una solución abstracta y transitoria para trabajar con la secuencia temporal de las probabilidades a priori y a posteriori. Sin embargo, Bailey venía a recordarles ahora que, en la actualidad, todo el mundo consideraría que la profesión de Richard Price, el amigo y editor de Bayes, era en realidad la misma que la de los actuarios. No contento con eso, Bailey utilizó a continuación la mesa imaginaria de Bayes para lanzar un ataque frontal tanto contra los frecuentistas como contra el beligerante Fisher. Concluiría su conferencia con un estimulante llamamiento a la reintroducción del conocimiento a priori en la teoría estadística. Su desafío iba a mantener ocupados a los teóricos del mundo académico durante años. Era un escrito de combate. Tras consultarlo poco tiempo después, el profesor Richard von Mises, de la Universidad de Harvard, lo elogiaría sin reservas. Von Mises enviaría una carta a Bailey señalándole que esperaba que su discurso consiguiera «que se fueran desvaneciendo los injustificados y poco razonables ataques que empezara a dirigir en su día R. A. Fisher contra el teorema de Bayes».[6.9]

Por desgracia, Bailey no iba a vivir lo suficiente para hacer campaña en favor de la regla de Bayes. El 12 de agosto de 1954, a la edad de cuarenta y nueve años, tan sólo cuatro después de haber pronunciado su más importante discurso, fallecía de un ataque al corazón. Su hijo imputaría la causa al doble hecho de que hubiese empezado a fumar estando todavía en la facultad y de que le hubiera resultado siempre imposible dejarlo.

Con todo, un puñado de actuarios en ejercicio comprendieron el mensaje que había lanzado Bailey. El año en que murió, uno de sus admiradores se hallaba saboreando un vermú en la fiesta de Navidad de la Compañía de Seguros de Norteamérica cuando de pronto se presentó el director ejecutivo de la empresa, disfrazado de Papá Noel, y le lanzó una pregunta insólita: ¿podría alguien predecir la probabilidad de que dos aviones llegaran a colisionar en pleno vuelo?

Lo que Papá Noel estaba pidiendo a su actuario jefe, L. H. Longley-Cook, era que realizara una predicción sin contar con la más mínima base experiencial. Nunca se había producido un choque serio de dos aviones comerciales en pleno vuelo. Careciendo de toda experiencia pasada, o de la posibilidad de proceder a una experimentación repetitiva, todo estadístico ortodoxo se veía obligado a responder a la pregunta de Papá Noel con un tajante «no». Sin embargo, con muy británica flema, L. H. Longley-Cook, trató de ganar tiempo. «Verdaderamente, no creo que este tipo de cosas se compaginen demasiado bien con los vermús», dijo arrastrando las palabras. Sin embargo, la interrogante siguió trabajándole por dentro. En menos de un año, el número de estadounidenses que viniera a utilizar el avión en sus desplazamientos superaría al de usuarios de los ferrocarriles. Y entretanto, algunos estadísticos empezarían a preguntarse si no podrían evitar tener que recurrir a los a priori subjetivos, siempre polémicos, realizando unas predicciones que no contaran con la base de ningún tipo de información apriorística.

Longley-Cook se pasó todas las vacaciones de Navidad de ese año reflexionando sobre el problema, y de este modo el día 6 de enero de 1955 se encontró en condiciones de enviar una profética nota de advertencia a su director ejecutivo. Pese al historial de seguridad de la industria aeronáutica, los datos disponibles sobre el número de accidentes que acostumbraban a sufrir las líneas aéreas en general le llevaban a determinar para el caso en cuestión «cualquier resultado comprendido entre cero y cuatro colisiones de aviones de distintas compañías aéreas en el transcurso de los diez años próximos». En resumen, la compañía debía prepararse para hacer frente a una costosa catástrofe elevando el precio de las primas de las compañías aéreas y guardándose las espaldas mediante la contratación de los servicios de una reaseguradora. Dos años más tarde, la predicción se revelaba correcta. Un Douglas DC-7 y un Lockheed Constellation chocaban en la vertical del Gran Cañón del Colorado, muriendo ciento veintiocho personas y produciéndose así el peor accidente jamás registrado hasta entonces en todo el ámbito de la aviación comercial. Cuatro años después, un Douglas DC-8 a reacción y un Constellation colisionaban en el momento mismo en que se hallaban sobrevolando la ciudad de Nueva York, en un siniestro que habría de costar la vida a ciento treinta y tres personas, entre los pasajeros de los aviones y los vecinos de los apartamentos situados en tierra.[6.10]

Años más tarde, el hijo de Arthur Bailey, Robert A. Bailey, utilizaría las técnicas bayesianas para justificar la posibilidad de ofrecer tarifas especiales a los buenos conductores. Las cifras de accidentes vinculados con la circulación de vehículos a motor alcanzó niveles tan elevados en la década de 1960 que la expectativa de sufrir heridas en un accidente de automóvil en algún momento de la vida llegó a afectar en esos años a la mitad de los estadounidenses vivos. Los estadounidenses estaban comprando coches a un ritmo creciente, y cada vez hacían más kilómetros al año, pero las leyes no se habían adecuado a las nuevas circunstancias. No existía una señalización uniforme en las carreteras; en la mayoría de los casos no se comprobaban las aptitudes de los conductores ni se inspeccionaba la idoneidad del mantenimiento de los vehículos más que una vez en la vida, si es que llegaba a hacerse; no se imponían sino sanciones de escasa cuantía a los conductores que cogían el volante con un exceso de alcoholemia; y el diseño de los coches no tenía en cuenta ninguna de las cuestiones relacionadas con la seguridad. De este modo, las compañías de seguros se veían obligadas a enjugar grandes pérdidas. Se hacía por tanto preciso poner en marcha un sistema directo que recompensara por adelantado a los buenos conductores, aunque se consideraba que la implantación de un sistema de bonificaciones vinculado con la baja siniestralidad carecía de la solidez necesaria, ya que la aplicación de los criterios de credibilidad a un único vehículo arrojaba datos inadecuados. Valiéndose de la regla de Bayes, Robert Bailey y Leroy J. Simon lograrían mostrar que los datos relevantes de los descuentos ofrecidos en el Canadá a la conducción prudente podían emplearse para actualizar las estadísticas ya existentes en los Estados Unidos.

Robert Bailey también recurriría a los procedimientos bayesianos para clasificar a las propias compañías aseguradoras, incluyendo para ello en el análisis todo un conjunto de informaciones de carácter no estadístico y subjetivo, como las opiniones relacionadas con la gestión de la empresa —opiniones entre las que figurarían las relativas a la calidad de sus directivos y si éstos tenían o no costumbre de beber alcohol—. Con el tiempo, el sector de los seguros llegaría a acumular una cantidad de datos tan enorme que el teorema de Bayes quedaría tan obsoleto como la regla de cálculo.

A los ojos de los pocos actuarios de seguros que alcanzarían a comprender los trabajos de Arthur Bailey, su aportación resultaba equiparable a la de un Da Vinci o un Miguel Ángel, ya que había sido capaz de extraer a la profesión de su era más oscura.[6.11] Aunque la filtración de la noticia de sus logros habría de revelarse a un tiempo lenta y azarosa, lo cierto es que sus hallazgos acabarían llegando a oídos de los teóricos del mundo académico. A principios de la década de 1960, un profesor de teoría actuarial de la Universidad de Michigan llamado Allen L. Mayerson dedicaría varios de sus escritos al fundamental papel que había desempeñado Bailey en el ámbito de la teoría de la credibilidad. El profesor de estadística Jimmie Savage, recién convertido a los métodos bayesianos, trabajaba por esos años en Ann Arbor, entrevistándose poco después con Bruno de Finetti, el profesor de teoría actuarial bayesiana de quien ya hemos hablado, aprovechando que éste se hallaba de vacaciones en una isla situada frente a las costas de Italia. Ambos hombres asistirían juntos a una conferencia celebrada en Trieste, y en ella el profesor De Finetti tendría oportunidad de divulgar la obra de Bailey y de señalar que la teoría de la credibilidad aplicada al campo de los seguros tenía su origen en Bayes. Para la mayoría de los estadísticos, ésta era la primera vez que alcanzaban a tener noticia de su existencia.

Hans Bühlmann, quien andando el tiempo habría de convertirse en profesor de matemáticas y presidente de la Escuela Politécnica Federal de Zúrich, recuerda todavía la emoción que le produjo aquella conferencia. En la década de 1950 había dedicado el tiempo de un permiso de ausencia temporal a ampliar estudios en el departamento de estadística de Berkeley que dirigía por entonces Neyman. En esa época, refiere Bühlmann, «era poco menos que peligroso exponer el punto de vista bayesiano». Recogiendo el guante lanzado por Bailey, y basándose en el método de Bayes, Bühlmann concebiría una teoría de orden general sobre la credibilidad, teoría cuya aplicación habrían de impulsar los estadísticos mucho más allá de los límites de la esfera actuarial y aseguradora. Bühlmann, que había puesto buen cuidado en cambiar el nombre de las probabilidades a priori por la expresión «función estructural», estaba convencido de haber contribuido a hacer que la Europa continental alcanzara a eludir algunas de las disputas «religiosas» relacionadas con la regla de Bayes —disputas que no obstante iban a seguir produciéndose durante un tiempo en el mundo anglo-estadounidense.[6.12]