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Bayes acude al frente

En el año 1939, la regla de Bayes era prácticamente un tabú, dado que se había convertido en un teorema muerto y enterrado, al menos en lo concerniente a los estadísticos que tenían noticia de él. Seguía vigente, no obstante, una inquietante cuestión. ¿Cómo podían los líderes que se hallaban al frente de las operaciones bélicas tomar decisiones a vida o muerte de forma rápida, sin tener que esperar a disponer de una información completa? Con el máximo secretismo, varias de las más destacadas mentes matemáticas del siglo se afanarían en contribuir a la reformulación de la regla de Bayes durante los inciertos años que se perfilaban en el horizonte.

En el transcurso de la segunda guerra mundial, la amenaza de los submarinos sería lo único que realmente llegara a atemorizar a Winston Churchill, según él mismo rememoraría al escribir la historia del conflicto. Gran Bretaña no podía autoabastecerse prácticamente de nada, salvo de carbón. Su capacidad de producción de alimentos alcanzaba únicamente a proporcionar sustento a uno de cada tres habitantes. Sin embargo, al caer Francia en el año 1940, Alemania pasó a controlar las fábricas y las granjas de Europa, de modo que Gran Bretaña se vio obligada a obtener todo cuanto necesitaba —treinta millones de toneladas anuales de alimentos y suministros estratégicos— con el concurso de los barcos mercantes carentes de armamento que arribaban a sus costas procedentes de los Estados Unidos, Canadá, África, y finalmente Rusia. Se estima que en el transcurso de la Batalla del Atlántico, como daría en conocerse al esfuerzo bélico destinado a proporcionar provisiones y pertrechos a Gran Bretaña, los submarinos alemanes echaron a pique unos dos mil setecientos ochenta buques aliados, hallando la muerte en los enfrentamientos más de cincuenta mil marinos mercantes del bando antinazi. Para el primer ministro Churchill, la procura de alimentos y equipos para su país iba a constituir el factor preponderante a lo largo de toda la contienda.

Hitler se había limitado a afirmar lacónicamente: «Los submarinos nos harán ganar la guerra».[4.1]

El cuartel general alemán afincado en la Francia ocupada controlaba de cerca las operaciones submarinas. Todos los sumergibles se hacían a la mar sin conocer las órdenes que deberían cumplir, recibiendo después las instrucciones por radio, una vez en pleno Atlántico. A consecuencia de este estado de cosas se produciría una riada poco menos que incesante de mensajes de radio codificados entre los submarinos y los centros de mando ubicados en Francia —de los cuales, más de cuarenta y nueve mil siguen archivados—. Pese a que los británicos tenían la desesperada necesidad de conocer la posición de los submarinos, los mensajes resultaban indescifrables, dado que habían sido encriptados por un conjunto de máquinas codificadoras —y lo cierto era que no había nadie, ni en Alemania ni en Gran Bretaña, que creyera que las claves pudieran violarse.

Curiosamente, los polacos iban a ser los primeros en pensar que las cosas podían no ser exactamente así. Atrapados entre las dos grandes potencias de Alemania por un lado y Rusia por otro, un puñado de oficiales de inteligencia estacionados en Polonia había comprendido, diez años antes de que estallara la segunda guerra mundial, que las matemáticas podían hacer que la escucha subrepticia de las transmisiones de sus codiciosos vecinos resultara muy informativa. La primera guerra mundial había puesto dolorosamente de manifiesto lo necesarias que resultaban las máquinas para la codificación de mensajes de radio. En el año 1923, al presentarse en una Feria Internacional de comercio una máquina capaz de generar códigos alfabéticos, Alemania decidiría comprar unas cuantas y comenzar a introducir en su funcionamiento una serie de elementos complejos a fin de lograr que los códigos producidos resultaran más seguros. A las máquinas así logradas se les dio el nombre de «Enigma».

Y desde luego no podrá decirse que no resultaran enigmáticas. Los polacos dedicaron tres años a tratar de descifrar los mensajes alemanes, pero sin ningún resultado. Al cabo de ese tiempo comprendieron que las máquinas de cifrado automático de mensajes habían transformado la criptografía. La ciencia de la codificación y la decodificación de mensajes secretos se convertía así en un pasatiempo para los matemáticos. De este modo, el servicio secreto polaco decidió organizar con el máximo secreto una clase de criptografía para un selecto grupo de estudiantes de exactas de lengua alemana, y el alumno más destacado sería un matemático especializado en el cálculo de probabilidades que respondía por Marian Rejewski. Rejewski emplearía diversas conjeturas bien encaminadas, así como la teoría de grupos —esto es, la nueva matemática transformativa—, para terminar realizando un descubrimiento crucial vinculado con la estructura del cableado que movía los engranajes de las máquinas Enigma. A principios del año 1938, los polacos lograban descifrar ya el setenta y cinco por ciento de los mensajes que enviaban el ejército de tierra alemán y sus fuerzas aéreas. Poco antes de que su país fuera invadido por el Tercer Reich en 1939, los miembros de la Oficina de Cifrado del Estado Mayor polaco convocaron a los agentes franceses y británicos, reuniéndose con ellos en un refugio seguro del bosque de Pyry, a las afueras de Varsovia, donde les revelaron el sistema que acababan de descubrir, enviando además a Londres una máquina Enigma dotada de los últimos avances.

Según los comentarios de un observador, el dispositivo Enigma presentaba el aspecto de una máquina de escribir un tanto compleja, puesto que estaba provisto del tradicional teclado de veintiséis pulsadores alfabéticos y de un segundo panel con otras veintiséis letras iluminadas. Cada vez que el mecanógrafo presionaba una tecla alfabética hacía circular una corriente eléctrica a través de un grupo de tres engranajes rotatorios, haciendo que uno de los discos del rotor avanzase una posición. La letra cifrada aparecía así encendida en el panel de luces, de modo que el ayudante del mecanógrafo señalaba en voz alta la letra a un tercer operario, que al final radiaba el mensaje cifrado utilizando el código morse. Una vez llegado el texto a su destino se invertía el proceso. El receptor pulsaba las letras codificadas en el teclado de su propia máquina Enigma, y el mensaje original aparecía iluminado en su panel de luces. Modificando el cableado, los discos de los rotores, el punto de partida de los engranajes y otras características, el operador de una máquina Enigma podía generar millones y millones de permutaciones.

Alemania optaría por estandarizar sus comunicaciones militares con un conjunto de versiones cada vez más complejas de estos aparatos. De este modo se distribuirían aproximadamente unas cuarenta mil máquinas Enigma entre el ejército de tierra, las fuerzas aéreas, la armada, los grupos paramilitares y el alto mando, entregándose también distintas unidades a las fuerzas nacionalistas españolas e italianas y a la marina de Benito Mussolini. El 1 de septiembre de 1939, al invadir Polonia las tropas alemanas, las máquinas Enigma, alimentadas con baterías eléctricas, serían la clave de sus rapidísimos blitzkrieg,[4.i] puesto que los oficiales de campaña que operaban desde unos vehículos equipados con máquinas Enigma lograrían coordinar, como jamás se había conseguido antes, las acciones de los artilleros —que creaban una cortina de fuego—, los bombardeos en picado de la aviación y el apisonamiento de los blindados Panzer. La mayor parte de los buques de la armada alemana contaban con un dispositivo Enigma, particularmente los acorazados, los dragaminas, las naves de abastecimiento, los barcos encargados de elaborar los partes meteorológicos y los submarinos.

A diferencia de los polacos, el organismo británico encargado del descubrimiento de los códigos y cifrados militares alemanes se aferraría a la tradición que sostenía que la decodificación era un asunto que debía dejarse en manos de caballeros dotados de una buena capacidad lingüística. En lugar de contratar a matemáticos, la Escuela Gubernamental de Codificación y Cifrado inglesa optaría por contratar a una serie de historiadores del arte, estudiosos del griego antiguo y del alemán medieval, expertos en la elaboración de crucigramas y jugadores de ajedrez. Se juzgaba por entonces que, para este cometido, los matemáticos eran unos «tipos raros».[4.2]

El gobierno y los sistemas educacionales británicos consideraban que las matemáticas aplicadas y la estadística resultaban en buena medida irrelevantes en la resolución de problemas prácticos. Los jóvenes de buena familia de los internados ingleses aprendían griego y latín pero no estaban versados en ciencias ni en ingeniería, conocimientos que se asociaban con los oficios de las clases bajas. Gran Bretaña no contaba con escuelas de ingeniería de élite como el Instituto Tecnológico de Massachusetts o la Escuela Politécnica francesa. Transcurridos dos años desde el inicio de la guerra, los funcionarios del gobierno que se presentaron en Oxford a fin de reclutar a hombres competentes tanto en matemáticas como en lenguas modernas no encontraron más que a un estudiante que cursaba ciencias exactas como asignatura principal y que a su vez daba clases de alemán para principiantes. El gobierno ni siquiera había concebido planes para eximir a los matemáticos de acudir a las primeras líneas de combate. Sabedores de que al final el país necesitaría de sus competencias, los matemáticos harían correr discretamente el rumor de que sus colegas debían inscribirse como médicos en las listas del gobierno, dado que ellos al menos sí eran considerados vitales para la defensa nacional.

Uno de los elementos que habría de agudizar aún más la situación de emergencia sería el hecho de que el gobierno juzgara que los datos estadísticos no constituían más que un conjunto de molestos detalles. En el año 1939, pocos meses antes de que se declarara la guerra, se solicitó a lord Woolton, un aristócrata poseedor de un inmenso negocio minorista, que organizara el suministro de la indumentaria de los soldados británicos. Lord Woolton descubriría horrorizado que el «Ministerio de la Guerra no poseía ningún dato estadístico que pudiera ayudarme en la tarea […] Me resultó extraordinariamente difícil llegar a alguna cifra que pudiese indicarme cuántos trajes de uniforme y cuántas botas implicaba el pedido».[4.3] El Ministerio de Agricultura haría caso omiso de un estudio relacionado con los fertilizantes necesarios para incrementar los suministros de alimento y madera de Gran Bretaña por considerar que la segunda guerra mundial no iba a ser una guerra de carácter científico y que por consiguiente no se precisaba de ningún dato nuevo. Los funcionarios del gobierno parecían pensar asimismo que la aplicación de las matemáticas a los problemas de la vida práctica no tenía por qué resultar difícil. En una ocasión, teniendo necesidad de estudiar el funcionamiento de unos nuevos misiles, el Ministerio de Abastecimientos daría a uno de sus empleados una semana para «aprender estadística».[4.4]

Había no obstante verdadera escasez de expertos en probabilística. Para una pequeña élite, la década de 1930 había venido a representar la edad de oro de la teoría de la probabilidad, que es la lengua en que se expresa la estadística. Sin embargo, la mayoría de los matemáticos pensaban que la probabilidad era la aritmética de los científicos sociales. Cambridge, el centro británico de las matemáticas, adolecía de un notable retraso en probabilística. De las universidades de Alemania, un país francamente destacado en los campos de la matemática moderna y la física cuántica, apenas salían estadísticos. Y uno de los más relevantes estudiosos de la probabilidad del siglo XX, Wolfgang Doeblin, que a la sazón contaba con veinticinco años de edad, servía por entonces como soldado en el ejército francés, viéndose obligado a luchar por su vida en junio de 1940, al caer Francia en manos de los alemanes. La Gestapo trataba de dar caza a su padre, de modo que el joven Doeblin, viéndose rodeado y sin esperanza alguna de hallar una vía de escape, se suicidaría para evitar toda posibilidad de traicionar a su progenitor. Llegaría no obstante el día en que la obra de Doeblin revelara tener una importancia crucial para la teoría del caos y las transformaciones vinculadas con la cartografía aleatoria de datos.

Por extraño que parezca, durante la guerra nadie se dignaría prestar atención a los tres mejores estadísticos del bando aliado. Harold Jeffreys sería ignorado, quizá debido al hecho de que fuera profesor de astronomía y de que se hubiera especializado en el estudio de los terremotos. Según parece, los miembros de la seguridad británica consideraron que Ronald Fisher no podía tenerse por una persona fiable en términos políticos, dado que en el pasado había intercambiado cartas con un colega alemán. De este modo, los ofrecimientos de Fisher, que deseaba contribuir al esfuerzo bélico, caerían en saco roto, denegándosele asimismo, y sin la menor explicación, el visado de entrada en los Estados Unidos que había juzgado oportuno solicitar. De hecho, un químico dedicado a calcular los peligros del gas venenoso no lograría concertar una cita con Fisher y hacerle una visita sino fingiendo que se proponía ir a recoger un caballo en las inmediaciones. Y en el caso de Jerzy Neyman lo que sucedió fue que el estadístico insistió en desarrollar una serie de estudios de carácter totalmente teorético, puesto que existía la posibilidad de que éstos le permitiesen elaborar un teorema nuevo, cuando lo cierto era que los militares necesitaban urgentemente un asesoramiento tan expeditivo como crudo. La situación se saldaría con la anulación formal de una de las becas de que disfrutaba Neyman.

Dada la escasez de matemáticos aplicados y estadísticos sería muy frecuente que los datos derivados de la guerra no se sometieran al análisis de los expertos en probabilística sino de los actuarios de seguros, los biólogos, los físicos y los matemáticos puros —siendo así que muy pocos de esos profesionales tenían conocimiento de que, en términos de estadística fina, la regla de Bayes no podía considerarse un axioma científico—. Sin embargo, su ignorancia iba a revelarse más que afortunada.

Pese a la extraña reputación que gravita sobre los matemáticos británicos, la cúpula operativa de la Escuela Gubernamental de Codificación y Cifrado («Government Code and Cypher School», o GC&CS, según sus siglas inglesas) optaría por prepararse para la confrontación bélica reclutando en secreto a unos cuantos profesionales sin conexión con la lingüística —«individuos de tipo profesoral»—[4.5] en las universidades de Oxford y Cambridge. Entre el puñado de hombres elegidos se encontraba Alan Mathison Turing, llamado a convertirse en el padre de los ordenadores actuales, así como de la ciencia informática, de los programas lógicos, de la inteligencia artificial, de la máquina de Turing y de la prueba del mismo nombre —pudiéndosele atribuir igualmente la moderna reactivación del teorema de Bayes.

Turing había estudiado ciencias exactas en Cambridge y Princeton, pero lo que le apasionaba era colmar el vacío que separaba la lógica abstracta del mundo concreto. Más que una inteligencia genial, lo que Turing poseía era imaginación y alcance visionario. Además, había desarrollado un conjunto de intereses prácticamente único, puesto que le apasionaban las matemáticas abstractas vinculadas con la topología y la lógica, así como la matemática aplicada de la probabilística, la deducción experimental de los principios fundamentales, la construcción de máquinas capaces de pensar, los códigos y los cifrados. En los Estados Unidos, y con su característica y aguda voz de tartamudo, Turing ya había dedicado un gran número de horas a debatir cuestiones de criptografía con un físico canadiense llamado Malcolm MacPhail.

En la primavera del año 1939, al regresar a Inglaterra, se dio la circunstancia de que su nombre quedó secretamente incluido en una breve «lista de emergencia» en la que figuraban los nombres de un conjunto de personas a las que se había transmitido la orden de presentarse inmediatamente en la Escuela de Codificación y Cifrado en caso de que estallara la guerra. Turing pasaría ese verano a solas, dedicado tanto al estudio de la teoría de la probabilidad como al análisis de los códigos de la máquina Enigma. De cuando en cuando se dejaba caer por la Escuela de Codificación para charlar con un criptoanalista llamado Dillwyn Knox, que ya había logrado descifrar uno de los códigos Enigma: el que utilizaba la armada italiana, que había revelado ser relativamente sencillo. Es probable que en el momento en que Alemania invadió Polonia no hubiera nadie en toda Gran Bretaña que supiera más que Knox y Turing acerca de los códigos militares de la máquina Enigma.

El 4 de septiembre, esto es, al día siguiente de que Inglaterra declarara la guerra a Alemania, Turing tomó un tren y se dirigió al centro de investigaciones que tenía la Escuela Gubernamental de Codificación y Cifrado en Bletchley Park, una pequeña localidad situada al norte de Londres. Tenía veintisiete años pero aparentaba dieciséis. Era atractivo, atlético, tímido y nervioso, y en Cambridge había mostrado inclinaciones abiertamente homosexuales. Le importaban poco las apariencias. Vestía raídos abrigos informales, llevaba las uñas sucias y la permanente sombra de un barba incipiente. Turing iba a consagrar los seis años siguientes tanto a la máquina Enigma como a otros proyectos de codificación y decodificación.

Al llegar a Bletchley Park, los analistas de la Escuela de Codificación establecieron una serie de particiones en los sistemas de la máquina Enigma, y Turing se dedicaría durante un tiempo al estudio de los códigos del ejército. En enero, los ingleses habían conseguido descifrar ya los mensajes de las fuerzas aéreas alemanas. En el transcurso de las primeras semanas de la guerra, Turing lograría diseñar también el «bombe». No se trataba de un arma en el sentido tradicional del término, sino de un dispositivo electromecánico extremadamente rápido concebido para comprobar todas las organizaciones posibles que pudieran haberse adoptado al crear la estructura de discos dentados de la máquina Enigma. El bombe de Turing, producto de una reorganización y una mejora radicales del dispositivo que habían inventado los polacos, iba a convertir las instalaciones de Bletchley Park en una factoría dedicada al descifrado de códigos. La máquina de Turing sometía a prueba las corazonadas de los analistas, investigando pequeños fragmentos de quince letras que según las sospechas del personal podían figurar en el mensaje original. Dado que se tardaba menos en descartar las posibilidades inválidas que en hallar una que encajara correctamente, el bombe de Turing comprobaba simultáneamente todas aquellas combinaciones posicionales de los discos que fueran incapaces de generar el texto que se presuponía presente en el mensaje.

Con la ayuda del matemático Gordon Welchman y del ingeniero Harold «Doc» Keen, Turing lograría introducir mejoras en el diseño del bombe. El prototipo que construyeron, una especie de armario metálico de unos dos metros y pico de alto, uno ochenta y tantos de ancho y algo menos de ochenta centímetros de fondo quedaría definitivamente montado en Bletchley Park en marzo del año 1940. Hay quien cree que el diseño del bombe fue la mayor contribución de Turing al descifrado del código de la máquina Enigma.

Pese a los progresos realizados en la decodificación de las claves de la aviación y el ejército alemanes, ninguno de los profesionales que se afanaban en Bletchley Park se atrevía a enfrentarse a los códigos navales nazis, que constituían el elemento crucial para poder desarticular la ofensiva estratégica que estaban llevando a cabo los submarinos germanos en el Atlántico. De todas las secciones en que se dividían los distintos brazos de las potencias del Eje, la armada de Hitler era la que utilizaba las máquinas Enigma y los sistemas de seguridad más complejos. En los últimos meses de la guerra, la cantidad de programaciones diferentes que admitían las máquinas Enigma de la marina hitleriana alcanzaban cifras astronómicas. Según uno de los profesionales de Bletchley Park que se dedicaba a la decodificación militar: «aunque todos los culíes de China se pusieran a experimentar a la vez, tardarían meses en poder leer un simple mensaje».[4.6] Una misma máquina podía utilizar indistintamente, variándola a voluntad, una de las combinaciones que le permitían sus cuatro reflectores (cada uno de los cuales admitía hasta veintiséis configuraciones diferentes); emplear tres de sus ocho rotores (lo que la facultaba para producir hasta trescientas treinta y seis permutaciones); recurrir a los más de ciento cincuenta mil millones de combinaciones de su tablero de interconexiones; valerse de las diecisiete mil posiciones posibles que podían adoptar las muescas de los rotores; y configurarse en función de las diecisiete mil posiciones de partida posibles que admitía el aparato (cifra que se elevaba hasta el medio millón de posiciones posibles en el caso de las máquinas provistas de cuatro rotores). Cada dos días se cambiaban muchos de esos ajustes —y en ocasiones se hacía cada ocho o veinticuatro horas.

Frank Birch, jefe de la sección de inteligencia naval de la Escuela de Codificación, manifestaría que los oficiales superiores le habían informado de que «los códigos alemanes resultaban indescifrables. Me dijeron también que no valía la pena poner a trabajar en ello a los expertos […] A mi juicio, el hecho de que al comienzo de la guerra se hubiera caído en el derrotismo habría de tener buena parte de la culpa de que se tardara tanto en descifrar los códigos alemanes».[4.7] El análisis de las claves de la marina quedó a cargo de un oficial y un oficinista, sin que se asignara a esa misión un solo criptoanalista. Sin embargo, Birch pensaba que era posible vencer a las máquinas Enigma de la armada enemiga, y por la sencilla razón de que resultaba imperiosamente preciso hacerlo. Los submarinos alemanes ponían en peligro la existencia misma de Gran Bretaña.

Turing adoptaría una posición distinta. El hecho de que nadie más quisiera trabajar en los códigos navales les confería un doble atractivo. Un íntimo amigo de Turing diría de él que era un «redomado solitario».[4.8] El aislamiento le agradaba. Tras anunciar que «no hay nadie más que esté haciendo algo en este asunto, de modo que puedo ocuparme personalmente de ello», Turing decidió lanzarse al asalto del código de la armada alemana.[4.9] Cuando comenzó sus trabajos sobre las máquinas Enigma de la marina nazi, el equipo auxiliar del que disponía Turing se reducía a dos «muchachas» y a un matemático y físico de Oxford llamado Peter Twinn.[4.10] El punto de partida de Turing se asentaba en la idea de que el código «podía descifrarse», y confiaba en ello «porque el proceso que nos lleve a conseguirlo será tremendamente interesante».[4.11]

Una de las primeras tareas de Turing consistiría en limitar el número de comprobaciones que debía efectuar un bombe. Pese a ser muy rápido, un bombe tardaba dieciocho minutos en verificar si se había utilizado o no una determinada posición de los rotores. En el peor de los supuestos, un bombe necesitaría cuatro días para pasar revista a las trescientas treinta y seis permutaciones posibles que admitían los rotores de una máquina Enigma. Por consiguiente, en tanto no pudieran construirse más bombes la carga de trabajo de las mismas debía sufrir una drástica reducción.

Una noche, próxima ya la madrugada y poco después de haberse unido al equipo de Bletchley Park, Turing lograría inventar un método manual para reducir el volumen de cálculos que tenían que efectuar los bombes. El hallazgo consistía en un sistema bayesiano que requería la colaboración de un elevado número de personas, sistema al que Turing decidiría denominar banburismo, en honor de la vecina población de Banbury, donde había una imprenta que se había comprometido a proporcionarle el material necesario.

El propio Turing admitía que «no estaba seguro de que fuera a funcionar en la práctica».[4.12] Pero en caso de que así fuese, la idea podía permitirle adivinar un encadenamiento de letras presente en el mensaje de una máquina Enigma, apostar por una serie de posibilidades, valorar la validez de su estimación empleando métodos bayesianos capaces de indicarle el grado de probabilidad de que sus suposiciones resultasen ciertas, e ir añadiendo después nuevas pistas a medida que fuera disponiendo de ellas. Si funcionaba, podría identificar la disposición de dos o tres de los rotores de la máquina Enigma y reducir el número de ajustes de los discos del emisor que se hacía preciso verificar con los bombes —disminuyendo de trescientas treinta y seis a dieciocho las posibilidades a comprobar—. En una época en que cada hora que pudiera ganarse resultaba crucial, la diferencia podía contribuir a salvar muchas vidas.

Turing y el personal auxiliar que le rodeaba, cuyo número empezaba a aumentar poco a poco, comenzaron a peinar los informes de inteligencia a fin de reunir un conjunto de «chuletas» —pues ése era el particular término que empleaban los profesionales de Bletchley para referirse a las palabras alemanas que según sus predicciones debían figurar en el «texto simple», esto es, en el mensaje original sin codificar—. Las primeras chuletas se obtendrían principalmente de los informes meteorológicos alemanes, dado que estaban normalizados y que solían repetir muy a menudo expresiones como «Pronóstico nocturno», «Situación en la zona oriental del Canal de la Mancha» o, como acostumbraba a radiar un bendito insensato noche tras noche, «Balizas iluminadas según lo ordenado». Los informes que los meteorólogos británicos les proporcionaban respecto al tiempo previsto en la zona del Canal de la Mancha venían a ofrecer nuevas pistas. El hecho de saber cuáles eran las combinaciones de letras más frecuentes de las palabras alemanas también ayudaría a los criptógrafos. En una ocasión, un prisionero de guerra les informó de que la armada alemana escribía los números en letras, lo que permitiría a Turing comprender que la voz ein —equivalente a «uno» (como numeral), o a «un» o «una» (como artículo indefinido)— aparecía en el noventa por ciento de los mensajes enviados con la máquina Enigma. Los estudiosos de Bletchley Park catalogarían a mano diecisiete mil formas de codificar la palabra ein, construyéndose incluso una máquina especial para detectar su presencia.

Con una genial intuición que le llevaría a realizar un avance fundamental, Turing se percató de que no podía sistematizar sus corazonadas ni comparar sus respectivas probabilidades sin disponer de una unidad de medida. Dio a esa unidad el nombre de «ban», en alusión a la primera sílaba de «banburismo», definiéndola como «el más pequeño cambio en la ponderación de las pruebas que resulta directamente perceptible para el entendimiento humano».[4.13] Un ban implicaba que una determinada conjetura tenía diez probabilidades contra una de revelarse cierta, aunque por regla general Turing solía enfrentarse a cantidades mucho menores, es decir, a decibanes e incluso a centibanes. El ban venía a ser prácticamente lo mismo que el bit, la unidad de información que Claude Shannon acababa de descubrir aproximadamente por la misma época en los Laboratorios de la Compañía Telefónica Bell empleando la regla de Bayes. Esta unidad de medida de la creencia ideada por Turing, junto con el marco matemático que venía a justificarla, ha solido considerarse su mayor contribución intelectual a la defensa de Gran Bretaña.

Para valorar la probabilidad de una conjetura en aquellos casos en que la información se iba presentando de forma fragmentaria y poco sistemática, Turing utilizaría los bans para distinguir entre dos o más hipótesis secuenciales. Sería por tanto uno de los primeros en desarrollar el método que acabaría denominándose «análisis secuencial». Turing empleaba los bans para cuantificar el grado de información que se necesitaba para resolver un particular problema, de manera que en lugar de tener que decidir cuántas observaciones se hacía preciso efectuar pudiera determinar con antelación el volumen de pruebas que necesitaba, deteniéndose tan pronto como alcanzara a conseguirlo.

Los bans implicaban la utilización de un sistema manual, realizado con lápiz y papel, muy alejado de los modernos cálculos informatizados de carácter bayesiano. Los bans venían a automatizar el tipo de conjeturas subjetivas que Émile Borel, Frank Ramsey y Bruno de Finetti habían tratado de validar durante la avalancha de críticas que hubo de sufrir el teorema de Bayes en el transcurso de las décadas de 1920 y 1930. Utilizando la regla de Bayes y los bans, Turing comenzó a calcular el valor que arrojaba la credibilidad de varias clases de corazonadas y a compilar tablas de referencia de bans a fin de que los distintos técnicos de Bletchley Park pudieran estudiarlas. Lo que estaba empleando era una técnica de fundamento estadístico, de manera que no obtenía con ella certezas absolutas, pero cuando conseguía que las probabilidades de una hipótesis se situaran en cincuenta contra una, los criptoanalistas podían estar casi seguros de haber dado en el clavo. Cada ban lograba que una hipótesis resultara diez veces más probable.

Un criptógrafo de primera línea de nuestros días explica del siguiente modo el razonamiento de Turing: «Cuando uno trabaja día tras día, año tras año, debe establecer, con la mejor estimación posible, cuáles son los elementos que a su juicio tienen mayores probabilidades de acabar siendo descifrados dados los recursos disponibles. Es muy posible que uno se encuentre frente a demasiadas opciones, de modo que hay que elegir las conjeturas que admitan una más fácil comprobación. A cada paso se ve uno en la obligación de apostar por una u otra posibilidad […] Unas veces optamos simplemente por aproximarnos, pero otras disponemos de unas cifras exactas y correctas, así como de la fórmula precisa y de los números que hacen al caso, todo lo cual facilita el análisis de los decibanes».[4.14]

Para ser puesto en práctica, el banburismo exigía la utilización de unas tiras de cartón muy finas, de metro y medio o dos metros de largo e impresas en Banbury. El personal dedicado a la decodificación buscaba entonces repeticiones y coincidencias, haciendo que las técnicos del Wrens —esto es, de la Sección Femenina de la Marina Real británica—[4.ii] pasaran a perforar manualmente en una hoja de Banbury todos y cada uno de los mensajes interceptados, letra por letra. Después deslizaban una de las bandas perforadas encima de otra a fin de poder comparar dos mensajes cualesquiera. Y cuando la superposición de las dos tiras de cartón de Banbury hacía coincidir exactamente una importante cantidad de orificios —que representaban las distintas letras— se registraba el número de repeticiones obtenidas.

Así lo explicará más tarde Patrick Mahon, una de las personas que habían trabajado durante la guerra en el banburismo, al escribir la historia secreta de Bletchley Park: «Si, por casualidad, los dos mensajes mostraban un contenido idéntico en cuatro, seis, ocho o más letras […] dábamos a esa coincidencia entre los textos cifrados el nombre de “ajuste”».

«El juego del banburismo nos obligaba a reunir un gran número de fragmentos de información probabilística, un poco al modo en que habrían de reconstruirse algún tiempo después las secuencias de ADN», observará posteriormente I. J. Good, apodado «Jack», uno de los estadísticos que ayudaban a Turing.[4.15] Good, que era hijo de un relojero judío de la Rusia zarista, había estudiado ciencias exactas en Cambridge. Tras aguardar un año a obtener un puesto en el Ministerio de Defensa, sería finalmente contratado en Bletchley Park debido a sus sobresalientes cualidades como jugador de ajedrez. Good consideraba que «el juego del banburismo resultaba entretenido, ya que no podía considerárselo fácil, y por consiguiente banal, pero tampoco excesivamente difícil —al menos no lo suficiente como para provocarnos un ataque de nervios—».[4.16] La aplicación de la regla de Bayes a la criptografía se estaba haciendo de manera completamente natural, puesto que resultaba sumamente útil para establecer las apuestas en todos aquellos casos en que se imponía la necesidad de establecer conjeturas a priori y de tomar decisiones marcadas por la escasez de tiempo disponible o por la urgencia de minimizar los costes.

Turing estaba desarrollando una especie de sistema bayesiano de cosecha propia. El descubrimiento de la disposición de los rotores con los que una máquina Enigma había codificado un determinado mensaje constituía un problema clásico de la probabilidad inversa de las causas. Nadie conoce con seguridad dónde pudo topar Turing con el teorema de Bayes, si lo redescubrió independientemente por sí mismo o si lo adaptó tras haber escuchado algún comentario relacionado con Jeffreys, el profesor de Cambridge que había defendido la regla de Bayes en solitario antes de la guerra. Todo cuanto sabemos a ciencia cierta es que tanto Turing como Good habían estudiado exactas, no estadística, de modo que ninguno de ellos había sido emponzoñado por la actitud de los antibayesianos —al menos no hasta el punto de indisponerles contra el teorema.

Sea como fuere, de lo que Turing hablaba en Bletchley Park era de los bans, no de Bayes.

En una ocasión Good le preguntó: «¿Me equivoco al pensar que lo que estás utilizando es, en esencia, el teorema de Bayes?».[4.17] A lo que Turing le respondió: «Pues sí…, supongo que estás en lo cierto». Good llegó así a la conclusión de que Turing tenía noticia de la existencia del teorema. Sin embargo, es muy posible que, en todo Bletchley Park, Turing y Good fueran los únicos que comprendieran que el banburismo tenía raíces bayesianas, y muy profundas.

Caminando un día por la ciudad de Londres, Good se encontró con un amigo, George A. Barnard, y contraviniendo claramente las estrictas órdenes recibidas, le señaló, según él mismo refiere, «que estábamos usando los factores de Bayes y sus logaritmos de forma secuencial a fin de discriminar el grado de verdad de dos hipótesis distintas, aunque evidentemente no mencioné el objeto al que estábamos aplicando dicho sistema. Barnard comentó que, curiosamente, en el Ministerio de Abastecimientos se estaba empleando un método similar para realizar los controles de calidad, aunque en este caso se tratara de distinguir la idoneidad de los diferentes lotes y no la adecuación de las hipótesis. Se trataba realmente del mismo método, puesto que la selección de un lote podía considerarse equiparable a la aceptación de una hipótesis».[4.18] El análisis secuencial difería de las comprobaciones fundadas en la frecuencia, dado que en éstas el número de elementos sometidos a prueba resultaba ser una cantidad fijada desde el principio. En el análisis secuencial las cosas eran distintas, ya que una vez que la realización de un conjunto de pruebas u observaciones venía a determinar sólidamente que una caja de raciones de campaña o de munición para ametralladora, pongamos por caso, era apta, o por el contrario, debía desecharse, el analista podía pasar a ocuparse ya del siguiente bulto. Esto permitía reducir prácticamente a la mitad el número de comprobaciones precisas, y además la utilización de los logaritmos simplificaba enormemente los cálculos, puesto que gracias a ellos se podían reemplazar las multiplicaciones por sumas. Por regla general se atribuye a Abraham Wald, de la Universidad de Columbia, el descubrimiento del análisis secuencial aplicado a la comprobación de los suministros de municiones en los Estados Unidos —dado que él mismo habría de emplearlo para ese fin en un período posterior de la guerra—. Sin embargo, Good llegaría a la conclusión de que Turing había sido el primero en utilizar dicho método y de que eran por consiguiente Turing, Wald y Barnard quienes merecían que se reconociera tanto su hallazgo como su aplicación. Curiosamente, acabada la contienda, Barnard se convertiría en un destacado estudioso antibayesiano.

En mayo de 1940 Turing estaba consiguiendo progresos notables, cuando, de pronto, cayó sobre él un sombrío abatimiento. Contaba tanto con la teoría como con el método precisos para descifrar los códigos de la máquina Enigma, pero seguía sin poder leer los mensajes de los submarinos alemanes. Los nazis estaban construyendo más naves de ese tipo, y el almirante Karl Doenitz había formado letales grupos de submarinos de caza, diseminándolos por toda la región septentrional atlántica. Cuando un submarino avistaba un convoy lo primero que hacía era enviar un mensaje por radio al resto de los sumergibles. En el transcurso de los cuarenta primeros meses de la guerra, los submarinos habían logrado hundir dos mil ciento setenta y siete buques mercantes, echando a pique un total de un millón de toneladas de material —pérdidas que superaban con mucho a las producidas no sólo por la aviación, las minas y los barcos de guerra germanos, sino también a las derivadas de otras causas.

Si los británicos querían encontrarse en condiciones de enviar convoyes de suministros capaces de esquivar la acción de los submarinos alemanes, Turing necesitaba más información. Tenía que consultar alguno de los libros de códigos que utilizaban los operadores de las máquinas Enigma de los submarinos antes de emitir un mensaje cifrado. Uno de los factores que determinaban que el código de las máquinas Enigma resultara tan difícil de descifrar era el hecho de que el operador codificara doblemente el grupo de tres letras que encabezaba todos los mensajes y que indicaba las posiciones de partida de los tres rotores de la máquina Enigma. El operador cifraba dos veces esas tres letras: la primera de forma mecánica, con su máquina Enigma, y la segunda de manera manual, seleccionando uno de los nueve conjuntos de tablas incluidos en el libro de códigos que se entregaba a cada submarino. El operador conocía la tabla que debía emplear cada día consultando el calendario que acompañaba a las tablas. Si un submarino sufría un ataque, la tripulación tenía órdenes estrictas de destruir las tablas, bien antes de abandonar la nave, bien al constatar que el enemigo estaba a punto de subir a bordo.

Poco después de que se declarara la guerra, y con una brillantísima deducción, Turing había comprendido el funcionamiento de este doble sistema de cifrado, pero necesitaba contar con un ejemplar del libro de códigos para conseguir que el sistema del banburismo funcionara. Las máquinas Enigma disponían de tantas variaciones posibles que los métodos de prueba y error resultaban inútiles. Había que «pillar» un libro de códigos, por emplear la expresión que utilizaba el propio Turing. Sin embargo, la espera iba a prolongarse por espacio de diez enervantes meses.

Al saberse que Turing necesitaba desesperadamente que la armada británica le consiguiese un libro de códigos, la moral de la Escuela Gubernamental de Codificación Cifrado se vino abajo. En esa época, Alastair G. Denniston, jefe de dicha Escuela, llegaría a decirle a Birch: «¿Sabe usted una cosa? Los alemanes no tienen intención de permitir que ustedes lean sus documentos, así que no espero que lo logren jamás».[4.19]

En esas circunstancias, estallaron largas y agrias discusiones sobre si debían construirse más bombes o no, y en caso afirmativo, cuántos. En agosto del año 1940, Birch deja constancia de lo siguiente: «Turing y Twinn son como esas personas que aguardan un milagro, pese a no creer en los milagros […] Turing ha afirmado categóricamente estar seguro de que si pudiera contar con diez aparatos [es decir, diez bombes] lograría descifrar el código de las máquinas Enigma y no volver ya a dejarse embarullar nunca más por ellas. Pues bien, ¿cómo es que no disponemos aún de esas diez máquinas?».[4.20]

Un poco más tarde, ese mismo mes, llegaba a Bletchley Park un segundo bombe al que se le habían incorporado las mejoras concebidas por Welchman, pero la lucha por la obtención de nuevos bombes proseguiría a lo largo de todo el año 1940. Birch se quejó no sólo de que la armada británica no estuviera recibiendo el número de bombes que le correspondían en buena ley, sino de que «no pareciera probable que se los fueran a entregar». «Se ha argumentado», proseguiría, «que la fabricación de un elevado número de bombes costaría muchísimo dinero, precisándose además, para el empeño, de un abundante personal cualificado y de la dedicación de un gran volumen de horas de trabajo, por no mencionar el hecho de que se requeriría igualmente un suministro eléctrico superior a todo cuanto está en nuestra mano proporcionar actualmente en este establecimiento. Pues bien, se trata de una cuestión muy simple. Sume todas las dificultades y compare el resultado con la importancia que tiene para la nación la posibilidad de descifrar los actuales códigos de las máquinas Enigma.»[4.21]

Para apoderarse de un libro de códigos, el capitán de corbeta Ian Fleming —que andando el tiempo habría de ser el creador de James Bond pero que en esos años servía como ayudante del jefe de la Dirección de la Inteligencia Naval británica— elaboraría la llamada «Operación Inflexible». El plan concebido era digno del espía que él mismo habría de lanzar a la fama durante la posguerra. La idea de los británicos consistía en dotar a un avión alemán capturado en combate de una tripulación en la que figurara «una persona que hablase perfectamente la lengua alemana» (y esa persona habría de ser el propio Fleming, que había estudiado dicho idioma en Austria durante su juventud).[4.22] Después, la aeronave fingiría estrellarse en las aguas del Canal de la Mancha a fin de ser rescatada por un buque nazi. Una vez a bordo, los falsos germanos tomarían el control del barco, poniendo rumbo a Inglaterra con todo el equipo asociado con las máquinas Enigma y llevándoselo directamente a Turing. La aventura sería minuciosamente planeada, pero terminaría cancelándose, de modo que Turing y Twinn se presentaron ante Birch con el aspecto «de dos empresarios de pompas fúnebres a quienes se les hubiese hurtado el disfrute de un magnífico cadáver […] y sudando la gota gorda a causa de la angustia».[4.23] En lugar del intrépido plan, lo que sucedió fue que los británicos lograron incautarse de todos los documentos y los papeles —con fragmentos de pistas relacionadas con el contenido de los importantísimos libros de código— encontrados a bordo de dos buques meteorológicos capturados frente a las costas de Islandia. Además, la incursión de un comando de choque específicamente organizado para ayudar a Turing permitió requisar nuevo material en un pesquero fuertemente armado que navegaba a pocas millas de la costa noruega. Con estas pistas, Turing inició la tarea de tratar de deducir el contenido de los cruciales libros de código.

Cuando se produjeron los acontecimientos de la gloriosa jornada del 27 de mayo de 1941, fecha en la que los británicos consiguieron hundir el Bismarck —el mayor buque de guerra de la época—, el grupo de Turing estaba empezando a decodificar ya las claves navales alemanas. En el mes de junio, y tomando como base la información procedente de diversas pistas, Turing lograría reconstruir los libros de código, de modo que, por vez primera, Bletchley Park quedó facultado para interpretar correctamente los mensajes que se enviaban unos a otros los submarinos de las patrullas alfa de la marina germana antes de que hubiera transcurrido una hora desde su interceptación. Al final, los británicos conseguirían trazar nuevas rutas para sus convoyes, eludiendo a los submarinos y permitiendo que sus buques llegaran sanos y salvos al puerto previsto. Durante veintitrés benditos días del mes de junio de 1941 —época en la que Gran Bretaña todavía se veía obligada a combatir en solitario— no se registraría ningún ataque a los convoyes que recorrían el Atlántico Norte.

Para entonces, Bletchley Park ya tenía a Turing cariñosamente catalogado como a un genio extravagante, pese a que algunas de sus poco convencionales actitudes pudieran considerarse sensatas desde el punto de vista práctico. Solía llevar una máscara de gas mientras se dirigía en bici al trabajo para evitar las consecuencias de la alergia al polen que acostumbraba a padecer todos los meses de junio. Y para poder seguir utilizando la cadena rota de su bicicleta se dedicaba a contar las pedaladas y a ejecutar una curiosa maniobra cada diecisiete giros de las bielas. Lo cierto es que había por entonces una gran escasez de piezas de bicicleta, y además le gustaba identificar pautas repetitivas en todo cuanto hacía, ya que no en vano era su trabajo.

Al llegar el otoño del año 1941, el banburismo volvió a quedar parcialmente empantanado, al encontrarse los encargados de hacerlo progresar con una aguda falta de mecanógrafas y ayudantes de oficina, conocidas por lo demás con el nombre de «fuerza femenina». Para hacer frente al problema, Turing y otros tres profesionales de la decodificación optarían por un enfoque drástico, aunque no demasiado ortodoxo. El 21 de octubre enviaban un escrito directamente a Churchill en el que lanzaban el siguiente llamamiento: «De no intervenir usted, nos veremos obligados a perder toda esperanza de conseguir en breve algún avance». Es probable que Welchman redactara el borrador de la carta, pero sería Turing quien encabezara el apartado de las rúbricas, seguido del propio Welchman, de su mutuo colega Hugh Alexander, y de P. Stuart Milner-Barry, un licenciado en exactas por la Universidad de Cambridge que era asimismo el responsable de la sección ajedrecística del periódico The Times. Milner-Barry tomó un tren en dirección a Londres, llamó a un taxi, e «imbuido de un sentimiento de absoluta incredulidad (“no puedo creer que esto esté sucediendo de verdad”) pidió al chófer que le condujera al número diez de la calle Downing». Una vez allí convenció a un general de brigada y consiguió que éste accediera a entregar personalmente la carta al primer ministro, resaltando que se trataba de un asunto excesivamente urgente.

Churchill, que ya había visitado Bletchley Park en una ocasión, había sido informado poco antes de que Gran Bretaña se estaba quedando sin provisiones y sin pertrechos de guerra. Envió inmediatamente un memorando al jefe de su gabinete con las siguientes palabras: «A realizar este mismo día: asegúrese de que se les proporciona todo cuanto necesiten, con la máxima prioridad e infórmeme de que se ha hecho efectivamente así».[4.24] Turing y sus compañeros no obtuvieron ninguna respuesta directa, pero se percataron de que el trabajo se realizaba con mayor fluidez, de que la construcción de los bombes se aceleraba y de que el personal que precisaban comenzaba a presentarse a intervalos más breves.

Por la misma época en que los profesionales de Bletchley Park empezaban a reventar el código de las máquinas Enigma, esto es, en junio del año 1941, Hitler invadía Rusia con las dos terceras partes de sus efectivos y lanzaba un despiadado bombardeo sobre Moscú. Nada más iniciarse la campaña, Andréi Kolmogórov, el más eminente matemático de toda Rusia, fue evacuado a una zona segura del este del país, a la ciudad de Kazán, junto con el resto de los miembros de la Academia de las Ciencias rusa. Poco después, el alto mando de la artillería soviética, todavía noqueado a causa de las generalizadas incursiones de bombardeo aéreo nazi, llamó a consultas a Kolmogórov, instándole a regresar a la capital. En el caótico ambiente reinante en Moscú, el matemático recibiría por todo alojamiento un sofá, al menos durante un tiempo.

En un país caracterizado por idolatrar a sus élites intelectuales, Kolmogórov gozaba de una amplísima fama. Al enterarse la esposa de un profesor universitario de que el gran hombre estaba a punto de presentarse en su domicilio, comenzó a limpiar frenéticamente la casa y a preparar sus mejores recetas en la cocina. Al preguntarle una de las sirvientas a qué se debía todo aquel revuelo, el ama de casa le dijo: «¿Cómo se lo explicaría yo? Limítese a imaginar que nos viniera a hacer una visita el mismísimo zar».[4.25] La leyenda de Kolmogórov había arrancado con el ejemplo de su madre, una mujer independiente de «elevados ideales sociales» que había decidido no contraer matrimonio y que había muerto al dar a luz. Andréi sería criado por sus dos hermanas, las cuales se las arreglarían para organizar una minúscula escuela para él y sus amigos, publicando además un boletín en el que daban a conocer algunos de los problemillas matemáticos que concebía el muchachito, como, por ejemplo, éste: «¿De cuántas maneras distintas puede coserse un botón de cuatro agujeros?».[4.26] A la edad de diecinueve años, y siendo ya alumno de la Universidad Estatal de Moscú, Kolmogórov optaría por eludir los exámenes finales de las catorce materias que cursaba redactando catorce trabajos de investigación originales. Le enorgullecía más el hecho de haber dado clases en el colegio para pagarse los estudios y poder llegar a la universidad que el de haber recibido todos los premios que habían ido otorgándosele sucesivamente. Siendo ya mayor impartiría su enseñanza desinteresadamente en una escuela para niños de reconocido talento, iniciándolos en los rudimentos de la literatura, la música y las ciencias naturales.

Kolmogórov terminaría convirtiéndose en la mayor autoridad mundial en el campo de la teoría probabilística. En el año 1933 demostraría que la probabilidad es de hecho una rama de las matemáticas, puesto que se funda en un conjunto de axiomas básicos que sitúan su raíz muy lejos de los indecorosos orígenes que la asociaban con el juego. El carácter del enfoque de Kolmogórov era de una índole tan fundamental que en lo sucesivo todos los matemáticos, ya profesaran el frecuentismo o se adscribieran a la teoría bayesiana, se sentirían legitimados para utilizar la probabilística. El propio Kolmogórov habría de abrazar el enfoque frecuentista.

Pero volvamos al momento en que Kolmogórov regresa a Moscú para responder a los generales. Éstos comenzaron a preguntarle sobre las posibilidades de emplear la regla de Bayes para perforar la cortina de fuego alemana. La artillería rusa, al igual que la francesa, había recurrido durante años a unas tablas bayesianas para definir su cadencia de tiro, pero los generales tenían opiniones encontradas en relación con un extremo un tanto misterioso vinculado con la forma de apuntar las armas. Querían conocer el parecer de Kolmogórov.

«Estrictamente hablando», dijo el aludido a los militares, el hecho de iniciar los análisis con unas probabilidades bayesianas a priori del cincuenta por ciento, repartidas a partes iguales entre las dos hipótesis consideradas, no resulta «únicamente arbitrario, sino también, y casi con toda seguridad, erróneo, puesto que ese planteamiento contradice las exigencias fundamentales de la teoría de la probabilidad».[4.27] Sin embargo, hallándose el enemigo alemán a las puertas de Moscú, Kolmogórov quedó embargado por la sensación de no tener más remedio que empezar con a priori iguales. Mostrándose de acuerdo con la versión del teorema de Bayes que había formulado Joseph Bertrand tras reformar en profundidad la regla original, Kolmogórov dijo a los generales que debían comenzar con unas probabilidades iguales del cincuenta por ciento siempre que se dispusieran a disparar descargas repetidas sobre una zona de reducidas dimensiones. Y dado que en ocasiones se obtenían mejores resultados disparando al azar que apuntando a un blanco preciso, los cañones de una batería artillera debían moverse ligeramente y apuntar un poco más allá del punto de impacto previsto, un tanto a la manera en que lo hace el cazador que, disponiéndose a abatir una bandada de pájaros en fuga, opta por utilizar perdigones para dispersar aún más el alcance de sus tiros.

En ese mismo otoño del cuarenta y uno, Kolmogórov daría un curso bélico sobre dispersión de ráfagas de artillería en la Universidad Estatal de Moscú, haciendo además que la clase fuese de asistencia obligatoria para los alumnos que desearan especializarse en probabilística. Sorprendentemente, el 15 de septiembre de ese mismo año, tres meses después de que se iniciara la invasión alemana de Rusia, Kolmogórov enviaba su teoría sobre la capacidad de fuego de la artillería a una revista con idea de publicarla. El artículo era de una índole tan matemática y teorética que los censores rusos, al no comprender que podría resultar tan útil para los alemanes como para los rusos, permitieron que saliera impreso en el año 1942. Por fortuna, el enemigo entendió tan poco la teoría como los censores. Tras la guerra, Kolmogórov daría a la imprenta otros dos problemas prácticos sobre las maniobras artilleras bayesianas que todavía se siguen publicando en la actualidad —traducidos al inglés— al objeto de que las autoridades militares puedan estudiarlas. Años más tarde, un general de artillería ruso recordaría que, en los tiempos de la invasión alemana, Kolmogórov había hecho «muchas cosas que se revelaron de gran utilidad, cosa que no hemos olvidado, así que le apreciamos mucho».[4.28]

Poco después de que Alemania atacara a Rusia, los puestos de escucha radiofónica británicos interceptarían un nuevo tipo de mensaje militar nazi. Los analistas de Bletchley Park pensaban que procedía de un radioteletipo, y estaban en lo cierto. Los alemanes estaban codificando y decodificando a la velocidad de un mecanógrafo. Los nuevos aparatos de Lorenz y sus distintos códigos ultrasecretos eran mucho más complejos desde el punto de vista técnico que las máquinas Enigma, que habían sido fabricadas con miras comerciales en la década de 1920. El alto mando de Berlín confiaba en la eficacia de estos nuevos códigos para transmitir las órdenes estratégicas de máximo nivel a los generales de división de los ejércitos nazis, dispersos por toda Europa. Los mensajes eran tan importantes que el propio Hitler llegaría a firmar algunos de ellos.

Tras asignar a las nuevas máquinas de Lorenz el nombre en clave de Tunny, o «Atunes», un equipo de destacados matemáticos británicos dio comienzo a una desesperada pugna que habría de prolongarse por espacio de un año entero. Recurrirían a la regla de Bayes, a la lógica, a la estadística, al álgebra booleana y a la electrónica. También comenzaron a trabajar en el diseño y la construcción de un «Coloso», del que habrían de fabricarse poco después otros nueve ejemplares más, siendo todos ellos los primeros ordenadores electrónicos digitales de gran capacidad jamás creados en el mundo.

Al empezar a trabajar Good y sus compañeros en los códigos alemanes valiéndose de los Atunes de Lorenz, decidieron incluir en el método el sistema de cómputo bayesiano que había ideado Turing, junto con las unidades fundamentales que los caracterizaban: los bans, los decibans y los centibans. Utilizaron el teorema de Bayes y un amplio abanico de a priori: a priori reales y a priori impropios; a priori que representaban lo que ya había logrado descifrarse previamente y a priori que no siempre denotaban algo conocido; empleando además, y en distintas ocasiones, tanto los a priori uniformes de Thomas Bayes como los a priori desiguales de Laplace. En julio del año 1942, Turing inventaría un método de fuerte inspiración bayesiana conocido con el nombre de «turingería» o «turingismo» con el que trataría de deducir la pauta asignable a las posiciones de las levas situadas alrededor de los rotores de los Atunes de Lorenz. El turingismo era un método que precisaba de lápiz y papel, de modo que «participaba más de lo artístico que de lo matemático […]. Circunstancia que [le obligaba a uno a fiarse] de sus más viscerales intuiciones» —o así lo describiría William T. Tutte, uno de los operadores de este sistema turingista—.[4.29] El primer paso consistía en aventurar una conjetura para suponer a continuación, según había sugerido Bayes, que dicha conjetura tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de resultar correcta. Después se iban añadiendo pistas y más pistas, unas correctas y otras erróneas, para de ese modo, «con paciencia, un poco de suerte, mucho trabajo y la realización de un gran número de ciclos analíticos, repetidos una y otra vez», conseguir que emergiera finalmente el texto simple. Cuando las posibilidades de que la conjetura fuese cierta se situaban en cincuenta contra una se consideraba que los ajustes de un determinado par de rotores eran los correctos.[4.30]

Japón atacó las bases estadounidenses de Pearl Harbor el 7 de diciembre del año 1941, es decir, por la misma época en que los analistas de Bletchley Park trabajaban en la determinación de las posiciones de los rotores de los Atunes y en que Rusia se esforzaba en resistir la embestida alemana. La dificultad de la tarea de llevar suministros y pertrechos a Gran Bretaña se incrementó de manera inmediata, ya que al trasladarse rápidamente al Océano Pacífico los buques estadounidenses que hasta entonces habían estado brindando protección a los convoyes que aprovisionaban Gran Bretaña, los alemanes pasaron a ocupar prontamente su lugar en las rutas marítimas que bordean la costa oriental de Norteamérica, colocando quince submarinos en la zona. Como los convoyes cargados de carne argentina y de aceite caribeño navegaban bordeando el litoral, los submarinos alemanes podían ver su silueta, ya que ésta se recortaba por la noche sobre el iluminado telón de fondo de las luces costeras, dándose además la circunstancia de que las poblaciones de la región, dependientes del turismo, se negaban a reducir su intensidad. Los carteles luminosos de Miami, por ejemplo, se extendían a lo largo de una franja de diecinueve kilómetros, convirtiéndolos en un tramo letal para los barcos, dado que los submarinos nazis, agazapados en posición de espera y a profundidad de periscopio, no dejarían de causar estragos durante tres largos meses, hasta que el ejército estadounidense ordenó que se apagaran las luces de la costa al atardecer.

Además, y para empeorar las cosas, los submarinos alemanes que operaban en el Atlántico añadieron un cuarto rotor a las máquinas Enigma que utilizaban, dejando así empantanados a los bombes de Turing y de Welchman. Durante buena parte del año 1942 ni Turing ni sus colaboradores lograrían decodificar un solo mensaje radiado de los submarinos germanos. Bletchley Park daría a este período el nombre de «Gran Apagón». Durante cuatro meses, los sumergibles alemanes camparon a sus anchas por todo el Atlántico, puesto que sólo entre agosto y septiembre lograrían hundir cuarenta y tres buques aliados. Por término medio, los barcos estadounidenses alcanzaban a cruzar tres veces el Atlántico y regresar a su base portuaria, dado que, según las estadísticas, al cuarto intento sucumbían a la acción de los submarinos.

Por último, en diciembre del año 1942, tres jóvenes miembros de la tripulación de un buque británico, el teniente Anthony Fasson, el marinero de primera Colin Grazier, y un joven llamado Tommy Brown, se lanzaron al agua para alcanzar a nado los restos de un submarino nazi antes de que éste terminara de irse a pique frente a las costas de Egipto a fin de hacerse con el vital libro de códigos y sus tablas de claves. Fasson y Grazier perecieron en el intento, pero Brown, un ayudante de cantina de dieciséis años de edad, logró sobrevivir y entregar las tablas a sus superiores. De este modo se conseguía al fin que el sistema banburista trabajase con plena operatividad. Pocas horas después de recibirse las tablas en Bletchley Park, los mensajes de los submarinos que patrullaban el Atlántico podían quedar ya decodificados, modificándose en consecuencia las rutas de todos los convoyes.

Sin embargo, el mes anterior a los mencionados sucesos había constituido el período más peligroso de toda la guerra para la navegación aliada, pese a lo cual Turing se embarcaría rumbo a los Estados Unidos en el Queen Elizabeth, un barco muy veloz que navegaba sin escolta militar. Una autorización salida directamente de la Casa Blanca permitiría que Turing actuara como enlace entre Bletchley Park y la armada estadounidense. Ya antes de Pearl Harbor habían estado los británicos poniendo a los estadounidenses al corriente del funcionamiento general de las máquinas Enigma, pero ahora Turing debía transmitir a los oficiales militares de los Estados Unidos todo lo que se había averiguado a fin de que la potencia norteamericana acelerara la producción de bombes. Resulta sorprendente que los británicos planearan su viaje de forma notablemente descuidada. Turing se presentaría en los Estados Unidos con unos documentos de identidad inadecuados, de modo que las autoridades de inmigración estadounidenses estuvieron a punto de confinarle en la isla de Ellis. Además, nadie le había informado de si podía o no hablar con los estadounidenses acerca de la decodificación de los Atunes de Lorenz, mientras que sus anfitriones, por su parte, no tenían noticia de que él esperara tener pleno acceso a las investigaciones que los Estados Unidos estaban realizando en el ámbito de la codificación de voz. Con todo, durante su estancia en Norteamérica Turing conseguiría celebrar varias reuniones de alto nivel, tanto en Dayton, Ohio, como en Washington y Nueva York.

Turing pasaría al menos una tarde en Dayton, ciudad en la que la Caja Nacional del Registro Mercantil planeaba fabricar trescientos treinta y seis bombes. Quedó consternado al descubrir que la armada estadounidense hacía caso omiso del sistema del banburismo y de su capacidad para optimizar la utilización de los bombes. Los estadounidenses no parecían interesarse en absoluto en las máquinas Enigma, salvo en lo tocante a la obligación contraída de producir bombes con los que descifrar sus mensajes.

En Washington, Turing intercambiaría información sobre los métodos y los bombes de Bletchley Park con los criptógrafos de la marina estadounidense. De acuerdo con los pactos establecidos, los Estados Unidos debían concentrarse en los códigos y las claves de la armada japonesa mientras que los británicos se comprometían a trabajar en las máquinas Enigma. Bletchley Park ya había enviado a los estadounidenses un detallado informe técnico de sus trabajos, pero una criptógrafa civil de la marina estadounidense, Agnes Meyer Driscoll, había dado carpetazo a la documentación, relegándola al olvido. Esta criptógrafa ya había descifrado un gran número de códigos y claves japonesas antes de la guerra, y se había forjado un conjunto de nociones propias y equivocadas respecto a la forma más adecuada de resolver el problema que planteaban las máquinas Enigma de la armada germana. Además, es posible que los desarrollos matemáticos de Turing resultaran excesivamente técnicos para los estadounidenses. Al principio, Turing se sentiría alarmado al constatar que nadie parecía dispuesto a abordar las cuestiones matemáticas «con lápiz y papel» y trataría en vano de explicar el principio general de que la confirmación de las inferencias sugeridas por una hipótesis podía determinar que la propia hipótesis resultara más probable.[4.31] No obstante, más tarde conseguiría aliviar parcialmente su angustia al reunirse con distintos matemáticos estadounidenses versados en criptografía.

Tras su paso por Washington, Turing se dirigió a los Laboratorios Bell de Nueva York, reuniéndose periódicamente en esa ciudad con Claude Shannon para tomar el té de media tarde. Al igual que Kolmogórov y que el propio Turing, Shannon era un gran matemático y un pensador original que ya llevaba tiempo aplicando la regla de Bayes a una serie de proyectos bélicos. Sin embargo, lo que Turing y Shannon tenían en común no se limitaba al teorema de Bayes. Ambos eran personas tímidas y poco convencionales que sentían un profundo interés por la criptografía y las máquinas capaces de pensar. En su juventud, uno y otro habían escrito trabajos extraordinariamente influyentes en los que habían expuesto cuestiones relacionadas a un tiempo con las máquinas y las matemáticas. En su tesis para la obtención de la maestría en matemáticas, leída en la Universidad de Michigan, Shannon mostraba que se podían analizar los circuitos de relé de Edward C. Molina por medio del álgebra booleana. Tanto a Turing como a Shannon les gustaba andar en bici. Turing la utilizaba como medio de transporte y pretexto para hacer ejercicio, mientras que Shannon eludía las banales chácharas de oficina desplazándose en bicicleta por los pasillos de los Laboratorios Bell, llegando incluso, en algunas ocasiones, a hacer al mismo tiempo malabarismos con una serie de pelotas. A los dos hombres les agradaba diseñar aparatos. En el caso de Shannon, el pasatiempo se concretaba en la elaboración de los planos de unas máquinas un tanto extravagantes, como un ratón robótico que conseguía encontrar la forma de salir de un laberinto o un ordenador que funcionaba con números romanos. Tenía el garaje lleno de máquinas capaces de jugar al ajedrez. Una cosa le diferenciaba no obstante de Turing: me refiero al hecho de que Shannon disfrutaba de una cálida vida familiar. Su padre era un hombre de negocios, su madre desempeñaba el cargo de directora en un instituto, su hermana trabajaba como profesora de matemáticas, y su esposa le había dado tres hijos.

Cuando Turing se presentó en los Laboratorios Bell, la frontera criptográfica que se imponía conquistar de manera más inmediata era la vinculada con la posibilidad de construir una máquina capaz de permitir una comunicación oral codificada. Gran Bretaña y los Estados Unidos querían que sus mejores profesionales, Shannon y Turing entre otros, se pusieran a trabajar en ello. Shannon había comenzado ya a desarrollar un decodificador de voz denominado SigSaly. El nombre que se le había dado parecía salido de una ridícula canción infantil,[4.iii] pero al término de la guerra Franklin D. Roosevelt, Winston Churchill y sus más destacados generales, situados en ocho puntos distintos del planeta, podrían conferenciar juntos con la seguridad de que sus comunicaciones habrían de permanecer en el más estricto secreto. Al regresar a Gran Bretaña, y una vez convertida la cuestión de las máquinas Enigma de la armada alemana en un problema fundamentalmente administrativo, Turing pudo entregarse al estudio de las comunicaciones orales. Es muy probable que al reunirse para tomar el té, Turing y Shannon se dedicaran a conversar sobre el SigSaly.

Shannon también estaba trabajando en una teoría de la comunicación y la información, concentrándose en la forma de poder aplicarla a la criptografía. Con brillante deducción, Shannon comprendió que las interferencias de las líneas telefónicas y el principio de los mensajes codificados podían analizarse con un mismo método matemático. Un problema completaba el otro, puesto que el objetivo de la información consiste en reducir la incertidumbre mientras que el propósito de la codificación radica en incrementarla. Shannon empleaba distintos enfoques bayesianos para estudiar ambas cuestiones. Así nos explica él mismo su experiencia: «Los laboratorios Bell estaban trabajando en unos sistemas destinados a garantizar que los mensajes permanecieran secretos. Yo me atareaba en el examen de los sistemas de comunicación, de modo que me pidieron que formara parte de algunos de los comités dedicados al estudio de las técnicas criptoanalíticas. A partir del año 1941, aproximadamente, se produjeron avances simultáneos tanto en las labores relacionadas con la teoría matemática de las comunicaciones como en el campo de la criptografía. Yo tuve la oportunidad de trabajar a un tiempo en ambos proyectos, y lo cierto es que algunas de las ideas sobre una cuestión me venían a la mente mientras trabajaba en la otra. No podría decir que uno de los dos empeños se adelantara al otro, ya que lo cierto es que se hallaban tan íntimamente entrelazados que resultaba imposible separarlos».[4.32]

Los esfuerzos de Shannon acabarían fusionando las comunicaciones del telégrafo, el teléfono, la radio y la televisión en una única teoría matemática de la información que, grosso modo, venía a sostener lo siguiente: si la probabilidad a posteriori de una ecuación bayesiana es muy diferente de la probabilidad a priori es que se ha logrado adquirir un conocimiento nuevo; sin embargo, si el a posteriori es básicamente idéntico a la conjetura a priori, entonces el contenido de la información ha de considerarse pobre.

En este sentido, la comunicación y la criptografía constituían el reverso de una misma moneda. Shannon daría a las unidades logarítmicas concebidas para medir la información binaria el nombre de dibits, o bits —término que le sugerirían a un tiempo John W. Tukey, de los Laboratorios Bell, y varios profesionales de la Universidad de Princeton—. En un informe confidencial publicado en el año 1949, Shannon utilizaría el teorema de Bayes y la teoría que ideara Kolmogórov en el año 1933 para mostrar que en un sistema perfectamente secreto no se aprende nada porque el a priori y el a posteriori del teorema de Bayes son iguales. En el año 2007, los teóricos de la comunicación de los Laboratorios Bell seguían todavía desarrollando distintas ampliaciones de la teoría de Shannon y utilizando intensamente las técnicas bayesianas.

El 23 de marzo del año 1943, Turing embarcaba en el Empress of Scotland en la ciudad de Nueva York rumbo a Inglaterra. Durante los años de la guerra, Nueva York pasaría a convertirse en el mayor puerto del mundo, dado que sus malecones asistían a la llegada y a la partida de cincuenta buques diarios. Turing realizaría su viaje en un mes llamado a convertirse en el segundo período más peligroso de toda la guerra para la navegación aliada. La ofensiva de los submarinos alcanzaría su punto culminante en ese lapso de tiempo, hundiendo ciento ocho barcos aliados y no encajando sino la pérdida de catorce sumergibles. Alemania había logrado descifrar los códigos que empleaban los aliados para trazar las rutas de sus convoyes, y por otra parte las máquinas Enigma de cuatro rotores seguían dejando empantanados a los criptógrafos de Bletchley Park. Durante esa primavera se harían a la mar, diariamente, unos mil trescientos cincuenta buques mercantes, en su gran mayoría desarmados. Todos ellos recorrían la larga ruta marítima costera que se extendía desde el Brasil hasta la desembocadura del río San Lorenzo, para, una vez allí, formar convoyes e intentar cruzar el Atlántico. Sin embargo, los navíos de escolta aliados se concentraban en la protección de las columnas navales que transportaban tropas a Gran Bretaña con el fin de preparar la invasión de Europa, así que el barco de Turing sería uno de los ciento veinte buques rápidos obligados a realizar la travesía sin escolta. Con todo, la velocidad no constituía ninguna garantía de seguridad, ya que la semana anterior, los submarinos alemanes habían logrado echar a pique un barco gemelo a la Empress of Scotland. No obstante, y a pesar de que los británicos seguían sin poder descifrar los códigos de las máquinas Enigma de la armada alemana, Turing lograría llegar a Inglaterra sin sufrir ningún percance.

Resultaba evidente que los aliados no podían limitarse a eludir la acción de los submarinos germanos: tenían que localizarlos y destruirlos. Los sumergibles alemanes mantenían bloqueados los miles de buques, aviones y soldados aliados que se precisaban para proporcionar suministros a Gran Bretaña e invadir la Europa continental. La caza de los submarinos enemigos iba a volver a echar mano de la regla de Bayes en otra de las fases de la Batalla del Atlántico.

En aplicación de las técnicas científicas a la campaña contra los sumergibles nazis, el Ministerio británico del Aire formó un pequeño grupo de expertos con el objetivo de mejorar su eficacia operativa. La idea constituía una novedad, y los británicos decidieron asignarle el nombre de O. R. —siglas de «Operations (u Operational) Research»—. La estadística que habría de manejarse en este equipo acabaría revelándose bastante elemental, aunque quedaría marcada por el hecho de hallarse impregnada de ideas bayesianas.

El grupo de Investigación Operativa iba a concentrar sus esfuerzos en mejorar la eficacia de los ataques con torpedo, la navegación aérea y la formación en vuelo de los escuadrones aéreos dedicados a rastrear la presencia de submarinos. Según los informes del jefe del equipo de Investigación Operativa, el embriólogo Conrad H. Waddington —futuro especialista en biología del desarrollo—, el «método apriorístico» de Bayes habría de desempeñar «un papel muy amplio en nuestras indagaciones operativas».[4.33]

El trabajo más característico del grupo de Investigación Operativa consistiría en emplear la regla de Bayes para la resolución de un conjunto de problemas pequeños y detallados —fragmentos a su vez de incógnitas mayores—, como el número de aviones necesarios para ofrecer protección a un convoy, la duración de las giras operativas que debía realizar una tripulación dada, y la determinación de si una patrulla aérea tenía que apartarse o no de las pautas de vuelo previstas en los planes habituales. Al constatar el éxito del grupo de Investigación Operativa británico, el almirante Ernest King, comandante en jefe de la flota estadounidense, decidiría incorporar a su personal a cuarenta civiles especializados en física, química, matemática y estadística actuarial. Constituyó así un Grupo de Investigación Operativa para la Guerra contra los Submarinos encabezado por el físico Philip M. Morse, del Instituto Tecnológico de Massachusetts, y el químico George E. Kimball, de la Universidad de Columbia.

Los aliados habían establecido una cadena de estaciones de detección direccional de alta frecuencia por todo el perímetro atlántico. Gran parte del sistema así formado se consagraría a la captación de radio-mensajes codificados para transmitirlos después a los descifradores de claves que trabajaban tanto en los Estados Unidos como en Bletchley Park. Cuando se conseguía que seis o siete puestos de escucha interceptaran el mismo mensaje de un submarino específico, podía determinarse la posición de una de esas naves en el Atlántico y situarla en un radio de unos veinticinco mil kilómetros cuadrados. Esto daba a las patrullas aéreas una idea bastante aproximada de la zona que debían inspeccionar, aunque esos veinticinco mil kilómetros cuadrados no dejaran de representar un círculo de unos trescientos ochenta kilómetros de diámetro. Los aliados necesitaban contar con un método más eficaz para estrechar las dimensiones del espacio a investigar.

Al darse la circunstancia de que casi todos los aspectos relacionados con la búsqueda de un objetivo en mar abierto implicaban la asunción de incertidumbres y probabilidades, se decidió encargar al matemático Bernard Osgood Koopman, de la Universidad de Columbia, la tarea de encontrar un método viable para tal fin. Tras haberse graduado en Harvard en el año 1922, Koopman había estudiado probabilística en París y obtenido el doctorado en la Universidad de Columbia. Su sueño consistía en colmar el vacío que separaba la «probabilidad intuitiva de Bayes […], cuya naturaleza es subjetiva», de la probabilidad «puramente objetiva», y de base frecuentista, que acostumbraba a emplearse en la física cuántica y en la mecánica estadística.[4.34]

Hombre de carácter irascible y dotado de una brusca franqueza y de un ingenio mordaz, Koopman no veía razón alguna para andarse con miramientos en lo tocante al teorema de Bayes o los a priori bayesianos. Asumió desde el principio que estaba trabajando con probabilidades: «Todas y cada una de las operaciones que es preciso llevar a cabo en una investigación se hallan plagadas de incertidumbres; y el único modo de aprehender el problema en términos cuantitativos pasa por utilizar […] la probabilidad. Puede que esto presente hoy el aspecto de una obviedad, pero según parece han sido necesarios los descubrimientos asociados con la investigación operativa de la segunda guerra mundial para terminar de asimilar las implicaciones prácticas del asunto».[4.35]

Al entregarse a la búsqueda de un submarino en alta mar, lo primero que trató de averiguar Koopman fue la determinación probabilística de su posible rumbo. A sus ojos se trataba de un clásico problema bayesiano de «probabilidad de las causas». Resultaba evidente que iban a tener que emplearse las probabilidades a priori. Según habría de comentar él mismo, «ningún prospector de minas que se comporte racionalmente se dedicaría a buscar depósitos minerales en una determinada región a menos que un estudio geológico, o la experiencia de anteriores buscadores, le muestre que existe una probabilidad suficientemente elevada de encontrarlos». «La policía patrullará preferentemente aquellas localidades en las que se observe una elevada incidencia delictiva. Y los funcionarios de la salud pública saben con antelación cuáles son las fuentes de infección más probables, siendo por tanto esos puntos los primeros que vendrán a examinar.»[4.36]

Siguiendo el ejemplo de Thomas Bayes, Koopman comenzaría asignando directamente unas probabilidades iguales del cincuenta por ciento a la presencia de un submarino enemigo en el interior del círculo de trescientos ochenta kilómetros de diámetro que habían determinado las estaciones detectoras aliadas. Después procedía a añadir los datos más objetivos de que disponía, según lo que aconsejaba Jeffreys. A diferencia de Turing, Koopman podía acceder a la ingente cantidad de información detallada que el ejército había logrado acumular en relación con la guerra submarina.

Por desgracia, un sumergible podía detectar la presencia de un barco destructor mucho antes de que el sónar del buque alcanzase a señalar la silueta del sumergible. Muchos de los aviones estadounidenses carecían de limpiaparabrisas, de modo que los pilotos y los miembros de la tripulación tenían que observar la superficie del mar a través de unos cristales cubiertos de mugre y arañazos. «Nunca llegará a insistirse demasiado en la importancia de mantener las ventanillas limpias», advertía Koopman. Si una tripulación tenía la suerte de contar con unos prismáticos, los que se les entregaban no disponían sino de la óptica estándar de la marina, de siete por cincuenta —y borrosa en el mejor de los casos—. Además, si los miembros de la tripulación no variaban frecuentemente de posición en el interior de la nave a fin de minimizar la monotonía de la inspección, acababan perdiendo la concentración. Por añadidura, el mejor ángulo para realizar la observación se situaba por regla general tres o cuatro grados por debajo del horizonte. «Una forma burda pero funcional de hallar dicho punto» óptimo, afirmaba Koopman, «consiste en extender el brazo con el puño cerrado y situarlo dos o tres dedos por debajo de la línea del horizonte.»[4.37] En este sentido, solía asumir, para sus cálculos, que la eficacia de la mayoría de las tripulaciones de las aeronaves en sus observaciones era un setenta y cinco por ciento inferior a la de un vigía que operara en condiciones de laboratorio.

Koopman se planteó el siguiente problema práctico: ¿cómo podía hallar un oficial de la armada un submarino en un área de ciento noventa kilómetros de radio disponiendo de cuatro aviones, capaz de volar cada uno de ellos durante trescientos minutos a doscientos cuarenta kilómetros por hora y de examinar en ese tiempo cinco rutas marítimas de ocho kilómetros de anchura cada una? Pese a que fueran pocas las situaciones reales confiadas al examen de un grupo de Investigación Operativa que presentaran una complejidad de cálculo tan intrincada, Koopman encontraría la manera de responder a la interrogante por medios matemáticos valiéndose de las funciones logarítmicas. Sabiendo únicamente que tres de las cinco rutas marítimas tenían una posibilidad de éxito del diez por ciento, que las probabilidades de otra de ellas se situaban en el treinta por ciento y que las de la quinta se elevaban al cuarenta por ciento, Koopman podía poner en marcha el cálculo bayesiano. El oficial del puesto de vigilancia debía asignar dos aviones a la ruta del cuarenta por ciento y otros dos a la del treinta por ciento, dejando desprovistas de toda patrulla aérea las zonas con menores probabilidades. Realizaba estos cálculos a mano, ya que el problema que tenía no estribaba en los cálculos en sí, sino en la consecución de unos datos observacionales adecuados. Más tarde diría que, en este caso, los ordenadores habrían resultado irrelevantes.

Al aplicar sus teorías, Koopman redactó un grueso manual de fórmulas precalculadas para efectuar la búsqueda de un submarino. El esfuerzo que se precisaba realizar en cada uno de los subtramos del área explorada era igual al logaritmo de la probabilidad existente en ese punto. Las regiones que había que examinar no tenían por qué ser cuadradas ni circulares: podían mostrar contornos sinuosos e irregulares. Sin embargo, mediante la utilización de aquellas fórmulas, Koopman quedaba en situación de decirle a un comandante cuántas horas de búsqueda debía dedicar a cada una de esas zonas de perfil desigual.

Utilizando el manual de Koopman, el oficial que viajara a bordo de un barco podía determinar cuál era el procedimiento de búsqueda que podía arrojar resultados óptimos dados sus escasos recursos: podía establecer así el tiempo estimado que faltaba hasta entrar en contacto con el objetivo; los límites del área de indagación que no debería sobrepasar; y qué medidas debía adoptar cada dos horas hasta que se encontrara el submarino enemigo o se suspendiera la pesquisa. Podía planear una jornada de trabajo de ocho horas diarias, comenzando con los parámetros de búsqueda óptimos durante las primeras cuatro horas, y después, si no se encontraba al submarino, el comandante tenía entonces la posibilidad de recurrir a la regla de Bayes para actualizar la probable ubicación del objetivo y poner en marcha un nuevo plan cada dos horas a fin de maximizar las probabilidades de localizarlo.

El comandante podía realizar con antelación, y en su propio camarote, toda la planificación de las sucesivas búsquedas, divididas en períodos de dos horas. Koopman daba a esta circunstancia el nombre de «distribución continua del esfuerzo». Las búsquedas marítimas que él había diseñado para la detección de submarinos eran teoréticamente similares al problema de artillería que ya antes se había planteado Kolmogórov. Lo que Koopman buscaba era un sumergible desconocido y tenía que distribuir de forma óptima el esfuerzo de la pesquisa en una determinada superficie, del mismo modo que Kolmogórov se había visto obligado a figurarse cuál habría de ser la tasa de dispersión óptima de una ráfaga artillera a fin de destruir un cañón alemán. Los dragaminas, que tenían que enfrentarse a problemas similares, no tardarían en adoptar las técnicas de Koopman.

En el transcurso del año 1943 iban a darse en el escenario bélico europeo tres puntos de inflexión cruciales —y dos de ellos serían de carácter ultrasecreto—. En primer lugar, en las trincheras de lo que los rusos seguían denominando la Gran Guerra Patriótica, los soviéticos lograrían derrotar a los alemanes en el frente oriental, a costa de más de veintisiete millones de vidas. En segundo lugar, las tornas habían empezado a volverse contra los submarinos alemanes, pues a pesar de que en mayo de ese año éstos hubieran logrado hundir un cuarto de millón de toneladas de material bélico aliado, lo cierto es que se habían visto forzados a hacerlo asumiendo la pérdida de cuarenta y un sumergibles. Y en tercer lugar, Bletchley Park se había convertido en una factoría gigantesca que daba empleo a casi nueve mil personas. Al ir conectándose cada vez más bombes, el laborioso trabajo de las tiras de cartón que precisaba el banburismo comenzó a quedar desfasado. A menos que los criptógrafos alemanes introdujeran cambios imprevistos en el sistema, la decodificación de las máquinas Enigma de la armada nazi estaba dominada.

Una vez llegado sano y salvo a Inglaterra, y hallándose liberado de las responsabilidades relacionadas con la máquina Enigma y los códigos de los Atunes de Lorenz, Turing, el gran teorético, se vio en condiciones de echar a volar la imaginación. Durante los largos paseos que acostumbraban a dar por la campiña de los alrededores de Bletchley Park, Turing y Good solían debatir los planes de las máquinas que concebían en colaboración con Donald Michie, que habría de ser uno de los precursores de la inteligencia artificial. Michie, que había pasado a formar parte del personal de Bletchley Park a los dieciocho años, recordaría más tarde que el trío que formaba con sus otros dos compañeros constituía una especie de «conciliábulo intelectual unido por una obsesión compartida hacia las máquinas pensantes, y en particular por su interés en el aprendizaje automático, sistema que, según creíamos, representaba la única vía creíble para la consecución de ese tipo de aparatos». Se dedicaban a charlar acerca de «los distintos enfoques, conjeturas y argumentos vinculados con lo que hoy llamamos Inteligencia Artificial».[4.38]

Max Newman, que había sido en tiempos uno de los profesores de matemáticas de Turing en la Universidad de Cambridge, quería automatizar el asalto británico a los códigos de los Atunes de Lorenz, y tanto él como Michie y Good estaban trabajando ya en un conjunto de máquinas nuevas destinadas a ese fin. Michie había perfeccionado el turingismo, pero pronto quedó claro que las clavijas mecánicas iban a resultar excesivamente lentas. El proceso debía quedar en manos de la electrónica. El ingeniero Thomas H. Flowers sugirió la utilización de válvulas de vacío de vidrio porque dichos dispositivos podían cortar la corriente eléctrica o dejarla pasar de forma mucho más rápida. Con el respaldo de Newman, Flowers construyó el primer Coloso en el Centro de Investigación de la Dirección General de Correos, donde se hallaban los controles del sistema telefónico británico. Tras ser instalado en Bletchley Park, el Coloso decodificaría por primera vez un mensaje el 5 de febrero del año 1944. Ese día se averió el coche de Flowers, pero no su Coloso.

Flowers tenía órdenes estrictas —sin que sepamos exactamente las razones— de fabricar un segundo Coloso más avanzado y de tenerlo listo para funcionar, como muy tarde, el día 1 de junio de ese año. Trabajando hasta tener la impresión de que los ojos fueran a salírseles de las órbitas, Flowers y su equipo tuvieron el Coloso II dispuesto a tiempo.

Casi en el mismo momento en que se comenzó a operar con él, Hitler envió un teletipo con un mensaje codificado al comandante en jefe nazi que se hallaba estacionado en Normandía: el mariscal de campo Erwin Rommel. Hitler ordenaba a Rommel que mantuviera sus tropas in situ durante cinco días aun en el caso de que se produjera una invasión de Normandía. Hitler pensaba que dicha invasión no iba a constituir más que una maniobra de distracción destinada a lograr que los alemanes retiraran a los efectivos que tenían dispuestos en los puertos que jalonaban el Canal de la Mancha, y que la verdadera invasión no vendría a producirse sino cinco días después. El Coloso II decodificó el mensaje y un correo partió a toda prisa de Bletchley Park para remitir una copia del mismo al general Dwight Eisenhower, conocido como «Ike». De ese modo, estando Ike y su equipo tratando de decidir cuál sería el mejor punto para lanzar la ofensiva contra Normandía, el correo se presentó ante ellos y entregó al general una hoja de papel en la que podía leerse la orden de Hitler. Al no tener la posibilidad de revelar a los miembros de su equipo las labores que se realizaban en Bletchley Park, Eisenhower se limitó a devolver el papel al correo y anunciar: «Partiremos mañana», esto es, con las primeras luces del día 6 de junio.[4.39] Más tarde expondría la estimación de que, a su juicio, los decodificadores de Bletchley Park habían acortado la guerra en dos años como mínimo.

Los dos Colosos quedaron así convertidos en los primeros grandes ordenadores digitales electrónicos del mundo, y pese a haber sido construidos con un fin específico, lo cierto era que también tenían la capacidad de realizar otro tipo de cálculos. Flowers alcanzaría a fabricar otros diez modelos de Coloso más en el transcurso de la guerra. En agosto del año 1944, y dado que los alemanes ya habían empezado a añadir un conjunto de elementos complejos en sus máquinas y que esa circunstancia determinaba que la decodificación manual resultara inútil, los Colosos terminarían sustituyendo al sistema del turingismo de Turing, basado en el uso del lápiz y el papel. Según referiría Michie, el sistema de marcado bayesiano de Turing, fundado en los bans, comenzaría «en un principio a la manera de una ayuda mental de carácter secundario cuya aplicación resultaba interesante en todo un conjunto de tareas distintas». Sin embargo, con el paso del tiempo acabó convirtiéndose en «un respaldo operacional decisivo en la materialización del trabajo que efectuaban [los Colosos], consistente en la averiguación de las posiciones de los rotores [de las máquinas de cifrado alemanas]».[4.40] El método de Turing también habría de contribuir intelectualmente al empleo de los Colosos, ya que serviría para generar toda una serie de procedimientos con los que se lograría aumentar de forma muy notable la efectividad de dichos dispositivos. Cada nuevo Coloso que se construía aportaba nuevas mejoras respecto del anterior, y Michie se mostraría convencido de que el undécimo «había logrado hacer progresar todavía más el diseño, orientándolo en la dirección de lo que modernamente se entiende por “programabilidad”».[4.41]

En el año 1945, Turing había pasado ya a centrarse en la codificación de los mensajes de voz, trasladándose a las vecinas instalaciones militares de Hanslope Park. En los últimos tiempos de la guerra, otros profesionales de Bletchley Park que ignoraban los trabajos que Turing había realizado en relación con las máquinas Enigma, optarían igualmente por utilizar los métodos bayesianos para tratar de descifrar los códigos de la marina japonesa que operaba en el Pacífico. El principal sistema de cifrado naval japonés, el JN-25, estaba adquiriendo unos niveles de complejidad cada vez mayores, así que poco después del mes de septiembre de 1943 los estudiosos de Bletchley Park comenzarían a zambullirse en el examen de algunas versiones particularmente difíciles.

Se encargó a un trío de matemáticos británicos que trabajaran en colaboración con Washington. Los tres elegidos eran Ian Cassels, que más tarde habría de ejercer como profesor en Cambridge; Jimmy Whitworth; y Edward Simpson, que había pasado a integrar las filas de Bletchley Park en el año 1942, nada más obtener su licenciatura en matemáticas en la Universidad Queen’s de Belfast, a la edad de diecinueve años. Simpson había estado investigando en Bletchley Park, centrándose en el campo de los códigos italianos, pero tras la rendición de Italia sería transferido al equipo de decodificación del JN-25.

Según explicaría Simpson en el año 2009, fecha en la que se le permitiría revelar las labores efectuadas durante la guerra, «las medidas de seguridad, increíblemente estrictas»,[4.42] que reinaban en Bletchley Park habían impedido que este nuevo grupo de matemáticos disfrutara de los consejos que habrían podido ofrecerles tanto Turing como Good. Por consiguiente, los tres hombres no tuvieron más remedio que adoptar y desarrollar por su propia cuenta el teorema de Bayes. Tardarían todo un año en conseguir que se les autorizara a hablar con uno de los colegas de Turing, Hugh Alexander, quien por entonces ya había comenzado a trabajar también en los códigos navales japoneses.

Los oficiales de cifrado nipones que empleaban el código principal, esto es, el mencionado JN-25, acostumbraban a transmitir sus mensajes en bloques de cinco dígitos. Los matemáticos británicos sabían que cada uno de aquellos bloques se obtenía añadiendo un grupo aleatorio de cinco dígitos, llamado aditivo, a un grupo de otros cinco dígitos codificados salido del libro de códigos del sistema JN-25. En efecto, los criptoanalistas británicos tenían que efectuar la operación inversa —pero sin contar con el código JN ni conocer los libros en que figuraban los aditivos—. Así las cosas, lo primero que hicieron fue identificar aquellos grupos que tenían grandes posibilidades de resultar aditivos. Después se encargó a un equipo formado por varios civiles y técnicos de la Sección Femenina de la Marina Real británica la misión de identificar de forma rápida, objetiva y estandarizada los grupos que mayores probabilidades tuvieran de ser aditivos —cosa que realizarían pese a no estar dicho personal versado en criptografía—. Para valorar la probabilidad de que un grupo resultase ser un aditivo, los miembros del equipo de trabajo podían basarse en la verosimilitud o la probabilidad del código descifrado que producía el aditivo. Y como medida de su apuesta, los miembros del módulo de investigación optarían por asignar una probabilidad bayesiana a cada grupo de códigos especulativos en función de la frecuencia con que se hubieran presentado dichos códigos en los mensajes ya descifrados. De este modo, los bloques dotados de una probabilidad más alta, junto con los casos límite, o los de relevancia particularmente importante, se estudiaban más a fondo.

«Por razones prácticas, no resultaba necesario atormentarse con las probabilidades a priori que se hacía preciso asignar a la hipótesis de que un aditivo fuese cierto», explicaría Simpson. «Antes al contrario, la decisión esencial que resultaba imperioso tomar giraba en torno al hecho de si el [peso de las] pruebas colectivas […] se revelaba o no lo suficientemente convincente como para poder considerarse auténtico […]. Como siempre ocurre en el criptoanálisis, una corazonada ingeniosa fundada en la experiencia podía constituir en ocasiones la contribución más importante de todas.»[4.43]

Rebasado el mes de octubre del año 1944, Hugh Alexander, el mejor profesional de la resolución de problemas banburistas de todo Bletchley Park, comenzaría a desarrollar una versión compleja tanto del teorema de Bayes como de los decibanes de Turing a fin de intentar decodificar con ellos los códigos japoneses.

En el año 1945, los criptoanalistas estadounidenses comenzaron a enviarse unos a otros informes vinculados con el teorema de Bayes. No sabemos si los estadounidenses habían tenido noticia o no de los trabajos de Bayes gracias a sus contactos con Bletchley Park o si habían logrado descubrir independientemente su utilidad. Sesenta y cinco años después de la guerra, el gobierno británico todavía sigue negándose a desclasificar un buen número de documentos relacionados con los análisis criptográficos realizados durante la guerra. Podemos estar prácticamente seguros de que el joven matemático estadounidense, Andrew Gleason, que estaba trabajando por esa época en los códigos navales japoneses y que ya había atendido a Turing durante la estancia de éste en Washington, había tenido la oportunidad de conocer los planteamientos de Bayes durante los años de la guerra. Y después de la conflagración, tanto él como Alexander y Good continuarían trabajando durante décadas en distintos programas criptográficos, todos ellos de carácter ultrasecreto. Finalizada la contienda, Gleason contribuiría igualmente a establecer un currículo para formar a los criptoanalistas de la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos (ASN), dando además clases de matemáticas en Harvard y en esa Agencia, y publicando un manual de probabilística con el que habría de instruirse toda una generación de criptoanalistas de la mencionada Agencia de Seguridad Nacional —los cuales aprenderían de ese modo a utilizar tanto el teorema de Bayes como los decibanes y los centibanes de Turing, además de la inferencia bayesiana y de los métodos de comprobación de hipótesis—. Durante las décadas de 1960 y 1970, cerca de veinte estudiantes de estos cursos terminarían convirtiéndose en destacados decodificadores de las claves soviéticas. Gleason conocía perfectamente la regla de Bayes, pero abordaba su uso de forma muy pragmática. Y en el manual universitario que no tardaría en publicar también habría de exponer los sistemas desarrollados por Neyman, el archienemigo del teorema de Bayes.

En mayo del año 1945, pocos días después de que se produjera la rendición de Alemania, Churchill adoptaría una sorprendente y llamativa medida. Ordenó la destrucción de todas las pruebas que mostraran que la decodificación de los códigos secretos había contribuido a ganar la segunda guerra mundial. Los hechos que viniesen a señalar que la criptografía, Bletchley Park, Turing, la regla de Bayes y los Colosos hubiesen cooperado en la consecución de la victoria debían hacerse desaparecer. Tiempo después, Good, el antiguo ayudante de Turing, se quejaría de que todo lo relacionado con la decodificación y la lucha contra los submarinos alemanes —«desde las tarjetas [perforadas] de Hollerith hasta la estadística secuencial, pasando por los análisis empíricos de base bayesiana, las cadenas de Márkov, la teoría de la decisión y los ordenadores electrónicos»— tuviese que permanecer sujeto al más estricto secreto militar.[4.44] Se desmantelaron casi todos los Colosos, desarmando sus piezas hasta reducirlas a un amasijo irreconocible. Las leyes de Secretos Oficiales británicas y los principios de la guerra fría amordazarían a todos cuantos hubieran intervenido en la construcción de los Colosos y en la decodificación de los Atunes. Ni siquiera se les permitiría decir que hubieran existido unas máquinas llamadas así, Colosos. Los libros redactados por los británicos y los estadounidenses que hubiesen tenido oportunidad de participar en la guerra contra los sumergibles nazis serían clasificados como alto secreto de forma casi inmediata, limitándose su divulgación a los círculos integrados por los más elevados miembros del escalafón militar, no accediéndose durante años a su publicación, o retrasándola varias décadas en algunos casos. Incluso los informes confidenciales de la guerra pondrían buen cuidado en omitir toda alusión a la campaña de decodificación llevada a cabo con el objetivo de contrarrestar la acción de los sumergibles alemanes. Habría que esperar al año 1973 para que comenzara a tenerse noticia tanto de la peripecia de Bayes como de los esfuerzos realizados en Bletchley Park o los sudores que había costado a Turing el empeño de salvar a la nación.

¿Por qué se ocultó durante tanto tiempo esta historia? La respuesta parece remitirnos al hecho de que los británicos no querían en modo alguno que el gobierno soviético supiera que habían adquirido la capacidad de decodificar los códigos de los Atunes de Lorenz. Los rusos se habían apoderado de un cierto número de máquinas de Lorenz, y Gran Bretaña utilizaría al menos uno de los dos Colosos conservados para decodificar las claves soviéticas en los años de la guerra fría. Sólo al sustituir los soviéticos sus máquinas de Lorenz por un conjunto de sistemas criptográficos nuevos se accedería a revelar el episodio de Bletchley Park.

Todo este secretismo iba a tener trágicas consecuencias. Los familiares y los amigos de los empleados de Bletchley Park se irían a la tumba sin haber llegado a tener en ningún caso la menor noticia de las contribuciones que sus seres queridos habían realizado en los tiempos de la guerra. El personal relacionado con los Colosos, esto es, con el máximo exponente del esfuerzo decodificador británico, apenas obtendría reconocimiento alguno —y no en todos los casos—. Se concedería a Turing la Orden del Imperio Británico, una condecoración que se otorga de forma rutinaria a muchos altos funcionarios públicos. Newman se mostraría tan indignado por los «irrisorios» ejemplos de gratitud del gobierno y por la falta de agradecimiento que éste había mostrado hacia la persona de Turing que él mismo se negaría a aceptar la Orden del Imperio Británico cuando se la concedieran.

También saldrían perdiendo la ciencia, la tecnología y la economía británicas. Los Colosos se habían construido y puesto en funcionamiento mucho antes de que se creara el Computador e Integrador Numérico Electrónico de Pensilvania[4.iv] y antes incluso de que John von Neumann ideara su ordenador en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton, pero durante los cincuenta años siguientes el mundo daría por supuesto que los estadounidenses habían sido los primeros en crear los ordenadores.

La destrucción de toda la información asociada con la campaña de decodificación de la contienda vendría a introducir un elemento de distorsión en la actitud general que viniera a mantenerse en relación con la importancia del criptoanálisis y con la guerra contra los submarinos. La conflagración vendría a sustituir a los espías humanos, reemplazándolos por máquinas. Los métodos asociados con la decodificación ofrecían resultados más rápidamente que el espionaje y proporcionaban un conocimiento directo de los planteamientos del enemigo en tiempo real —y sin embargo, la guerra fría vendría a rodear de un halo de romántico atractivo tanto al armamento militar como a las hazañas del espionaje.

El secretismo también iba a ejercer un efecto catastrófico en Turing. Al acabar la guerra dijo que quería «construir un cerebro».[4.45] Para lograrlo, renunció a un lectorazgo en la Universidad de Cambridge y se unió a las filas del Laboratorio Nacional de Física de Londres. A causa de la Ley de Secretos Oficiales se presentó en dicha institución sin el menor currículo. De habérsele concedido el título de sir o presentado alguna otra clase de honores le habría resultado seguramente más fácil conseguir más de dos ingenieros como personal auxiliar. Al desconocer los logros de Turing, el director del laboratorio, Charles Galton Darwin, nieto de Charles Darwin, regañaría en repetidas ocasiones a Turing por haber llegado tarde al trabajo a primera hora de la mañana, pese a que éste hubiera permanecido ocupado en sus tareas hasta altas horas de la noche anterior. En una ocasión, una reunión vespertina del comité de la institución a la que asistían Darwin y otros altos mandatarios se prolongó más de lo debido. A las cinco y media de la tarde, Turing se puso en pie de un salto y anunció a Darwin que iba a marcharse «inmediatamente».[4.46]

En el laboratorio, Turing diseñaría en el año 1945 el primer ordenador digital con capacidad electrónica para el almacenamiento de programas. Se trataba de una computadora de carácter relativamente completo, diseñada para la decodificación de claves. Sin embargo, Darwin consideró que el proyecto resultaba excesivamente ambicioso, de modo que, transcurridos algunos años, Turing se marcharía indignado del laboratorio. En el año 1950, fecha en la que la institución que dirigía Darwin terminó construyendo el ordenador diseñado por él, la máquina se convirtió en la computadora con mayor velocidad de cálculo del mundo, y lo que resulta aún más sorprendente: tenía la misma capacidad de memoria que uno de los primeros Macintosh —fabricados treinta años después.

Turing se trasladó entonces a la Universidad de Manchester, donde Newman estaba construyendo el primer ordenador digital con capacidad electrónica para el almacenamiento de programas destinado a gestionar los cálculos relacionados con la bomba atómica británica. Durante los años que trabajó en Manchester, Turing sería uno de los adelantados de la concepción de los primitivos programas lógicos informáticos, daría la primera conferencia sobre inteligencia computacional, y lograría diseñar la célebre Prueba de Turing: decimos que un ordenador piensa si, tras interactuar por espacio de cinco minutos con una persona a base de preguntas y respuestas, el individuo humano se revela incapaz de distinguir sus contestaciones de las de otra persona que pudiera encontrarse en la habitación contigua. Más tarde, Turing se interesaría en la fisicoquímica y en la forma en que las moléculas biológicas de gran tamaño adoptan formas simétricas en virtud de su propia actividad.

En los años 1949 y 1950 irrumpirían en la vida de Turing una serie de acontecimientos internacionales espectaculares que vendrían a interrumpir bruscamente estos años de profunda fecundidad intelectual, precipitándole en una crisis personal: los soviéticos asombraron al mundo occidental con la detonación de una bomba atómica; los comunistas se hicieron con el control de la China continental; Alger Hiss, Klaus Fuchs, y Julius y Ethel Rosenberg fueron arrestados por espionaje; y el senador Joseph McCarthy de Wisconsin comenzó a esgrimir su infundada lista de presuntos comunistas ante el Ministerio de Asuntos Exteriores de los Estados Unidos.

Y lo que terminaría redundando en consecuencias todavía peores: dos espías ingleses integrantes de la flor y nata de la profesión —un individuo de abierta conducta promiscua, un homosexual y alcohólico llamado Guy Burgess, y su amigo de los tiempos en que ambos estudiaban en Cambridge, Donald Maclean— decidirían eludir el arresto que se cernía sobre ellos huyendo a la Unión Soviética en el año 1950. Los Estados Unidos habían señalado a la inteligencia británica que les había descubierto Anthony Blunt, otro licenciado por la Universidad de Cambridge de tendencias homosexuales que era además un destacado historiador del arte y conservador de los cuadros de la reina. Tanto el gobierno británico como el estadounidense cedieron al pánico ante aquel escandaloso panorama de espías homosexuales, de modo que el número de hombres detenidos en razón de su homosexualidad creció de forma más que notable.

El primer día en que ejercía su mandato la reina Isabel II, esto es, el 7 de febrero de 1952, Turing fue detenido por realizar actos homosexuales en la intimidad de su hogar con una persona mayor de edad que accedía voluntaria e informadamente a la relación. Más tarde Good expresaría su protesta de esta forma: «Menos mal que las autoridades de Bletchley Park no tenían ni idea de que Turing fuese homosexual, ya que de lo contrario podríamos haber perdido la guerra».[4.47]

Con la polvareda levantada por el asunto de Burgess y Maclean, la opinión no sólo quedó lejos de tributarle la consideración que merecía como héroe nacional que era sino que pasó a verle como a un homosexual más de Cambridge con acceso privilegiado a los secretos de estado más celosamente guardados. De hecho, Turing había llegado a trabajar incluso en el ordenador utilizado para la realización de las pruebas de la bomba atómica británica. A consecuencia de su arresto, el más destacado criptoanalista de Gran Bretaña perdería su pase de seguridad y toda opción de continuar con su labor en el campo de la decodificación. Por si fuera poco, y debido al hecho de que el Congreso estadounidense acababa de prohibir que los homosexuales entraran en el país, le sería imposible obtener un visado para viajar a los Estados Unidos o tratar de hallar un empleo en esa nación.

Por la misma época en que el mundo trataba como a celebridades a los físicos del Proyecto Manhattan que habían ultimado el perfeccionamiento de las bombas atómicas y de hidrógeno, por los mismos años en que se liberaba a los criminales de guerra nazis, y cuando los Estados Unidos se dedicaban a reclutar entre sus filas a los expertos alemanes en cohetes, Turing era hallado culpable. No habiendo transcurrido aún una década desde que Inglaterra ajustara las cuentas a los nazis que habían realizado experimentos médicos con sus prisioneros, un juez inglés obligaría a Turing a elegir entre la cárcel o la castración química. El matemático optó por las inyecciones de estrógenos. Un año después Turing había desarrollado mamas. Y el 7 de junio de 1954, al día siguiente del décimo aniversario de la invasión de Normandía que él había contribuido a convertir en realidad, Alan Turing se suicidaba. Dos años más tarde, el gobierno británico concedía el título de sir a Anthony Blunt, el espía que poco después admitiría haber sido el autor del chivatazo que había descubierto a sus amigos Burgess y Maclean y desencadenado la caza de brujas contra los homosexuales. Ni siquiera hoy, transcurridos tantos años, resulta fácil referir —ni leer— el desdichado final de Turing. En el año 2009, cincuenta y cinco años después del fallecimiento de Turing, el primer ministro británico, Gordon Brown, pedía finalmente disculpas.

Los trabajos bayesianos de Turing estaban llamados a perpetuarse en el ámbito de la criptografía. Durante décadas, y en secreto, un colega estadounidense de Turing se afanaría en transmitir los pormenores del teorema de Bayes a los criptógrafos de la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos. Con la aprobación de Turing, Good desarrollaría tanto la teoría como los métodos bayesianos, convirtiéndose en uno de los más insignes criptoanalistas del mundo y en uno de los tres impulsores del renacimiento que vendría a experimentar la regla de Bayes en las décadas de 1950 y 1960. También escribiría cerca de novecientos artículos sobre el teorema de Bayes, publicando la mayoría de ellos.

No obstante, en los campos ajenos a la criptografía, nadie tenía la menor noticia de que algunos de los más brillantes pensadores de mediados del siglo XX hubiesen recurrido a los planteamientos de Bayes para defender a su país durante la segunda guerra mundial. Por consiguiente, el teorema de Bayes iba a emerger de la guerra tan vilipendiado como siempre.