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En 1948 se publicaba un libro de Alfred C. Kinsey, titulado El comportamiento sexual en el hombre, que no tardaría en convertirse en un tremendo éxito editorial, y ese mismo año los sondeos de opinión pública de los Estados Unidos se revelaban incapaces de predecir la victoria de Harry Truman sobre Thomas Dewey en las elecciones a la presidencia del país. Aquella inesperada conjunción de una obra escandalosa y un estrepitoso vuelco de los comicios llevaría a la opinión pública a denunciar a gritos la comisión de un fraude y la caída de la nación en el libertinaje, haciendo que los científicos sociales empezaran a temer por el futuro de la profesión. La realización de encuestas destinadas a valorar el estado de la opinión pública era una de sus principales herramientas de trabajo, de modo que el Consejo de Investigación en Ciencias Sociales, que representaba a siete asociaciones profesionales del ramo, decidió encargar al estadístico Frederick Mosteller, de la Universidad de Harvard, la tarea de investigar el fondo de aquellos escándalos.
El claro y directo informe que habría de efectuar Mosteller sobre la elección de Truman echaba la culpa de la situación a los encuestadores, ya que habían rechazado por inútiles los muestreos aleatorios, aferrándose además a un anticuado conjunto de métodos de muestreo en el que no aparecían adecuadamente representadas las personas de raza negra, las mujeres y los pobres —individuos que en todos los casos habían tendido mucho más a confiar su voto al partido Demócrata que los ciudadanos con los que se habían puesto en contacto los encuestadores.
En el caso de las investigaciones de Kinsey, lo que sucedió fue que una serie de hombres poderosos —entre los que se encontraban John Foster Dulles, ministro de Asuntos Exteriores en tiempos de Eisenhower; Arthur Sulzberger, director del New York Times; Harold W. Dodds, rector de la Universidad de Princeton; y Henry P. Van Dusen, presidente del Seminario de la Unión Teológica, una institución de carácter liberal— comenzaron a exigir que se acabara con la financiación destinada a investigar la sexualidad de los seres humanos. Sin embargo, Mosteller tendría ocasión de someterse a la entrevista estándar que Kinsey había elaborado para recabar datos acerca del historial sexual de los varones y quedaría impresionado. Desde el punto de vista estadístico, el hecho de que Kinsey no hubiera utilizado las técnicas del muestreo aleatorio resultaba condenable, pero su trabajo revelaba ser muy superior a cualquiera de los que se hubieran llevado a cabo anteriormente en ese mismo campo, y lo cierto era que no había en todo el país veinte estadísticos capaces de haber realizado mejor la encuesta. De este modo, se llegaría al discreto acuerdo de que en el momento en el que Kinsey comenzara a elaborar el siguiente estudio, el relativo a la sexualidad de las mujeres, Jerome Cornfield, del Instituto Nacional de la Salud, se comprometería a echarle una mano con las estadísticas.
Ambos escándalos implicaban la existencia de problemas de discriminación —a los que la probabilística conoce también como problemas de clasificación—, y en todo caso venían a incidir en el punto más sensible de la práctica del sondeo de opinión, del análisis científico, de las ciencias sociales y de la estadística. Además, los investigadores tendían a asignar categorías a las personas o a las cosas sin estar completamente seguros de que esas asignaciones se ajustaran efectivamente a la realidad o de que las categorías se hallaran bien definidas. Los encargados de realizar los sondeos de opinión políticos clasificaban a la gente en republicanos o en demócratas; los especialistas en mercadotecnia dividían a los consumidores en función de que se manifestasen usuarios de un detergente u otro; los científicos clasificaban las plantas en el ámbito de la biología y los cráneos en el campo de la antropología; y los científicos sociales categorizaban a los individuos de acuerdo con su personalidad.
Al terminar el estudio del comité Kinsey, Mosteller comenzó a buscar un tema de investigación que conllevara el examen de cuestiones relacionadas con la clasificación. Su actitud era la de una persona con los pies en la tierra, circunstancia que posiblemente fuera consecuencia de su educación, dado que había sido criado por una madre divorciada, que pese a no haber acabado la enseñanza secundaria insistiría siempre, pese a las objeciones de su ex marido, en que Fred tuviera unos estudios. Mosteller había obtenido una licenciatura universitaria y una maestría en matemáticas en el Instituto Tecnológico Carnegie (hoy convertido en la Universidad Carnegie Mellon) de Pittsburgh, matriculándose asimismo en los cursos de estadística para licenciados del muy abstracto departamento de matemáticas de la Universidad de Princeton. Transformado de ese modo en el principal elemento de contacto existente entre los estadísticos de las universidades de Princeton y Columbia volcados en la investigación militar, Mosteller no tardaría en comprender que lo que más le gustaba era trabajar con plazos de entrega ajustados y en problemas vinculados con la vida real. Una vez finalizada la guerra, en el año 1946, Mosteller terminaría de redactar su tesis doctoral, presentándola en la Universidad de Princeton y, llevado por su interés en la salud, la educación y el béisbol, se trasladó a Harvard. Las investigaciones realizadas a raíz de la campaña electoral de 1945 y las indagaciones relativas al informe Kinsey le prepararon para trabajar en un tema que él mismo hubiera elegido.
Así las cosas, Mosteller comenzó a buscar una amplia base de datos que poder utilizar para desarrollar formas de establecer diferencias entre dos casos dados cualesquiera. Empezó a reflexionar, pero no sobre la regla de Bayes, sino acerca de un enigma histórico de carácter secundario: el relacionado con los artículos del Federalist. Entre los años 1787 y 1788, tres de los padres fundadores de los Estados Unidos, Alexander Hamilton, John Jay y James Madison, darían en redactar anónimamente ochenta y cinco artículos periodísticos con el fin de convencer a los votantes del estado de Nueva York de que debían ratificar la Constitución estadounidense. Los historiadores habían logrado identificar la autoría de la mayor parte de dichos escritos, pero nadie era capaz de determinar si los otros doce textos habían salido de la pluma de Madison o de la de Hamilton.
Mosteller había tenido noticia de la existencia de ese problema en el año 1941, hallándose concentrado en la realización de un trabajo de verano en la época en que todavía era un estudiante de posgrado. Al comenzar a contar el número de palabras presentes en cada una de las oraciones de los artículos del Federalist en compañía del psicólogo Frederick Williams, Mosteller descubrió «un importante principio empírico: el de que la gente no sabe llevar cuentas, al menos cuando se trata de cifras muy elevadas». También se percató de que, en términos estilísticos, Hamilton y Madison eran poco menos que hermanos gemelos, puesto que ambos revelaban ser avezados practicantes del complejo estilo oratorio que gozaba de notable popularidad en la Inglaterra del siglo XVIII. Mosteller llegó a la conclusión de que debía «desentender[se] del estilo general, que era una apuesta escasamente prometedora, y prestar en cambio atención a las palabras».[12.1] No tardaría en descubrir que el trabajo que daba en acometer constituía una tarea de enormes proporciones, dado que iba a necesitar una gran cantidad de vocablos sueltos para conseguir que resultara operativo el fondo estadístico que manejaba, integrado por miles de variables. Sin embargo, al llegar a su fin el trabajo estudiantil de aquel verano e irrumpir en escena la segunda guerra mundial, Mosteller olvidó por completo las indagaciones relacionadas con el Federalist.
Acabada la contienda, nuestro matemático pensó que el Federalist podía revelarse adecuado para el proyecto que venía acariciando sobre la clasificación. En el año 1955, sus pesquisas habían progresado ya lo suficiente como para enrolar en el empeño a David L. Wallace, un joven estadístico de la Universidad de Chicago. Así las cosas, y haciendo gala de su encantador estilo desenfadado, Mosteller le preguntó a Wallace: «¿Por qué no te animas este verano y te decides a pasar una temporadita en Nueva Inglaterra, dedicado a trabajar en ese pequeño proyecto que tengo más o menos empezado?».[12.2] Ambos hombres terminarían dedicando más tiempo al estudio de los artículos del Federalist del que tardaron los propios Hamilton y Madison en redactarlos —idea cuyo sólo pensamiento, según confesaría Wallace más tarde, se les antojaba «horrible».
Wallace animó a Mosteller a utilizar la regla de Bayes en el proyecto. Wallace había obtenido un doctorado en matemáticas por la Universidad de Princeton en el año 1953 y llegaría a ser catedrático de la Universidad de Chicago. Sin embargo, en el año 1955 —el primero de cuantos habría de pasar en Chicago—, era Savage quien se encargaba de la docencia, basando sus clases en el libro que él mismo acababa de publicar sobre la regla de Bayes. Pese a la hostilidad que manifestaban la mayoría de los estadísticos estadounidenses hacia dicho método, Wallace se mostraría receptivo a las ideas de Bayes.
Wallace pensó que el Federalist podría ser un problema en el que la teoría de Bayes viniera a revelarse de gran ayuda. «Si os ceñís a aquellos problemas que resultan relativamente sencillos», explicaba Wallace, «como los que se enseñan en los libros de estadística elemental, comprobaréis que se pueden resolver de dos maneras: bien aplicando el método bayesano o bien empleando sistemas de carácter no bayesiano, dado que las respuestas no vendrán a mostrar diferencias considerables». Laplace ya había estudiado ese tipo de problemas a principios del siglo XIX y había descubierto exactamente lo mismo. «De hecho», sostenía Wallace, «no soy realmente lo que se dice un bayesiano». «No he hecho trabajos excesivamente sonados, apenas los vinculados con el Federalist, pero […] cuando uno se enfrenta a un gran volumen de parámetros y tiene que manejar una elevada cantidad de incógnitas, la diferencia entre recurrir al método de Bayes o a las fórmulas de cálculo probabilístico de índole no bayesiana adquiere proporciones enormes».
Mosteller se mostraría abierto a las sugerencias de Wallace. A diferencia de Savage, de Lindley, de Raiffa y de Schlaifer, él no era un enfervorizado bayesiano. Se trataba de una persona dedicada a resolver de forma ecléctica los problemas que se le presentaban, alguien que sabía apreciar cualquier técnica que se revelara operativa. Mosteller aceptaba la validez de ambas formas de análisis probabilístico: tanto el que estimaba la probabilidad en función del grado de creencia como el que entendía la probabilidad a la manera de una frecuencia relativa. El problema radicaba, a su juicio, en el hecho de que resultaba difícil abordar con la teoría del muestreo el estudio de un acontecimiento que no contaba sino con una ocurrencia única, como el de que «Hamilton fuera el autor del artículo número cincuenta y dos». La especificación de los niveles de credibilidad de Bayes iba a revelarse más compleja que la utilización del sistema frecuentista, pero el ámbito de aplicabilidad de los resultados sería más amplio.
Además, a Mosteller le gustaba fajarse con los temas sociales críticos, así que no rehuía la polémica refugiándose en el tipo de ejemplos que suele ser propio de los libros de texto. El contacto con la realidad añadía un cierto morbo al problema. Como él mismo solía decir, las dificultades que se descubren acomodado «en la butaca» rara vez guardan relación con las que se descubren sobre el terreno o en el laboratorio científico. Años más tarde, cuando le preguntaban qué era lo que le había inducido a dedicar tantísimo tiempo a los artículos del Federalist, Mosteller no dudaría en señalar la influencia de «ese semillero bayesiano» que es la Escuela de Negocios de Harvard, apuntando asimismo al hecho de que Raiffa y Schlaifer no hubieran abordado la resolución de problemas difíciles ni el análisis de datos complejos. La discordancia existente entre el hecho de que hubiera un gran número de teorías bayesianas pero muy pocas aplicaciones prácticas de las mismas trastornaba a Mosteller.
Espoleados por Savage, Mosteller y Wallace se pusieron por tanto manos a la obra e iniciaron una serie de indagaciones destinadas a hallar la manera de «aplicar un teorema matemático de doscientos años de antigüedad a un problema histórico que viene arrastrándose por espacio de ciento setenta y cinco». Al embarcarse en el empeño, Mosteller acabaría creando el más importante protocolo de aplicación civil de la regla de Bayes desde que Laplace se dedicara al estudio demográfico de los recién nacidos y Jeffreys al análisis de los terremotos. No fue por tanto ninguna casualidad que Wallace y Mosteller recurrieran a los llamados ordenadores de alta velocidad.
Según parece, ambos hombres contaban con una cantidad enorme de datos, puesto que habían logrado determinar sin sombra de duda que Hamilton había escrito noventa y cuatro mil palabras y Madison ciento catorce mil. De ellas, los dos estudiosos optarían por hacer caso omiso de algunos sustantivos o expresiones nominales, como «guerra», «ejecutivo» y «asamblea legislativa» debido a que su utilización variaba en función del tema de los diferentes artículos. Mantendrían en cambio vocablos como «en», «un», «de», «sobre» y diversos artículos, preposiciones y conjunciones más, prefiriendo atenerse a ellas por el hecho de ser independientes del contexto. Sin embargo, a medida que fueran avanzando en su trabajo comenzarían a considerar insatisfactorios los métodos que estaban empleando, ya que les obligaban a progresar «un poco al buen tuntún». De este modo, resolvieron adoptar una decisión crítica y transformar el problema histórico de poca monta en el que se habían zambullido en una comparación empírica seria entre los métodos de análisis de datos de raíz bayesiana y frecuentista. Los artículos del Federalist quedaron así convertidos en una forma de someter a prueba la regla de Bayes y de verificar su validez como método de diferenciación.
En el año 1960, Wallace trabajaba ya a tiempo completo en el desarrollo de un análisis bayesiano vinculado con el reto del Federalist, enfrascándose en la elaboración de los detalles de un modelo matemático capaz de ceñir sus datos. Al tener que manejar un número tan elevado de variables, Wallace y Mosteller se verían obligados a explotar los artículos como si se tratara de un mineral pobre, procediendo a realizar, una tras otra, una sucesión de cribas y a tratar los textos en grandes tandas analíticas, a fin de descartar las palabras que no les aportaban ninguna información. Recurrieron a las probabilidades numéricas para expresar los diferentes grados de credibilidad atribuibles a las distintas proposiciones con que contaban, como la ya mencionada de que «Hamilton fuera el autor del artículo número cincuenta y dos». Una vez hecho esto utilizaban el teorema de Bayes para ajustar esas probabilidades con la aportación de nuevas pruebas.
En un principio decidieron dar por supuesto que las probabilidades de que la autoría de cada artículo recayera en uno u otro político se repartían al cincuenta por ciento entre ambos. Después comenzaron a valerse de la frecuencia de aparición de treinta palabras específicas —estudiando una a una dichas frecuencias— para ir perfeccionando la primera estimación de probabilidad efectuada. Emprendiendo después un análisis en dos fases, comenzarían por fijarse en los cincuenta y siete artículos de autoría conocida para pasar a emplear más tarde esa información en el examen de los doce artículos de paternidad desconocida. Dado que la complejidad de sus cálculos iba en aumento, Wallace desarrolló una serie de métodos algebraicos nuevos para poder trabajar con las integrales que se le resistían: de hecho, las aproximaciones asintomáticas que alcanzó a concebir estaban llamadas a constituir en buena medida el auténtico meollo estadístico de su proyecto.
Mosteller y Wallace asumirían también otra importante simplificación. En lugar de emplear el vocabulario matemático propio de la probabilística, optaron por valerse de los giros que se usan en el habla corriente para dar cuenta de la cuota de probabilidad de un suceso. Eran matemáticos expertos, pero les pareció que el concepto de las cuotas de probabilidad resultaba más sencillo e intuitivo desde el punto de vista computacional.
A lo largo de los diez años que habría de necesitar para dar término al análisis de los artículos del Federalist, Mosteller no dejaría de diversificar su actividad, manteniéndose atareado en un buen número de frentes. Las consecutivas investigaciones de las elecciones de Truman y el informe Kinsey le habían convertido en la persona a la que siempre se recurría cada vez que fallaba algo. Con el paso del tiempo, la Universidad de Harvard habría de solicitar a Mosteller la realización de un amplio abanico de tareas, encargándole la ocupación de una cátedra en cuatro departamentos: el de relaciones sociales (como profesor interino); el de estadística (al haber sido su creador); el de bioestadística —ya en la Escuela de Salud Pública de esa misma universidad—, y más tarde el de política y gestión de los sistemas sanitarios —igualmente en la Escuela de Salud Pública de Harvard.
Mosteller lograría convencer a la Universidad de Harvard («DE FORMA MUY LENTA»,[12.3] según él mismo habría de confiarle por carta a un amigo) de que debía crear un departamento de estadística. Uniéndose a la tendencia, muy en boga entre las décadas de 1950 y 1960, de aplicar los modelos matemáticos a los problemas sociales, Mosteller se dedicó a realizar investigaciones en los campos de la teoría de juegos, las apuestas y el aprendizaje —ámbitos en los que pese a no utilizarse el teorema de Bayes como tal sí que se le adjudicaría el papel de metáfora útil tanto en la concepción de nuevas ideas como en su posterior acomodo—. Al final, el interés de Mosteller en todos estos terrenos iría menguando, así que optaría por pacer en otros pastos. La educación seguía constituyendo una de sus principales inclinaciones. En medio del vigoroso esfuerzo que habría de realizar el gobierno de los Estados Unidos tras el lanzamiento del primer Sputnik soviético —dado que las autoridades del país estaban decididas a enseñar estadística a los estudiantes de todos los niveles educativos—, Mosteller decidiría elaborar dos manuales escolares sobre el frecuentismo y la regla de Bayes, destinados ambos a los alumnos de los institutos de enseñanza secundaria. En el año 1961 comenzaría a realizar labores de divulgación de temas relacionados con la probabilidad y la estadística en la serie de programas televisivos matutinos de la cadena NBC agrupados bajo el título genérico de «Continental Classroom». Sus charlas en la pequeña pantalla contaban con una audiencia de más de un millón de personas, y setenta y cinco mil de entre ellas las utilizarían para pasar algún examen. En el campo de la investigación médica, Mosteller sería uno de los precursores del metaanálisis, abogando con toda intensidad en favor de la realización de pruebas clínicas de carácter aleatorio y defendiendo asimismo tanto la adecuada comprobación de la inocuidad y los beneficios de los tratamientos médicos como la medicina fundamentada en el estudio de los datos estadísticos. Sería uno de los primeros en efectuar varios estudios de carácter general sobre el efecto placebo, siendo también pionero en la introducción de sistemas de evaluación de la calidad de un gran número de centros médicos, defendiendo el establecimiento de mecanismos de colaboración entre médicos y estadísticos y fomentando el uso de grandes ordenadores centrales.
¿Cómo se las arregló Mosteller para hacer malabarismos con el ingente volumen de datos del análisis bayesiano del Federalist sin dejar de atender a todas estas otras ocupaciones? Su aspecto físico era el de un hombre regordete y desaliñado, pero lo cierto es que no sólo poseía unas magníficas dotes de organización sino que no se inmutaba lo más mínimo ante las controversias. Era una persona muy cordial y además de asumir las críticas con una pizca de humor parecía considerar que las personas que las realizaban tenían derecho a expresar opiniones con las que él mismo discrepaba. Por si fuera poco, era la paciencia personificada, así que sin perder nunca la sonrisa —una sonrisa que venía a decir algo así como «bueno, caramba, qué le vamos a hacer»—, jamás se mostraba contrariado cuando se veía obligado a explicar las cosas una y otra vez.[12.4] Los únicos temas en los que sucumbía y se mostraba doctrinario eran los relacionados con la gramática y la puntuación —y ésta es la razón de que en una ocasión le dijera lo siguiente a un estudiante (comunicándoselo además por escrito) en relación con el trabajo que acababa de entregarle: «Aquí estoy, perdido en esta solitaria habitación de hotel y rodeado de brujeriles cláusulas subordinadas».[12.i][12.5]
Mosteller era también un hombre extremadamente trabajador. Una vez llegó a colocar un cartel en la pared de su despacho en el que podía leerse lo siguiente: «¿Qué he sabido hacer en favor de la estadística en los últimos sesenta minutos?».[12.6] Durante un breve período de tiempo adoptaría la curiosa medida de grabar cada cuarto de hora un resumen de las actividades que estaba realizando. Y según él mismo acostumbraba a señalar, se beneficiaba también del legado de una época pretérita. Salvo en el terreno profesional, sería su esposa quien se ocupara de todos los aspectos prácticos de la vida. También habría en Harvard varias mujeres que optarían por dedicar sus respectivas carreras profesionales al éxito de la de Mosteller, destacando entre ellas dos: su secretaria de toda la vida y Cleo Youtz, la persona que habría de ayudarle durante más de cincuenta años en los temas estadísticos.
Se decía también que Mosteller estaba dispuesto a incorporar a sus proyectos de investigación a todo aquel estudiante que acertara a pasar a menos de quince metros de su despacho. Persi Diaconis, un hombre que se había dedicado profesionalmente a la prestidigitación tras escaparse de casa a la edad de catorce años, tendría oportunidad de conocer a Mosteller justo al día siguiente de iniciar los cursos de doctorado. Mosteller se entrevistaría con él con su habitual tono sencillo y amistoso: «Veo que le interesa la teoría de los números. A mí también me interesa esa misma teoría. ¿Podría ayudarme usted a resolver este problema?».[12.7] Ambos hombres terminarían publicando juntos el resultado de sus averiguaciones, y Diaconis continuaría progresando hasta llegar a brillar con luz propia en la Universidad de Stanford, donde habría de hacer una notable carrera. Corrió el rumor de que la última persona del planeta que había colaborado con Mosteller había sido un ermitaño retirado a la cima de una montaña, y que Mosteller se había atrevido a escalar el aislado pico para convencerle de que escribiera un libro con él. Lo cierto era que Mosteller no colaboraba sino con aquellas personas que a su juicio merecían que se les dedicara una parte de tiempo y esfuerzo. De entre esos elegidos cabe destacar al ya mencionado Persi Diaconis; a John Tukey; al futuro senador de los Estados Unidos Daniel Patrick Moynihan; al economista Milton Friedman y a algunos estadísticos, como por ejemplo Jimmie Savage. Por último, es preciso recordar que Mosteller atribuía su éxito al hecho de que «en algún momento de mi desarrollo profesional se me ocurrió poner en práctica esta nueva forma de realizar las labores académicas delegándolas en pequeños grupos de personas».[12.8] De ese modo, tanto sus colegas como sus ayudantes de investigación procedían a repartirse los temas relacionados con un determinado tema de su interés, reuniéndose después todas las semanas —o una semana sí y otra no— y pasándose informes unos a otros para acabar publicando así, en el plazo de cuatro o cinco años, una obra conjunta. Trabajando de esa forma con cuatro o cinco grupos de ese tipo a la vez, Mosteller llegaría a firmar cincuenta y siete libros, treinta y seis informes y más de trescientos sesenta artículos —capítulo este último en el que cabe destacar el hecho de que publicara un artículo con cada uno de sus hijos.
Cuatro años después de haber iniciado el proyecto del Federalist, Mosteller y Wallace lograrían dar un gran paso adelante. Un historiador llamado Douglass Adair les confió una valiosa indicación al señalarles que existía un estudio del año 1916 que venía a mostrar que Hamilton tendía a emplear la ortografía while para la palabra «mientras», y que Madison prefería utilizar en cambio la forma whilst. El empujoncito de Adair vendría a confirmar a Mosteller y a Wallace que la criba de las distintas palabras contenidas en los doce artículos de autoría desconocida podía terminar dando resultados positivos.
El problema radicaba en el hecho de que el número de utilizaciones de while y whilst no era suficiente para permitir la identificación de los doce artículos problemáticos, por no mencionar la circunstancia de que el error tipográfico de un impresor o la revisión de un corrector de pruebas podría afectar a la fiabilidad de ese material probatorio. La mera presencia de una o más palabras aisladas aquí y allá no era suficiente. Wallace y Mosteller iban a verse obligados a acumular un gran número de marcadores léxicos como while y whilst para a continuación pasar a determinar su frecuencia de aparición en todos y cada uno de los artículos del Federalist.
Mosteller había puesto en marcha el proyecto del Federalist armado de una regla de cálculo, una máquina de escribir corriente y moliente de la marca Royal, una sumadora eléctrica de diez dígitos y una calculadora eléctrica bancaria de la casa Monroe, también de diez dígitos, capaz de multiplicar y dividir de forma automática. Echaría a faltar extraordinariamente uno de los artilugios que más había disfrutado usando durante su estancia en el Instituto Tecnológico de Massachusetts: un retroproyector de filminas. Tanto él como Wallace no tardarían en comprender que les iba a resultar imprescindible recurrir a los ordenadores. En esa época, la Universidad de Harvard no disponía de un servicio informático propio, de modo que se las arreglaba con un acuerdo de cooperación establecido con el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Mosteller y Wallace terminarían copando el espacio de una importante sección del local que Harvard había puesto a su disposición. Hoy en día, sin embargo, cualquier ordenador de sobremesa resultaría más rápido. Otra de las cosas que les impediría avanzar más rápidamente sería el hecho de que el lenguaje informático conocido con el nombre de Fortran se había descubierto sólo dos años antes, de modo que todavía resultaba poco práctico y difícil de programar para valores no numéricos. La situación en la que se hallaban Mosteller y Wallace estaba «a medio camino entre la adecuación de los ordenadores al cómputo lingüístico y los antiguos métodos de contabilización manual de palabras, padeciendo por tanto las desventajas de ambos sistemas».
Así las cosas, Mosteller decidió suplir la falta de una informática potente con la pura fuerza intelectual de los estudiantes, organizando en consecuencia un ejército integrado por cien ayudantes —ya que a los ochenta alumnos de la Universidad de Harvard vendrían a sumarse otros veinte matriculados en distintos centros próximos—. De este modo, sus «tropas» habrían de dedicarse durante varios años a perforar tarjetas para el ordenador, presuntamente rápido, que se había facilitado al equipo.
La programación avanzaba de una forma tan lenta que Youtz decidió acelerar la búsqueda de marcadores lingüísticos organizando y realizando de forma manual un improvisado trabajo de concordancia léxica. Los estudiantes se dedicaron entonces a cargar los carretes de las máquinas de escribir eléctricas con los rollos de cinta de las sumadoras, transcribiendo después una palabra por línea para finalmente cortar la cinta en tiras —con una palabra en cada tira—, colocar las tiras en orden alfabético y poder proceder a contarlas. En una ocasión, un miembro del equipo cuyo nombre permanecerá eternamente oculto, dio un profundo suspiro de agobio, levantando una estadística nube de confeti. Con todo, los tipógrafos de Youtz no tardarían demasiado, apenas unos cuantos días, en descubrir que Hamilton utilizaba dos veces en cada uno de sus artículos la palabra upon, mientras que Madison rara vez empleaba esa misma voz.
Poco tiempo después, los estudiantes enfrascados en la perforación de las tarjetas informáticas darían con un cuarto marcador —el vocablo enough—: una palabra que también usaba Hamilton pero que nunca aparecía en los textos de Madison. Llegadas las cosas a ese punto, Mosteller contaba ya con cuatro palabras que señalaban a Madison como autor de los controvertidos artículos. Sin embargo, también en este caso se reproducían los problemas, ya que al dedicarse a la mutua corrección de sus escritos, Hamilton y Madison podían haber terminado por fusionar sus respectivos estilos literarios. De este modo, Mosteller y Wallace llegarían a la conclusión de que «no estamos ante una situación meridiana, en la que quepa decir que las cosas son blancas o negras, de modo que no vamos a poder ofrecer un dictamen plenamente concluyente […]. Lo más que cabe esperar obtener de esta investigación es una fuerte confianza en la solidez de los resultados». Los dos estadísticos no tenían más remedio que ampliar el volumen del material probatorio considerado y valorar su firmeza.
Aventurándose a rebasar los límites de las aplicaciones bayesianas más sencillas, Mosteller y Wallace acabaron vadeando, hundidos hasta las rodillas, «un océano de soluciones temporales y de aproximaciones improvisadas». Los métodos de análisis de datos de raíz bayesiana se hallaban todavía en pañales, de modo que ambos hombres tuvieron que desarrollar nuevos elementos teóricos, así como programas informáticos inéditos y técnicas simples —similares a las que habían ideado los frecuentistas antes del año 1935—. Tras descartar todos los intentos abocados al fracaso, Wallace y Mosteller terminarían viéndose ante veinticinco problemas técnicos complejos y publicando cuatro densos estudios paralelos en los que procedían a comparar el teorema de Bayes con el frecuentismo y con dos enfoques bayesianos simplificados. Los cómputos que implicaba la realización del estudio alcanzaron un grado de complejidad tal que se vieron obligados a comprobar manualmente la corrección o incorrección de su trabajo, fundamentalmente valiéndose de simples reglas de cálculo. La palabra upon era el elemento diacrítico de más calidad de cuantos disponían, cuatro veces mejor, de hecho, que cualquiera de los demás. No obstante, también eran buenos marcadores las voces whilst, there y on. «Ni siquiera la más tierna de las consideraciones dejaría de ver las disparidades existentes entre may y his», comentaría Mosteller en uno de sus escritos.
No obstante, se llevarían una gran sorpresa al comprobar que las distribuciones a priori —la bestia negra de la regla de Bayes— carecían de una importancia crítica. «Aquello era increíble», exclamaría Mosteller. «Empezamos a pensar que todo dependía del tipo de información a priori que se usara. Nuestros descubrimientos indicaban que los estadísticos debían dejar de prestar tanta atención a la elección de la información a priori para empezar a fijarse más en el tipo de modelo que decidían adoptar para manejar los datos.»[12.9]
Si al final optaron por incluir las cuotas de probabilidad a priori fue por la sola razón de que el teorema de Bayes exigía incorporarlas al análisis. Después, Mosteller y Wallace decidieron asignar arbitrariamente unas probabilidades idénticas a las dos autorías en liza, la de Madison y la de Hamilton, y constataron que las probabilidades a priori resultaban de tan escasa importancia que podían haberse permitido el lujo de dejar que las establecieran los lectores de sus tesis. Recurriendo a una acertada analogía, Mosteller señaló que bastaba con que un astronauta que pisara la luna realizara una única medición de la profundidad de la capa de polvo que cubre la superficie de nuestro satélite para dar al traste con la opinión que pudiera haber venido manteniendo hasta entonces cualquier experto respecto de ese dato en concreto. Por consiguiente, ¿qué razón podía venir a avalar que se siguieran incluyendo probabilidades a priori en los cálculos? Pues sencillamente el hecho de que al tener que manejar un conjunto de datos polémicos o poco abundantes pudiera necesitarse una enorme cantidad de material observacional para zanjar la cuestión.
En el año 1964, al publicar Mosteller y Wallace su informe final, ambos autores anunciarían alegremente «haber seguido las huellas de los problemas que plantea el análisis bayesiano hasta su misma guarida y resuelto la controversia surgida en relación con la disputada autoría de los artículos del Federalist». «Hemos comprobado», vendrían a decir, «que las probabilidades de que Madison fuese el responsable de la factura de los doce escritos han revelado ser “satisfactoriamente sólidas”». Hasta el punto más débil de su estudio parecía concluyente, puesto que éste se encontraba en las conclusiones relativas al artículo número cincuenta y cinco, en el que las probabilidades de que Madison fuese el autor resultaban ser nada menos que de doscientas cuarenta contra una.
La publicación del año 1964 era ya la cuarta de las relativas a la regla de Bayes que ambos autores daban a la imprenta en tres años. Su texto vendría a sumarse a los ya publicados anteriormente por Jeffreys y Savage, por no mencionar el escrito al alimón entre Raiffa y Schlaifer. De todas esas obras, únicamente la de Mosteller y Wallace se había atrevido a tratar con la estadística bayesiana y la informática moderna un conjunto de cuestiones de la vida real. Mosteller llevaba ya veintitrés años reflexionando acerca de los artículos del Federalist, habiendo trabajado específicamente en ellos por espacio de una década. Durante mucho tiempo su estudio habría de ser el más vasto problema jamás abordado por medio de la metodología bayesiana.
Se trata de un trabajo que aún hoy suscita admiración, ya que es un análisis muy hondo de un problema extremadamente complejo. Los analistas que se encargaran de su revisión utilizarían palabras como «ideal», «impresionante», «impecable» y «hercúleo». En el año 1990 todavía seguía considerándoselo el más importante estudio bayesiano de un caso práctico concreto.
Pese a todo el revuelo suscitado por el informe de Mosteller y Wallace, nadie se animaría a recoger el testigo y a dar continuidad al empeño. Y cuando digo nadie es nadie, ya que ni siquiera los propios Mosteller y Wallace tratarían de confirmar sus resultados procediendo a realizar un nuevo análisis del material estudiado valiéndose de métodos no bayesianos. ¿Quién podía hallarse en condiciones de volver a organizar distintos comités de colaboradores y de poner en pie de guerra a un ejército de estudiantes a fin de permitir que un ordenador de los años sesenta del siglo pasado alcanzara a resolver una serie de problemas de notable magnitud y complejidad?
Y en cuanto al propio Mosteller, ¿cuál fue su reacción? Desde luego se sintió satisfecho, como es lógico. Sin embargo, y por emplear las palabras de uno de sus amigos, también tendría la sensación de «haber descubierto una buena aplicación [del teorema de Bayes], una nueva técnica, así que se dijo: “¡Bien! Probémosla y sigamos buscando otras fórmulas inéditas”». Varios de los libros de Mosteller vendrían a exponer diferentes técnicas bayesianas, de modo que incluso en nuestros días sigue considerando Diaconis que Mosteller fue un bayesiano comprometido con el método que hizo además todo lo posible por conseguir que los científicos sociales aceptasen los sistemas de corte bayesiano. Sin embargo, Mosteller no volvería a dedicar la totalidad de un proyecto a la concepción de Bayes. Aunque su célebre estudio sobre la pobreza, realizado en colaboración con el senador Moynihan viniera a ejercer una notable influencia en la política pública, lo cierto es que no habría de recurrir en él a una significativa utilización de la regla de Bayes. En una ocasión, al enterarse de que un estudiante había ganado un reconocimiento académico por haber realizado una tesis doctoral basada en el teorema de Bayes, Mosteller le enviaría una nota de felicitación en la que venía a decir lo siguiente: «Creo que los métodos bayesianos están a punto de despegar definitivamente. Aunque también es cierto que llevo veinticinco años diciendo eso mismo».[12.10]