11

Decisiones empresariales

Si tenemos en cuenta la gran cantidad de teorías estadísticas nuevas que habían comenzado a surgir como hongos, y de forma casi diaria, en el transcurso de la década de 1960, no queda más remedio que concluir que el hecho de que ese cambio no se plasmara más que en un irrisorio número de aplicaciones prácticas en el ámbito público estaba empezando a convertirse en una vergüenza para la profesión.

John W. Pratt, de la Universidad de Harvard, se quejaba de que tanto los bayesianos como los frecuentistas estaban publicando «un gran número de pequeños progresos —demasiados en realidad—, basados todos ellos en una serie de problemas reales o imaginarios, y no sin antes haberles conferido un carácter más aséptico, más riguroso, más pulido, a fin de presentarlos en múltiples foros bajo un prístino aspecto matemático».[11.1]

Los bayesianos en particular parecían no estar dispuestos a aplicar sus teorías a los problemas reales. Las orejas de los conejos y las sillas de nueve kilos a las que Savage había dedicado su atención constituían ejemplos de manual en este sentido, puesto que su sustancia resultaba todavía más etérea que la de los potros zainos de Egon Pearson o los varones aficionados a fumar en pipa que treinta años antes habían centrado los esfuerzos de los estadísticos. Todos aquellos trabajos no eran más que «una tontería», lamentaría posteriormente un bayesiano perteneciente a la Escuela de Negocios de Harvard,[11.2] ya que carecían de la verosimilitud que precisaba el mundo práctico. Cuando lo que había que analizar eran grandes volúmenes de datos, hasta los más acérrimos bayesianos optaban por utilizar el método frecuentista. Lindley, que ya por entonces era uno de los más descollantes bayesianos de toda Gran Bretaña, presentaría en el año 1961 un trabajo sobre los exámenes de grado de la Escuela de Negocios de Harvard sin mencionar en ningún momento la regla de Bayes. Sólo posteriormente procedería a estudiar un problema parecido en el que tendría que analizar un conjunto de estadísticas relacionadas con los vinos y aplicaría los métodos derivados del teorema de Bayes.

Tanto desde el punto de vista matemático como desde el ángulo filosófico, la regla de Bayes era la sencillez personificada. «No puede uno formarse una opinión final», sostenía Pratt, «sin haber tenido una opinión antes y sin haberla actualizado después valiéndose de la información recabada.»[11.3] Sin embargo, el problema consistía en conferir a una determinada creencia un carácter a un tiempo cuantitativo y preciso.

Mientras no lograran que su sistema pudiera presentar al mundo algo más que una lógica atractiva y revelarse como un sistema sólido capaz de resolver los problemas que se presentaban cotidianamente en el desempeño profesional de la estadística, los bayesianos quedarían condenados a que se les siguiera considerando un conocimiento de segunda clase. Ahora bien, ¿quién podía animarse a asumir la realización de toda una serie de cálculos engorrosos, complejos, y técnicamente aterradores con el único objetivo de averiguar las posibilidades de un método que en el ámbito de la profesión constituía poco menos que un tabú? En los albores de la era electrónica, apenas había ordenadores potentes y no existían todavía los paquetes de programas informáticos. No se contaba prácticamente con ninguna técnica bayesiana para tratar los problemas de la vida corriente, y tampoco había ordenadores que pudieran abordarlos. Se hacía necesario sustituir el trabajo informático por un gran volumen de cálculos efectuados de cabeza. Francamente, no era una época para pusilánimes.

Con todo, un puñado de investigadores infatigables, enérgicos y extremadamente ingeniosos intentaría poner el teorema de Bayes al servicio de los responsables empresariales, los científicos sociales y los presentadores de programas informativos. Sus hazañas vienen a escenificar los enormes obstáculos a que debía enfrentarse todo aquel que tratara de utilizar la regla de Bayes.

Los primeros que decidieron probar suerte con el método bayesiano fueron Robert Osher Schlaifer y Howard Raiffa, integrantes de un insólito dúo de estudiosos perteneciente a la Escuela de Negocios de la Universidad de Harvard. Tenían personalidades diametralmente opuestas. Schlaifer era el experto en estadística de la institución, pero sus circunstancias académicas se adecuaban perfectamente al signo de los tiempos, puesto que sólo había asistido a un curso de matemáticas en su vida y era una autoridad en todo aquello que guardara relación con la esclavitud en la antigua Grecia y con los propulsores de las aeronaves modernas. Raiffa, por su parte, era un experimentado matemático y acabaría convirtiéndose en una leyenda al concebir el «árbol decisional», un instrumento que no sólo iba a servir para asesorar a los presidentes del gobierno sino que habría de contribuir también al acercamiento entre el Este y el Oeste. Juntos, Schlaifer y Raiffa abordarían un problema concreto: el de convertir la regla de Bayes en una herramienta útil para los responsables encargados de tomar decisiones de carácter empresarial.

Por fortuna, a Schlaifer le gustaba emplear su mente, aguda como un láser y de una lógica exacerbada, para atacar todo aquello que presentase un aspecto convencional y ortodoxo —empeño en el que habría de ayudarle el hecho de ser un erudito independiente—. Años más tarde, al pedírsele que trazara el perfil de su colega, Raiffa lo resumiría en dos palabras al calificarlo de «apremiante y jerárquico».

Schlaifer era un dogmático perfeccionista. Una vez que se zambullía en un tema, ya no veía nada más. En una ocasión, su apasionado carácter le llevó a enfrascarse en los soportes para aparcar bicicletas y convenció a uno de los decanos de Harvard de que ordenara instalar su nuevo diseño en el campus. Como le entusiasmaban los motores antiguos, un físico del Instituto Tecnológico de Massachusetts se ofreció desinteresadamente a acudir cada semana a su domicilio a fin de ocuparse del mantenimiento de su Ford modelo A y del ajuste de su equipo de música de alta fidelidad, ateniéndose en ambos casos a sus rigurosos niveles de exigencia. Y en otra ocasión, al dedicarse al estudio del comportamiento de los consumidores, sus colegas de la facultad se verían obligados a sopesar los pros y los contras del café instantáneo con la misma seriedad que si se tratara de la fusión nuclear. A semejanza de los autócratas que rigen un imperio, Schlaifer tenía la costumbre de adjudicar apodos a sus colegas: Raiffa era el «Tío Howard», John W. Pratt quedaría convertido en el «Gran Hombre», y Arthur Schleifer hijo, uno de sus estudiantes de posgrado de apellido casi idéntico al suyo, tendría el honor de merecer el más memorable de todos: «Arturchick». Los tres alcanzarían a sobrevivir al maestro y llegarían a ocupar una cátedra en Harvard.

Sea como fuere, nuestro hombre tenía salero y sentido del humor. No eran muchos los profesores de Harvard que se dignaban invitar a los ayudantes de investigación a cenar con ellos los domingos, y menos descorchando botellas de vinos de Borgoña de Clos Vougeot, cosecha de 1938, pero Schlaifer solía mostrarse así de rumboso. Y pocos eran también los docentes de Harvard que se tomaban un mes entero de vacaciones o un año sabático para descansar en Grecia o Francia, como haría Schlaifer en compañía de su esposa Geneviève, de origen francés, a la que no tenía reparo en llamar públicamente Snuggle Buggle.

Schlaifer no era de familia adinerada. Había nacido en Vermillion, una localidad de Dakota del Sur, en el año 1914, y creció en las inmediaciones de Chicago, en una pequeña ciudad en la que su padre ejercía el cargo de director en varios colegios. Se especializó en historia clásica y antigua en el Amherst College de Massachusetts, realizando asimismo varios cursos de economía y física. También se matricularía en cálculo, siendo ésa la única clase de matemáticas a la que habría de asistir formalmente, haciéndolo además con la única intención de obtener un importante premio en metálico al mejor estudiante. Tras graduarse con la distinción de la Sociedad Phi Beta Kappa[11.i] a la edad de 19 años, Schlaifer estudiaría en Atenas en la Escuela Americana de Estudios Clásicos entre 1937 y 1939, obteniendo en 1940, en Harvard, el doctorado en historia antigua. En el transcurso de los años siguientes, Schlaifer publicaría varios artículos sobre los cultos religiosos y la práctica de la esclavitud en la antigua Grecia. Era una persona que aprendía con rapidez, así que no tardó en trabajar como docente en la Universidad de Harvard en sustitución de varios profesores de historia, economía y física que se habían visto obligados a abandonar sus puestos para dedicarse a labores de defensa nacional durante la segunda guerra mundial.

Finalmente, Schlaifer sería destinado al Laboratorio de Acústica Subacuática de la universidad, donde se estaba desarrollando el sónar. El físico teórico Edwin Kemble y él mismo tratarían de silenciar todo lo posible las hélices de los torpedos de los submarinos estadounidenses a fin de poder atacar con mayores garantías a los sumergibles alemanes. Schlaifer comprendía suficientemente bien las cuestiones científicas como para resolver las ecuaciones que se le presentaban utilizando las calculadoras electromecánicas de Marchant o de Frieden con las que se trabajaba en aquellos años y reorganizando los informes técnicos a fin de que resultaran comprensibles a los legos en esas materias. Sin embargo, la guerra iba a abrirle unas voraces ansias de resolver los problemas de tipo práctico que suelen presentarse en la vida real, de modo que terminó abandonando la historia antigua.

Una vez concluida la guerra, los conocimientos de física de Schlaifer alcanzaron a impresionar a los directivos de la Escuela de Negocios de Harvard, de manera que decidieron contratarle para atender las obligaciones de uno de sus departamentos: las vinculadas con el estudio de la industria dedicada a la construcción de motores de avión. Schlaifer lograría convertir ese encargo de escasa importancia en un triunfo al elaborar una obra clásica de seiscientas páginas sobre la historia de la aviación titulada Development of Aircraft Engines, Development of Aircraft Fuel.

Entre los trabajos efectuados durante la guerra y el texto que acababa de publicar, Schlaifer conseguiría adquirir una formidable reputación como físico —circunstancia que no sólo acabaría resultándole extremadamente útil en el ámbito académico, sino que habría de verse más tarde fortalecida en la nota necrológica que habría de publicar el New York Times a su fallecimiento—. Schlaifer llevaba ya algún tiempo dedicándose a impartir clases de contabilidad y producción cuando la Escuela de Negocios de Harvard, pese a saber que su formación era llamativamente inadecuada, le pidió que se dedicara a enseñar las técnicas propias del control de calidad estadístico. Aunque no sabía nada de estadística, Schlaifer se puso a estudiar de firme y comenzó a leer a los principales teóricos del momento: Fisher, Neyman y Egon Pearson. Las investigaciones realizadas durante las operaciones bélicas habían conseguido que se formulase matemáticamente la resolución de problemas en el caso de dos dificultades empresariales comunes: el control de inventarios y la organización del transporte. Sin embargo, cuando lo que se precisaba era abordar cuestiones relacionadas con el lanzamiento de un nuevo producto o la modificación de un precio, el frecuentismo no ofrecía ninguna ayuda en la realización de las tareas empresariales.

Más tarde, las publicaciones de Schlaifer harían mención de una serie de modestas peticiones de ayuda. Una de ellas procedía del dueño de un kiosco de periódicos que no estaba seguro de cuántos ejemplares del Daily Racing Form debía adquirir para la venta, y otra vendría de un mayorista preocupado por hallar el mejor modo de distribuir entre dos almacenes el tiempo de trabajo de sus diez camiones de reparto. Con un poco de suerte, los propietarios de aquellos negocios lograrían tomar la decisión más adecuada. Sin embargo, dadas las incertidumbres que implicaba incluso la resolución de problemas tan sencillos como éstos, Schlaifer se preguntaba si los profesionales podrían llegar a esperar siquiera tener en su mano la posibilidad de tomar sistemáticamente las mejores decisiones posibles. Y aun en el caso de que pudieran recabar información adicional mediante el muestreo o la experimentación, ¿merecería la pena asumir el coste?

Según los frecuentistas, la estadística objetiva era sinónimo de análisis de la frecuencia relativa a largo plazo, y las probabilidades resultaban inválidas a menos que se basaran en observaciones repetibles. Los frecuentistas trabajaban con una gran cantidad de datos directamente relevantes y efectuaban muestreos para comprobar hipótesis y poder realizar inferencias relacionadas con las incógnitas. El método funcionaba en los casos en que intervenían fenómenos repetitivos y sistemáticos como el de las sucesivas cosechas de grano de un terreno, el de la genética, el de las apuestas, el de los seguros y el de la mecánica estadística.

No obstante, es frecuente que los ejecutivos del sector empresarial se vean obligados a tomar decisiones en situaciones marcadas por una incertidumbre extrema, sin datos procedentes de muestreos. De este modo, Schlaifer llegó a la siguiente conclusión: «En efecto, en una situación de incertidumbre, el hombre de negocios no tiene más remedio que realizar una apuesta […], cifrando su esperanza en obtener una ganancia pero sabiendo al mismo tiempo que podría verse obligado a enjugar una pérdida».[11.4] Los ejecutivos necesitaban disponer de un sistema que les permitiera calcular las probabilidades sin las repetidas comprobaciones que exigían los métodos frecuentistas. Schlaifer solía decir que el hecho de enseñar los planteamientos frecuentistas le hacía sentirse como un zopenco. Sencillamente, no abordaba el principal problema de los negocios, esto es, la toma de decisiones en situaciones presididas por la incertidumbre.

Al reflexionar sobre el problema, Schlaifer comenzó a preguntarse cómo podrían tomar decisiones los ejecutivos si no les resultaba posible basarse en ningún dato. Obviamente, antes que verse despojados de toda información era mejor contar con algún dato previo que hubieran logrado reunir en relación con la demanda del producto que ofrecían. Sobre esa base, Schlaifer empezó a plantearse el problema de cómo utilizar una determinada muestra de datos y de cuánto dinero podría llegar a costar la obtención de dicha muestra. La actualización de la información previa con los datos derivados de los muestreos acabó conduciéndole a la regla de Bayes, dado que ésta podía combinar subjetivamente las probabilidades valoradas a priori con los datos objetivos recabados con posterioridad. Aquella fue una intuición fundamental que no tardaría en cambiarle la vida.

Schlaifer no sabía demasiadas matemáticas. Ajeno al enconado cisma filosófico que separaba a los objetivistas de los subjetivistas, nuestro estudioso se deshizo de todos los libros que había venido leyendo hasta entonces y reinventó de punta a cabo la teoría de la decisión bayesiana. Schlaifer era un estadístico autodidacta que trabajaba en una escuela de negocios, de modo que no tenía contraída ninguna deuda intelectual con la estadística oficial. Y dado su celo iconoclasta, no tuvo inconveniente en desafiar audazmente a los gigantes de ese campo. Al igual que Savage, Schlaifer había empezado a combinar la incertidumbre con la economía al objeto de poder tomar decisiones. Savage decía que Schlaifer era «ardiente como un ascua, afilado como una daga, claro como el agua, rápido como el rayo y tan agotador como una maratón».[11.5]

Schlaifer se dio cuenta de que su competencia matemática era prácticamente nula, «de un orden de magnitud épsilon», diría él mismo.[11.6] Para compensarlo, comenzó a trabajar encarnizadamente, entre setenta y cinco y ochenta horas por semana, llegó a fumarse hasta cuatro cajetillas de cigarrillos sin filtro al día, y se puso a anotar sus pensamientos en el encerado de la oficina, repleta de una espesa humareda, utilizando para ello una serie de tizas de diferentes colores. Dando muestras de una gran determinación, se entregó en cuerpo y alma a la concreción de un proyecto que, a su juicio, estaba llamado a revelarse importante para los problemas de la vida real, dándole vueltas y más vueltas a una teoría, retrocediendo después sobre sus propios pasos para intentar resolverla de otra manera, y terminando por precipitarse más tarde sobre una nueva hipótesis para tratar de enfocar el asunto de otra forma. Su voz retumbaba por los pasillos prácticamente a todas horas: —«¡Oh, Dios mío!», exclamaba, para añadir a continuación: «¿Cómo he podido ser tan estúpido?»—. Sus colegas sabían que toda aquella agitación venía a indicar que acababa de invalidar una opinión firmemente arraigada para sustituirla por un planteamiento distinto. Dotado de una curiosidad infinita, Schlaifer exigía el máximo, invariablemente ansioso por obtener los mejores análisis posibles. No tardaría en comprender que necesitaba la contribución de las matemáticas.

Habiendo oído hablar de un joven llamado Howard Raiffa que practicaba el bayesianismo en secreto en la Universidad de Columbia, Schlaifer estudió su trayectoria y convenció a la Universidad de Harvard de que debía contratarlo. A lo largo de los siete años siguientes, Raiffa y Schlaifer habrían de colaborar de forma muy estrecha. Raiffa continuaría creciendo profesionalmente hasta convertirse en un negociador internacional dotado de un gran ascendiente en los terrenos de la educación, el mundo empresarial, el derecho y las políticas públicas —y no sólo en los Estados Unidos sino también en el exterior—. No obstante, siempre tendría en gran consideración a Schlaifer, a quien juzgaba «un gran hombre». «Yo le veneraba», recuerda. «Me sentía intimidado ante él […]. Se mostraba extremadamente categórico, seguro e incluso dogmático, pero lo cierto es que también se revelaba muy, pero que muy inteligente […]. [Schlaifer era] un hombre —un tipo de una pieza—, una persona que había descubierto por sí solo el bayesianismo, a quien le importaban una higa todos aquellos que se mostraran en desacuerdo con él, y que no sólo habría de dedicarse a teorizar y a filosofar, sino que también lograría aplicar el enfoque bayesiano a los problemas de la vida real.»[11.7]

Tanto Schlaifer como Raiffa pertenecían a la flor y nata del mundillo intelectual, pero Schlaifer tenía un carácter arrogante, mientras que la personalidad de Raiffa era, en palabras de uno de sus colaboradores, «un encanto, la de una persona muy cariñosa, muy abierta y muy cálida».[11.8] Schlaifer era miembro de la sociedad Phi Beta Kappa de la Ivy League.[11.ii] Raiffa había asistido a las facultades de la Universidad de la Ciudad de Nueva York: «la institución que eligen los estudiantes pertenecientes a las clases bajas o de ingresos medios de Nueva York», señalaba él mismo, antes de añadir: «Yo estaba en el bando de los pobres».[11.9] En el transcurso de la segunda guerra mundial, una prueba de capacitación mal concebida con la que se pretendía clasificar los conocimientos de aritmética y álgebra elemental de los miembros de las fuerzas aéreas asignaría un suspenso a Raiffa y condenaría al futuro asesor de los presidentes estadounidenses a un conjunto de destinos muy por debajo de sus posibilidades, dado que no sería enviado a un prestigioso laboratorio de investigación, como aquel en el que Schlaifer habría de pasar la guerra, sino que se le confinaría en tres centros sucesivos de formación elemental, no asignándole sino simples tareas básicas, primero en una escuela de cocina y repostería, más tarde en un puesto de meteorología, y finalmente en una estación dotada de diversos sistemas de radar para el aterrizaje a ciegas.

En último término, sería el antisemitismo el que viniera a determinar la elección profesional de Raiffa. Un día oyó por casualidad un comentario de los sargentos del batallón en el que servía. Los oficiales afirmaban que les gustaría poner en fila india a los judíos de los Estados Unidos y reunirlos a todos en una playa a fin utilizarlos en sus prácticas de tiro. Poco tiempo después, los agentes de la propiedad inmobiliaria de Fort Lauderdale, en el estado de Florida, se negarían a encontrar un alojamiento para Raiffa y su esposa debido a que eran judíos. Estas experiencias determinarían que en una ocasión, al decirle un amigo que tanto en el campo de la ingeniería como en el de la ciencia se discriminaba de igual modo a los judíos, Raiffa no tuviera más remedio que mostrarse dispuesto a creerle. Así las cosas, se enteró un día de que a los actuarios de seguros se les elegía mediante una serie de concursos de oposición de carácter plenamente objetivo, de modo que al estar buscando un ámbito de trabajo en el que las competencias profesionales contaran más que la religión, Raiffa decidió matricularse en el programa de formación actuarial que ofrecía la Universidad de Michigan —la misma institución en la que había estudiado Arthur Bailey.

Para gran asombro suyo, Raiffa se convirtió en un estudiante magnífico que no sólo habría de mostrarse «loco de alegría» a todas horas sino que conseguiría hacerse rápidamente con una licenciatura en matemáticas, una maestría en estadística y un doctorado en ciencias exactas —y todo ello en los seis años que median entre 1946 y 1952—. «En el curso de estadística que estudié no recuerdo haber escuchado en ningún momento la palabra “Bayes”», manifestaría más tarde. «Entendido como fórmula con la que realizar deducciones, el teorema de Bayes simplemente no existía. Todo cuanto nos enseñaban era estrictamente la clásica estadística objetivista de Neyman Pearson (de base frecuentista).»[11.10]

Pese a que Schlaifer hubiera adoptado la teoría de Bayes de la noche a la mañana, Raiffa avanzaría muy lentamente y de mala gana hacia la subjetividad implícita en el método. Sin embargo, al leer el libro de John von Neumann y Oskar Morgenstern titulado Teoría de juegos y comportamiento económico, publicado en el año 1944, Raiffa comprendería instintivamente los juegos que podrían desarrollar los demás, determinando así la forma en que él mismo debía intervenir en la competición: «En mi ingenuidad, y sin disponer de ninguna teoría específica ni de nada que pudiera parecérsele […], [empecé] a establecer las distribuciones de probabilidad más juiciosas. Me fui adentrando insensiblemente en el mundo del subjetivismo, sin darme cuenta del comportamiento tan radical que estaba adoptando. En mi caso fue un proceso de lo más natural. Nada del otro mundo».[11.11]

Más tarde, al impartir una serie de seminarios sobre el nuevo libro que acababa de publicar por entonces Abraham Wald —titulado Statistical Decision Functions—, Raiffa se dio cuenta de que la obra estaba repleta de referencias a las reglas de toma de decisiones derivadas de la teoría de Bayes, y que todas ellas se exponían con la intención de que resultaran aplicables al marco frecuentista. Estando trabajando con el Grupo de Investigación Estadística de la División de Control de Tiro del Comité de Investigación Nacional de la Defensa de los Estados Unidos, Wald descubriría por sí solo, es decir, independientemente de Turing y de Barnard, el análisis secuencial, empleándolo para comprobar la fiabilidad de las municiones. Pese a ser un frecuentista declarado, Wald optaba a veces por resolver los problemas de una forma curiosamente indirecta. Tras inventarse una probabilidad bayesiana a priori, pasaba a solucionar la versión bayesiana del problema así planteado, para analizar después sus propiedades frecuentistas. Wald sostenía asimismo que todo buen procedimiento de decisión era necesariamente de naturaleza bayesiana, llegando a confiarle a la profesional de la estadística Hilda von Mises[11.iii] que él mismo se había convertido al bayesianismo pero que no se atrevía a decirlo en público. Sus trabajos estaban llamados a ejercer una gran influencia en un gran número de estadísticos matemáticos y de teóricos de la decisión, incluyendo al propio Raiffa.

Antes de la aparición del libro de Wald, la palabra «bayesiano» había aludido únicamente a la controvertida sugerencia que había realizado en su día Thomas Bayes respecto de la existencia de unos a priori iguales, lo que significa que no se entendía todavía que hiciera referencia al teorema que ese mismo autor había ideado para resolver problemas de probabilidad inversa. Al fallecer Wald, víctima de un accidente aéreo ocurrido en la India en el año 1950, el departamento de estadística de la Universidad de Columbia contrató a Raiffa para que impartiera el curso de Wald. Raiffa conseguiría mantenerse un poco por delante de sus alumnos estudiando todas las noches el libro del malogrado estadístico. Iría modificando poco a poco sus perspectivas hasta llegar a profesar un punto de vista opuesto al de casi todos los departamentos de estadística del país, incluido el de la propia Universidad de Columbia. La tarea de abandonar la objetividad «científica» para adoptar los pareceres subjetivos no iba a resultarle nada fácil.

En un principio, y al igual que Schlaifer, Raiffa se dedicó a la enseñanza de un riguroso frecuentismo, utilizando tanto la teoría, por entonces canónica, de Neyman-Pearson como los métodos de comprobación de hipótesis, los intervalos de confianza, y las estimaciones objetivas. Sin embargo, en el año 1955, Raiffa, reproduciendo una vez más la trayectoria intelectual de Schlaifer, dejaría de considerar que aquellos conceptos resultaran esenciales. Los profesores de la facultad de Columbia asistían como oyentes a las clases de Raiffa, de modo que la encubierta conversión al bayesianismo que estaba experimentando acabó por destrozarle los nervios. Si no se atrevió a «salir del armario» fue porque varios de los colegas a quienes más admiraba se oponían a voz en cuello al método de Bayes. «Oye, Howard, ¿qué te propones?», le preguntaron. «¿No estarás tratando de introducir alguna forma de pringoso rollo psicológico en un campo que nosotros consideramos una ciencia?»[11.12]

Raiffa y sus colegas de la Universidad de Columbia se hallaban por entonces volcados en la resolución de unos problemas cuyo carácter era completamente diferente. Fortalecidos por los descubrimientos de la segunda guerra mundial, los probabilistas como Raiffa y Schlaifer habían comenzado a mostrarse cada vez más interesados en no limitar el empleo de la estadística al análisis de datos, de modo que estaban intentando extender su uso al terreno de la toma de decisiones. En cambio, Neyman y Pearson valoraban los errores vinculados con las distintas estrategias o hipótesis utilizadas y decidían después si se imponía aceptarlas o rechazarlas. No les era posible inferir las acciones que se hacía preciso realizar basándose únicamente en el resultado de una de las muestras sometidas a observación, dado que tenían que ponderar la totalidad de los resultados potenciales que podían haber arrojado las distintas muestras pese a no haberse materializado. Ésa era justamente la objeción que Jeffrey oponía a la utilización del frecuentismo en la obtención de conclusiones científicas. Raiffa opinaba de la misma forma, aunque por razones diferentes: lo que él quería era poder tomar decisiones ajustadas a «los problemas económicos reales; no a los dilemas espurios».[11.13]

Raiffa se interesaba en las cuestiones prácticas, esto es, en las decisiones singulares que exigían la realización de una rápida valoración de las circunstancias, como las relacionadas con la cantidad de producto que convenía tener almacenado o la forma de calcular su precio. Como ya hiciera Schlaifer en la Universidad de Harvard, también Raiffa quería ayudar a las empresas —y no sólo a resolver las incertidumbres que se les presentaban sino a utilizar de manera indirecta la información relevante—. En palabras del propio Raiffa, los anti-bayesianos «nunca se decidirán a asignar probabilidades —y cuando digo nunca, es nunca— a un problema como el vinculado con el cálculo de “la probabilidad de que el valor p caiga en el intervalo comprendido entre 0,20 y 0,30”».

Lo cierto era que los subjetivistas bayesianos, por su parte, querían que las respuestas que se obtuvieran se expresaran en términos probabilísticos. No querían limitarse a aceptar o a rechazar sin más una hipótesis. Lo que Raiffa había comprendido era que el propietario de una empresa quería hallarse en condiciones de afirmar algo parecido a lo siguiente: «basándome en las creencias que he venido manteniendo hasta hace poco […], y en las características específicas de las muestras de que dispongo, puedo considerar ahora sensato creer que existe un noventa y dos por ciento de probabilidades de que p sea mayor que 0,25».[11.14]

Esto era materia verboten[11.iv] para los frecuentistas, que únicamente consideraban válidos los resultados de aquellas muestras cuyo «nivel de significación se situara en un 0,05». Raiffa juzgaba que el enfoque de los frecuentistas no venía «a describir la distribución sino de una forma muy, pero que muy superficial. Lo que yo quería era que mis alumnos pensaran en términos probabilísticos no sólo en lo tocante [al conjunto de la distribución de p], sino también en lo referente al punto en el que podía hallarse la p incierta, para luego poder conjeturar, desde el punto de vista de la decisión a tomar, cuál podría ser la acción correcta que se hacía preciso realizar. Por consiguiente, tenía la impresión de que todo el asunto de la comprobación de hipótesis estaba llevando a los alumnos por un camino equivocado».[11.15]

Para Raiffa, el cisma abierto entre estas dos escuelas de estadística adquiriría concreción al proceder los profesores de la Universidad de Columbia a examinar a un estudiante de sociología llamado James Coleman. En el transcurso de la prueba oral, Coleman se mostró «confuso y falto de concisión […], de modo que su intervención quedó a todas luces lejos de la altura exigida a un doctorando».[11.16] Sin embargo, sus profesores mantuvieron categóricamente que se trataba de un alumno que, en todas las demás circunstancias, se revelaba deslumbrante. Valiéndose de la perspectiva bayesiana que había adoptado recientemente, Raiffa argumentó que la opinión que se habían forjado previamente los miembros del departamento respecto de las cualidades del candidato era tan positiva que la experiencia vivida en una sola hora de examen no debía venir a alterar sustancialmente sus puntos de vista. «Aprobémosle», insistiría Raiffa. Andando el tiempo, Coleman acabaría convirtiéndose en un sociólogo extremadamente influyente, hasta el punto de que su rostro merecería figurar tanto en la portada de la revista Newsweek como en la primera plana del New York Times.

Hasta ese momento, Raiffa había venido considerando que la transformación que le había hecho pasar de ser un adepto de las teorías de Neyman y Pearson a abrazar el bayesianismo formaba parte de una conversión intelectual personal; lo que no sospechaba era que todavía le quedara por experimentar una conversión de carácter emocional.

En el año 1957, y en plena campaña para elevar el nivel intelectual de las escuelas de ciencias empresariales, la Fundación Ford hizo donación de una serie de fondos a la Universidad de Harvard a fin de que ésta contratara a un matemático estadístico. La institución haría a Raiffa una oferta muy atractiva consistente en impartir conjuntamente dos cursos interrelacionados: uno en el nuevo departamento de estadística de la universidad y otro en su escuela de negocios. Cuando el departamento de estadística se enterara de que Raiffa se había convertido a la confesión bayesiana, el presidente, Frederick Mosteller, se mostraría tolerante aunque un tanto tibio, mientras que William Cochran, otro destacado profesor, se limitaría a espetarle: «Bueno, ya irás creciendo».[11.17] Sin embargo, en la escuela de negocios, Schlaifer recibiría a Raiffa con los brazos abiertos.

Schlaifer era «la persona más dogmática y obstinada que jamás me haya sido dado conocer», recordaría más tarde Raiffa. Al principio, no se daría cuenta «de lo maravilloso que era Schlaifer […]. No comprendí inmediatamente que Schlaifer era realmente el gran hombre que aparentaba ser. Ya por entonces había comenzado a centrarse en la resolución de los problemas reales que planteaba la toma de decisiones en el mundo de los negocios, desentendiéndose de la comprobación de hipótesis. Decía que los que se dedicaban a eso estaban equivocados». Sin embargo, tras esta confesión, y casi a renglón seguido, Raiffa opta por corregir sus propias palabras: «No, no; no era eso lo que decía. Lo que mantenía era que si lo que querían pasaba por facilitar la toma de decisiones en el ámbito empresarial, y en condiciones de incertidumbre, entonces iban mal encaminados».[11.18]

Todas las mañanas, Raiffa daba clases a Schlaifer. Le enseñaba los pormenores del cálculo y del álgebra lineal, así como los secretos de los vectores, de las transformadas y de otras materias por el estilo. Al día siguiente, Schlaifer comenzaba a concebir nuevos teoremas, y veinticuatro horas después ya estaba aplicando lo que acababa de aprender a algún problema específico. Raiffa no tardaría en descubrir que «[Schlaifer] poseía una mente receptiva y muy aguda, siendo además una persona tenaz, persistente y creativa».[11.19] Ambos hombres eran adictos al trabajo, pero sería Schlaifer quien trabajara más horas que nadie. Así recordará Raiffa aquella época: «Schlaifer era realmente un estudiante fabuloso […]. Poseía unas facultades matemáticas innatas. Lo único que necesitaba era comprender las aplicaciones prácticas que podían darse a la teoría».[11.20] Ninguno de los dos habría de remitirse jamás a los artículos que aparecían publicados en las revistas o los libros especializados. Todo cuanto hicieran juntos sería material sacado de su propia cosecha.

Schlaifer no sabía, ni de lejos, tanta estadística como Raiffa, pero era mucho más culto. Raiffa no había estudiado a los grandes teóricos de los tiempos anteriores a la guerra, como Jeffreys, Fisher y Egon Pearson. Más tarde, al descubrir los trabajos de Savage, quedaría asombrado ante la claridad de sus exposiciones. Al final, Raiffa optaría por seguir el consejo de sus colegas y dedicaría su cátedra de la Universidad de Harvard a la memoria de Frank Ramsey, pese a no haber consultado nunca la obra del malogrado joven.

Cuando Schlaifer y Raiffa se dedicaban a elaborar artículos conjuntos era siempre el segundo quien realizaba el primer borrador. Después, Schlaifer «lo analizaba todo desde cuarenta puntos de vista diferentes, hasta el mismísimo domingo, introduciendo constantes modificaciones en el texto, al que agregaba hasta la más mínima coma, aunque luego reflexionara y decidiera retirarlas», recuerda John Pratt, uno de los colegas que habría de componer varios trabajos importantes con Schlaifer y Raiffa.[11.21] De hecho, en una ocasión Schlaifer estuvo a punto de no permitir que la editorial de la Escuela de Negocios de Harvard publicara uno de sus libros debido a que los directores de la empresa habían puesto las comillas de una cita fuera de la puntuación en lugar de dentro. (Y de ese modo, estalló una encarnizada batalla para decidir si debía ponerse «over.» o bien «over»).

«La única faceta que me desconcertaba de él», comentaría Raiffa, «[…] giraba en torno al hecho de que fuera extremadamente sensato —¡siempre que no decidiera tocar ningún tema político!»[11.22] Así las cosas, Raiffa aceptaría entrar en polémicas sobre cuestiones estadísticas con su colaborador, pero preferiría hacer oídos sordos al debate cuando Schlaifer diera en arremeter contra el impuesto sobre la renta y considerara recomendable resolver los problemas de Haití convirtiendo a todos los haitianos que residieran en los Estados Unidos en soldados a fin de enviarlos después de vuelta a casa.

Para Schlaifer, la regla de Bayes no constituía únicamente un instrumento útil, sino también una materia propicia para el credo —y un credo además en el que poder creer fervientemente—. Y como todo auténtico creyente se negaría a aceptar que pudiera haber más de una forma de abordar un problema. Acostumbraba a recurrir a «una extraña mezcla hecha de insistencias palmariamente brutales y de un conjunto de discursos intelectuales que le permitían detectar lagunas en todos los argumentos que utilizaba Howard», recordará más tarde Arthur Schleifer, hijo, que era alumno suyo. «[Schlaifer] conseguía demostrar que las fórmulas alternativas [de Raiffa] no desembocaban sino en una serie de paradojas insostenibles […]. La forma en que Robert [Schlaifer] enfocaba el asunto era la siguiente: sólo había una única manera de hacer las cosas, todos teníamos por tanto que hacerlas de esa manera, y si uno buscaba cualquier otra alternativa, entonces te demostraba que estabas en un error.»[11.23]

Raiffa quería exponer a sus estudiantes los dos métodos, tanto el frecuentista como el bayesiano, a fin de que si alguien llegaba a tener conocimiento del punto de vista que mantenían las altas esferas del mundillo estadístico, no quedara desconcertado. Sin embargo, Schlaifer consideraba que esta práctica equivalía a enseñar una doctrina falsa. En cualquier caso, llegaría a declarar en un arranque de olímpica altivez: «los hombres de negocios no se entretienen con literaturas».[11.24]

En el año 1958, Raiffa se había convertido ya en un apasionado defensor del subjetivismo. Le parecía obvio que cuatro empresas inmersas en cuatro mercados diferentes pudieran utilizar la misma información para generar cuatro a priori no estadísticos distintos y cuatro conclusiones dispares. Pese a que esto siga siendo algo que todavía hoy incomoda a algunos científicos y estadísticos, en esos años eran muchos los que se contentaban con acumular una ingente cantidad de información estadística nueva sobre las opiniones a priori de carácter no estadístico que habían mantenido en un principio. Y si en nuestros días son muy numerosos los estadounidenses que recuerdan dónde estaban cuando se enteraron del asesinato de Kennedy o de los atentados del 11 de septiembre de 2001, también son muchos los bayesianos de la generación de Raiffa que conservan viva memoria del momento preciso en el que la lógica global del método de Bayes vino a iluminarles al modo de una irresistible epifanía. Los detractores del sistema empezarían a decir que la Escuela de Negocios de Harvard era «un verdadero semillero del bayesianismo».

La apuesta —como denominación por antonomasia de la asignación de diferentes probabilidades a un mismo fenómeno— se convirtió en la expresión más tangible de las creencias bayesianas. «Todos los días se realizaban aproximadamente media docena de apuestas [en torno al grupo de Schlaifer], apuestas relacionadas con cualquier cosa, ya que lo mismo podían hacerse sobre las elecciones como sobre algún resultado deportivo. Los billetes de a dólar no paraban de cambiar de manos. Era una especie de tradición profundamente arraigada en nuestro estilo de vida. Lo cierto es que uno llegaba a creer de verdad en todo aquello», explica Arthur Schleifer.[11.25] Tanto Robert Schlaifer como Howard Raiffa estaban empezando a ganarse fama de fanáticos de la causa bayesiana.

Schlaifer envió las setecientas páginas de su primer manual de estadística a la editorial McGraw-Hill, que se había comprometido a publicarlas. La obra saldría a la calle con el título de Probability and Statistics for Business Decisions: An Introduction to Managerial Economics under Uncertainty. Poco después, Schlaifer descubriría la habitual legión de errores y desaciertos que siempre acababa por detectar e insistió en que la editorial McGraw-Hill retirara la primera edición y la sustituyera por una segunda. Se trataba del típico conflicto entre la necesidad de poner el rigor intelectual por encima de la cuenta de resultados de una empresa y sería Schlaifer quien se llevara el gato al agua. En el año 1959, el libro salió a la venta con un precio de once dólares y medio y Harvard ascendió a su antiguo profesor, ofreciéndole la cátedra de administración de empresas.

El texto de la Probability and Statistics for Business Decisions sería el primer manual escrito desde una perspectiva íntegra e incondicionalmente bayesiana. Los estudiantes podían resolver problemas relacionados con el establecimiento de inventarios o con cuestiones vinculadas con la mercadotecnia y la puesta en espera valiéndose de simples operaciones aritméticas, reglas de cálculo, o, a lo sumo, una calculadora de sobremesa. El libro apenas reconocía la influencia de unas cuantas autoridades previas. Schlaifer había abrazado la posición subjetivista que ahora defendía independientemente de Ramsey, de De Finetti y de Savage. Savage, por su parte, no sólo admitiría que Schlaifer había desarrollado sus ideas de un modo «completamente independiente», sino que destacaba el hecho de que tuviera «los pies más firmemente anclados en tierra [que otros] y de que también se dejara subyugar menos que ellos por la tradición».[11.26]

Al reflexionar sobre la situación en la que se encontraba la regla de Bayes, tanto Schlaifer como Raiffa se percatarían de que, a diferencia de los frecuentistas, los bayesianos no disponían de una biblioteca de herramientas matemáticas específicamente concebidas para ser aplicadas a su método. Esto había determinado que cuajara la idea de que los sistemas bayesianos eran demasiado complicados para poder admitir una verdadera aplicación práctica, idea que se había extendido sobre todo entre los estudiantes de las escuelas de ciencias empresariales, que muy a menudo carecían de una sólida preparación matemática. Y si es cierto que algunos teóricos como Savage y Lindley se habían esforzado en conseguir que el método de Bayes adquiriera una mayor respetabilidad desde el punto de vista matemático, no lo es menos que a partir del año 1958 tanto Raiffa como Schlaifer se empeñarían en transformarlo en un sistema plenamente funcional y de fácil aplicación a los problemas relacionados con las necesidades básicas. Como ya hiciera en su día George Box, también ellos darían en parodiar una canción célebre —en este caso la de «Annie Get Your Gun»—, afirmando que los bayesianos no sólo estaban perfectamente capacitados para hacer todo cuanto pudieran realizar los frecuentistas, sino que podían obtener mejores resultados que ellos.

Para facilitar los cálculos, Raiffa y Schlaifer decidirían elaborar árboles de decisión y predicción, así como lo que se daba en llamar el «talado» de esos árboles y la elaboración de a priori conjugados. «Empecé a utilizar diagramas de árboles de decisión para representar la naturaleza secuencial de los problemas de decisión a que tenían que enfrentarse los gerentes de las empresas», afirmaría Raiffa. Me planteé lo siguiente, prosigue: «¿Qué debería yo hacer, siendo como soy la persona encargada de tomar las decisiones: actuar inmediatamente o esperar a poder reunir más información de mercadotecnia (bien aplicando métodos de muestreo, bien realizando nuevos estudios de ingeniería)? […]. La verdad es que yo nunca fui por ahí alardeando de haber sido el inventor de los árboles de decisión, pero […] acabaría por conocérseme con el apodo de “señor Árbol de decisión”».[11.27] Como suele ocurrir con todos los árboles de abundante ramaje, los diagramas de los procesos bayesianos aplicados a la toma de decisiones no tardarían en echar raíces en los programas de estudios que se impartían en los cursos de licenciatura de las escuelas de empresariales. Es probable que los árboles de decisión constituyan la aplicación práctica más conocida de la regla de Bayes.

En sus inicios, el «talado» de esos árboles no era sino una manera simplificada de ayudar a uno de los estudiantes de posgrado de Raiffa que se mostraba interesado en las perforaciones exploratorias de pozos de petróleo. Por regla general, los ingenieros de las perforadoras petrolíferas tenían que decidir si resultaba necesario o no realizar una serie de catas geológicas en un particular emplazamiento antes de optar por iniciar la perforación o desistir de ella. Para evitar la realización de un conjunto de complejos cálculos algebraicos, Raiffa daba la vuelta al orden en que el perforador enfocaba el proceso de la decisión. De este modo, empezaba valorando la probabilidad de que los resultados de las pruebas fueran positivos o negativos antes de sopesar la posibilidad de considerar conveniente o no la puesta en marcha de la comprobación. Al ir avanzando en dicho proceso, el propio diagrama proporcionaba información sobre la posibilidad de que a un acontecimiento x le siguiera un suceso y. El talado de la decisión permitía colocar el evento y en primer plano. El procedimiento venía a revelarse equivalente a la utilización de la regla de Bayes debido a que la probabilidad de que se dé x si sabemos que se da y, y la probabilidad de que se verifique y sabiendo que se da x, son los dos elementos críticos de la fórmula de ese teorema.

«Y entonces talábamos los árboles», recuerda Raiffa. «A esto no lo llamábamos “método de Bayes”. Lo peor que se puede hacer en estos casos es utilizar el teorema de Bayes. Resulta demasiado complicado. Basta con emplear el sentido común y juguetear con este tipo de cosas; una vez hecho eso todo se revelaba extremadamente sencillo. Teníamos a gente capaz de hacer cálculos complejos que podían haber resuelto estas cuestiones aplicando el teorema de Bayes, pero preferíamos no tener que recurrir al sistema de Bayes. Lo hacíamos aplicando el talado de los árboles de decisión.»[11.28]

Raiffa también idearía un práctico atajo para actualizar tanto las probabilidades a priori como las a posteriori. Se lo conocía con el nombre de «distribuciones a priori conjugadas», y se basaba en el hecho de que en muchos casos la forma de la curva de una distribución de probabilidades era la misma tanto en el plano de los a priori como en el ámbito de los a posteriori. De este modo, si se empieza con una función gaussiana normal, se termina igualmente con una función gaussiana normal. Los a priori conjugados resultaban extremadamente útiles cuando se procedía a realizar un conjunto de actualizaciones repetidas, como requiere justamente el método de Bayes. Albert Madansky ya había utilizado un concepto similar para proceder al estudio de la bomba de hidrógeno. Andando el tiempo, este atajo de Raiffa acabaría revelándose innecesario al ser sustituido por los métodos de la cadena de Montecarlo de Márkov.

Añadiendo al sistema una nueva simplificación, algunos bayesianos del mundo empresarial llegarían a abandonar incluso las probabilidades a priori que exige la aplicación de la regla de Bayes. Así explicará Schleifer este hecho: «El enfoque que yo empleaba pasaba por olvidarme de los a priori a menos que hubiera una aplastante cantidad de pruebas previas y que esto significara que realmente dispusiéramos de un importante volumen de conocimientos relacionados con el parámetro que nos interesaba».[11.29]

Hoy en día, esto es, en una época en que la televisión y la radio están llenas de bustos parlantes y de locutores invisibles, se hace difícil imaginar que el hecho de recurrir a las opiniones de los expertos fuera algo desconocido a principios de la década de 1960. Nadie sabía si los altos ejecutivos de las empresas se avendrían o no a ofrecer sus opiniones a fin de que éstas fuesen incorporadas a una fórmula matemática. Y nadie estaba seguro de que el juicio subjetivo de un experto fuera a revelarse válido. En una ocasión, John Pratt decidiría pedirle a su esposa, Joy —cuyo trabajo consistía en promocionar películas en los cines locales—, que valorara la asistencia de público que acudía diariamente a los distintos espectáculos. Al principio, las estimaciones de la mujer del estadístico se situarían en una horquilla excesivamente estrecha. Sin embargo, al comenzar a comparar sus valoraciones con las cifras de asistencia reales —esto es, con los centenares de datos tomados noche tras noche en dos de los cines de la localidad—, Joy Pratt aprendió a hacer unas predicciones tan ajustadas que su marido terminó convenciéndose de que la opinión de los expertos podía revelarse decididamente útil. Los bayesianos pusieron entonces la objeción de que Pratt y Schlaifer habían analizado los datos valiéndose de unas técnicas frecuentistas. La aplicación de los métodos bayesianos —que habrían exigido comparar los diferentes tipos de películas, la duración de las mismas, la popularidad de las estrellas de cine que las protagonizaban, y todo ese tipo de cosas— habría resultado excesivamente compleja. Andando el tiempo, la utilización de la opinión de los expertos en la toma de decisiones acabaría convirtiéndose en un área de estudio clave.

Al final se comprendió que Joy y John Pratt estaban en lo cierto: los altos ejecutivos encargados de la mercadotecnia de las empresas tenían que arriesgar grandes cantidades de dinero basándose en muy poca información, así que les encantaba que alguien les preguntara por su opinión profesional. Al estar acostumbrados a tener que esperar hasta el final de un estudio frecuentista para poder expresar su parecer, lo cierto era que les gustaba observar que se incluía en las valoraciones preliminares su «intuición como directivos» o la «percepción que tenían de una determinada situación».

Raiffa y Schlaifer empezaron entonces a indagar en otro tipo de cuestiones de detalle, como las relacionadas con la mejor forma de proceder a realizar las entrevistas a los expertos y de medir su competencia profesional. El director de la compañía DuPont,[11.v] que por esa época estaba tratando de decidir qué tamaño debería tener la nueva factoría de calzado de piel sintética que proyectaba construir en el año 1962, se sintió encantado al saber que se le ofrecía la posibilidad de aportar su particular granito de arena a la estimación de las probabilidades que pudiera presentar a priori la demanda de ese nuevo producto. Por su parte, los ingenieros de diseño de la Compañía de Automóviles Ford se mostrarían igualmente complacidos al comprobar que la incorporación de sus opiniones a los a priori del método de Bayes permitía a la empresa realizar sondeos de opinión menos amplios y costosos. De este modo, los trabajos de Raiffa y de Schlaifer vendrían a poner la solución de casi todos los problemas empresariales al alcance del análisis matemático. Una problemática dificultad que fuera específica del área de ingeniería podía llegar a tener que enfrentarse a veinte elementos de incertidumbre; de éstos, digamos que doce admitieran ser abordados por medio de simples conjeturas; no obstante, lo esperable era que la clarificación de otros cinco necesitara de la realización de nuevas pruebas; y finalmente, los dos restantes podían revestir un carácter tan crítico que la consulta a los expertos se revelara de todo punto imprescindible. Los problemas que estaba resolviendo la regla de Bayes eran bastante más complejos que los ejercicios mentales que Savage había efectuado en su día en relación con el ensortijamiento de las orejas de los conejos.

Entre los años 1961 y 1965 daría en celebrarse un emocionante seminario semanal —seguido por lo general de unas cuantas copas en el despacho de Schlaifer— centrado en las dificultades asociadas con el hecho de tener que tomar decisiones en condiciones de incertidumbre (o DUU, según las siglas inglesas del concepto: «Decision Making Under Uncertainty»). El seminario se dedicaba a ahondar en el análisis de utilidad, el estudio de carteras, los procesos vinculados con la toma de decisiones grupales, la teoría de sindicatos, las anomalías del comportamiento y las formas de averiguar datos relativos tanto a las incertidumbres como a los valores. Como diría Raiffa: «Estábamos contribuyendo a la conformación un nuevo campo de estudios».[11.30] Tanto este seminario como los dos libros que Raiffa y Schlaifer vendrían a elaborar conjuntamente a lo largo de este período cooperarían en la reactivación que el método bayesiano estaba llamado a experimentar a lo largo de la década de 1960. Tiempo después, Raiffa quedaría sorprendido al constatar que el período más fructífero de su colaboración con Schlaifer apenas había durado cuatro años.

El clásico libro que Raiffa y Schlaifer elaborarían para los estadísticos dotados de unos conocimientos avanzados —titulado Applied Statistical Decision Theory— vería la luz en el año 1961. Sus cuidadosos y detallados métodos analíticos vendrían a determinar la orientación de la estadística bayesiana durante las dos décadas siguientes. Es una obra que en la actualidad puede encontrarse en los anaqueles de casi todos los analistas especializados en la toma de decisiones.

Cuando Pratt se uniera a Raiffa y a Schlaifer para redactar el texto de la Introduction to Statistical Decision Theory, no tardaría en comprender que las operaciones que se revelaban a sus ojos de fácil factura matemática resultaban extremadamente difíciles para Schlaifer, que era capaz de entender los cálculos y las fórmulas pero no de producirlas por sí solo. Cuando el libro quedó finalmente listo para pasar una primera revisión, Schlaifer y Raiffa habían pasado a ocuparse ya de otros intereses. Sin embargo, serían tantas las solicitudes en las que se pedía la reserva del manuscrito preliminar de la obra que en el año 1965 la editorial McGraw-Hill juzgaría conveniente publicarlo en forma de texto mecanografiado. Habrían de pasar todavía treinta años más para que Pratt y Raiffa remataran aquel texto inconcluso, publicándolo entonces en forma de libro (y en ochocientas setenta y cinco páginas) el Instituto Tecnológico de Massachusetts.

A fin de ir familiarizando a los profesores de las escuelas de ciencias empresariales con los métodos matemáticos, Raiffa decidiría organizar, entre los años 1960 y 1961, un cursillo de la Fundación Ford de once meses de duración. Gracias a esa iniciativa, la siguiente generación de decanos de las escuelas de empresariales de las universidades de Harvard, Stanford y Northwestern, así como los de otras instituciones similares, quedarían impregnados de la fuerte dosis de subjetivismo bayesiano que habían recibido —un bayesianismo específicamente aplicado a la toma de decisiones—, de modo que la doctrina bayesiana consiguió difundir al exterior y penetrar en otras escuelas de administración de empresas. Raiffa proporcionaría incluso a sus alumnos un manual de ochenta y cuatro páginas titulado «An Introduction to Markov Chains», adelantándose en más de treinta años al conjunto de la profesión estadística —que habría de tardar justamente todo ese tiempo en adoptar el método de forma generalizada—. En el año 2000 sería muy frecuente observar que los métodos bayesianos se hallaban más comúnmente radicados en las escuelas universitarias de ciencias empresariales que en los departamentos de estadística.

A partir del año 1965, Raiffa y Schlaifer tomarían caminos diferentes. Por esa época Raiffa seguía considerándose un bayesiano centrado principalmente, «por decirlo a grandes rasgos, en introducir […] directamente en el análisis formal de un problema de toma de decisiones los juicios y las impresiones de carácter intuitivo».[11.31] Al haber ampliado sus conocimientos sobre la probabilidad subjetiva, la teoría de juegos y la regla de Bayes, quedaría en condiciones de abandonar el departamento de estadística de la Universidad de Harvard para hacerse cargo de una cátedra conjunta en la Escuela de Negocios y el Departamento de Economía de esa misma institución. Desde ese nuevo puesto se dedicaría a la práctica de una serie de asuntos de índole más societal que estrictamente estadística —como las cuestiones médicas, los problemas jurídicos o las dificultades surgidas en el campo de la ingeniería, de las relaciones internacionales y de la adopción de medidas políticas en la esfera pública.

Se mire por donde se mire, la decisión de Raiffa fue un éxito. En su calidad de precursor del análisis decisional, Raiffa sería una de las cuatro personas encargadas de organizar la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard. Pero no acabaría ahí su labor, ni mucho menos, puesto que también se le confiaría la fundación y la dirección de un comité asesor conjunto para temas vinculados con las relaciones entre Oriente y Occidente, al que se le encomendaría la misión de reducir las tensiones de la guerra fría mucho antes de que surgiera el movimiento de la perestroika; la creación de un curso de dramatización y juegos de rol para negociadores de la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard —cursillo al que habrían de salirle por cierto un gran número de imitadores—; y la dirección de la asesoría científica de McGeorge Bundy, adjunto del Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos en tiempos de los presidentes Kennedy y Johnson. En la Universidad de Harvard, Raiffa habría de dirigir también más de noventa tesis doctorales, tanto en el ámbito de la administración de empresas como en el de la economía, escribiendo asimismo once libros —no artículos, sino sólo libros—, entre los cuales hay uno que se ha mantenido en catálogo por espacio de más de cincuenta años. No hay duda de que, como bayesiano, la sombra de Raiffa resulta francamente alargada.

No obstante, justo es reconocer que, en último término, tanto Raiffa como Schlaifer fracasarían en su audaz intento de impregnar de bayesianismo los programas de estudios de las escuelas de empresariales, así como la teoría estadística y la actividad empresarial de los Estados Unidos. En la Escuela de Negocios de la Universidad de Harvard, Schlaifer lograría convertir la economía de gestión en un sólido programa curricular, pero el análisis bayesiano específicamente concebido para la toma de decisiones se desvanecería del plan de estudios de esa institución, de modo que la regla de Bayes no llegaría en ningún momento a sustituir a «las viejas materias» que acostumbraban a impartirse en las aulas estadounidenses. Desde la década de 1970, fecha a partir de la cual todas las grandes escuelas de ciencias empresariales empezarían a hacer hincapié en la teoría decisional de raíz bayesiana, el currículo que cubre esa materia ha tendido a condensarse en unas pocas semanas. Los estudiantes de las escuelas de negocios ya no hacen personalmente los cálculos vinculados con sus estudios; lo más probable es que contraten a un asesor o que adquieran un programa informático.

Serían también muchos los estadísticos teóricos que hicieran caso omiso de las contribuciones de Raiffa y Schlaifer; a fin de cuentas, ambos hombres eran personas ajenas al mundillo teorético que habían terminado trabajando en una escuela de negocios. Desde la ventajosa posición de que disfrutaba en Gran Bretaña, Lindley quedaría asombrado al tener noticia de que la comunidad estadística prestaba tan poca atención a Schlaifer. «No lo entiendo, porque a mí me tiene boquiabierto. El libro que escribió conjuntamente con Raiffa es una maravilla», y el texto que vino a publicar en solitario en el año 1971 exponía una metodología informática «adelantada a su época». Lindley consideraba que Schlaifer era «una de las mentes más originales» que jamás hubiera tenido oportunidad de conocer, ya que «poseía unos conocimientos extraordinariamente amplios».[11.32]

Este fracaso relativo de Raiffa y Schlaifer radicaría, al menos en parte, en el hecho de que Schlaifer no dejara de ser en ningún momento un teórico universitario en toda la extensión de la palabra. Cuando se veía enfrentado a un problema no era capaz de resolverlo, de modo que lo dejaba a un lado y se ponía a investigar otra cosa, y como es obvio los gerentes de las empresas no pueden permitirse este tipo de dilaciones. Tampoco se planteaba la búsqueda de soluciones a largo plazo ni hacía un seguimiento de las consecuencias que un determinado procedimiento resolutivo pudiera llegar a tener con el paso del tiempo; se manejaba siempre con resultados a corto plazo. Tampoco realizó excesivas labores de asesoría, y su falta de experiencia en lo tocante a vender una o más ideas complicadas a los ejecutivos, siempre notablemente atareados, habría de limitar el impacto que la regla de Bayes viniera a ejercer en las personas encargadas de gestionar las empresas. Schlaifer podía pasarse varias semanas inmerso en un caso de mercadotecnia relacionado con las numerosas complejidades abstractas del embalaje comercial de un requesón, pero despojaba al problema de todos los elementos asociados con la textura palpable de dicha presentación —lo que significa que prescindía justamente de aquellos aspectos que la mayoría de las personas que acostumbran a encargarse de estos asuntos hubieran tenido más presentes tras realizar una visita de trabajo a una granja—. Transformaría la tesis del único licenciado que habría de optar por realizar el doctorado bajo sus auspicios —un estudio vinculado con los problemas de control de calidad del enturbiado lustre de IBM— en un árido trabajo teorético sobre los muestreos de dos fases. La tesis del alumno acabó tan repleta de temas abstractos que sería necesario esperar a que Schlaifer se tomara un año sabático para que Raiffa pudiera intervenir y consolidar el doctorado del joven candidato. Schlaifer no sólo era un intelectual apasionado sino que se mostraba profundamente interesado en un conjunto de temas tremendamente específicos que se caracterizaban por el hecho de que pudiera dedicarse a su discusión y debate todo el tiempo que fuera necesario.

Una vez que Raiffa pasó a ocuparse de otros proyectos, Schlaifer comenzó a dedicar todas sus energías al diseño de un nuevo curso de introducción a la economía empresarial concebido para los alumnos de primer curso de la Universidad de Harvard. Como es lógico, el contenido lectivo estaría basado en los métodos bayesianos, siendo ésta la primera vez que una escuela de negocios optaba por abrazar dicho método. Escribió un texto y lo tituló Managerial Economics Reporting Control, asignándole posteriormente la abstracción taquigráfica «MERC». Los estudiantes odiaban ese libro, así que decidieron denominarlo Murk[11.vi] y procedieron a quemar todos sus ejemplares en la escalinata del acceso principal de la Biblioteca Baker de la Escuela de Negocios de Harvard. Cuando un reportero del periódico de la universidad le instó a realizar algún comentario sobre lo ocurrido, Schlaifer replicó: «Bueno, prefiero contarme entre las personas que asisten a la quema de sus libros que entre aquellas que los entregan a las llamas».

Dicho esto, Schlaifer se inclinó con gesto deliberadamente confidencial hacia el periodista y le espetó: «Dígame. Hay algo que de verdad me interesa. Se trata de unos libros impresos en un papel muy bueno y extremadamente satinado. Tienen que haber ardido muy mal. ¿Cómo se las han arreglado para prenderles fuego?».

«Pues verá, señor», le contestó respetuosamente el estudiante, «prendimos fuego a las páginas, una por una.»[11.33]

Clarividente hasta el final, Schlaifer dedicaría los últimos años de su vida a intentar elaborar programas informáticos para los profesionales, pese a que ya por entonces hubieran empezado a copar todos los nichos de ese campo laboral los distintos equipos de programadores matemáticamente cualificados que habían ido surgiendo. Schlaifer fallecería en 1944, a la edad de setenta y nueve años, víctima de un cáncer de pulmón. Tras su muerte, Raiffa y Pratt pondrían fin a la obra a la que el trío de estudiosos había consagrado treinta años de su vida: la Introduction to Statistical Decision Theory. En la dedicatoria a su común colega Schlaifer, Pratt y Raiffa saludarían en el recién desaparecido bayesiano a «un erudito original, a un tiempo profundo, creativo, infatigable, persistente, versátil y exigente —una persona que, pese a ceder de cuando en cuando a la irascibilidad, habría de revelarse siempre una fecunda fuente de inspiración para ambos—».[11.34]