ERAN las siete de la mañana en Copenhague en el momento en que Bosch hizo la llamada. Henrik Jespersen no tardó en ponerse al teléfono de su casa.
—Henrik, soy Harry Bosch, de Los Ángeles.
—Inspector Bosch, ¿cómo está? ¿Hay alguna novedad sobre Anneke?
Bosch guardó silencio un momento. Le parecía que Jespersen había formulado la pregunta de un modo extraño. Henrik había hablado con voz entrecortada, como si esta fuera la llamada que llevaba veinte años esperando. Bosch fue al grano.
—Henrik, hemos detenido al asesino de su hermana. Y yo quería pedirle…
—Endelig!
Bosch no conocía el significado de aquella palabra danesa, pero le pareció que expresaba tanto sorpresa como alivio. Se produjo un largo silencio, y Bosch adivinó que el hombre situado a medio mundo de distancia seguramente estaba llorando. Era un comportamiento que Bosch había visto otras veces al comunicar en persona una noticia semejante. En este caso había pedido autorización para viajar a Dinamarca a fin de informar personalmente a Henrik Jespersen, pero el teniente O’Toole había denegado la autorización, porque estaba resentido por la negativa de Mendenhall y la OAP a seguir investigando a Bosch.
—Lo siento, inspector —dijo Henrik—. Como puede ver, soy un hombre que se emociona con facilidad. ¿Quién es el asesino de mi hermana?
—Un hombre llamado John James Drummond. Ella no le conocía de nada.
Henrik no respondió, así que Bosch explicó:
—Henrik, es posible que algunos periodistas traten de hablar con usted sobre esta detención. En su momento hice un trato con un periodista del BT de Copenhague. El hombre me estuvo ayudando en la investigación y voy a llamarle después de hablar con usted.
De nuevo se produjo un silencio.
—Henrik, ¿me está…?
—Ese hombre, Drummond. ¿Por qué la mató?
—Para congraciarse con un hombre y una familia con mucho poder. Mató a su hermana para encubrir otro crimen cometido contra ella.
—¿Este hombre ahora está en la cárcel?
—Todavía no. Está en un hospital, pero pronto van a trasladarlo a una cárcel.
—¿En un hospital? ¿Es que usted le disparó?
Bosch asintió con la cabeza, en señal de la emoción que había detrás de la pregunta. Una emoción que se llamaba esperanza.
—No, Henrik. Drummond trató de escapar en un helicóptero y se estrelló. Nunca más va a volver a caminar. Tiene la columna vertebral destrozada. Los médicos creen que está paralizado del cuello para abajo.
—Me parece bien. ¿Cómo lo ve usted?
Bosch no vaciló en responder:
—También me parece bien, Henrik.
—Dice usted que ese hombre consiguió poder al matar a Anneke. ¿Cómo es eso?
Bosch estuvo resumiéndoselo todo durante los quince minutos siguientes. Quiénes eran los hombres implicados en aquella conspiración de silencio y qué era lo que habían hecho. El crimen de guerra al que Anneke hiciera referencia. Terminó por explicar el último giro que la investigación había dado, las muertes de Banks, Dowler y Cosgrove, la ejecución de las órdenes de registro de las dos fincas y el almacén que Drummond tenía en el condado de Stanislaus.
—Encontramos el diario en el que Anneke anotaba los pormenores de su investigación. Una libreta. Drummond pidió que se la tradujeran tiempo atrás. Parece que usó varios traductores para diferentes partes de manera que nadie se pudiera enterar de la historia al completo. Era policía y seguramente dijo que era para un caso que estaba investigando. Contamos con esa traducción. El diario empieza por referir lo que sucedió en el barco, al menos lo que Anneke recordaba. Sospechamos que su hermana tenía guardado el diario en la habitación del hotel y que Drummond fue allí y se apropió de él después del asesinato. Era uno de los recursos de que disponía a la hora de mantener bajo control a los demás hombres del barco.
—¿Puedo quedarme con ese diario?
—Ahora mismo, no, Henrik, pero voy a hacer una copia y se la enviaré por correo. El diario se utilizará como prueba en el juicio. Es una de las razones por las que le llamo. Voy a necesitar muestras de la escritura de Anneke para certificar la autenticidad del diario. ¿Tiene alguna carta de su hermana o cualquier cosa escrita de su puño y letra?
—Sí, tengo varias cartas. ¿Puedo enviarle unas copias? Esas cartas son muy importantes para mí. Es todo cuanto me queda de mi hermana, aparte de las fotografías.
Esa era una de las razones por las que Bosch había querido ir a Dinamarca para hablar en persona con Henrik. O’Toole había tachado su iniciativa de despilfarro, de un intento por su parte de tomarse unas vacaciones pagadas con el dinero de los contribuyentes.
—Henrik, tengo que pedirle que me deje los originales. Los necesitamos porque el grafólogo necesita comprobar la puntuación, la forma de hacer hincapié en determinadas letras, ese tipo de cosas. ¿Le parece bien? Prometo devolvérselo todo intacto.
—No hay problema. Confío en usted, inspector.
—Gracias, Henrik. Voy a necesitar que me las envíe cuanto antes. El primer paso en el juicio es lo que llamamos la comparecencia ante un gran jurado y necesitamos autentificar la escritura antes de sacar a relucir el diario. Y una cosa, Henrik, el fiscal asignado al caso es una persona muy competente. Me ha preguntado si estaría usted dispuesto a venir a Los Ángeles para asistir al juicio.
Se produjo una larga pausa, antes de que Henrik respondiera:
—Tengo que ir, inspector. Se lo debo a mi hermana.
—Es lo que pensaba que diría.
—¿Cuándo tendría que ir?
—Lo más seguro es que aún pase algún tiempo. Como he dicho, el primer paso es el gran jurado, y lo normal es que haya retrasos.
—¿Cuánto tiempo?
—Bueno, el estado físico de Drummond seguramente va a retrasar las cosas un poco, y su abogado… En nuestro sistema judicial, los culpables siempre tienen muchas oportunidades para retrasar lo inevitable. Lo siento, Henrik. Sé que ha estado esperando mucho tiempo. Le mantendré informado sobre…
—Ojalá le hubiera disparado. Ojalá lo hubiera matado.
Bosch asintió con la cabeza.
—Entiendo lo que dice.
—Tendría que estar tan muerto como los demás.
Bosch pensó en la oportunidad que había tenido en la ladera, cuando Mendenhall lo dejó a solas con Drummond.
—Entiendo —repitió.
La respuesta fue el silencio.
—¿Henrik? ¿Sigue ahí?
—Lo siento. No cuelgue, por favor.
El otro se retiró del teléfono antes de que Bosch pudiese decir nada. De nuevo se lamentó por no poder hablar personalmente con el hombre que había sufrido una pérdida tan enorme. O’Toole le había espetado que Anneke Jespersen llevaba veinte años muerta, que el tiempo había pasado y que no había razón para costearle el capricho de viajar a Copenhague para notificarle personalmente al hermano de la muerta la detención de su asesino.
Mientras aguardaba a que Henrik se pusiera otra vez al teléfono, Bosch levantó la mirada por encima del cubículo, como un soldado que asoma los ojos por la trinchera. O’Toole estaba en la puerta de su despacho, contemplando la sala de inspectores como si se tratase de un terrateniente que mira su finca. O’Toole lo veía todo en términos de números y estadísticas. No tenía ni idea del verdadero trabajo de sus subordinados. No tenía ni idea de la misión que cumplían.
Los ojos de O’Toole fueron a posarse en los de Bosch; se sostuvieron las miradas un momento. Pero el más débil terminó por ceder. O’Toole se metió en su despacho y cerró la puerta.
Mientras estaban en la ladera esperando la llegada de la ambulancia y los refuerzos policiales, Mendenhall le había confiado a Bosch algunos secretos de la investigación. Sus revelaciones sorprendieron e hirieron a Harry. O’Toole simplemente había estado aprovechando una oportunidad para meterle presión a Bosch, pero en realidad el teniente no había elevado la queja. La había elevado Shawn Stone, en San Quintín. Stone aseguraba que Bosch había puesto su vida en peligro al hacerle ir a una sala de interrogatorios, argumentando que los demás presos podían pensar que se había convertido en un soplón. Mendenhall explicó a Bosch que, tras hablar con todos los interesados, su conclusión era que a Stone le movían más los celos que sentía de Bosch por la relación de este con su madre que la posibilidad de ser etiquetado como un delator. Lo que Shawn se proponía con su queja era poner trabas a la relación entre Hannah y Harry.
Bosch aún no había hablado con Hannah del asunto y no estaba seguro de cuándo iba a hacerlo. Tenía miedo de que su hijo, con el tiempo, fuera a salirse con la suya.
Lo único que Mendenhall no le reveló a Bosch fueron sus propias motivaciones, pues se negó a explicar qué le había llevado a abandonar su territorio habitual a fin de seguir a Harry; tenía que contentarse con agradecer a la inspectora la ayuda que le había prestado.
—¿Inspector Bosch?
—Sí, Henrik.
Se produjo un momento de silencio mientras Henrik trataba de poner en orden sus pensamientos.
—No sé cómo explicarlo —dijo finalmente—. Pensaba que todo esto iba a ser distinto, no sé si me entiende…
Tenía la voz llena de emoción.
—¿En qué sentido?
Otra pausa.
—Llevo veinte años esperando esta llamada… Y durante todo este tiempo me he estado diciendo que desaparecería. Sabía que la tristeza por lo que le había ocurrido a mi hermana nunca iba a desaparecer, pero pensaba que lo otro sí.
—¿Qué es lo otro, Henrik?
Aunque ya sabía la respuesta.
—La rabia… Sigo sintiendo esa rabia, inspector Bosch.
Bosch asintió con la cabeza. Contempló el escritorio, las fotos de las víctimas bajo la cubierta de cristal. Casos y rostros. Sus ojos se trasladaron de la foto de Anneke a las demás; eran casos que aún no había podido resolver.
—Yo también, Henrik —dijo—. Yo también.