Capítulo 9

BOSCH se dio cuenta de que estaba muerto de hambre. Cogió el ascensor y bajó al vestíbulo, salió por la puerta principal y cruzó la plaza. Su plan era dirigirse a Philippe’s para comerse un emparedado de rosbif, pero su teléfono móvil sonó antes de cruzar First Street. Era Jordy Gant.

—Harry. Ya tenemos a tu hombre.

—¿A 2 Small?

—El mismo. Justo acaba de llamarme uno de mis muchachos. Le han pillado saliendo de un McDonald’s en Normandie. Uno de los agentes con los que hablé esta mañana llevaba su foto en la visera. Y sí, es 2 Small.

—¿Adónde lo han llevado?

—A la comisaría de la Calle 77. Le están tomando los datos en este mismo momento. Tan solo pueden retenerle provisionalmente, aunque si te das prisa, igual puedes llegar antes de que tenga tiempo de contactar con un abogado.

—Ahora mismo salgo.

—¿Te parece que vaya también?

—Nos vemos allí.

El poco tráfico del mediodía facilitó que llegara a la comisaría de la Calle 77 en veinte minutos. Durante el trayecto no hizo más que pensar en lo que iba a decirle a Washburn. Lo único que tenía para inculpar a 2 Small era una intuición basada en la proximidad. Esa era la única carta que podía jugar. Debía convencer a Washburn de que tenía un indicio serio en su contra y valerse de dicha mentira para arrancarle una confesión. Era el método más endeble de todos, especialmente en el caso de un sospechoso que se las había visto varias veces con la policía. Pero era el único que tenía.

En la comisaría, Gant le estaba esperando en el despacho de guardia.

—He hecho que lo trasladen al despacho de inspectores. ¿Estás listo?

—Estoy listo.

Bosch vio una caja de donuts en un estante tras el escritorio del teniente de patrulla. Estaba abierta, y en su interior solo quedaban dos donuts. Casi con toda seguridad llevaban ahí desde primera hora de la mañana.

—Oye, ¿te importa si…?

Señaló los donuts.

—Cómetelos, hombre —respondió Gant.

Bosch cogió uno de los donuts cubiertos de azúcar glaseado y lo devoró en cuatro bocados mientras seguía a Gant por el pasillo en dirección al despacho de inspectores.

Entraron en la sala, repleta de escritorios, archivadores y montones de papel. La mayoría de los escritorios estaban desocupados, y Bosch supuso que los inspectores habrían salido a comer o estarían investigando sus casos. Vio una caja de pañuelos de papel en uno de los escritorios y sacó tres pañuelos para limpiarse el azúcar de los dedos.

Un agente de coche patrulla estaba sentado ante la puerta de una de las dos salas de interrogatorios. Se levantó al ver que llegaban Gant y Bosch. Gant lo presentó como Chris Mercer, el patrullero que había encontrado a 2 Small Washburn.

—Buen trabajo —le felicitó Bosch, al tiempo que le estrechaba la mano—. ¿Le ha leído la cartilla? —agregó, en referencia a las protecciones y derechos conferidos por la Constitución.

—Sí.

—Perfecto.

—Gracias, Chris —dijo Gant—. A partir de ahora nos encargamos nosotros.

El agente hizo un remedo de saludo militar y se fue. Gant miró a Bosch.

—¿Quieres hacer esto de alguna forma en particular?

—¿Tenemos algo más, aparte de la orden de búsqueda?

—Algo hay. El hombre llevaba catorce gramos de hierba encima.

Bosch frunció el ceño. No era mucho.

—Y también llevaba encima seiscientos dólares en metálico.

Bosch asintió con la cabeza. Eso facilitaba un poco las cosas. Seguramente podría utilizar el dinero en contra de Washburn, en función de lo que este supiera sobre las actuales leyes antidroga.

—Voy a comerle el coco un poco, y a ver si él mismo se acaba retratando. Es la mejor opción que veo. Hacerle creer que lo tiene muy crudo para que tenga que darle un poco a la lengua.

—De acuerdo. Si me necesitas, te sigo el juego.

Entre las puertas de acceso a las salas de interrogatorios había un archivador. Bosch sacó un documento estandarizado de renuncia voluntaria a los derechos del detenido, lo dobló y se lo metió en el bolsillo de la americana.

—Abre la puerta y deja que entre yo primero —dijo.

Gant así lo hizo, y Bosch entró en la sala de interrogatorios con el rostro ceñudo. Washburn estaba sentado ante una pequeña mesa, con las muñecas amarradas al respaldo de la silla por unas esposas de plástico flexible. Como se sabía, era un hombrecillo bajito que llevaba ropas muy holgadas para tratar de disimular lo pequeño que era. En la mesa había una bolsa de plástico transparente con las pertenencias encontradas en sus ropas en el momento del arresto. Bosch se sentó frente a él. Gant cogió la tercera silla, la acercó a la puerta y se sentó como si estuviera de vigilancia, medio metro por detrás del hombro de Bosch.

Bosch cogió la bolsa de plástico y examinó su contenido. Una billetera, un teléfono móvil, un llavero con sus llaves, el fajo de billetes y la bolsita con catorce gramos de marihuana.

—Charles Washburn —dijo—. Alias 2 Small, ¿correcto? Con un número dos. Un apodo muy gracioso el tuyo. ¿Lo inventaste tú mismo?

Levantó los ojos de la bolsa de plástico y miró a Washburn, quien no respondió. Bosch volvió a fijar la vista en la bolsa y meneó la cabeza.

—Tenemos un problema contigo, 2 Small. ¿Sabes cuál es ese problema?

—Me importa una mierda.

—Bueno, ¿sabes qué es lo que no veo dentro de esta bolsa?

—Me da lo mismo.

—No veo que haya una pipa o papel de fumar. Y resulta que hemos encontrado un gran fajo de billetes junto a la maría. Ya sabes por dónde voy, ¿verdad?

—Lo que sé es que tiene que dejarme llamar a mi abogado. Y no pierda el tiempo hablando conmigo, porque no voy a decirle una puta mierda. Lo que tiene que hacer es pasarme el móvil, y ahora mismo llamo a mi hombre.

Bosch pulsó la tecla principal del teléfono móvil, y la pantalla se activó al momento. Como suponía, el teléfono estaba protegido con una contraseña.

—¡Vaya! Necesitas una contraseña.

Bosch levantó el móvil para que Washburn lo viera bien.

—Dámela, y yo mismo llamo a tu abogado.

—No hace falta. Vuelvan a meterme en el calabozo, y hago la llamada desde el teléfono público que hay dentro.

—¿Y por qué no llamas desde este móvil? Seguramente tienes a tu abogado en marcación rápida, ¿no es así?

—Porque ese teléfono no es mío, y no me sé la contraseña.

Bosch sabía que el móvil, casi con toda probabilidad, contenía unos listados de llamadas y contactos que podían meter a Washburn en más problemas todavía. A 2 Small no le quedaba más remedio que negar que el teléfono fuera suyo, por risible que resultara la cosa.

—¿Lo dices en serio? Me parece muy raro, ya que lo hemos encontrado en tu bolsillo. Junto con la hierba y el dinero.

—Ese móvil me lo han puesto ustedes encima. Quiero llamar a un abogado.

Bosch asintió con la cabeza y se giró hacia Gant. En ese momento estaba bordeando el filo de la legalidad.

—¿Sabes lo que significa eso, Jordy?

—Dímelo.

—A este fulano lo hemos trincado con droga en un bolsillo y un fajo de billetes de banco en el otro. El hombre se ha equivocado al no llevar una pipa encima, pues al no llevar algo que evidencie que la droga es para su consumo personal, la ley estipula que estamos ante un caso de tenencia con intención de traficar, lo cual es un delito grave. Seguro que su propio abogado se lo dice.

—Pero ¿y ahora qué me está diciendo, hombre? —protestó Washburn—. Esta cantidad es de puta pena. Yo no trafico, y usted lo sabe.

Bosch le devolvió la mirada.

—¿Estás hablando conmigo? —preguntó—. Hace un momento me has dicho que querías hablar con un abogado y, si me dices eso, tengo que cerrar el pico. Pero ¿ahora quieres hablar conmigo?

—Lo único que estoy diciendo es que yo no trafico una mierda.

—¿Quieres hablar conmigo?

—Bueno, pues sí, si con eso se acaba toda esta mierda.

—Vale. En tal caso, hagamos las cosas bien.

Bosch sacó del bolsillo de la americana el documento de renuncia a los derechos del detenido e hizo que Washburn lo firmara. Bosch dudaba de que una comedia así pudiera resistir el escrutinio del tribunal supremo, pero tampoco creía que las cosas fueran a llegar a ese punto.

—Muy bien, 2 Small, hablemos —dijo—. Yo lo único que sé es lo que veo dentro de esta bolsa. Y lo que hay dentro de la bolsa te incrimina como traficante de drogas, y como tal tenemos que denunciarte.

Bosch vio que Washburn flexionaba los músculos de sus hombros delgados al tiempo que agachaba la cabeza. Bosch consultó su reloj de pulsera y continuó:

—Pero tú por eso no te preocupes demasiado, 2 Small. Porque la maría es lo último que me preocupa. Simplemente es lo que necesito para meterte en el talego, porque está claro que un fulano que no paga la pensión de su hijo no va a poder cubrir una fianza de veinticinco mil dólares.

Bosch de nuevo levantó la bolsa llena de marihuana.

—Esto me servirá para que pases una temporada a la sombra mientras me ocupo de otro caso que tengo entre manos.

Washburn levantó la mirada.

—Y una mierda van a encerrarme. Tengo amigos que me ayudarán.

—Ya. Pero resulta que los amigos acostumbran a desaparecer cuando llega el momento de apoquinar.

Bosch se giró hacia Gant y agregó:

—¿Verdad que te has fijado, Jordy?

—Me he fijado. Los amigos suelen esfumarse, sobre todo cuando un fulano está en horas bajas. Se dicen que para qué aflojar pasta para la fianza cuando el tipo en cuestión va a acabar en la trena igualmente.

Bosch asintió con la cabeza, con la mirada fija en Washburn.

—¿Qué es toda esta mierda? —protestó 2 Small—. ¿Por qué la ha tomado conmigo, hombre? ¿Yo qué carajo le he hecho?

Bosch tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—Bueno, pues voy a decírtelo, 2 Small. Yo trabajo en el centro y no he venido hasta aquí para trincar a un infeliz con unos gramos de maría. Para que lo sepas, yo trabajo en homicidios. Me dedicó a investigar casos abiertos. ¿Sabes lo que significa eso? Que me dedico a investigar viejos casos. Casos muy viejos. De hace veinte años, por ejemplo.

Bosch escrutó el rostro de Washburn en busca de una reacción, pero su expresión seguía siendo la misma.

—Como el caso del que ahora vamos a hablar.

—Yo no sé nada de ningún homicidio. Está hablando con un puto inocente.

—¿Ah, sí? ¿En serio? No es eso lo que me han dicho. Será que hay gente que te quiere mal y va largando cuentos chinos sobre ti.

—Eso mismo. Así que dejemos toda esta mierda de una puta vez.

Bosch se arrellanó en la silla, como si estuviera considerando seguir la indicación de Washburn. Pero al momento denegó con la cabeza y dijo:

—No, eso no puedo hacerlo. Tengo una testigo, Charles. Una testigo de oídas, si sabes lo que quiero decir.

Washburn respondió con la mirada ausente:

—Lo único que sé es que no dice más que mierdas.

—Tengo una testigo que oyó cómo te atribuías el crimen, colega. Dice que tú mismo se lo dijiste. Te las querías dar de machote y le contaste que pusiste a la putita blanca contra la pared y le descerrajaste un tiro. Esta testigo dice que estabas muy orgulloso porque lo tendrías más fácil para entrar en los Sixties.

Washburn trató de levantarse, pero sus ligaduras hicieron que al momento volviera a sentarse.

—¿Una putita blanca? Pero ¿de qué coño me está hablando, hombre? ¿Todo eso se lo ha contado Latitia? Latitia no dice más que mierdas. Está tratando de buscarme un problema porque llevo cuatro meses sin pagarle la pensión. Miente como una perra y es capaz de decir cualquier cosa.

—Ya. Bueno, yo no doy los nombres de mis informantes, Charles. Pero voy a decirte que estás metido en un buen lío, pues he estado revisando algunas cosas a partir de lo que me han dicho, y resulta que, en 1992, una mujer blanca fue asesinada en el callejón que está justo detrás de tu casa. Y esto no es una mentira de mierda ni nada por el estilo.

Un brillo de comprensión apareció en la mirada de Washburn.

—¿Me está hablando de aquella periodista a la que se cargaron cuando los disturbios? Yo con eso no tengo nada que ver, hombre. No tengo ni puta idea de eso, y ya puede decirle a su testigo que si sigue contando mentiras se la va a ganar pero de verdad.

—Charles, creo que no te conviene amenazar a una testigo delante de dos agentes de la ley. Supongamos que mañana le pasa algo malo a Latitia, sea ella o no una testigo… En ese caso, tú serás el primero al que iremos a buscar. ¿Está claro?

Washburn no respondió. Bosch prosiguió:

—De hecho hay más de un testigo, Charles. Hay otra persona del barrio que dice que tú por entonces tenías una pistola. Una Beretta, para ser precisos. Justo el modelo de pistola con el que mataron a esa mujer en el callejón.

—¿¡Esa pistola!? ¡Pero si la encontré tirada en mi jardín, hombre!

Ya estaba. Washburn había reconocido algo. Pero también acababa de ofrecer una explicación plausible. Una explicación que parecía demasiado auténtica y extemporánea para tratarse de un embuste. Bosch tenía que ajustarse a ella.

—¿En tu jardín? ¿Quieres hacerme creer que sencillamente la encontraste tirada en el jardín trasero?

—A ver, un momento, jefe. Yo por entonces tenía dieciséis años. Durante los disturbios, mi madre no me dejaba ni salir a la calle. La puerta de mi cuarto tenía una cerradura que cerraba desde fuera, y en las ventanas había rejas. Mi vieja me encerró con llave y no me dejó salir. Vaya a preguntárselo, y verá.

—Y entonces, ¿cuándo encontraste esa pistola?

—Después de que se acabara todo el follón. Por completo. Una tarde salí al jardín y la encontré mientras estaba cortando el césped. No sabía de dónde había salido. Ni siquiera sabía que se habían cargado a la tipa aquella, hasta que mi vieja me contó que la policía se había presentado en casa haciendo preguntas.

—¿Le dijiste lo de la pistola a tu madre?

—No. Qué carajo, no. No iba a contarle nada. Y por entonces tampoco la tenía.

Con disimulo, Bosch miró a Gant de soslayo por encima del hombro. Harry estaba empezando a sentirse descolocado. La versión de Washburn tenía la desesperación y los detalles de la verdad. La persona que asesinó a Jespersen bien pudo haber tirado la pistola al otro lado del vallado para librarse de ella.

Gant se percató de la mirada, se levantó y situó su silla junto a la de Bosch, asumiendo el mismo protagonismo.

—Charles, todo esto es muy serio —dijo, en un tono que denotaba dicha seriedad a la perfección—. Sabemos más cosas sobre todo este asunto de las que tú vas a saber en la vida. Puedes salirte de esta sin problemas si no nos vienes con cuentos chinos. Si nos mientes, vamos a darnos cuenta.

—Muy bien —dijo Washburn con voz sumisa—. ¿Qué quieren saber?

—Queremos que nos digas qué fue lo que hiciste con esa pistola hace veinte años.

—Se la di a otro. Primero la escondí y luego se la di a otro.

—¿A quién?

—A un tipo que conocía, pero que ahora está muerto.

—No voy a volver a preguntártelo. ¿A quién?

—El pavo se llamaba Trumond, pero no sé si era su nombre de verdad o no. En la calle todos le llamaban Tru Story.

—¿Un alias? ¿Cuál era su apellido?

Gant estaba siguiendo el procedimiento habitual en los interrogatorios: hacer algunas preguntas cuyas respuestas ya conocía.

Servía para poner a prueba la sinceridad del interrogado y a veces aportaba una ventaja estratégica, cuando el interrogado pensaba que el interrogador sabía menos cosas de las que en realidad sabía.

—No lo sé, jefe —dijo Washburn—. Pero el pavo ahora está muerto. Se lo cargaron hace unos cuantos años.

—¿Quién se lo cargó?

—Ni idea. El tipo era un buscavidas y alguien se lo cargó, ¿sabe? Son cosas que pasan.

Gant se arrellanó en la silla, lo cual era una señal para que Bosch retomara la iniciativa, si quería.

Bosch la retomó.

—Háblame de esa pistola.

—Una Beretta, como usted mismo ha dicho. De color negro.

—¿En qué punto exacto del jardín la encontraste?

—Pues no sé. Cerca del columpio. Estaba ahí tirada, en medio de la hierba. No la vi y pasé por encima de ella con el cortacésped. Me acuerdo de que le hice una puta rayadura de las gordas al metal.

—¿Dónde hiciste esa rayadura?

—En un lado del cañón.

Bosch sabía que la rayadura podía servir para identificar la pistola, si esta llegaba a aparecer. Y, lo más importante, la rayadura serviría para confirmar la versión de Washburn.

—¿La pistola seguía funcionado?

—Ya lo creo que sí. Funcionaba de primera. Disparé con ella allí mismo y le metí un balazo a uno de los maderos del vallado. Me sorprendió, pues casi ni apreté el gatillo.

—¿Tu madre oyó el disparo?

—Sí, y salió corriendo, pero escondí la pipa bajo el faldón de la camisa a tiempo. Le dije que había sido un petardeo del cortacésped.

Bosch estaba pensando en la bala alojada en el tablón del vallado. Si seguía allí, confirmaría todavía más lo dicho por Washburn. Pasó a otra cuestión:

—Bien, dices que tu madre te encerró en la habitación durante los disturbios, ¿verdad?

—Correcto.

—Bien, entonces, ¿cuándo encontraste la pistola? Los disturbios terminaron a los tres días. El 1 de mayo fue la última noche. ¿Te acuerdas cuándo encontraste la pistola?

Washburn negó con la cabeza, como si se sintiera irritado.

—Hace mucho de todo eso, jefe. No me acuerdo de qué día fue. Lo único que recuerdo es que encontré la pistola, y punto.

—¿Por qué se la diste a Tru Story?

—Porque en la calle era el baranda. Por eso.

—Quieres decir que era uno de los jefes de los Rolling Sixties, dependientes de los Crips, ¿correcto?

—¡Sí, correcto!

Lo dijo imitando burlonamente el acento de un hombre blanco. Saltaba a la vista que prefería hablar con Gant antes que con Bosch. Harry miró un momento a Gant, quien retomó la iniciativa.

—Antes has dicho Trumond. Pero querías decir Trumont, ¿no es así? Trumont con T. Trumont Story, ¿verdad?

—Eso supongo, jefe. Tampoco es que le conociera muy bien.

—Entonces, ¿por qué le pasaste la pistola?

—Porque quería conocerle. Porque quería subir en la jerarquía, ¿me explico?

—¿Y subiste?

—Tampoco mucho. Me pillaron de marrón y me mandaron a Sylmar, al reformatorio. Me chupé casi dos años allí y perdí la oportunidad de subir.

Sylmar, uno de los principales centros de detención para delincuentes juveniles, se encontraba en el extremo septentrional de San Fernando Valley. Los tribunales de menores muchas veces enviaban a los delincuentes juveniles a cumplir condena en centros alejados de sus barrios de origen, en un intento de romper sus vínculos con las pandillas criminales.

—¿Volviste a ver esa pistola alguna vez? —preguntó Gant.

—Pues no, nunca en la vida —contestó Washburn.

—¿Y qué nos dices de Tru Story? —preguntó Bosch—. ¿Volviste a verle?

—A veces le veía por la calle, pero ni siquiera nos hablábamos.

Bosch aguardó un momento, para ver si Washburn decía algo más. No lo hizo.

—Muy bien, 2 Small, espéranos aquí sentado un momento —repuso.

Bosch se levantó y dio un toquecito a Gant en el hombro. Los dos inspectores salieron de la sala de interrogatorios, cerraron la puerta e intercambiaron impresiones al otro lado. Gant se encogió de hombros.

—Tiene sentido.

De mala gana, Bosch asintió con la cabeza. La versión dada por Washburn sonaba a cierta. Reconocía haber encontrado una pistola en el jardín trasero de su casa. Seguramente se trataba de la pistola que Bosch andaba buscando, pero no había ninguna prueba al respecto, como tampoco había ningún indicio de que la implicación de 2 Small Washburn en el asesinato de Anneke Jespersen fuera más allá de lo que el propio 2 Small reconocía.

—¿Qué quieres hacer con él? —preguntó Gant.

—No quiero saber más de él. Incúlpale por el impago de la pensión y por lo de la hierba, pero hazle saber que no ha sido Latitia ni ninguna otra persona la que ha estado hablando con nosotros.

—Hecho. Y siento que la cosa no haya funcionado, Harry.

—Ya. Estaba pensando…

—¿Qué?

—En Trumont Story. En que es posible que no se lo cargaran con su propia pistola.

Gant se frotó el mentón y dijo:

—De eso hace casi tres años.

—Sí, ya lo sé. Es poco probable. Pero el hecho es que nadie usó esa pistola durante los cinco años que Story pasó en Pelican Bay. La pistola siguió escondida.

Gant asintió con la cabeza.

—Story vivía en la Calle 73. Hace cosa de un año, estuve en ese barrio como parte de cierto programa de relación con el vecindario. Llamé a la puerta de su casa y me encontré con que la madre de sus hijos seguía viviendo allí.

Bosch hizo un gesto de asentimiento.

—¿Sabes si los agentes que descubrieron el cadáver de Story llegaron a registrar la casa?

Gant negó con la cabeza.

—Eso no lo sé, Harry, pero no creo que mirasen muy a fondo. No sin una orden de registro, quiero decir. Puedo preguntarles.

Bosch hizo un nuevo gesto de asentimiento y echó a andar hacia la puerta de la sala de inspectores.

—Dime algo en cuanto puedas —repuso—. Si los agentes no registraron la casa, puede que lo haga yo mismo.

—Quizá valga la pena intentarlo —dijo Gant—. Pero hay algo que tengo que decirte: la mamaíta de los hijos de Story era una pandillera de cuidado. Qué coño, seguramente estaría en lo alto de la pirámide si hubiera tenido un poco más de suerte. La tipa es dura de pelar.

Bosch consideró un momento lo que acababa de oír.

—Igual podemos utilizarlo en nuestro favor, porque no creo que tengamos lo suficiente para que nos proporcionen una orden.

Bosch se refería a sus posibilidades de obtener una orden de registro de la antigua casa de Trumont Story casi tres años después de su muerte. Lo mejor siempre era convencer a un juez para que firmase una orden de registro. En ausencia de dicha orden, lo mejor era ser invitado a efectuar el registro por el inquilino de la vivienda. Y, si uno sabía jugar sus cartas, a veces era posible que el inquilino menos pensado formulara la invitación más improbable.

—Voy a pensar en una forma de hacerlo, Harry —dijo Gant.

—Muy bien. Ya me dirás algo.