Capítulo 6

AL volver a casa, Bosch encontró una tarta de cumpleaños en la mesa y a su hija en la cocina, preparando la cena con un libro de recetas.

—Vaya… Eso huele bien —apuntó.

Bajo el brazo llevaba la ficha del asesinato de Jespersen.

—Sal de la cocina —dijo ella—. Quédate en el porche hasta que te diga que la cena está lista. Y deja esa carpeta del trabajo en un estante, al menos hasta después de cenar. Y pon algo de música.

—Sí, jefa.

La mesa estaba puesta para dos. Tras dejar la ficha de asesinato en una estantería, conectó el equipo de sonido y abrió el cargador de discos compactos. Su hija ya había puesto en la bandeja cinco de sus discos preferidos.

Frank Morgan, George Cables, Art Pepper, Ron Carter y Thelonious Monk. Los puso en modo de reproducción aleatorio y salió al porche.

En la mesa del porche había una botella de cerveza Fat Tire metida en un tiesto de barro lleno de hielo, cosa que le sorprendió. La Fat Tire era una de sus cervezas preferidas, pero Bosch raras veces tenía alcohol en casa, y era un hecho que no había comprado cerveza en los últimos tiempos. A sus dieciséis años de edad, su hija parecía tener más años, pero no los suficientes para poder comprar cerveza sin que le pidieran el carnet de conducir.

Abrió la botella y bebió un largo trago. La cerveza le entró de maravilla, incidiendo en la garganta con su mordisco helado. Era todo un alivio después de haberse pasado el día paseando la pistola y estrechando el cerco sobre Charles Washburn.

Bosch había trazado un plan con la ayuda de Jordy Gant. Cuando llegara el último turno de noche del día siguiente, todos los agentes de coche patrulla y todas las unidades antibandas de la comisaría sur habrían visto la foto de Washburn y sabrían que su detención tenía prioridad. La motivación oficial sería la orden de búsqueda por incumplimiento en el pago de la pensión, pero una vez que Washburn estuviera bajo custodia, a Bosch le avisarían de inmediato. Y entonces se presentaría para hablar con Washburn de otras cuestiones muy distintas.

Sin embargo, no era cuestión de dejar las cosas ahí. Bosch tenía trabajo que hacer. Olvidándose de que era su cumpleaños, se había llevado la ficha de asesinato a casa con la idea de peinar cada página a conciencia en busca de alguna referencia a Washburn o de algún dato que hubiera pasado por alto.

Pero ahora estaba empezando a repensar dicho plan. Su hija le estaba preparando una cena de cumpleaños, y esa iba a ser su prioridad. Nada en el mundo podía ser mejor que contar con toda la atención de su niña.

Con la cerveza en la mano, Bosch contempló el cañón en el que llevaba más de veinte años viviendo. Se sabía de memoria sus colores y contornos. Estaba familiarizado con el sonido de la autovía que llegaba desde el fondo del cañón. Conocía el sendero por el que los coyotes se movían, allí donde la vegetación era más tupida. Y sabía que nunca iba a querer irse de ese lugar. Iba a quedarse allí hasta el final.

—Bueno, ya está. Esperemos que todo haya salido bien.

Bosch se dio la vuelta. Maddie se había colado por la puerta abierta sin que la oyera. Sonrió al ver que su hija había aprovechado para ponerse un vestido formal para la cena.

—Se me hace la boca agua —dijo.

La comida ya estaba en la mesa. Chuletas de cerdo con salsa de manzana y patatas al horno. La tarta de cumpleaños ahora estaba en un lado de la mesa.

—Espero que te guste —dijo ella, mientras tomaba asiento.

—Huele de maravilla y tiene una pinta exquisita —repuso Bosch—. Seguro que está riquísimo.

Bosch tenía una sonrisa pintada en el rostro. Su hija no había tenido esos detalles los dos anteriores cumpleaños que había pasado con él en la casa.

Maddie alzó la copa de vino, en la que se había servido un refresco.

—Felicidades, papá.

Bosch levantó la botella de cerveza, ya casi vacía.

—Por la buena comida y por la buena música. Y, sobre todo, por la buena compañía.

La copa tintineó al chocar contra la botella.

—Hay más cerveza en la nevera, por si te apetece —dijo ella.

—Ya. ¿Y de dónde la has sacado?

—No te preocupes por eso. Tengo mis métodos.

Maddie entrecerró los ojos remedando una expresión de conspiradora.

—Eso es lo que me preocupa.

—Papá, no empecemos. ¿Es que no puedes disfrutar de la cena que te acabo de preparar?

Bosch asintió con la cabeza, dejando correr el asunto… Por el momento.

—Sí, claro.

Se puso a comer. Advirtió que en el equipo de sonido estaba sonando Helen’s Song. Se trataba de una canción maravillosa, y uno podía sentir el amor que George Cables había puesto en ella. Bosch siempre había pensado en la tal Helen como en una esposa o una compañera especial del músico.

Las chuletas de cerdo estaban perfectamente salteadas y combinaban de maravilla con la salsa de manzana. Con la salvedad de que esta no era una salsa de manzana normal. Era una reducción caliente de manzana que Maddie había preparado al horno. Parecida al relleno que le ponían al pastel de manzana en el restaurante Dupar.

La sonrisa volvió al rostro de Bosch.

—Esto está delicioso, Mads. Gracias.

—Ya verás cuando pruebes el pastel. Es un bizcocho, y de mármol, lo mismo que tú.

—¿Cómo?

—Bueno, no estoy hablando de mármol mármol, pero, ya me entiendes, de lo oscuro y lo claro unidos en un mismo conjunto. Por lo que haces y por lo que has visto.

Bosch pensó un momento.

—Creo que es lo más bonito que me han dicho en la vida. Que soy como un pastel de mármol.

Los dos rompieron a reír.

—¡También tengo regalos! —exclamó Maddie—. Pero no he tenido tiempo de envolverlos, así que te los doy luego.

—Veo que te lo has trabajado todo a tope. Gracias, guapa.

—Tú siempre estás a tope conmigo, papá.

El comentario alegró y entristeció a Bosch al mismo tiempo.

—Eso espero.

Decidieron digerir un poco la cena antes de atacar el pastel de mármol. Madeline fue a su habitación a envolver los regalos, y Bosch aprovechó para coger la ficha de asesinato que había dejado en el estante. Se sentó en el sofá y se fijó en que la mochila escolar de su hija estaba en el suelo junto a la mesita.

Lo pensó un instante, tratando de decidir si sería más conveniente esperar a que su hija se fuera a dormir una vez terminada la velada. Pero Bosch se dijo que era muy posible que Maddie se llevara la mochila a su habitación, cuya puerta entonces estaría cerrada.

Decidió no esperar más. Se agachó y abrió la cremallera del compartimento pequeño de la mochila. La billetera de su hija estaba dentro. Era lo que Bosch suponía, pues Maddie nunca llevaba bolso. Abrió rápidamente la billetera —que tenía el símbolo de la paz bordado en el exterior— y examinó su contenido. Había una tarjeta de crédito que Bosch le había dado para situaciones de emergencia, así como su recién adquirido carnet de conducir. Miró la fecha de nacimiento que constaba en el carnet y vio que era la correcta. También había un par de recibos y tarjetas de regalos de iTunes y Starbucks, así como un bono para comprar smoothies en un establecimiento del centro comercial. Compre diez y le regalamos el siguiente.

—Papá, ¿qué estás haciendo?

Bosch levantó la mirada. Su hija estaba allí, de pie. En cada mano llevaba un pequeño regalo con su envoltorio. El motivo del papel de envolver era el antes mencionado: entreverados blancos y negros, a semejanza del mármol.

—Yo, eh, quería ver si tenías dinero suficiente, pero no tienes nada y…

—Me lo he gastado en la cena. Estás fisgando por el tema de la cerveza, ¿verdad?

—Hija mía, no quiero que te metas en problemas. Cuando vayas a inscribirte en la academia, no puedes ir con un…

—No tengo un carnet de conducir falsificado, ¿está claro? Hice que Hannah fuese a comprar las cervezas. ¿Ya estás satisfecho?

Dejó caer los regalos sobre la mesa, se giró en redondo y desapareció por el pasillo. Bosch oyó que la puerta de su dormitorio se cerraba de un portazo.

Esperó un momento. Se levantó, fue por el pasillo y llamó a su puerta con delicadeza.

—Maddie, sal de ahí, por favor. Comámonos el pastel y olvidemos todo esto.

No le llegó respuesta. Trató de hacer girar el pomo, pero Maddie había echado la llave.

—Vamos, Maddie, abre. Lo siento.

—Cómete el pastel tú solo.

—No quiero comerme el pastel sin ti. Lo siento, de verdad. Soy tu padre. Tengo la obligación de vigilarte y de protegerte. Simplemente quería asegurarme de que no vas a meterte en ningún lío.

Nada.

—Maddie, desde que te sacaste el carnet tienes mucha mayor libertad. Siempre me encantaba llevarte al centro comercial, pero ahora vas tú por tu cuenta. Tan solo quería cerciorarme de que no estabas cometiendo un error que más tarde pudiera perjudicarte. Siento haberlo hecho de esta manera. Te pido disculpas. ¿Entendido?

—Me estoy poniendo los auriculares y no voy a oír una sola palabra más de lo que me estás diciendo. Buenas noches.

Bosch reprimió el impulso de echar la puerta abajo. Acercó el oído y se puso a la escucha. Oyó el sonido metálico y débil de la música que sonaba por sus auriculares.

Volvió a la sala de estar y se sentó en el sofá. Cogió el teléfono móvil y envió un mensaje de texto a su hija valiéndose del código interno del LAPD. Sabía que Maddie podría descifrar el mensaje:

EL CAPULLO DE TU PADRE TE PIDE PERDÓN.

Esperó su respuesta, pero esta no llegó por lo que cogió la ficha de asesinato y se puso a trabajar, con la esperanza de que la inmersión en el caso Blancanieves le distrajera del error que acababa de cometer como padre.

El informe más grueso en la ficha de asesinato era la cronología de los investigadores, pues en ella se incluían todos los pasos dados por los inspectores y todas las llamadas y preguntas hechas por la ciudadanía sobre el caso. El DICD había puesto tres carteles en el corredor de Crenshaw Boulevard con el propósito de estimular la respuesta ciudadana al no resuelto caso Jespersen. En los carteles se prometía una recompensa de 25 000 dólares por toda información que llevara a una detención o una condena por el asesinato. Los carteles y la promesa de una recompensa provocaron que se diesen centenares de llamadas telefónicas de todo tipo, proporcionando información legítima, aportando datos por completo inventados o expresando quejas por el esfuerzo del cuerpo de policía en resolver la muerte de una mujer de raza blanca cuando tantos negros e hispanos habían sido víctimas de asesinatos no resueltos durante los disturbios en Los Ángeles. Los inspectores del DICD anotaron todas las llamadas en la cronología y citaron todos los seguimientos efectuados a partir de la información aportada en ellas. Bosch había ojeado estas páginas con rapidez durante su primer examen de la ficha de investigación, pero ahora contaba con nombres vinculados al caso y quería estudiar cada página para ver si alguno había sido mencionado antes.

Durante la siguiente hora, Bosch estudió decenas de hojas de la cronología. No había mención alguna a Charles Washburn, a Rufus Coleman o a Trumont Story. La mayoría de las informaciones daban la impresión de ser falsas, y Bosch entendía que hubieran sido ignoradas en su momento. Muchos de los que llamaron dieron otros nombres, pero las investigaciones posteriores dejaron clara la inocencia de los mencionados como sospechosos. En muchos casos, quienes telefoneaban lo hacían de forma anónima y acusaban a personas inocentes, a sabiendas de que la policía las investigaría y les complicaría la existencia hasta que su inocencia quedase clara. Se trataba de venganzas efectuadas por causas que nada tenían que ver con el asesinato.

Las llamadas anotadas en la cronología empezaban a ser más espaciadas hacia 1993, cuando la división fue desmontada y los carteles desaparecieron de las calles. Una vez que el caso Jespersen fue asignado a la división de homicidios de la comisaría de la Calle 77, las anotaciones en la cronología fueron tornándose cada vez más escasas. Por lo general, ya solo llamaban Henrik, el hermano de Jespersen, y algunos periodistas. Pero Bosch, finalmente, se fijó en una de las últimas anotaciones.

El 1 de mayo de 2002 —décimo aniversario del asesinato—, la cronología registraba una llamada efectuada por un tal Alex White. El nombre no le decía nada a Bosch, pero la correspondiente anotación en la cronología incluía un número de teléfono con el prefijo 209. La llamada aparecía registrada como «en demanda de información». Quien llamaba quería saber si habían dado por cerrado el caso.

En la anotación no había referencia alguna a la razón particular por la que White tenía interés en el caso. Bosch no tenía ni idea de quién era White, pero lo que llamaba su atención era aquel prefijo telefónico. No correspondía a ningún barrio de Los Ángeles, y Bosch no estaba seguro de su localización.

Harry abrió el ordenador portátil, buscó el prefijo en Google y pronto supo que correspondía al condado californiano de Stanislaus, a más de 350 kilómetros de Los Ángeles.

Bosch consultó su reloj. Era tarde, pero no tan tarde. Llamó al número que acompañaba el nombre de Alex White en la cronología. El teléfono sonó una vez, y le llegó un mensaje entonado por una agradable voz de mujer:

—Acaba de llamar a Tractores Cosgrove, el principal concesionario de tractores John Deere en Central Valley. Estamos en el 912 de Crows Landing Road, en Modesto, muy cerca de la autopista Golden State. Y estamos abiertos de lunes a viernes, de nueve de la mañana a seis de la tarde. Si desea dejar un mensaje, un miembro de nuestro equipo de comerciales se pondrá en contacto con usted lo antes posible.

Bosch colgó antes de que sonara el pitido, diciéndose que volvería a llamar al día siguiente durante el horario de trabajo. También tenía claro que Tractores Cosgrove posiblemente no tenía nada que ver con la llamada en 2002. El número podía haber sido asignado a otra empresa o a otro particular después de ese año.

—¿Vas a comerte el pastel?

Bosch levantó la mirada. Su hija había salido del dormitorio. Iba vestida con una larga camisa de pijama; el vestido de noche seguramente estaba colgado en su armario.

—Pues claro.

Cerró la ficha de asesinato y la dejó en la mesita al levantarse del sofá. Mientras iban a la mesa del comedor, trató de abrazar a su hija, pero esta eludió el abrazo con delicadeza y se dirigió a la cocina.

—Voy a por unos platos y tenedores.

Desde la cocina le gritó que abriera sus dos regalos, empezando por el más evidente, pero Bosch esperó a que regresara.

Mientras Maddie cortaba el pastel, abrió la caja larga y estrecha que sin duda contenía una corbata. Su hija siempre estaba criticando lo antiguas y sosas que eran sus corbatas. Una vez incluso bromeó que, a la hora de comprarse una corbata, Harry se inspiraba en la vieja teleserie Dragnet, de los años en blanco y negro. Abrió la caja y se encontró ante una corbata en desteñidas tonalidades azules, verdes y granates.

—Qué bonita —proclamó—. Mañana mismo me la pongo.

Su hija sonrió, y Bosch pasó al segundo regalo. Lo desenvolvió, y resultó ser un estuche con seis discos compactos. Una colección de grabaciones de Art Pepper hechas en directo y recientemente publicadas por primera vez.

Unreleased Art —Bosch leyó el título—. Volúmenes uno al seis. ¿Dónde has encontrado esto?

—En internet —dijo Maddie—. Los ha publicado la viuda de Pepper.

—No sabía que existieran estas grabaciones.

—La viuda tiene su propio sello discográfico: Widow’s Taste.

Bosch reparó en que algunos de los estuches contenían varios discos. Allí había mucha música.

—¿Los escuchamos?

Maddie le pasó un plato con una porción de pastel de mármol.

—Aún tengo que hacer los deberes —dijo—. Me vuelvo a la habitación, pero escúchalos tú.

—Creo que voy a poner el primero.

—Espero que te guste.

—Seguro que sí. Gracias, Maddie. Por todo.

Dejó el plato y los discos compactos en la mesa y fue a abrazar a su hija. Ella esta vez se dejó, y Bosch se sintió agradecido en extremo.