LA puerta principal estaba entreabierta. Bosch y Mendenhall entraron y se situaron a uno y otro lado del marco. El vestíbulo de entrada era circular y en él había un grueso espejo ovalado cuya base consistía en un tocón de madera de ciprés de un metro de altura. En la estancia no había nada más, a excepción de una mesa para dejar las llaves y el correo. Echaron a andar por el pasillo principal y reconocieron un comedor con una mesa lo bastante grande para doce comensales, así como una sala de estar que debía de tener casi doscientos metros cuadrados, con sendos hogares a uno y otro lado. Salieron al pasillo, que pasaba junto a una escalinata imponente y desembocaba en un pasillo posterior más estrecho que conducía a la cocina. Ante la puerta de la cocina estaba tumbado el perro que la noche anterior había olido a Bosch. Cosmo. Le habían disparado tras la oreja izquierda.
Se distrajeron un instante mirando al perro, y las luces de la cocina de pronto se apagaron. Bosch supo lo que estaba por venir.
—¡Al suelo!
Se arrojó al suelo, situándose tras el cadáver del perro. Una figura apareció en el umbral de la cocina, y Bosch vio los fogonazos de una pistola antes de oír los disparos. Notó que el cuerpo del perro se estremecía por un impacto dirigido a él y abrió fuego a su vez, atravesando con cuatro disparos el umbral a oscuras. Oyó ruido de cristales rotos y de madera astillándose, seguido por el sonido de una puerta al abrirse y unos pasos que se alejaban corriendo.
No habían llegado disparos de respuesta. Miró a su alrededor y vio a Mendenhall agazapada junto a una estantería llena de libros de cocina junto a la pared.
—¿Está bien? —murmuró Bosch.
—Estoy bien.
Volvió el rostro y contempló el pasillo al otro lado del umbral. Habían dejado abierta la puerta principal; quien les había disparado muy bien podía estar rodeando la casa para sorprenderlos por la espalda. Era imperioso salir de allí cuanto antes.
Bosch se puso en pie de un salto, eludió el cuerpo inerte del perro, se acercó con rapidez al umbral y entró en la cocina.
Llevó la mano a la pared derecha, palpó un instante, dio con una batería de cuatro interruptores y los conectó de golpe. La cocina quedó bañada en luz. A su izquierda había una puerta abierta que daba a un jardín trasero con piscina.
Barrió la cocina con el cañón de la pistola y se aseguró de que no había nadie.
—¡No hay peligro!
Salió al jardín y de inmediato se situó a la derecha, para que su figura no se recortara ante la luz de la cocina. Las oscuras aguas de la piscina centelleaban por efecto de dicha luz, pero más allá todo estaba en sombras. Bosch no veía nada.
—¿Se ha ido?
Bosch se dio la vuelta. Mendenhall estaba a sus espaldas.
—Está ahí fuera, en algún sitio.
Volvió al interior de la cocina para examinar el resto de la vivienda. Al momento vio que de una puerta situada junto a la descomunal nevera de acero inoxidable salía un pequeño charco de sangre, al parecer. Bosch señaló el charco a Mendenhall cuando esta entró en la cocina. La inspectora se situó en posición de disparo mientras Bosch cogía el pomo de la puerta.
Bosch abrió la puerta, que era de la despensa; en el suelo yacían dos cadáveres. Harry reconoció a uno de ellos de inmediato: era Carl Cosgrove. El otro tenía que ser Frank Dowler. Lo mismo que el perro, ambos habían sido ejecutados con un disparo detrás de la oreja. El cuerpo de Cosgrove estaba encima del de Dowler, lo que indicaba la secuencia de los asesinatos.
—Drummond hizo que Cosgrove llamara a Dowler ordenándole venir a su casa. Se cargó a Dowler en cuanto apareció; ese fue el primer disparo. Luego mató al perro y, finalmente, a su amo.
Bosch sabía que podía estar equivocado en lo referente a la secuencia de los hechos, pero de lo que no tenía duda era de que Drummond había disparado con la pistola del propio Harry. También reparó en las similitudes con el asesinato de Christopher Henderson catorce años atrás. A Henderson también le habían obligado a dirigirse a un espacio reducido en una cocina y lo habían ejecutado con un tiro en la nuca.
Mendenhall se acuclilló y tomó el pulso a los cuerpos. Bosch tenía claro que era un caso perdido. Mendenhall movió la cabeza en señal de negación y fue a decir algo, pero sus palabras se vieron interrumpidas por un estrepitoso ruido metálico que de pronto llegaba por el pasillo.
—¿Qué demonios es eso? —gritó Mendenhall por encima de un estruendo que se hacía cada vez más fuerte.
Bosch miró por el umbral de la cocina y el pasillo hasta la puerta principal que habían dejado abierta.
—¡El helicóptero de Cosgrove! —gritó, encaminándose al pasillo con rapidez—. Drummond es piloto.
Echó a correr por el pasillo y salió por la puerta principal. Mendenhall le siguió al exterior. Casi al momento les llegaron varios disparos que hicieron trizas los revoques y el marco de madera de la puerta. Bosch se tiró de nuevo al suelo, rodó sobre sí mismo y se agazapó tras uno de los grandes maceteros de hormigón que había en la entrada principal.
Asomó la cabeza y vio que el helicóptero seguía estacionado en la pista circular de hormigón, con los rotores girando y ganando velocidad para emprender el vuelo. Miró hacia la puerta principal y vio que Mendenhall estaba rodando por el suelo en el umbral, con una mano pegada al ojo derecho.
—¡Mendenhall! —gritó—. ¡Escóndase dentro! ¿Está herida?
Mendenhall no respondió, pero rodó por el suelo hasta situarse en el interior.
Bosch volvió a asomar la cabeza para ver el helicóptero. La turbina gemía de forma cada vez más ruidosa, y el aparato estaba a punto de alcanzar velocidad de despegue. Aunque la portezuela estaba abierta, Bosch no veía quién estaba dentro de la cabina. Pero sabía que tan solo podía ser Drummond. Sus planes se habían venido abajo después de que Bosch lograra escapar del granero y ahora simplemente estaba tratando de huir.
Bosch se levantó de un salto y disparó repetidamente al helicóptero. Después de cuatro tiros se quedó sin munición, por lo que regresó corriendo a la puerta principal. Se agazapó junto a Mendenhall e hizo saltar el peine de balas.
—Inspectora, ¿está herida?
Metió el segundo peine de munición en el arma y una bala en la recámara.
—¡Mendenhall! ¿Le han dado?
—¡No! Bueno, no lo sé. Tengo algo en el ojo…
Bosch agarró su brazo y trató de apartarle la mano del ojo. Mendenhall se resistía.
—Déjeme ver.
La inspectora apartó la mano. Bosch inspeccionó el ojo, pero no vio nada.
—No le han dado, Mendenhall. Tiene que ser una astilla de madera o el polvo del yeso.
Mendenhall se volvió a tapar el ojo con la mano. Afuera, la turbina en movimiento alcanzó velocidad crítica, y Bosch comprendió que Drummond estaba despegando.
—Tengo que pararlo.
Se levantó y fue hacia la puerta principal.
—Deje que se vaya —instó Mendenhall—. No podrá esconderse en ningún lugar.
Bosch ignoró sus palabras y salió. Llegó a la pequeña rotonda en el mismo momento en que el helicóptero empezaba a elevarse de la pista.
Bosch se encontraba a unos cincuenta metros de distancia, y el helicóptero se zarandeaba de derecha a izquierda en su ascensión sobre las copas de los almendros. Aferró la pistola con ambas manos y apuntó a la carcasa de la turbina. Tenía siete disparos para derribar el aparato.
—¡Bosch! ¡No puede dispararle!
Mendenhall acababa de salir y estaba a sus espaldas.
—¡Sí que puedo, maldita sea! ¡Ese tipo ha estado tirando a matar!
—¡Esto no se ajusta al protocolo!
Mendenhall ahora estaba a su lado, con la mano sobre el ojo lastimado.
—¡Sí que se ajusta a mi protocolo!
—¡Escúcheme! ¡Ese hombre ya no está amenazándole! ¡Lo que está haciendo es escapar! ¡No está defendiendo usted ninguna vida!
—¡A la mierda!
Bosch apuntó alto y disparó tres tiros al cielo en rápida sucesión, con la idea de que Drummond los oyera o viera los fogonazos.
—¿Y ahora qué está haciendo?
—¡Hacerle creer que estoy disparándole!
Bosch disparó tres tiros al aire más, conservando una bala en la recámara, por si acaso. Funcionó. El helicóptero cambió de dirección y se alejó abruptamente de la posición de Bosch, volando por detrás de la mansión para tratar de escudarse en ella.
Bosch se mantuvo inmóvil. Y entonces lo oyó. Un ruidoso chasquido metálico, seguido por el sonido chirriante de un rotor quebrado que giraba fuera de control, proyectándose sobre el campo de almendros, con las aspas segando las ramas como lo harían unas hoces gigantescas.
El tiempo quedó en suspenso durante un milisegundo; pareció como si la turbina hubiera quedado en silencio, lo mismo que el mundo entero. Y entonces oyeron cómo el helicóptero se estrellaba en la ladera situada tras la mansión. Una bola de fuego apareció por encima del tejado.
—¿Qué…? —gritó Mendenhall—. ¿Qué es lo que ha pasado? ¡No ha podido alcanzarlo con sus disparos!
—¡El molino de viento! —gritó él.
—¿Qué molino de viento…?
Bosch fue a la esquina de la casa y vio que la ladera estaba sembrada de humo y pequeños incendios aislados. El aire olía a gasolina. Mendenhall llegó junto a él y, enfocando con la linterna, le precedió en el camino.
El helicóptero había caído desde unos treinta metros de altura, y el impacto lo había destrozado por entero. A la derecha del aparato había un pequeño incendio en la ladera, allí donde el depósito de combustible aparentemente se había soltado y había estallado. Encontraron a Drummond en el interior de la cabina hecha un amasijo de hierros, con las extremidades rotas, el torso en un ángulo inusual y una profunda herida en la frente ocasionada por el metal retorcido por el impacto. Cuando Mendenhall iluminó su rostro, al cabo de un segundo reaccionó y abrió los ojos con lentitud.
—¡Por Dios! Está vivo… —dijo la inspectora.
Los ojos de Drummond siguieron las manos de Mendenhall, atareadas en apartar los escombros que lo cubrían, pero la cabeza no se movía en absoluto. Los labios sí que lo hicieron, pero la respiración de Drummond era demasiado débil para que pudiera emitir un sonido.
Bosch se acuclilló y llevó la mano al bolsillo izquierdo del chaquetón de Drummond, de donde sacó su teléfono móvil y su billetera con la placa de policía.
—¿Qué está haciendo? —dijo Mendenhall—. Lo que tenemos que hacer es buscar ayuda y tratar de salvarlo. Y no puede usted quedarse con nada de cuanto esté en el lugar de los hechos.
Bosch no hizo el menor caso. Eran sus cosas y las estaba recuperando.
Mendenhall sacó su móvil a fin de pedir una ambulancia y más investigadores. Por su parte, Bosch palpó el otro bolsillo del chaquetón de Drummond y notó la forma de una pistola. Su propia pistola, según tuvo claro. Miró a Drummond a la cara.
—Voy a dejarla donde está, sheriff. Para que le encuentren con ella.
Oyó que Mendenhall soltaba un juramento y se dio la vuelta en su dirección.
—No tengo cobertura —explicó.
Bosch pasó el dedo pulgar por la pantalla de su propio móvil, y este volvió a la vida. Parecía haber sobrevivido al accidente. Y la señal indicaba que tenía cobertura. Sin embargo, Harry dijo:
—También estoy sin cobertura.
Se llevó el móvil al bolsillo.
—¡Maldita sea! —soltó Mendenhall—. Tenemos que hacer algo.
—¿Eso le parece? —apuntó Bosch.
—Sí —respondió ella con énfasis—. Es lo que hay.
Bosch fijó la mirada en Drummond.
—Vaya a la casa —indicó a la inspectora—. En la cocina había un teléfono.
—Muy bien. Ahora mismo vuelvo.
Bosch volvió el rostro y contempló a Mendenhall emprender el descenso por la ladera. De nuevo miró a Drummond.
—Por fin estamos a solas, sheriff —repuso con suavidad.
Hacía rato que Drummond trataba de decir algo. Bosch se puso a gatas y acercó el oído a la boca de Drummond. Con voz débil y entrecortada, este dijo:
—No… no siento… nada.
Bosch echó la cabeza hacia atrás y trató de evaluar las heridas de Drummond. Este hizo lo posible por esbozar una sonrisa. Harry vio sangre de color rojo brillante en sus dientes; había sufrido una perforación de pulmón durante el accidente. Drummond musitó algo que Bosch no llegó a entender.
De nuevo acercó el oído.
—¿Cómo ha dicho?
—Había olvidado decírselo… en el callejón… la obligué a ponerse de rodillas… e hice que me suplicara…
Bosch se echó hacia atrás, con el cuerpo estremecido de furia. Se levantó y se apartó de Drummond. Miró hacia la mansión; no se veía a Mendenhall por ninguna parte.
Se dio la vuelta y miró a Drummond otra vez. Bosch tenía el rostro desencajado por la ira. Todos los poros de su piel le apremiaban a la venganza. Se arrodilló y agarró el faldón de la camisa de Drummond. Acercó el rostro y dijo entre dientes:
—Sé qué es lo que quiere, pero no voy a darle ese gusto, Drummond. Espero que viva muchos años de forma dolorosa. En una cárcel. En una cama. En un lugar que huela a mierda y a meados. Respirando por un tubo. Alimentándose por un tubo. Y espero que todos los días tenga ganas de morirse y no pueda hacer una puta mierda al respecto.
Bosch lo soltó y apartó el rostro. Drummond ya no sonreía. Tenía la mirada perdida en el futuro desolador.
Bosch se levantó y se limpió las rodillas de polvo y porquería. Dio media vuelta y echó a caminar ladera abajo. Vio que Mendenhall volvía con la linterna en la mano.
—Ya vienen —informó—. ¿Él…?
—Sigue respirando. ¿Cómo tiene el ojo?
—He conseguido quitarme lo que tenía dentro. Me escuece.
—Haga que se lo miren cuando lleguen.
Bosch la dejó a sus espaldas, siguió bajando por la ladera y cogió el móvil con la idea de llamar a casa.