Capítulo 32

DRUMMOND ordenó a Bosch que levantara las manos. Se acercó, le quitó la pistola de la funda y se la metió en el bolsillo de su chaquetón verde de cazador. Señaló a Banks con su propia arma y ordenó:

—Quítele las esposas.

Bosch sacó las llaves del bolsillo y soltó a Banks del cabezal.

—Coja las esposas y póngase una en la muñeca izquierda.

Bosch hizo lo que se le ordenaba y se metió las llaves en el bolsillo otra vez.

—Termina de esposarlo, Reggie. Por la espalda.

Bosch llevó las manos a la espalda y dejó que Banks le esposara. Drummond entonces se acercó lo bastante para poder tocarlo con el cañón de la pistola, si quería.

—¿Dónde tiene el teléfono móvil, inspector?

—En el bolsillo de la derecha.

Drummond sacó el móvil del bolsillo y, a dos palmos de distancia, clavó sus ojos en los de Bosch.

—Tendría que haber dejado las cosas como estaban, inspector.

—Es posible —repuso Bosch.

—¿Las llaves?

—En el otro bolsillo.

Drummond sacó las llaves y cacheó los bolsillos de Bosch para asegurarse de que no había nada más. Se acercó a la cama, cogió la americana de Bosch y fue palpándola hasta dar con el estuche con la placa de Bosch y las llaves del coche de alquiler. Se lo metió todo en el otro bolsillo del chaquetón. A continuación, se llevó la mano a la espalda, rebuscó bajo el chaquetón y sacó otra pistola, que entregó a Banks.

—Vigílale, Reggie.

Drummond se acercó a la mesa, abrió la carpeta con la uña del dedo y se puso a mirar las fotografías de los modelos de cámara fotográfica empleados por Anneke Jespersen.

—Y bien, ¿qué es lo que han estado haciendo, caballeros?

Banks se apresuró a contestar, anticipándose a Bosch.

—Este tipo ha estado tratando de sonsacarme, Drummer. Sobre lo de Los Ángeles y sobre lo del barco. Está enterado de lo del barco. El cabrón me ha secuestrado, lo que se dice secuestrado. Pero yo no le he contado una mierda.

Drummond asintió con la cabeza.

—Muy bien, Reggie. Así me gusta.

Seguía mirando la carpeta, valiéndose de la uña del dedo para pasar los papeles. Bosch comprendió que en realidad no estaba estudiándolos; lo que estaba haciendo era tratar de valorar la situación y determinar cómo debía actuar al respecto. Finalmente, cerró la carpeta y se la metió bajo el brazo.

—Creo que vamos a dar un paseíto —anunció.

Bosch en ese momento habló, efectuando una argumentación que admitió como inútil en el mismo momento de pronunciarla.

—Mire, sheriff, todo esto no hace falta. Lo único que tengo son unas cuantas intuiciones, con menos valor legal que lo que cuesta una taza de café en Starbucks.

Drummond sonrió sin alegría.

—No sé. Diría que un hombre como usted no actúa por simple intuición.

Bosch le devolvió otra sonrisa sin alegría.

—Se sorprendería.

Drummond se dio la vuelta y examinó la habitación para asegurarse de que no olvidaba nada.

—Muy bien, Reg. Recoge la americana del inspector Bosch. Vamos a salir a dar una vuelta. Iremos en el coche del inspector.

El aparcamiento estaba desierto cuando salieron y condujeron a Bosch al Crown Vic de alquiler. Le subieron al asiento trasero, y Drummond pasó las llaves a Banks y le indicó que condujera. Drummond se acomodó en el asiento trasero, junto a Bosch y detrás de Banks.

—¿Adónde vamos? —preguntó Banks.

—A Hammett Road —respondió Drummond.

Banks salió del aparcamiento y enfiló el acceso a la autovía 99. Bosch miró a Drummond, que continuaba empuñando la pistola.

—¿Cómo se ha enterado? —preguntó.

En la semioscuridad pudo percibir que en el rostro de Drummond se pintaba una sonrisa satisfecha.

—¿Que cómo me he enterado de que estaba husmeando por la zona? Bueno, pues porque ha cometido unos cuantos errores, inspector. En primer lugar, anoche dejó unas cuantas pisadas de barro en el helipuerto de la casa de Carl Cosgrove. Carl se fijó en ellas esta mañana y me llamó diciendo que un intruso había estado merodeando por su propiedad. Así que envié a dos de mis muchachos a investigar.

Además, esta noche me ha llamado Frank Dowler, diciéndome que el amigo Reggie había estado tomando copas en el local de la VFW con un tipo interesado en comprar una pistola de la guardia republicana iraquí. La coincidencia entre una cosa y otra me ha dado que pensar y…

—Drummer, este tipo me engañó —dijo Banks desde el asiento delantero, buscando con los ojos la mirada de Drummond en el retrovisor—. Yo no sabía nada, socio. Pensaba que hablaba en serio y por eso llamé a Frank, por si estaba interesado en venderle su pistola. La última vez que hablé con él andaba muy corto de pasta.

—Es lo que me supuse, Reggie. Pero Frank sabe un par de cosas que tú no sabes… Y estaba nervioso porque su mujer le había dicho que un desconocido se había acercado ayer a su casa haciendo preguntas.

Miró a Bosch y asintió con la cabeza, como diciéndole que no había dudas sobre la identidad del visitante.

—Frank sumó dos más dos y fue lo bastante listo para telefonearme. Yo mismo hice algunas llamadas y no tardé en enterarme de que en el Blu-Ray estaba alojado alguien cuyo nombre me sonaba de una noche de hace muchos años. Ese fue otro error, inspector Bosch: registrarse en el motel con su verdadero nombre.

Bosch no respondió. Contempló la oscuridad a través de la ventana y trató de consolarse con el recuerdo de que había enviado a su compañero el archivo sonoro de la entrevista con Banks.

Harry entendía que podía utilizar dicha circunstancia en su favor, acaso para negociar su puesta en libertad, pero la jugada era muy arriesgada. No tenía idea de los contactos con que Drummond pudiera contar en Los Ángeles, por lo que no era cuestión de poner en peligro la vida de su compañero por una grabación. Tenía que conformarse con la certeza de que —con independencia de lo que le pasara a él esta noche—, Chu terminaría por escuchar la grabación, y Anneke Jespersen sería por fin vengada. Se habría hecho justicia. Era algo de lo que Harry podía estar seguro.

Fueron hacia el sur y no tardaron en cruzar el límite del condado de Stanislaus. Banks preguntó cuándo podría ir a recoger su coche, y Drummond contestó que por eso no se preocupara, que ya irían a buscarlo más adelante. Banks conectó el intermitente al llegar ante la salida a Hammett Road.

—Vamos a ver al jefe, ¿eh? —observó Bosch.

—Algo así —convino Drummond.

Salieron de la autovía y cruzaron a través del campo de almendros hasta llegar a la imponente entrada de la finca de Cosgrove. Drummond indicó a Banks que se acercara un poco más, a fin de poder pulsar la tecla del portero electrónico desde el asiento trasero del vehículo.

—¿Sí?

—Soy yo.

—¿Todo en orden?

—Todo en orden. Abre.

La puerta se abrió de forma automática y Banks la cruzó. Siguieron por el camino de acceso entre los almendros en dirección a la mansión, recorriendo en un par de minutos la distancia que a Bosch le había llevado una hora cubrir la noche anterior. Harry acercó la cabeza a la ventanilla y miró a lo alto. La noche parecía ser más que oscura esta vez. Las nubes habían cubierto las estrellas en el firmamento.

Salieron del campo de almendros y Bosch vio que las luces exteriores de la mansión estaban apagadas. Quizá no soplaba el viento necesario para alimentar la turbina situada tras el caserón, o quizá Cosgrove prefería que la finca se encontrara a oscuras en previsión de lo que estaba por llegar. Los faros del coche iluminaron un helicóptero negro estacionado en el helipuerto y listo para despegar.

Un hombre estaba de pie en la rotonda frente a la mansión. Banks se detuvo y el hombre subió al asiento delantero. La luz del porche permitió a Bosch reconocer a Carl Cosgrove. Fuerte y corpulento, con un abundante y ondulado pelo grisáceo. El mismo de las fotos. Drummond no dijo palabra, pero Banks dio muestras de alegrarse del reencuentro con su viejo compañero de la guardia nacional.

—Carl. Cuánto tiempo sin verte, hombre.

Cosgrove miró un instante a Bosch, con visible menor entusiasmo.

—Reggie —agregó con sequedad.

Drummond indicó a Banks que rodease la rotonda y torciese por el camino que discurría por detrás de la mansión, hasta dejar atrás un garaje y ascender por la ladera situada en la parte posterior de la propiedad. Pronto llegaron a un granero rodeado de establos para el ganado pero con aspecto de estar abandonado y en desuso.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Banks.

—¿Qué vamos a hacer? —repitió Drummond—. Ocuparnos del inspector Bosch por no haber sido capaz de dejar en paz a los fantasmas del pasado. Para delante del granero.

Banks detuvo el automóvil, cuyos faros estaban iluminando las grandes puertas dobles. En la puerta izquierda había un letrero de prohibido el paso. Las puertas estaban aseguradas por un gran barrote transversal de hierro, así como por una gruesa cadena sujeta con un candado en torno a los tiradores.

—Los chavales siempre se colaban aquí y luego lo dejaban todo perdido de latas de cerveza y porquería —dijo Cosgrove, como si fuera necesario explicar por qué estaba cerrado el granero.

—Abre —instó Drummond.

Cosgrove salió del coche y se dirigió a las puertas del granero con la llave ya en la mano.

—¿Estás seguro de esto, Drummer? —preguntó Banks.

—No me llames así, Reggie. Hace mucho tiempo que la gente no me llama de esa forma.

—Lo siento. Perdona. Pero ¿estás seguro de que tenemos que hacer esto?

—Ya empezamos otra vez. Tenemos, dices. Como si estuviéramos todos en el mismo barco. ¿Cuándo fue la última vez, Reg? Siempre soy yo el que tiene que dar la cara. El que siempre tiene que arreglar vuestras torpezas.

Banks no respondió. Cosgrove había terminado de soltar el candado y estaba abriendo la puerta derecha.

—Vamos. Hay que hacerlo —dijo Drummond.

Salió del coche y cerró de un portazo. Banks se demoró un instante, y Bosch aprovechó para mirarlo por el retrovisor.

—No se meta en un lío como este, Reggie. Drummer le ha dado una pistola, así que puede evitarlo.

La portezuela de Bosch se abrió y Drummond asomó el cuerpo en el interior con intención de sacarlo del coche.

—¿A qué estás esperando, Harry? Vamos de una vez, hombre.

—Ah. No sabía que yo también tenía que salir.

Banks salió del auto al mismo tiempo que Drummond sacaba a Bosch del asiento trasero.

—Entre en el granero, Bosch —ordenó Drummond.

Bosch miró al cielo oscuro otra vez, mientras le hacían cruzar a empujones la puerta del granero. Una vez en el interior, Cosgrove encendió una bombilla que estaba situada a tanta altura en las vigas centrales del techo que apenas iluminaba la escena.

Drummond se acercó a una de las columnas centrales que sostenían el henar elevado y se apoyó en ella para comprobar su firmeza. Aguantaba bien.

—Aquí —dijo—. Traedlo.

Banks empujó a Bosch, y Drummond lo agarró por el brazo e hizo girar su cuerpo de forma que su espalda fue a dar contra la columna. Levantó la pistola y apuntó a la cara de Bosch.

—Quietecito —ordenó—. Reggie, átalo a la columna.

Banks sacó las llaves del bolsillo, abrió una de las esposas que aprisionaban a Bosch y le amarró los brazos en torno a la columna. Harry comprendió que aquello significaba que no iban a matarlo. Todavía no, al menos. Lo necesitaban con vida, por alguna razón.

Una vez que Bosch estuvo sujeto a la columna, Cosgrove se envalentonó y se situó frente a él.

—¿Sabe lo que tendría que haber hecho con usted? Tendría que haberlo acribillado a tiros con el fusil cuando estaba en aquel callejón. Y me habría ahorrado todo esto. Pero supongo que apunté demasiado alto.

—Déjalo ya, Carl —indicó Drummond—. ¿Por qué no os volvéis los dos a la casa y esperáis a Frank? Yo me ocupo de todo esto. En un momento estoy con vosotros.

Cosgrove dedicó a Bosch una larga mirada y sonrió con expresión perversa.

—Siéntese —le invitó.

Dio una patada al pie izquierdo de Bosch, levantándolo en el aire, al tiempo que empujaba su cuerpo hacia abajo presionándole el hombro. Harry se deslizó columna abajo, hasta dar en el suelo con la rabadilla.

—¡Carl! ¡Que lo dejes de una vez, hombre! Ya nos encargaremos nosotros.

Cosgrove se apartó, al tiempo que Bosch comprendía la referencia que acababa de efectuar sobre un fusil. Cosgrove fue el soldado que abrió fuego aquella noche e hizo que todo el mundo pusiese cuerpo a tierra en la escena del crimen. Bosch ahora entendió por qué en ese momento no vieron a nadie en el tejado. Cosgrove en realidad se había propuesto ponerlos un poco nerviosos a todos y desviar la atención momentáneamente de la investigación del crimen que acababa de cometer.

—Estoy en el coche —dijo Cosgrove.

—No, el coche lo dejamos aquí. No quiero que Frank se ponga nervioso si lo ve llegar. Su mujer le dijo que Bosch se presentó en ese coche a verlo.

—Bueno. Pues vuelvo andando.

Cosgrove salió del granero; Drummond se situó frente a Bosch y se quedó mirándolo al amparo de la débil luz de la bombilla. Llevó su mano al interior del chaquetón y sacó la pistola que le había arrebatado a Bosch.

—Oye una cosa, Drummer —repuso Banks con nerviosismo—. ¿Qué querías decir con eso de que mejor que Frank no viera el coche? ¿Cómo es que Frank…?

—Reggie, te dije que no me llamaras de esa forma.

Drummond levantó la pistola de Bosch y la puso en la sien de Reggie Banks. Seguía mirando a Bosch cuando apretó el gatillo. El ruido fue ensordecedor. Un chorro de sangre y masa cerebral alcanzó a Bosch una fracción de segundo antes de que el cuerpo de Banks se desplomara sobre el suelo cubierto de heno, a su lado.

Drummond contempló el cuerpo. Las últimas contracciones del corazón hicieron que del punto de entrada de la bala brotara sangre que fue a parar al heno sucio. Drummond se metió el arma de Bosch en el bolsillo y se agachó para recoger la pistola que un momento atrás entregara a Banks.

—Cuando se quedó a solas con él en el coche, le dijo que la utilizara en mi contra, ¿verdad?

Bosch no respondió, y Drummond al momento agregó:

—Lo lógico hubiera sido que Reggie comprobara si estaba cargada.

Sacó el peine de balas y se lo mostró a Bosch. Estaba vacío.

—Tenía usted razón, inspector. Buscó el eslabón más débil, y Reggie era el eslabón más débil. Ahí fue muy listo.

Bosch comprendió que estaba equivocado. Había llegado el final. Levantó las rodillas y apretó la espalda contra la columna. Se preparó para lo inminente.

Bajó la cabeza y cerró los ojos. Y en ese momento revivió una imagen de su hija, el recuerdo de un día bonito. Era domingo, y había llevado a Maddie al aparcamiento vacío de un instituto cercano para enseñarle a conducir. Maddie había empezado mal, pisando el freno con demasiada fuerza. Pero cuando terminaron, manejaba el coche con mayor destreza que la mayoría de los conductores con que Bosch se cruzaba en las calles de Los Ángeles. Se sentía orgulloso de ella y, lo más importante, Maddie se sentía orgullosa de sí misma. Al final de esa mañana, una vez que se cambiaron de asientos y Bosch conducía de vuelta a casa, Maddie le dijo que de mayor quería ser policía y continuar llevando a cabo su misión. Lo dijo de sopetón, porque ese día se habían sentido muy unidos.

Bosch se acordó del momento y de pronto se encontró sumido en la calma. Este iba a ser su último recuerdo, el que iba a llevarse consigo a la caja negra.

—Quédese donde está, inspector. Más tarde voy a necesitarlo.

Era Drummond. Bosch abrió los ojos y levantó la mirada.

Drummond asintió con la cabeza y echó a andar hacia la puerta. Bosch le vio meterse su pistola bajo el chaquetón y hacer lo propio en la parte posterior del cinto con la pistola que antes entregara a Banks. La facilidad con que había matado a Banks y el modo experto en que acababa de esconder el arma tras su espalda le hicieron a Bosch comprender; una persona no era capaz de liquidar a otra con semejante sangre fría sin haberlo hecho antes. Y de los cinco conspiradores, tan solo uno tenía un empleo en el que podía resultar útil una pistola «de usar y tirar», esto es, con el número de serie borrado. Para Drummond, la pistola capturada a la guardia republicana iraquí no había sido un recuerdo de la operación Tormenta del Desierto, sino un arma cuya función era ser usada. Por eso la había llevado consigo a Los Ángeles.

—Fue usted —dijo Bosch.

Drummond se detuvo y lo miró.

—¿Ha dicho algo?

Bosch fijó la mirada en él.

—He dicho que sé que fue usted quien lo hizo. No fue Cosgrove. Fue usted quien la mató.

Drummond se acercó a Bosch otra vez. Escudriñó con la mirada los rincones oscuros del granero y se encogió de hombros. Sabía que tenía todos los triunfos en la mano. Estaba hablando con un muerto, y los muertos no podían denunciar a nadie.

—Bueno —dijo—. Aquella chavala estaba empezando a ser una lata.

Esbozó una sonrisa torcida; parecía estar encantado de confirmarle a Bosch el crimen cometido veinte años atrás. Bosch aprovechó para preguntar:

—¿Cómo se las arregló para llevarla al callejón?

—Eso fue lo más fácil de todo. Fui a hablar con ella directamente y le dije que sabía qué y a quiénes andaba buscando. Expliqué que yo también había estado en el barco y me había enterado de lo sucedido. Dije que estaba dispuesto a contárselo todo, pero que en ese momento no podía hablar. Propuse encontrarme con ella a las cinco en punto en el callejón. Y fue tan estúpida como para presentarse.

Asintió con la cabeza como diciendo: asunto concluido.

—¿Y qué paso con sus cámaras?

—Lo mismo que pasó con la pistola: lo tiré todo al otro lado del vallado del callejón. Después de haber sacado los carretes, claro.

Bosch se lo imaginó. Una cámara fotográfica aterrizaba de pronto en un jardín y el tipo que se la encontraba se la quedaba o la llevaba a empeñar en lugar de entregarla a la policía.

—¿Alguna cosa más, inspector? —preguntó Drummond, a todas luces encantado de pasarle su astucia por las narices a Bosch.

—Sí —dijo Harry—. Si fue usted quien lo hizo, ¿cómo se las arregló para mantener bajo control a Cosgrove y los demás a lo largo de veinte años?

—Fácil. Carl júnior se habría quedado sin herencia si su padre se hubiera enterado de que estaba metido en todo este asunto. Los demás sencillamente hicieron lo que Cosgrove decía, menos uno que se pasó de listo y tuvimos que encargarnos de él.

Dicho esto, se giró hacia la puerta. La abrió, pero vaciló un segundo en el umbral. Miró a Bosch con una sonrisa sin alegría y apagó la luz del techo.

—Descanse un poco, inspector.

Salió al exterior y cerró la puerta a sus espaldas. Bosch oyó el ruido de la barra de acero. Drummond lo había encerrado.

Bosch se encontraba solo y sumido en la oscuridad más absoluta. Pero seguía con vida. De momento.