BOSCH tecleó la contraseña en su móvil, conectó la aplicación de grabación e inició la entrevista. Se identificó a sí mismo, mencionó de qué caso se trataba y procedió a identificar a Reginald Banks, del que dio su edad y dirección. Leyó a Banks sus derechos de una tarjeta que tenía en el estuche de la placa, y Banks dijo que entendía cuáles eran sus derechos y que estaba dispuesto a cooperar, dejando claro que no quería hablar antes con un abogado.
Banks pasó a relatar en noventa minutos una historia que se remontaba a veintiún años atrás. No llegó a usar la palabra «violación», pero reconoció que cuatro de ellos —Banks, Dowler, Henderson y Cosgrove— mantuvieron relaciones sexuales con Anneke Jespersen en un camarote del navío mientras la periodista danesa estaba incapacitada por efecto de una droga que Cosgrove había deslizado en su bebida. Banks dijo que Cosgrove llamaba a aquella droga «el rompecoños», y que les explicó que era un producto que suministraban al ganado para tranquilizarlo antes de transportarlo.
Bosch entendió que se trataba de un sedante empleado en veterinaria y llamado Rompun. Sabía de su existencia porque ya había aparecido en otros casos que había llevado.
Banks agregó que Jespersen se había convertido en el blanco específico de Cosgrove, ya que este les dijo a los demás que creía que era una rubia natural y que nunca antes se había acostado con una mujer de ese tipo.
Cuando Bosch preguntó si J. J. Drummond se encontraba en el camarote durante lo sucedido, Banks respondió que «no de forma física». Según agregó, Drummond estaba al corriente de lo sucedido pero no había tomado parte en el asunto. Y añadió que los cinco hombres de California no eran los únicos integrantes de la 237.ª compañía que se encontraban de permiso en el barco esos días, pero que nadie más estuvo implicado en lo sucedido.
Banks lloraba mientras contaba la historia, y varias veces se mostró arrepentido de haber tomado parte en el episodio del camarote.
—Era la guerra, amigo. La guerra te volvía medio tarado.
Bosch había oído esa excusa antes, la idea de que los miedos y las angustias de vida y muerte de la guerra en cierto modo amparaban las acciones criminales o despreciables que uno no cometería ni por asomo en su propio país. Era una argumentación empleada para excusar todo tipo de aberraciones, desde el exterminio de todos los habitantes de una aldea hasta la violación en grupo de una mujer semiinconsciente. Bosch no la aceptaba, y se decía que Anneke Jespersen había tenido razón: ese tipo de sucesos constituían crímenes de guerra y no podían ser excusados. Harry era de la opinión de que la guerra sacaba a relucir la verdadera naturaleza —buena o mala— de una persona. Banks y los demás no le inspiraban la menor lástima.
—¿Fue esa la razón por la que Cosgrove llevaba el rompecoños en el petate al salir de Estados Unidos? ¿Por si la guerra le volvía medio tarado? ¿Con cuántas otras mujeres usó el rompecoños? ¿Y con cuántas lo había usado antes? ¿En el colegio, por ejemplo? Porque algo me dice que fuisteis todos al mismo instituto. Y algo me dice que ya habíais probado eso del rompecoños antes del barco.
—No, oiga, yo nunca hice nada de eso. Yo nunca había usado esa cosa. Ni siquiera me enteré de que se la había metido a la chica en el vaso, fíjese lo que le digo. Yo pensaba, bueno, pues que la chavala estaba borracha, y punto. Fue Drummond quien me lo contó todo.
—¿Y ahora de qué me está hablando? Acaba de decirme que Drummond no estuvo presente.
—Y no lo estuvo. Drummond me lo contó luego. Después de volver aquí. Drummond sabía lo que había pasado en el camarote. Lo sabía todo.
Bosch necesitaba saber más antes de evaluar el papel preciso que Drummond había jugado en los crímenes cometidos con Anneke Jespersen. Con la idea de mantener a Banks en tensión, de repente efectuó un salto en el tiempo hasta los desórdenes en Los Ángeles de 1992.
—Ahora hábleme de lo que pasó en Crenshaw Boulevard —indicó.
Banks meneó la cabeza.
—¿Cómo? Yo de eso no puedo decirle nada.
—¿Cómo que no puede decirme nada? Usted estuvo allí.
—Bueno, sí que estuve allí, pero no allí precisamente, no sé si me entiende.
—No, no le entiendo. Explíquese.
—Bueno, claro que estaba allí. Nos habían movilizado. Pero me encontraba lejos del callejón cuando le pegaron el tiro a la chavala. A Henderson y a mí nos habían asignado el control de documentos de identidad en el puesto situado en la otra punta de la formación.
—¿Me está diciendo, y le recuerdo que lo grabo todo, que no llegó a ver a Anneke Jespersen, ni viva ni muerta, durante el tiempo que estuvo en Los Ángeles?
El tono formal de la pregunta hizo que Banks se detuviera a pensarlo mejor. Sabía que le estaban grabando, y Bosch antes le había dicho de forma explícita que tan solo diciendo la verdad podía albergar esperanzas. Si mentía, aunque fuera una sola vez, todo se iría al garete, y ni el propio Bosch estaría capacitado para mejorar su situación.
En su calidad de testigo cooperante, Banks ya no estaba esposado. Se mesó los cabellos con nerviosismo. Dos horas antes estaba sentado a la barra del local de la VFW, y ahora estaba luchando por su vida, en sentido figurado. Una vida que, desde luego, iba a ser muy distinta después de esta noche.
—A ver un momento, no es eso lo que estoy diciendo. Sí que la vi. La vi, pero no tenía idea de que fuesen a pegarle un tiro en ese callejón. Yo estaba muy lejos de allí. Me enteré de que la muerta era ella al volver aquí, unas dos semanas después. Es la pura verdad.
—Muy bien, pues cuénteme eso de que la vio.
Banks explicó que, poco después de la llegada a Los Ángeles de la 237.ª compañía como parte del operativo antidisturbios, Henderson dijo a los demás que había visto a «la rubia del barco» junto a otros periodistas en el exterior del Coliseum, donde las unidades de la guardia nacional californiana estaban agrupadas tras el largo viaje en convoy de camiones desde Central Valley.
Los otros al principio no creyeron a Henderson, pero Cosgrove envió a Drummond a espiar, dado que Drummond no había estado en el camarote del Saudi Princess y no podían reconocerlo.
—Ya. ¿Y cómo podía él reconocerla? —preguntó Bosch.
—Porque la había visto en el barco y sabía qué pinta tenía. Lo que Drummond no hizo fue ir con nosotros al camarote. Recuerdo que comentó que las multitudes le ponían nervioso.
Bosch tomó nota mental e instó a Banks a proseguir. El otro dijo que Drummond volvió al cabo de un rato e informó de que la chica efectivamente estaba entre los periodistas.
—Recuerdo que nos preguntamos qué era lo que quería y cómo carajo nos había localizado. Pero Cosgrove no estaba preocupado. Decía que la chica no podía demostrar nada. Por entonces aún no existía lo del ADN y esas otras cosas de la serie CSI, no sé si me explico.
—Se explica bien. Pero ¿cuándo la vio usted personalmente?
Banks declaró que vio a Jespersen después de que su unidad recibiera orden de dirigirse a Crenshaw Boulevard. La periodista había seguido a los vehículos de transporte y estaba fotografiando a los integrantes de la unidad en el momento de ser desplegados por el bulevar.
—Parecía ser un fantasma que nos estuviera siguiendo, haciéndonos fotos. Se me pusieron los pelos de punta. A Henderson también. Se nos ocurrió que igual tenía previsto escribir un artículo sobre nosotros o algo parecido.
—¿La mujer habló con usted?
—Conmigo no. En ningún momento.
—¿Y con Henderson?
—No, que yo viera, y Henderson estuvo a mi lado casi todo el tiempo.
—¿Quién la mató, Reggie? ¿Quién la condujo al callejón y la mató?
—Ojalá lo supiera, porque se lo diría. Pero yo no estuve allí.
—¿Y ustedes cinco después no hablaron de lo sucedido?
—Bueno, sí que lo estuvimos hablando, pero nadie dijo quién había sido. Drummer tomó la voz cantante y propuso hacer un pacto de silencio. Dijo que Carl era rico y que nos arreglaría la vida a todos siempre y cuando estuviéramos calladitos sobre lo sucedido. Y que si alguno hablaba, haría lo posible por incriminarnos a todos.
—¿Cómo?
—Dijo que tenía pruebas del crimen. Y que lo sucedido en el barco era un motivo de asesinato, por lo que todos seríamos acusados. Por conspiración para cometer un asesinato.
Bosch asintió con la cabeza. Lo dicho por Banks encajaba con su propia teoría.
—Y bien, ¿quién fue el que disparó a la mujer? ¿Fue Carl? ¿Es la impresión que tuvo en ese momento?
Banks se encogió de hombros.
—Bueno, sí, es lo que siempre pensé. Que la empujó al interior del callejón o la atrajo hacia allí de alguna forma mientras los demás vigilaban. Los tres estaban allí. Carl, Frank y Drummer. Pero Henderson y yo no, amigo. Lo digo de verdad.
—Y, la noche siguiente, Frank Dowler entra en el callejón para echar una meada y resulta que «descubre» el cadáver.
Banks se contentó con asentir con la cabeza.
—¿Por qué? ¿Por qué se tomaron la molestia? ¿Por qué no se limitaron a dejar el cuerpo donde estaba? Lo más probable era que nadie lo encontrase en unos cuantos días.
—No lo sé. Supongo que pensaban que si alguien lo encontraba durante los disturbios, la investigación sería más complicada. Que tendrían que investigar deprisa y corriendo, de mala manera. Drummer era alguacil del sheriff de por aquí y sabía cómo funcionaban esas cosas. No hacíamos más que oír que nadie estaba haciendo lo que había que hacer. La situación en la ciudad era de locos.
Bosch se quedó mirándolo un rato largo.
—Bueno, en ese punto tenían razón —convino.
Bosch se puso a considerar las preguntas que aún le quedaban por hacer. A veces, un testigo empezaba a revelar tantos aspectos de un caso o un crimen que resultaba difícil seguirle el ritmo. Se acordó de que la pistola era lo que le había llevado a encontrarse con Banks en la habitación de este motel. «Hay que seguirle el rastro a la pistola», se dijo.
—¿De quién era la pistola con que la mataron? —inquirió.
—No lo sé. Mía no era. La mía la tengo en casa, metida en una caja fuerte.
—¿Todos tenían pistolas Beretta procedentes de Iraq?
Banks asintió con la cabeza y explicó que su unidad estuvo transportando cargamentos de armamento iraquí confiscado hasta un gran agujero excavado en el desierto saudí, para su destrucción con explosivos y posterior cubrimiento con arena. Casi todos los miembros de la compañía asignados a la operación se hicieron con algunas armas cortas de las acumuladas en los camiones, incluyendo los cinco hombres que luego iban a encontrarse en el Saudi Princess al mismo tiempo que Anneke Jespersen. Más tarde las armas se enviaron a Estados Unidos, escondidas por el propio Banks —el suboficial al cargo del inventario de la compañía— en el fondo de las cajas de cartón con material de la unidad.
—Era como si el zorro estuviera al mando del gallinero —dijo Banks—. La nuestra era una compañía de transporte, y yo era uno de los soldados encargados de desmontar todas las armas y esconder las piezas en las cajas de cartón. Meter las pistolas en Estados Unidos fue pan comido.
—Y, una vez en nuestro país, se las repartieron.
—Eso mismo. Pero yo lo único que sé es que tengo mi pistola metida en la caja fuerte de mi casa, lo que demuestra que yo no fui el que mató a la chica.
—Cuando fueron asignados a Los Ángeles, ¿se llevaron esas pistolas consigo?
—No sé. Yo no la llevaba, desde luego. Uno siempre tenía que estar escondiéndola.
—Pero iban ustedes a una ciudad que estaba completamente fuera de control. Lo habían visto en televisión. ¿No pensaron en cargar con un arma extra, por si las moscas?
—No lo sé. Yo, al menos, no.
—¿Y los demás?
—No lo sé, hombre. A esas alturas ya no estábamos tan unidos, ¿comprende? Después de la operación Tormenta del Desierto, cada uno volvió a su casa y se dedicó a lo suyo. Y luego nos movilizaron a todos otra vez y nos enviaron a Los Ángeles. Pero nadie preguntó a los demás si llevaban encima las pistolas de Iraq.
—Muy bien. Pero una cosa más en relación con las pistolas. ¿Quién borró los números de serie de las armas?
Banks lo miró confuso.
—¿Qué quiere decir? Ninguno de nosotros hizo eso, que yo sepa.
—¿Está seguro? La pistola con la que mataron a la mujer en el callejón tenía el número de serie borrado. ¿Me está diciendo que eso no lo hicieron ustedes? ¿Que no limaron los números de serie?
—No. ¿Para qué íbamos a hacer una cosa así? Las pistolas solamente eran un recuerdo de la guerra. Una especie de souvenir.
Bosch iba a tener que meditar la respuesta de Banks. Charles Washburn había insistido en que la pistola que encontró en el jardín trasero de su casa ya tenía el número de serie borrado. Eso cuadraba con el hecho de que el autor del disparo había tirado el arma al otro lado del vallado después de cometer el asesinato, lo que denotaba su convicción de que nadie iba a poder relacionarlo nunca con esa pistola. Pero si Banks estaba diciendo la verdad, no todos los miembros del quinteto del Saudi Princess borraron los números de serie. Tan solo uno de ellos lo hizo. Había algo siniestro en dicha circunstancia. Por lo menos, uno de aquellos cinco hombres sabía que la pistola, con el tiempo, iba a ser algo más que un simple recuerdo de guerra; que la pistola, un día, iba a ser utilizada.
Bosch pensó en lo que tenía que preguntar a continuación. Era importante documentar todos los aspectos de la historia, así como la relación fluida y cambiante entre los cinco hombres que estuvieron en el barco.
—Hábleme de Henderson. ¿Qué cree que fue lo que le pasó?
—Que alguien lo mató. Eso fue lo que pasó.
—¿Quién?
—Pues no lo sé, colega. Lo único que sé es que Henderson me dijo que podíamos estar tranquilos, que lo del barco ya había prescrito. Y que nosotros no habíamos tenido nada que ver con lo sucedido en Los Ángeles, así que también podíamos estar tranquilos a ese respecto.
Banks explicó que no volvió a hablar con Henderson desde entonces. Un mes más tarde, Henderson fue asesinado durante el atraco al restaurante del que era encargado.
—Cosgrove era el propietario de ese restaurante —recordó Bosch.
—Pues sí.
—La prensa por entonces dijo que Henderson estaba empezando a montar su propio restaurante. ¿Sabe alguna cosa al respecto?
—También lo leí en el periódico, pero yo no sabía nada de todo eso.
—¿Cree que el asesinato fue una simple coincidencia?
—No. Para mí fue una especie de mensaje. Creo que Chris pensaba que lo del barco había prescrito y ya no podrían juzgarle, por lo que estaba convencido de que podía chantajear a Carl. Fue a hablar con él y le dijo que le metiera en el negocio o se atuviera a las consecuencias. Y entonces se lo cargaron. Ya sabe que nunca encontraron al que se lo cargó, y nunca van a encontrarlo.
—¿Quién se lo cargó?
—¿Y yo cómo coño voy a saberlo? Carl está forrado de pasta. Y si necesita algo, pues va y lo encarga. A ver si nos entendemos.
Bosch asintió con la cabeza. Entendía. Cogió la carpeta y ojeó su contenido, en busca de inspiración para nuevas preguntas. Se encontró con varias fotos de cámaras fotográficas como las que se sabía que Anneke Jespersen había estado usando. Después de los disturbios, el DICD había hecho circular las fotos por las casas de empeños del barrio, pero sin resultados.
—¿Qué pasó con las cámaras fotográficas de la mujer? No estaban junto a su cuerpo. ¿Vio a alguien cargando con cámaras?
Banks denegó con la cabeza. Bosch insistió.
—¿Y qué me dice de los carretes? ¿Cosgrove mencionó en algún momento que hubiera sacado los carretes de la cámara?
—A mí no me consta nada de eso. Y es que yo no sé nada de lo que pasó en el callejón, hombre. ¿Cuántas veces tengo que decírselo? Yo no estaba allí.
Bosch de pronto recordó que había olvidado efectuar una pregunta clave, descuido que se reprochó en silencio. Harry tenía claro que tan solo disponía de esta oportunidad para aclarar las cosas con Banks. Una vez que la investigación siguiera adelante, Banks contaría con un abogado. Incluso si su abogado le aconsejaba seguir cooperando, era improbable que Bosch volviera a tener ocasión de sentarse a hablar a solas con él, sin abogados en la estancia y marcando la pauta de la conversación. Tenía que sacarle todo lo posible a Banks en este preciso momento.
—¿Y qué me dice de la habitación del hotel donde estuvo alojada Jespersen? Alguien entró en ella después de su muerte, alguien que tenía la llave porque se la quitó del bolsillo después de matarla.
Banks meneó la cabeza antes de que Bosch terminara de formular la pregunta. Harry lo interpretó como que la cosa le sonaba.
—Yo de eso no sé nada —dijo Banks.
—¿Está seguro? —preguntó Bosch—. Si está ocultando algo, es lo mismo que si me estuviera mintiendo. Y si le pillo por ahí, no hay trato que valga; haré todo lo posible para que le encierren en la trena.
Banks cedió.
—Mire, yo no sé mucho. Pero cuando estábamos en Los Ángeles oí que a Drummer le habían herido y enviado al hospital. Me dijeron que había sufrido una conmoción cerebral y que estuvo hospitalizado una noche entera, pero Drummer luego me dijo que todo había sido un cuento chino. Me contó que Carl y él habían organizado un montaje para que pudiese ir al motel de la chica, entrar en el cuarto con su llave y mirar si tenía alguna cosa que, bueno, que nos incriminara por lo sucedido en el barco.
Bosch estaba al corriente de la historia oficial. Drummond, el héroe de guerra, fue el único integrante de la 237.ª que resultó herido durante el operativo en Los Ángeles. Todo había sido un engaño, parte de un montaje para encubrir una violación en grupo y un asesinato. Y ahora, con el apoyo económico de uno de los hombres a los que entonces había encubierto, Drummond estaba cumpliendo su segundo mandato como sheriff y aspiraba a ser elegido congresista en Washington.
—¿Qué más le dijeron? —insistió Bosch—. ¿Qué fue lo que se llevaron de su habitación?
—De lo único que me enteré fue de que Drummer encontró sus notas. Una especie de diario en el que la chica detallaba el seguimiento que nos había estado haciendo. Parece que había estado tratando de averiguar quiénes éramos exactamente y que tenía pensado escribir un libro sobre lo sucedido, o eso creo recordar.
—¿Drummond sigue conservando esas notas?
—No tengo ni idea. Yo ni siquiera llegué a verlas.
Bosch se dijo que Drummond sin duda aún conservaba aquel diario. El diario y su conocimiento de lo que había sucedido eran lo que le permitía mantener bajo control a los otros cuatro. Y en particular a Carl Cosgrove, que era rico y poderoso, y podía ayudarle a conseguir sus ambiciones políticas.
Bosch consultó el teléfono móvil; seguía grabando, y el reloj indicaba que llevaban noventa y un minutos de conversación. Había otra cuestión sobre la que quería preguntar a Banks.
—Hábleme de Alex White.
Banks meneó la cabeza con expresión confusa.
—¿Quién es Alex White?
—Un cliente suyo de hace tiempo. Hace diez años, usted le vendió un tractor segadora en el concesionario.
—Bueno. Pero ¿y eso qué…?
—El día que White vino a llevarse el tractor, usted llamó al LAPD y utilizó su nombre para preguntar sobre el caso Jespersen.
Bosch vio que en los ojos de Banks aparecía un destello de reconocimiento.
—Ah, sí. Es verdad. Yo fui quien llamó.
—¿Por qué? ¿Por qué hizo esa llamada?
—Porque tenía curiosidad por saber qué había pasado con la investigación. Había estado leyendo un periódico que alguien había dejado tirado junto a la máquina de café, y había un artículo recordando los diez años que habían transcurrido desde los disturbios. Así que llamé y pregunté por el caso. Me pusieron con varias personas y, al final, un fulano habló conmigo. Pero me dijo que tenía que darle mi nombre; si no, no iba a poder decirme nada. Y, bueno, pues no sé. Vi ese nombre en el papel que tenía delante, o lo que fuera, y le dije que me llamaba Alex White. El otro no me había pedido el teléfono ni nada por el estilo, así que daba lo mismo.
Bosch asintió con la cabeza. Era consciente de que si Banks no hubiera efectuado esa llamada, seguramente no habría podido establecer la relación con Modesto y el caso seguiría estando abierto.
—De hecho, la policía anotó el número desde el que hizo la llamada —dijo a Banks—. Es la razón por la que estoy aquí.
Con expresión sombría, Banks asintió con la cabeza.
—Pero hay algo que no entiendo —dijo Bosch—. ¿Por qué hizo esa llamada? Nadie sospechaba de ustedes. ¿Para qué arriesgarse a despertar sospechas?
Banks se encogió de hombros.
—No lo sé. Fue una especie de impulso. El artículo del periódico me llevó a pensar en aquella chica, en lo que había pasado. Y empecé a preguntarme si todavía andaban buscando a alguien.
Bosch consultó su reloj. Eran las diez en punto de la noche. Tarde, pero no quería esperar al día siguiente para trasladar a Banks en coche a Los Ángeles. Quería seguir adelante con la investigación a toda costa y sin perder un minuto.
Puso fin a la grabación y la guardó. Y, para ser un hombre no muy devoto de las nuevas tecnologías, Bosch a continuación hizo algo inusual: empleó el correo electrónico del móvil para enviar el archivo sonoro a su compañero Chu. Por si el móvil se le averiaba, el archivo estaba dañado o se le caía el teléfono por el retrete. Por si acaso. Quería salvaguardar el testimonio de Banks como fuese.
Esperó hasta oír el sonido de molinillo del teléfono móvil, indicador de que el correo electrónico se había enviado al destinatario. Se levantó de la silla.
—Muy bien. Hemos terminado por hoy.
—¿Va a llevarme a mi coche?
—No, Banks, usted se viene conmigo.
—¿Adónde?
—A Los Ángeles.
—¿Ahora?
—Ahora. Levántese.
Pero Banks no se movió.
—Oiga, no tengo ganas de ir a Los Ángeles. Lo que quiero es irme a casa. Tengo hijos.
—Ya. ¿Y cuándo fue la última vez que vio a sus hijos?
Banks guardó silencio. No tenía respuesta.
—Era lo que pensaba. Vámonos. Levántese.
—¿Por qué tenemos que ir ahora? Déjeme marcharme a casa.
—Escúcheme bien, Banks. Usted se viene conmigo a Los Ángeles ahora mismo. Por la mañana voy a hacer que se siente delante de un ayudante del fiscal del distrito, quien se encargará de tomarle declaración y seguramente pondrá en marcha los trámites para un juicio. Y luego decidirá cuándo se vuelve usted a casa.
Banks seguía sin moverse. Era un hombre paralizado por el pasado. Se daba cuenta de que, escapara o no a ser enjuiciado por un crimen, su vida tal como la conocía había terminado para siempre. En Modesto y en Manteca, todo el mundo iba a enterarse del papel que había desempeñado en el caso… Tanto entonces como ahora.
Bosch recogió las fotos y los documentos y los devolvió al interior de la carpeta.
—Voy a explicarle lo que hay —dijo—. Ahora mismo vamos a salir para Los Ángeles. Puede ir sentado delante y a mi lado o puedo detenerlo formalmente, esposarlo y sentarlo en el asiento trasero. El viaje por carretera es largo, y si va encorvado en el asiento de atrás durante horas y horas, lo más probable es que nunca más en la vida vaya a poder andar de forma normal. Y bien, ¿cómo prefiere hacer el viaje?
—Muy bien, muy bien. Voy con usted. Pero antes tengo que echar una meada. Ya vio que me tomé unas cuantas copas, y no fui al baño mientras estuve en el local de la VFW.
Bosch frunció el ceño. La petición tenía sentido. De hecho, el propio Harry estaba pensando en cómo podía ir al cuarto de baño él mismo sin darle a Banks ocasión de cambiar de idea y salir por patas.
—Muy bien —convino—. Vamos.
Bosch entró primero en el baño y examinó la ventana que había sobre el retrete. Se trataba de una vieja ventana con persiana y abertura de manivela. A Bosch le resultó fácil arrancar la manivela, para dejarle claro a Banks que ni soñara con escapar.
—Haga lo que tenga que hacer —indicó.
Salió del cuarto de baño, pero dejó la puerta abierta para poder oír todo posible intento de abrir o romper la ventana por parte de Banks. Mientras este orinaba, Bosch miró en derredor a fin de poder usar el cuarto de baño también, antes del trayecto de cinco horas por carretera. Se fijó en los barrotes del cabezal de la cama.
Bosch empezó a meter su ropa en la maleta a toda prisa y de cualquier manera. Al oír que Banks tiraba de la cadena y salía del cuarto de baño, Bosch fue hacia él, le condujo hasta la cama, hizo que se sentara y le esposó al cabezal.
—¿Y esto qué coño significa? —protestó Banks.
—Por si le da por cambiar de idea mientras estoy meando.
Bosch se encontraba en el cuarto de baño, terminando de orinar, cuando oyó que la puerta de la habitación se abría con violencia. Se subió la cremallera con rapidez y fue raudo a la habitación, preparado para salir corriendo en pos de Banks; pero al momento vio que Banks seguía esposado al cabezal.
Su mirada se trasladó a la puerta abierta y al hombre, que, desde el umbral, le encañonaba con una pistola. No llevaba el uniforme ni el bigotillo hitleriano que le habían pintado en el cartel electoral, pero Bosch reconoció con facilidad a J. J. Drummond, el sheriff del condado de Stanislaus. Un hombre alto, corpulento y apuesto, con el mentón prominente. Un candidato de ensueño para el director de una campaña electoral.
Drummond entró en la habitación sin dejar de apuntar al pecho de Bosch con la pistola.
—Inspector Bosch —dijo—, está usted totalmente fuera de su jurisdicción, ¿no le parece?