BOSCH se las arregló para salir del local de la VFW sin tener que invitar a Banks a una copa y sin que este pareciese haber reparado en que Harry se había bebido menos de la mitad de su cerveza. Una vez sentado al volante de su coche, Harry condujo hasta el extremo más alejado del aparcamiento, donde había un embarcadero que daba al río. Aparcó junto a una fila de camiones de media distancia con los contenedores vacíos. Tuvo que esperar veinte minutos, pero Banks finalmente salió del bar y subió a su automóvil.
Bosch le había visto beberse tres whiskies en el bar. Y suponía que antes se había tomado otro y luego otro más, por lo menos. Le preocupaba la posibilidad de que Banks se mostrara verdaderamente incapacitado para conducir; en tal caso, Bosch tendría que presentarse como policía demasiado pronto y darle el alto para evitar la posibilidad de un accidente grave.
Pero Banks resultó ser un experto en conducir borracho. Se puso en camino y se dirigió al este por Hatch Road, por donde había venido. Bosch le seguía a cierta distancia, pero sin apartar la mirada de los faros traseros de su coche; no vio que hiciera ningún movimiento brusco. Banks parecía tener el coche bajo control.
Sin embargo, Bosch pasó diez minutos en tensión mientras seguía a Banks por el desvío de acceso a la autovía 99, donde el Toyota plateado se dirigió al norte. Una vez en la autovía, Bosch aceleró y se situó justamente detrás de Banks. Cinco minutos después pasaron junto a la salida de Hammett Road y un poco más adelante dejaron atrás el letrero que daba la bienvenida al condado de San Joaquín. Bosch puso la luz estroboscópica sobre el salpicadero y la conectó. Redujo aún más el espacio entre ambos vehículos e hizo parpadear los brillantes faros delanteros, iluminando el interior del coche de Banks. Bosch no llevaba sirena, pero era imposible que Banks no se diera cuenta de los fuegos artificiales que centelleaban a su espalda. Al cabo de unos segundos conectó el intermitente derecho.
Bosch contaba con que Banks no se detendría en el arcén de la autopista, y eso fue lo que pasó. El primer desvío hacia Ripon se encontraba a unos seiscientos metros. Banks redujo la marcha, torció por el desvío y a continuación salió de la calzada y detuvo el auto en el terreno de gravilla de un puesto de venta de fruta que estaba cerrado. Apagó el motor. El lugar estaba desierto y a oscuras, lo que resultaba perfecto para Bosch.
Banks no salió del coche para protestar, como suelen hacer los borrachos. Tampoco bajó el cristal de su ventanilla. Bosch se acercó con la linterna Maglite sobre el hombro, para que la luz brillante impidiese a Banks reconocer su rostro. Golpeó con los nudillos en la ventanilla, que Banks finalmente bajó de mala gana.
—No tiene ningún motivo para darme el alto, amigo —dijo, antes de que Bosch pudiera pronunciar palabra.
—Señor, llevo un buen rato siguiéndole, y no hace usted más que dar bandazos. ¿Ha estado bebiendo?
—¡Y una mierda!
—Baje del coche, por favor.
—Tenga.
Banks le tendió el carnet de conducir por la ventanilla abierta. Bosch lo cogió y lo levantó a la luz como si lo estuviera examinando. Pero sus ojos en realidad no se apartaban de Banks.
—Llame —dijo Banks, en claro tono desafiante—. Llame al sheriff Drummond cuanto antes y verá como le dice que se vuelva a su coche camuflado y se vaya a tomar por el saco lo antes posible.
—No necesito llamar al sheriff Drummond.
—Más le vale llamar, amigo, pues es su puto empleo el que está en juego. Hágame caso y llame de una puta vez, ande.
—No me ha entendido, señor Banks. No necesito llamar al sheriff Drummond porque no estamos en el condado de Stanislaus. Estamos en el condado de San Joaquín, y nuestro sheriff se llama Bruce Ely. Podría llamarle, pero no quiero molestarle por una tontería, solo porque un conductor parece estar borracho.
Bosch vio que Banks bajaba la cabeza al darse cuenta de que había cruzado el límite del condado, pasando de territorio protegido a no protegido.
—Salga del coche —dijo Bosch—. Que no tenga que repetírselo.
Banks llevó la mano con rapidez a la llave de contacto y trató de poner el motor en marcha. Pero Bosch estaba preparado para algo así. Al momento dejó caer la Maglite y metió los brazos por la ventanilla, agarró la mano de Banks y la apartó a tiempo de la llave de contacto. A continuación agarró a Banks por la muñeca con una mano mientras abría la puerta del coche con la otra. Sacó a Banks del interior, le hizo girar y le empujó hasta situarlo de bruces contra el lateral del vehículo.
—Está detenido, Banks. Por resistencia a un agente de la autoridad y como sospechoso de conducir ebrio.
Banks se debatió cuando Bosch le puso las manos tras la espalda para esposarlo; se las arregló para volver el rostro y mirar. La portezuela del coche estaba abierta y la luz interior estaba conectada. Pudo reconocer a Bosch.
—¿Usted?
—El mismo.
Bosch terminó de esposar a Banks.
—¿Qué mierda es todo esto?
—Una detención. La suya. Ahora vamos a ir andando a mi coche y, si vuelve a resistirse, lo que va a pasar será que tropezará y se caerá de morros, ¿entendido? Y luego va a estar escupiendo gravilla, Banks. ¿Es eso lo que quiere?
—No. Lo que quiero es un abogado.
—Podrá llamarlo desde el calabozo. Vamos.
Bosch lo agarró y echó a andar con él hacia el Crown Vic. La luz estroboscópica seguía titilando. Bosch condujo a Banks hacia la portezuela trasera del coche, hizo que se sentara y amarró el cinturón de seguridad en torno a su barriga.
—Si se le ocurre moverse un milímetro mientras conducimos, le voy a dar con la linterna en la boca. Y entonces necesitará a un dentista además de un abogado. ¿Queda claro?
—Sí. No voy a resistirme. Lléveme al calabozo y déjeme hablar con mi abogado de una vez.
Bosch cerró de un portazo. Volvió al coche de Banks, sacó el llavero del contacto y cerró la puerta con llave. Lo siguiente que hizo fue ir a su propio coche y coger la nota que ya utilizó la víspera y que decía: «Me he quedado sin gasolina». Fue con ella en la mano al coche de Banks y la puso bajo uno de los limpiaparabrisas.
Al volver a su automóvil, Bosch pudo distinguir vagamente otro coche iluminado por las luces de la autovía. Era de color oscuro y estaba aparcado en el arcén de la salida. Bosch no recordaba haber visto un automóvil aparcado en ese punto al salir detrás de Banks.
El interior del coche estaba demasiado oscuro para que Bosch pudiera ver si había alguien dentro. Abrió la portezuela de su propio vehículo, apagó la luz estroboscópica y encendió el motor. Salió de la gravilla derrapando y enfiló la carretera que discurría en paralelo a la autovía; lo hizo sin dejar de mirar por el retrovisor, tanto para vigilar a Banks como para vigilar al coche misterioso.
Bosch se detuvo en el aparcamiento del Blu-Lite y vio que tan solo había otros dos coches y que estaban estacionados en el extremo más alejado de su habitación. Dio marcha atrás hasta situar el lateral del vehículo a corta distancia de la puerta de su habitación.
—¿Qué pasa aquí? —quiso saber Banks.
Bosch no contestó. Salió, cogió la llave y abrió la puerta de su habitación. Volvió junto al coche, miró a ambos lados del aparcamiento y sacó a Banks del asiento trasero. Le hizo cruzar la puerta con rapidez, rodeándole el cuerpo con un brazo, como si estuviera ayudando a caminar a un borracho.
Una vez dentro de la habitación, encendió la luz, cerró la puerta de una patada y condujo a Banks hasta la silla junto a la mesa, enfocada por las dos luces de las mesitas de noche.
—Esto es irregular —protestó Banks—. Lo que tiene que hacer es registrar mi detención y dejar que llame a un abogado.
Bosch seguía sin responder. Se situó detrás de Banks, le quitó la esposa de una de las muñecas y pasó la cadena y la esposa por los dos barrotes del respaldo de la silla. Luego volvió a esposarle la muñeca a Banks, a quien ahora tenía sujeto a la silla.
—Se le va a caer el pelo —juró Banks—. No me importa en qué condado estemos; esto no puede hacerlo. ¡Quíteme las esposas, cabrón!
Bosch no respondió. Se acercó a la cocina americana y llenó un vaso de plástico con agua del grifo. Volvió junto a la mesa y se sentó. Bebió un poco de agua y dejó el vaso en la mesa.
—¿Va a escucharme de una puta vez? Yo conozco a gente. A gente que tiene mucho poder en este valle. Y le estoy diciendo que la ha jodido a base de bien.
Bosch se lo quedó mirando sin hablar. Pasaron varios segundos. Banks tensó los músculos, y Bosch oyó el metálico roce de las esposas contra los barrotes del respaldo de la silla. Pero el esfuerzo no sirvió de nada. Derrotado, Banks echó la cabeza hacia delante y gritó:
—¿Va a decir algo de una vez?
Bosch sacó el teléfono móvil y lo dejó en la mesa. Bebió otro sorbo de agua y se aclaró la garganta. Finalmente, habló con voz clara y tranquila, utilizando una variante del argumento que había empleado con Rufus Coleman la semana anterior.
—Este es el momento más importante de su vida. La decisión que va a tomar es la decisión más importante de su vida.
—No sé de qué coño me está hablando.
—Sí que lo sabe. Lo sabe perfectamente. Y si quiere salvarse, ya puede empezar a contármelo todo. Porque eso es lo que tiene que decidir: si va a salvarse o no.
Banks meneó la cabeza como si estuviera tratando de quitarse de encima una pesadilla.
—Pero, por favor… Esto es de locos. Usted no es policía, ¿verdad? Porque se trata de eso. Es usted un chalado que se dedica a hacer cosas así. Si es de la policía, muéstreme la placa. Enséñemela, cabrón, vamos.
Bosch tan solo se movió para beber un nuevo sorbo de agua. Se mantenía a la espera. Las luces de un automóvil barrieron las ventanas, y Banks aprovechó para ponerse a gritar.
—¡Eh! ¡Socorro! ¡Me han…!
Bosch cogió el vaso y arrojó lo que quedaba del agua al rostro de Banks, para hacerle callar. Fue corriendo al cuarto de baño y cogió una toalla. Al salir, Banks estaba tosiendo y resollando, y Bosch le amordazó con la toalla que luego anudó tras la nuca. Le cogió por el pelo, movió su cabeza hasta situarla en ángulo y musitó al oído de Banks.
—La próxima vez que vuelva a gritar, no voy a ser tan considerado.
Bosch se acercó a la ventana y entreabrió las persianas con un dedo. No vio más que los dos coches que ya estaban en el aparcamiento. Quienquiera que fuese el que acababa de entrar en el aparcamiento parecía haber dado media vuelta y salido por donde había venido. Se volvió para mirar a Banks, se quitó la americana y la tiró sobre la cama, dejando al descubierto la pistola que guardaba en una funda junto a la cadera. Se sentó frente a Banks.
—Y bien, ¿por dónde íbamos? Por su decisión, esto es. Esta noche va a tener que tomar una decisión, Reggie. La decisión inmediata es la de contármelo todo o no. Pero esta decisión tiene muchas implicaciones para usted. En el fondo se trata de decidir si quiere pasar el resto de su vida en la cárcel o si prefiere enmendar un poco su situación cooperando con nosotros. ¿Sabe lo que quiere decir enmendar? Quiere decir mejorar.
Banks meneó la cabeza, pero no en señal de negativa, sino de incredulidad ante una situación así.
—Dentro de un momento voy a quitarle la mordaza, y si vuelve a gritar otra vez… Bueno, las consecuencias serían muy serias. Pero antes de quitársela, quiero que se concentre en lo que voy a decirle en los próximos minutos, porque me interesa que entienda bien cuál es la situación en la que se encuentra. ¿Entendido?
Banks asintió con diligencia e incluso trató de expresar su acuerdo a través de la mordaza, si bien lo que le salió fue un sonido ininteligible.
—Bien —dijo Bosch—. Le cuento. Usted forma parte de una conspiración que data de hace más de veinte años. De una conspiración iniciada a bordo de un barco llamado Saudi Princess y que se extiende hasta este mismo momento.
Bosch vio que los ojos de Banks se abrían de miedo al comprender lo que acababa de escuchar. En su rostro se estaba pintando una expresión de pavor.
—¿Va usted a pasarse pero que muchos años en la cárcel o va a cooperar y a ayudarnos a desmontar esta conspiración? Si coopera, es posible que sea tratado con un poco de indulgencia y consiga evitar la cadena perpetua. ¿Puedo quitarle la mordaza ya?
Banks asintió vigorosamente con la cabeza. Bosch extendió el brazo por encima de la mesa y le sacó la toalla de la cabeza sin demasiadas contemplaciones.
—Hecho —dijo.
Bosch y Banks se miraron el uno al otro un largo instante. Y entonces Banks habló con marcada desesperación en la voz.
—Por favor, señor… No sé qué coño quiere decir con eso de las conspiraciones y demás. Yo me gano la vida vendiendo tractores. Usted mismo lo ha visto, hombre. Es a lo que me dedico. Si quiere preguntarme por un tractor John…
Bosch soltó un manotazo en la mesa.
—¡Ya está bien!
Banks guardó silencio, y Bosch se levantó. Fue hacia a la mochila, sacó la carpeta con los papeles del caso y la llevó a la mesa. Por la mañana había dispuesto su contenido de tal forma que, al abrirla, las fotos y los documentos apareciesen en la secuencia que más le convenía. Bosch la abrió, y lo que apareció fue una de las fotos de Anneke Jespersen abatida en el callejón. La deslizó sobre la mesa y la situó frente a Banks.
—Esta es la mujer a la que mataron entre los cinco. Y cuyo asesinato luego encubrieron.
—Está loco. Esto es…
Bosch deslizó en su dirección la siguiente imagen: una foto del arma del crimen.
—Y esta es la pistola del ejército iraquí con la que le dispararon. Una de las armas capturadas en el Golfo que entraron ilegalmente en el país, como usted mismo me dijo antes.
Banks se encogió de hombros.
—¿Y? ¿Y qué van a hacerme por eso? ¿Retirarme la tarjeta de la VFW? Pues vaya una puta mierda. Quíteme esas fotos de delante, venga.
Bosch movió otra instantánea en su dirección. Banks, Dowler, Cosgrove y Henderson junto a la piscina del Saudi Princess.
—Y aquí están ustedes cuatro en el Princess, la noche antes de que se emborracharan y violaran a Anneke Jespersen.
Banks denegó con la cabeza, pero Bosch vio que esta última foto había dado en el blanco. Banks estaba asustado porque comprendía que era el eslabón débil de la cadena. Dowler también podía serlo, pero no era Dowler el que estaba esposado a una silla. Era él.
El miedo y la angustia que bullían en su interior llevaron a Banks a cometer un error colosal.
—Los casos de violación prescriben a los siete años, así que no tiene por dónde pillarme. Yo no tuve nada que ver con toda esa otra mierda.
Se trataba de una revelación crucial por su parte. Hasta ese momento, Bosch defendía una teoría de conspiración sin pruebas que la respaldase. La jugada hecha a Banks tan solo tenía un propósito: hacer que se volviera contra los demás. Convertirlo en la prueba incriminatoria contra todos ellos.
Pero Banks no parecía darse cuenta de lo que había revelado. Bosch pilló la ocasión al vuelo.
—¿Fue eso lo que Henderson dijo? ¿Que ya no podían juzgaros por violación? ¿Por eso amenazó a Cosgrove con destapar el pastel? ¿Porque quería dinero para montar su propio restaurante?
Banks no respondió. Daba la impresión de sentirse anonadado por lo mucho que Bosch sabía. Y Harry estaba dando palos de ciego, aunque basándose en el tipo de relación existente entre los hombres que estuvieron en el barco.
—Solo que la maniobra le salió mal a Henderson, ¿verdad?
Bosch asintió con la cabeza, a modo de confirmación de sus propias palabras. Vio que en los ojos de Banks aparecía cierto brillo de comprensión. Era lo que estaba esperando.
—Eso mismo —dijo Bosch—. Dowler nos lo ha confesado todo. No quiere pasarse el resto de su vida entre rejas, así que ha estado cooperando.
Banks denegó con la cabeza.
—Eso es imposible. Acabo de hablar con él. Por teléfono. Justo después de que se marchara usted del local.
Era el problema de improvisar. Uno nunca sabía en qué momento su historia iba a toparse con hechos irrefutables. Bosch trató de disimular. Esbozó una sonrisa avisada, asintió con la cabeza y espetó:
—Pues claro que ha hablado con él. Solo que Dowler estaba con nosotros cuando le ha llamado. Y le ha dicho exactamente lo que queríamos que le dijera. Y luego ha seguido contándonos más cosas sobre usted y Cosgrove y Drummond… Drummer, como por entonces le apodaban.
Bosch vio que los ojos de Banks se tornaban crédulos, pues alguien tenía que haberle contado a Bosch la existencia de dicho sobrenombre. Bosch no podía habérselo inventado por su cuenta.
Bosch fingió examinar la carpeta sobre la mesa, como si se estuviera cerciorando de que no olvidaba nada.
—Reg, lo tiene usted mal. Cuando todo esto llegue ante un gran jurado y los cuatro estén acusados de asesinato, violación, conspiración y demás, ¿qué clase de abogados van a contratar Cosgrove y Drummond? ¿Y qué clase de abogado va a poder contratar usted? Y cuando les carguen el muerto y digan que todo fue cosa de usted, Dowler y Henderson, ¿a quién cree que el jurado hará más caso? ¿A ellos o a usted?
Con las manos esposadas a la silla, Banks trató de erguirse, pero apenas logró enderezarse unos centímetros. Así que echó la cabeza hacia delante con miedo y rabia en el gesto.
—La cosa ha prescrito —dijo—. A mí no pueden juzgarme por lo del barco, y eso fue lo único que hice.
Bosch meneó la cabeza pausadamente. La mente criminal siempre le sorprendía por su capacidad para distanciarse de sus crímenes y para racionalizarlos.
—No se atreve ni a decirlo con todas sus letras, ¿verdad? Lo del barco, dice. Pero fue una violación. Porque ustedes la violaron. Y tampoco conoce muy bien la ley, por lo que veo. Una conspiración criminal establecida para el encubrimiento de un crimen constituye la prolongación de dicho crimen. Así que aún puede ser juzgado, Banks. Y van a juzgarlo.
Bosch estaba improvisando sobre la marcha, inventándose lo que hiciera falta. Era lo que tenía que hacer, pues tan solo le servía un resultado: tenía que persuadir a Banks, hacerlo hablar y convencerlo para que testificara y aportara pruebas contra los demás. Todas las amenazas sobre un juicio y la cárcel en el fondo carecían de fundamento. Harry contaba con unas pruebas circunstanciales muy débiles a la hora de relacionar a Banks y los otros con el asesinato de Anneke Jespersen. No tenía testigos ni pruebas físicas que establecieran dicha relación de forma irrefutable. Contaba con el arma del crimen, pero era incapaz de ponerla en manos de alguno de los sospechosos. Sí que podía demostrar la estrecha proximidad entre la víctima y los sospechosos durante la guerra del Golfo y, un año más tarde, en South Los Ángeles; pero eso no bastaba para probar un asesinato. Bosch sabía que no era suficiente, y que ni el fiscal de distrito más novato de Los Ángeles tocaría un caso así. Harry tan solo tenía una oportunidad, que consistía en «darle la vuelta» a un miembro del grupo. Con engaños o como fuese, tenía que conseguir que Banks se viniera abajo y confesara lo sucedido.
Banks negó con la cabeza, como si estuviera intentando apartar de la mente algún pensamiento o imagen; como si creyera que menear la cabeza le podía servir para evadirse de aquella realidad insoportable.
—No, no puede, usted… Tiene que ayudarme —dijo de pronto—. Voy a contárselo todo, pero tiene que ayudarme. Tiene que prometérmelo.
—Yo no puedo prometerle nada, Reggie. Lo que sí que puedo hacer es ir a ver al fiscal y hablarle bien de usted. Y si hay una cosa que tengo clara es que los fiscales siempre cuidan de sus testigos clave. Si le interesa, lo que tiene que hacer es empezar a hablar y contármelo todo. Todo. Y no puede decirme una sola mentira. Una mentira, y todo se va al garete. Y a usted le cae la perpetua.
Dejó que el otro asumiera sus palabras antes de continuar. Ahora iba a decidirse si podría incriminar a los demás o no. Era una ocasión única, y si la perdía, ya nunca tendría otra.
—Y bien —repuso—. ¿Está dispuesto a hablar?
Banks asintió con expresión vacilante.
—Sí —dijo—. Voy a hablar.