Capítulo 29

BOSCH pasó la mañana en la habitación; únicamente salió para cruzar el aparcamiento e ir a la bodega a comprar un cartón de leche y unos donuts para desayunar. Dejó el letrero de «No molestar» colgando del pomo de la puerta y prefirió hacerse él mismo la cama y tender las toallas para que se secasen. Telefoneó a su hija antes de que Maddie se marchase al colegio y también habló con Hannah. Ambas conversaciones fueron rápidas y para saludar, más que nada. A continuación, se puso a trabajar y pasó las dos horas siguientes sentado ante el ordenador portátil, poniendo al día en detalle el resumen de la investigación. Al terminar volvió a meter en la mochila el ordenador y todos los documentos que había estado usando.

Antes de marcharse preparó la habitación: acercó la cama a una de las paredes para crear un espacio central abierto bajo la luz del techo; luego empujó la mesa de la cocina americana y la situó bajo esa misma luz; por último, quitó las pantallas de las dos lámparas de las mesitas de noche y las colocó de tal forma que enfocaran al rostro de la persona que iba a sentarse al otro lado de la mesa.

Al llegar a la puerta se palpó el bolsillo trasero de los pantalones para asegurarse de que llevaba consigo la llave de la habitación. Palpó la placa de plástico atada a la llave y otra cosa más. Sacó la tarjeta de visita de la inspectora Mendenhall y comprendió que la había estado llevando en el bolsillo desde que la encontrara en su escritorio.

La tarjeta le hizo pensar en la posibilidad de llamar a Mendenhall para ver si había ido a San Quintín ayer, como había dicho a Hannah que pensaba hacer. Desechó la idea y decidió seguir concentrándose en las oportunidades que la llamada de Charlotte Jackson acababa de brindarle. Se metió la tarjeta en el bolsillo otra vez y abrió la puerta. Se aseguró de que el letrero de «No molestar» continuaba pendiendo del pomo y cerró.

Se trataba de un procedimiento habitual de investigación. La forma mejor y más rápida de quebrar una conspiración consistía en identificar el eslabón más débil de la cadena y dar con la forma de vencer su resistencia. Cuando un eslabón estaba roto, la cadena terminaba por ceder.

Por lo general, el eslabón más débil era una persona. Bosch estaba convencido de encontrarse ante una conspiración que se remontaba veinte años en el tiempo y en la que estaban implicadas por lo menos cuatro personas, cinco, posiblemente. Una de ellas estaba muerta, dos estaban protegidas por el poder, el dinero y la ley. Lo que dejaba a John Francis Dowler y Reginald Banks.

Dowler estaba fuera de la ciudad, y Bosch no quería esperar a su regreso. Las cosas estaban avanzando con celeridad y quería mantener esa rapidez. Bosch creía que Banks era quien había telefoneado diez años atrás para interesarse por el caso, lo cual era síntoma de que Banks estaba angustiado. Tenía miedo. Era una muestra de debilidad que Bosch pensaba aprovechar.

Tras almorzar a hora temprana en el In-N-Out Burger de la avenida Yosemite, Bosch volvió en coche a Crows Landing Road y encontró la misma plaza de aparcamiento desde la que podía observar cómo trabajaba Reginald Banks.

Al principio no vio a Banks sentado ante el escritorio de la víspera. El otro vendedor sí que se encontraba en su escritorio respectivo, pero no sucedía así con Banks. Bosch esperó pacientemente hasta que, veinte minutos después, Banks salió por una de las puertas del concesionario con una taza de café en la mano. Se sentó, le dio a la barra espaciadora de su ordenador y se puso a hacer una serie de llamadas, resiguiendo con el dedo la pantalla del ordenador cada vez que efectuaba una de ellas. Bosch adivinó que estaba haciendo llamadas en frío a antiguos clientes, para preguntarles si estaban interesados en renovar su modelo de tractor.

Bosch estuvo observándolo media hora más, al tiempo que iba perfeccionando la historia que iba a contarle. Cuando el otro vendedor se puso a atender a un cliente de carne y hueso, Bosch entró en acción. Salió del coche y cruzó la calle hacia el concesionario. Entró en la sala de exposición y se acercó al vehículo todoterreno más próximo al escritorio de Banks, quien seguía ocupado en hablar por teléfono.

Harry empezó a dar vueltas en torno al vehículo, que era de dos plazas y tenía una pequeña caja plana de transporte, así como una barra antivuelco. Como suponía, Banks no tardó en colgar el teléfono.

—¿Está pensando en comprar un Gator? —dijo desde el escritorio.

Bosch se giró y lo miró como si reparase en él por primera vez.

—Es posible —repuso—. Este modelo no lo venden usado, ¿verdad?

Banks se levantó y caminó en su dirección. Iba vestido con una americana deportiva y llevaba la corbata suelta bajo el cuello de la camisa. Llegó junto a Bosch y contempló el vehículo como si lo viese por primera vez.

—Este es el modelo XUV de alta gama. Tiene tracción en las cuatro ruedas, inyección de combustible, motor de cuatro tiempos que casi no hace ruido… Y también amortiguadores ajustables, frenos de disco y la mejor garantía que puede conseguirse para una de estas preciosidades. Tiene todo lo que usted necesita, se lo digo yo. Es un modelo tan robusto como un tanque, pero con la comodidad y la fiabilidad de John Deere. Y, bueno, me llamo Reggie Banks.

Le tendió la mano, y Bosch se la estrechó.

—Harry.

—Encantado de conocerle, Harry. ¿Quiere llevárselo?

Bosch soltó una risita de comprador nervioso.

—Veo que tiene todo lo que necesito. Pero no estoy seguro de necesitar un modelo nuevo de fábrica. No sabía que estos cacharros costasen tanto dinero. Casi me puedo comprar un coche por esa suma.

—Pero este modelo lo vale, hasta el último centavo. Y tenemos un programa de descuentos que eliminaría algo del montante.

—Ya. ¿Cuánto?

—Quinientos en efectivo y doscientos cincuenta en vales para reparaciones. Puedo hablar con mi jefe para que le haga una pequeña rebaja en el precio de venta. Pero no va a rebajar mucho, estos modelos se están vendiendo muy bien.

—Ya. Pero ¿para qué necesito esos vales para reparaciones si me dice que este vehículo es tan robusto como un tanque?

—Mantenimiento y puesta al día, amigo mío. Esos vales le garantizan por lo menos un par de años, piénselo.

Bosch asintió con la cabeza y se quedó mirando el vehículo como si estuviera considerando las posibilidades.

—Entonces, ¿no tienen ningún modelo usado? —preguntó, finalmente.

—Siempre podemos mirar lo que tenemos almacenado en la parte de atrás.

—Pues a por ello. Así por lo menos podré decirle a mi esposa que estuve mirando los modelos usados.

—Buena idea. Voy un momento a por las llaves.

Banks entró en el despacho del gerente situado en la parte posterior de la sala de exposición y al momento volvió con un gran llavero repleto de llaves. Condujo a Bosch por un pasillo hacia la parte trasera del edificio. Salieron por una puerta y llegaron a una extensión vallada en la que estaban almacenados los tractores y todoterrenos de segunda mano. Junto a la pared posterior del concesionario se alineaban numerosos todoterrenos.

—Son los que tenemos —explicó Banks, que andaba un paso por delante—. ¿De recreo o profesional?

Bosch no estaba seguro de lo que quería decir, así que no respondió. Fingió no haber oído la pregunta porque estaba fascinado por la hilera de vehículos relucientes.

—¿Tiene usted una granja o un rancho? ¿O solo lo quiere para hacer excursiones por el campo? —preguntó Banks, dejándole la cosa más clara a Bosch.

—Acabo de comprar unos viñedos cerca de Lodi. Quiero algo que me permita moverme con rapidez entre las hileras de vides. Estoy demasiado mayor para pasarme el día andando.

Banks asintió con la cabeza, como si aquello le resultara familiar.

—Un hacendado, ¿eh?

—Más o menos. Algo así.

—Todo el mundo está comprando viñedos, la producción de vino se ha puesto muy de moda. Mi jefe, el propietario del concesionario, tiene un montón de viñedos en Lodi. ¿Le suenan los viñedos Cosgrove?

Bosch asintió con la cabeza.

—Es imposible no fijarse en ellos. Pero nunca los he visitado. Mi explotación es muchísimo más pequeña.

—Ya, bueno, pero por algo hay que empezar, ¿no? A ver si encontramos algo que le vaya bien. ¿Qué modelo le gusta?

Señaló los seis vehículos todoterreno con caja plana. Bosch los encontraba todos iguales. Los seis estaban pintados de verde, y las únicas diferencias que podía percibir era si tenían barras antivuelco o cabinas completas, o si las cajas de transporte estaban más o menos deterioradas por el uso. Los vistosos pedestales de plástico con las etiquetas de precios aquí brillaban por su ausencia.

—Veo que solo los tienen en verde —observó Bosch.

—En nuestra gama de segunda mano solo los tenemos en verde. Ya sabe usted que el verde es el color de John Deere. Pero si estamos hablando de un modelo nuevo, siempre podemos encargar uno que venga pintado de camuflaje.

Con expresión pensativa, Bosch asintió con la cabeza.

—Me interesa que tenga la cabina completa —indicó.

—Claro. La seguridad es lo primero —convino Banks—. Bien pensado.

—Pues sí —repuso Bosch—. La seguridad siempre es lo primero. Vamos a ver ese modelo que tenía en la sala de exposición.

—Naturalmente.

Bosch volvió a su coche una hora después. Había estado a punto de comprar el todoterreno en exposición, pero en el último momento se había echado atrás, alegando que tenía que pensarlo bien. Banks se quedó frustrado por haberse quedado a punto de efectuar una venta, pero hizo lo posible para dejar abierta la posibilidad. Dio su tarjeta a Bosch y le animó a telefonearle otra vez. Según dijo, estaba dispuesto a puentear al gerente y pedirle directamente al jefe que autorizase un descuento extraordinario para el todoterreno. Banks agregó que el jefe y él eran amigos desde hacía veinticinco años.

La visita tan solo tenía un propósito para Bosch: conocer a Banks de cerca y tratar de estudiarlo, de sacarle alguna cosa con un poco de suerte. La verdadera acción iba a llegar más tarde, cuando pusiera en marcha la segunda fase de su plan.

Bosch arrancó el coche de alquiler y se marchó, por si Banks estuviera observándole. Condujo a lo largo de un par de manzanas hasta llegar a Crows Landing, dio media vuelta y se dirigió al concesionario de nuevo. Esta vez aparcó media manzana antes de llegar al edificio y al otro lado de la calle, en un punto desde el que también podía ver a Banks sentado ante su escritorio.

Banks no tuvo que atender a ningún otro cliente de carne y hueso durante el resto del día. De vez en cuando hacía llamadas telefónicas o tecleaba en el ordenador, pero a Bosch le dio la impresión de que sin mucho éxito en su labor. Se movía nerviosamente en su asiento, tamborileaba con los dedos sobre el escritorio y se levantaba cada dos por tres para ir adentro a llenar la taza de café otra vez. En dos ocasiones, Bosch vio que se servía en la taza un poco de licor de una petaca que sacaba de un cajón del escritorio.

A las seis de la tarde, Banks y los demás empleados cerraron el concesionario y se marcharon. Bosch sabía que Banks vivía en Manteca, al norte de Modesto, por lo que puso el coche en marcha, pasó por delante del concesionario y dio media vuelta para estar en situación de seguirlo durante el regreso a su hogar.

Banks salió al volante de un Toyota plateado y puso rumbo al norte según lo esperado. Pero pronto sorprendió a Bosch al torcer a la izquierda por Hatch Road, alejándose de la autovía 99. Durante un momento Harry pensó que igual estaba tomando un atajo, pero pronto quedó claro que no era el caso. Banks ya casi estaría en casa si hubiera seguido por la autovía.

Bosch le siguió por un barrio en el que se mezclaban los edificios industriales y las viviendas residenciales. A un lado se extendía un vecindario de casas de clase baja o media baja, apiñadas las unas junto a las otras, mientras que el otro lado era una continua sucesión de talleres, desguaces y chatarrerías de todo tipo.

Bosch estaba obligado a mantenerse a cierta distancia de Banks para no ser detectado. Perdió de vista el Toyota en el punto donde Hatch Road empezaba a trazar una larga curva que acompañaba el caudal del adyacente río Tuolumne.

Aceleró y terminó por salir de la curva, pero el Toyota había desaparecido. Siguió adelante, aumentando la velocidad, y de pronto reparó en que acababa de dejar atrás un local de la VFW[6]. El instinto le llevó a aminorar la velocidad y dar media vuelta. Condujo hasta el local de la VFW y entró en su aparcamiento. Al momento vio el Toyota plateado estacionado detrás del edificio, como si estuviera escondido. Bosch adivinó que Banks se había parado a tomar una copa de camino a casa y seguramente no quería que nadie lo supiese.

Bosch entró en el bar, que estaba débilmente iluminado. Se detuvo un momento para que se le acostumbrara la vista y pudiera localizar a Banks. No le fue necesario hacerlo.

—Vaya, vaya, quién aparece por aquí…

Bosch se dio la vuelta y vio a Banks sentado en un taburete, a solas y sin la americana ni la corbata. Una camarera joven le estaba sirviendo un vaso. Bosch fingió sorprenderse.

—Hombre, qué casualidad… He entrado a tomar un trago antes de salir para el norte.

Banks hizo una seña invitándole a sentarse en el taburete vecino al suyo.

—Bienvenido al club.

Bosch se acercó y sacó la billetera.

—Yo también soy miembro de este club.

Sacó su tarjeta de veterano de guerra y la dejó en la barra surcada de arañazos. Antes de que la camarera pudiera examinarla, Banks cogió la tarjeta y la miró.

—Pensaba que me había dicho que se llamaba Harry.

—Es la verdad. Todo el mundo me llama Harry.

—Hi… er… ¿Cómo se pronuncia este nombre suyo tan raro?

—Hieronymus. Es el nombre de un pintor que vivió hace mucho tiempo.

—No es de extrañar que se presente como Harry.

Banks pasó la tarjeta a la camarera.

—Yo respondo por este hombre, Lori. Es buena gente.

Lori echó un somero vistazo a la tarjeta y se la devolvió a Bosch.

—Harry, te presento a la triple L —dijo Banks—. Lori Lynn Lukas, la mejor camarera que hay en el sector.

Bosch saludó con la cabeza y se sentó en el taburete junto a Banks. La cosa parecía haber salido bien. Banks no daba la impresión de desconfiar ante tanta coincidencia. Y si seguía bebiendo así, sospecharía menos todavía.

—Lori, apúntalo todo a mi cuenta —indicó Banks.

Bosch le dio las gracias y pidió una cerveza. Al momento le sirvieron una botella helada, y Banks levantó su vaso para brindar.

—Por nosotros, los soldados.

Banks golpeó con el vaso la botella de Bosch y engulló la tercera parte aproximada de lo que tenía en el vaso, whisky escocés con hielo, según creyó adivinar Bosch. Al acercar la mano con el vaso, Harry se había fijado en que llevaba un gran reloj de tipo militar con varios indicadores y un bisel de medición. Se preguntó para qué podía servirle un reloj así en la venta de tractores.

Banks entrecerró los ojos, miró a Bosch y dijo:

—A ver si lo adivino. Vietnam.

Bosch asintió con la cabeza.

—¿Y usted?

—Tormenta del Desierto, amigo. La primera guerra del Golfo.

Brindaron otra vez.

—Tormenta del Desierto —repuso Bosch con aire admirado—. Esa me falta en la colección.

Banks lo miró y preguntó:

—¿De qué colección me está hablando?

Bosch se encogió de hombros.

—Soy una especie de coleccionista. Me gusta tener alguna cosa de cada guerra, ya me entiende. Armas capturadas al enemigo, sobre todo. Mi mujer piensa que estoy mal de la cabeza.

Banks no respondió, por lo que Bosch continuó con la comedia.

—La pieza más valiosa de mi colección es un tanto encontrado en el cuerpo de un japonés muerto en una cueva de Iwo Jima. El hombre lo había usado.

—¿Qué es eso? ¿Una pistola?

—No, un cuchillo.

Bosch fingió abrirse el estómago de izquierda a derecha con un cuchillo. Lori Lynn emitió un grito de asco y se fue a la otra punta de la barra.

—Pagué dos mil dólares por él —explicó Bosch—. Me habría costado menos si el japonés no… bueno, pues si no lo hubiera usado. ¿Se trajo algún recuerdo interesante de Iraq?

—De hecho, nunca llegué a estar en Iraq. Estuve destinado en Arabia Saudí y fui algunas veces a Kuwait. Mi unidad era de transporte.

Terminó de beberse el whisky. Bosch asintió con la cabeza y apuntó:

—Así que no llegó a entrar en acción, ¿eh?

Banks hizo chocar su vaso vacío contra la barra.

—Lori, ¿es que esta noche no trabajas o qué?

Se giró hacia Bosch y lo miró fijamente.

—Qué carajo, hombre, si algo no nos faltó fue acción. Nuestra unidad entera estuvo a punto de ser hecha pedazos por un misil SCUD. Y también nos cargamos a algunos, no crea. Y como decía, la unidad era de transporte, así que teníamos acceso a todo tipo de cosas… y sabíamos lo que había que hacer para meterlas en Estados Unidos.

Bosch se volvió hacia él como si de repente estuviera muy interesado. Pero esperó a que Lori Lynn terminase de servirle la copa al otro y se alejase de nuevo. Hablando en tono bajo y cómplice, explicó:

—Para que lo sepa, estoy buscando alguna cosa de la guardia republicana iraquí. ¿Sabe de alguien que tenga algo? Es la razón por la que siempre que llego a una ciudad me acerco al local de la VFW. Porque en estos locales es donde encuentro lo que me interesa. El tanto me lo vendió un anciano que conocí en el bar de la asociación en Tempe. De eso hará unos veinte años.

Banks asintió con la cabeza, tratando de seguir sus palabras entre una creciente nebulosa de alcohol.

—Bueno… conozco a algunos tipos que tienen de todo: armas, uniformes, lo que haga falta. Pero hay que pagarles y, hablando de pagar, podría empezar por comprar ese puto Gator que se ha pasado el día mirando.

Bosch asintió con la cabeza.

—Mensaje captado. Podemos hablarlo. Mañana me pasaré otra vez por el concesionario. ¿Cómo lo ve?

—Empezamos a entendernos, socio.