BOSCH partió el lunes de madrugada, cuando aún era de noche. El viaje hasta Modesto iba a llevarle por lo menos cinco horas, y no quería perder el día entero en el viaje. La víspera había llamado a la agencia Hertz del aeropuerto de Burbank para alquilar un Crown Victoria, pues las normas del LAPD prohibían el uso del automóvil del cuerpo en días de vacaciones. Era una de las normas que Bosch acostumbraba a saltarse a la torera pero O’Toole no hacía más que vigilar todo cuanto hacía, por lo que decidió ir sobre seguro. Eso sí, Bosch llevaba consigo la luz estroboscópica del coche del cuerpo y también había transferido sus cajas con material y equipamiento de un maletero a otro. Que él supiera, no había ninguna norma que lo prohibiera.
Modesto se encontraba en línea casi recta al norte de Los Ángeles. Bosch salió de la ciudad por la I-5, siguió por el cañón de Grapevine y torció por la autovía 99, que le llevaría a pasar por Bakersfield y Fresno. Conducía escuchando las grabaciones de Art Pepper que su hija le había regalado. Ya iba por el volumen cinco, un concierto que daba la casualidad que había sido grabado en Stuttgart en 1981. El disco compacto incluía una formidable versión del tema más emblemático de Pepper, Straight Life, pero fue su emocionante versión del clásico Over the Rainbow la que llevó a Bosch a pulsar la tecla de repetición.
Llegó a Bakersfield en la hora punta del tráfico de la mañana y por primera vez tuvo que reducir a menos de noventa kilómetros por hora. Decidió esperar a que el tráfico fuera más fluido y se detuvo a desayunar en un establecimiento llamado Knotty Pine Café. Bosch lo conocía porque se encontraba a unas pocas manzanas de distancia de la oficina del sheriff del condado de Kern, a quien había visitado por cuestiones de trabajo varias veces a lo largo de los años.
Después de pedir huevos, beicon y café, desplegó el mapa que había impreso el sábado en dos hojas de papel que luego había unido con cinta adhesiva. El mapa mostraba los sesenta kilómetros de extensión de Central Valley que se habían convertido en muy importantes para el caso Anneke Jespersen. Todos los puntos que había señalado estaban pegados a la autovía 99, empezando por Modesto en el extremo meridional y siguiendo por Ripon, Manteca y Stockton al norte.
Lo que a Bosch le llamaba la atención era que el mapa pegado con cinta adhesiva se extendía por dos condados: el de Stanislaus al sur y el de San Joaquín al norte. Modesto y Salida estaban en Stanislaus, donde el sheriff Drummond tenía el poder y la jurisdicción; pero Manteca y Stockton se encontraban bajo la jurisdicción del sheriff del condado de San Joaquín. A Bosch no le extrañaba que Reggie Banks, quien residía en Manteca, prefiriese ir a beber a Modesto; lo mismo sucedía con Francis Dowler.
Bosch trazó unos círculos en torno a los lugares que se proponía visitar durante el día: el concesionario John Deere, donde trabajaba Reggie Banks; la oficina del sheriff del condado de Stanislaus; las oficinas de Productos Agrícolas Cosgrove en Manteca. También echaría un vistazo a los domicilios particulares de los hombres a los que quería observar. Su plan para la jornada consistía en conocer lo máximo posible del mundo en que vivían estos hombres. A partir de ahí pensaría en el siguiente paso que dar… si es que lo había.
Una vez que estuvo otra vez en camino por la autovía 99, Harry puso sobre su muslo la impresión de un correo electrónico que David Chu le había enviado el domingo por la noche. Chu había estado mirando los nombres de Beau Bentley y Charlotte Jackson, los dos soldados mencionados en el artículo de Anneke Jespersen sobre el Saudi Princess.
Bentley no iba a decirles nada. Chu había encontrado la necrológica de Brian Beau Bentley, veterano de la guerra del Golfo, en el Fort Lauderdale Sun-Sentinel, donde se indicaba que había muerto de cáncer a la temprana edad de treinta y cuatro años.
Chu había tenido algo más de suerte en lo referente a la otra soldado. Valiéndose de los parámetros de edad que Bosch le había dado, había encontrado a siete Charlotte Jackson que vivían en Georgia. Cinco de ellas aparecían como residentes en Atlanta y sus afueras. Chu había logrado encontrar los números telefónicos de seis de esas siete mujeres en la base de datos del cuerpo y en otros motores de búsqueda por internet. Sin dejar de conducir, Bosch comenzó a hacer llamadas.
En Georgia era primera hora de la tarde. Harry pudo comunicar con las dos primeras llamadas. Quienes le respondieron eran las Charlotte Jackson con las que quería hablar; pero ni la una ni la otra eran la mujer que andaba buscando. Nadie respondió a su tercera y cuarta llamadas, por lo que dejó sendos mensajes de voz diciendo que era un inspector del LAPD que estaba investigando un caso de asesinato y que necesitaba que le respondieran con urgencia.
A las siguientes dos llamadas sí que respondieron, pero ninguna de las mujeres con las que habló era la Charlotte Jackson que había servido a su país durante la primera guerra del Golfo.
Bosch cortó la última llamada y se dijo que tratar de dar con Charlotte Jackson seguramente era una pérdida de tiempo. El nombre era corriente, y habían pasado veintiún años. Nada indicaba que siguiera viviendo en Atlanta o Georgia, ni siquiera que continuara con vida. También podía haberse casado y cambiado su apellido. Sabía que siempre podía recurrir a los archivos del ejército estadounidense en Saint Louis y solicitar una búsqueda pero, como sucedía con todos los procesos burocráticos, la cosa entonces se eternizaría.
Dobló la hoja impresa y se la metió en el bolsillo interior de la americana.
El paisaje era más amplio después de Fresno. El clima era árido a causa del sol incesante y la atmósfera estaba cargada de polvo proveniente de los campos resecos. La autovía no estaba en buen estado: el asfalto era fino y se había agrietado por el paso del tiempo y la falta de mantenimiento. La calzada era tan irregular que los neumáticos del Crown Vic tenían que vérselas con ella constantemente, de tal forma que el disco de música a veces saltaba. A Art Pepper no le habría gustado.
El estado de California tenía un déficit de dieciséis mil millones, y en las noticias siempre estaban hablando de sus efectos negativos sobre las infraestructuras. En el centro del estado, la teoría se convertía en un hecho.
Bosch llegó a Modesto al mediodía. Lo primero que hizo fue dar una vuelta en torno al edificio de la oficina del sheriff J. J. Drummond. Parecía ser un edificio bastante nuevo, con una pequeña cárcel al lado. Delante de la edificación se erguía la estatua de un perro policía caído en acto de servicio; Bosch se preguntó por qué a los seres humanos casi nunca se les rinden ese tipo de homenajes.
En condiciones normales, cuando Bosch seguía un caso fuera de Los Ángeles, lo primero que hacía era visitar la comisaría de policía u oficina del sheriff de su destino. Se trataba de una cortesía profesional, pero también era una forma de dejar migas de pan en su camino, por si algo salía mal. Pero esa vez no iba a hacerlo. Harry no sabía si el sheriff J. J. Drummond había tenido algo que ver con la muerte de Anneke Jespersen, pero había demasiados indicios, casualidades y conexiones como para que Bosch corriese el riesgo de alertar a Drummond de la investigación que estaba llevando a cabo.
Resultó que Tractores Cosgrove, el concesionario John Deere donde trabajaba Reginald Banks, estaba a solo cuatro manzanas de la oficina del sheriff. Bosch pasó por delante, dio media vuelta y volvió por donde había venido, para detenerse junto a la acera, frente a la fachada.
Delante del concesionario había una hilera de tractores alineados de menor a mayor tamaño; detrás había un pequeño aparcamiento y, más allá, el edificio del concesionario, cuya fachada estaba formada por ventanales que iban del suelo al techo.
Bosch salió del coche y sacó unos prismáticos pequeños pero potentes de una de las cajas con material que tenía en el equipamiento. En cada una de las dos esquinas frontales del edificio había un mostrador con un vendedor. Entre ellos se extendía otra hilera de tractores y vehículos todoterreno, todos ellos pintados de un reluciente color verde hierba.
Bosch abrió la carpeta y examinó la fotografía de Banks que Chu había encontrado en una base de datos. Volvió a dirigir la vista al concesionario y reconoció con facilidad a Banks como el hombre medio calvo y con un bigote de guías caídas, sentado tras el mostrador situado en la esquina del edificio más próxima a Harry. Contempló a aquel hombre, estudiándolo de perfil en razón del ángulo en que estaba dispuesto el mostrador. Banks estaba absorto en la pantalla del ordenador, y Bosch adivinó que estaba jugando al solitario. Había dispuesto la pantalla de tal forma que no podía ser vista desde el interior, por su jefe sin duda.
Bosch, finalmente, se cansó de mirar a Banks, puso el coche en marcha y salió de la cuneta. Al hacerlo miró por el retrovisor y vio que un cupé de color azul salía a su vez de la cuneta a cinco coches de distancia. Enfiló Crows Landing Road en dirección a la autovía 99, mirando por el retrovisor de vez en cuando; el cupé le estaba siguiendo entre el tráfico. No le preocupó demasiado, se encontraba en una arteria muy transitada y llena de vehículos que iban en su misma dirección; sin embargo, cuando redujo la marcha y empezó a dejar que los coches le adelantaran, el automóvil azul también redujo la velocidad y se mantuvo a sus espaldas. Bosch finalmente se desvió y aparcó junto a la acera de una tienda de piezas de automóvil. Miró por el retrovisor. Media manzana por detrás de donde se encontraba, el cupé torció a la derecha y desapareció. Bosch no tenía del todo claro si le había estado siguiendo o no.
Harry volvió a sumarse al tráfico y continuó mirando por el retrovisor mientras se dirigía a la entrada de la autovía 99. Por el camino pasó frente a lo que parecía ser una interminable sucesión de concesionarios de coches usados y de puestos de comida mexicana, puntuados de vez en cuando por garajes y tiendas de neumáticos y piezas de recambio. La calle entera parecía tener tres únicas funciones: comprar un cacharro desvencijado aquí, llevarlo allí para hacerle una puesta a punto y aprovechar para comprar un taco de pescado en la furgoneta de venta ambulante mientras uno esperaba. A Bosch le deprimió pensar en el polvo de la carretera acumulado en todos aquellos tacos.
Al enfilar la entrada a la autovía 99 vio el primer cartel instando a votar a Drummond para el Congreso. Era de buen tamaño y estaba fijado a la valla de seguridad del paso elevado que cruzaba sobre la carretera. El cartel, en el que aparecía un Drummond muy sonriente, podía ser visto por todos quienes se dirigían al norte por la autovía de abajo. El único problema era que alguien habían pintado un bigotillo de Hitler sobre el labio superior del candidato.
Al entrar en la autopista, Bosch miró por el retrovisor y creyó ver al cupé azul siguiéndole por detrás. Una vez que se hubo sumado al tráfico volvió a mirar, pero los coches ahora obstaculizaban su visión. Se dijo que estaba siendo demasiado paranoico.
De nuevo se dirigió hacia el norte y unos kilómetros antes de llegar a Modesto vio la salida a Hammett Road. Salió de la autopista otra vez y continuó por Hammett Road en dirección al oeste, atravesando unos campos de almendros perfectamente alineados, cuyos troncos oscuros se alzaban del llano irrigado al máximo. El agua estaba tan inmóvil que los árboles daban la impresión de crecer sobre un vasto espejo.
No habría podido pasar por alto la entrada a la finca de Cosgrove ni aunque hubiera querido. El desvío que llevaba a ella era ancho y terminaba en un muro de ladrillos y una gran puerta de hierro negro. La presidía una cámara de vigilancia y, a un lado, había un interfono para quien quisiera entrar. En la puerta estaban inscritas las letras CC, ornadas y en gran tamaño.
Bosch utilizó el ancho desvío de asfalto situado frente a la puerta para dar media vuelta, como si fuese un viajero que se hubiera perdido. Al volver por Hammett Road en dirección a la autovía 99 se fijó en que las medidas de seguridad estaban concentradas en la entrada a la finca desde la carretera. Nadie podía entrar en coche sin autorización y sin que le abrieran el portón, pero nada impedía llegar andando. No había ningún muro o vallado que impidiera el paso. Quien no tuviera problema en acercarse a pie podía hacerlo atravesando el gran campo de almendros. A no ser que entre los almendros hubiera cámaras ocultas y sensores de movimiento, se trataba de una deficiencia típica en lo referente a la seguridad. Todo muy vistoso, pero poco efectivo en realidad.
Tan pronto como volvió a enfilar la autovía 99 en dirección al norte, Harry se encontró con el letrero que daba la bienvenida al condado de San Joaquín. Las tres siguientes salidas correspondían a la población de Ripon, y Bosch vio el anuncio de un motel sobre los macizos de flores blancas y rosadas que flanqueaban la autovía. Torció por la siguiente salida y pronto se encontró frente al motel y licorería Blu-Lite. Se trataba de un antiguo motel alargado y de un solo piso que parecía directamente salido de los años cincuenta. Harry quería alojarse en un lugar que fuera discreto, en el que no hubiera gente que pudiera observar sus idas y venidas. Bosch se dijo que podía resultarle perfecto, pues no se veía más que un solitario coche aparcado frente a sus numerosas habitaciones.
Pagó la habitación en el mostrador de la licorería adyacente tras decantarse por la mejor que había en el establecimiento, un cuarto con cocina americana que salía por 49 dólares.
—Supongo que no tendrán conexión inalámbrica, ¿verdad? —preguntó al encargado.
—Oficialmente, no —respondió el encargado—. Pero si me da cinco dólares, le proporciono la contraseña para la conexión de la casa que hay detrás del motel. Y entonces podrá conectarse sin problemas.
—¿Y quién se lleva los cinco dólares?
—Voy a medias con el hombre que vive en esa casa.
Bosch lo pensó un momento.
—Es una conexión privada y segura —subrayó el encargado.
—Muy bien —dijo Bosch—. Trato hecho.
Condujo hasta la habitación siete y aparcó frente a la puerta. Entró con la bolsa de viaje en la mano, la dejó sobre la cama y echó una mirada a su alrededor: la cocina americana disponía de una pequeña mesa con dos sillas; la habitación le serviría.
Antes de salir, Bosch colgó la formal camisa azul en el armario, por si se quedaba hasta el miércoles y necesitaba ponérsela otra vez. Abrió la bolsa y escogió un polo negro. Se lo puso. Luego cerró la puerta con llave y volvió a subir al coche. Cuando volvió a entrar en la autovía, Over the Rainbow estaba sonando de nuevo.
La siguiente parada de Bosch fue en Manteca, población presidida por una torre de agua con el rótulo de Productos Agrícolas Cosgrove que resultaba visible antes de entrar en ella. La compañía de Cosgrove estaba emplazada en una carretera que discurría en paralelo a la autovía. Junto al edificio de oficinas había unos almacenes enormes y un gigantesco aparcamiento donde había decenas de camiones de todos los tonelajes listos para el transporte. Junto al complejo se extendían lo que Bosch entendió como kilómetros y más kilómetros de viñedos, cubriendo el paisaje hasta ascender por las montañas de color ceniza situadas al oeste. El extensísimo paisaje natural tan solo se veía empañado por los gigantes de acero que descendían por las laderas como invasores de otro planeta: los grandes molinos de viento que Carl Cosgrove había hecho instalar en el valle.
Tras quedarse debidamente impresionado por las dimensiones del imperio Cosgrove, Bosch decidió ir a ver los barrios bajos de la localidad. Siguiendo los mapas que había impreso el sábado, fue a las direcciones que la base de datos policial había dado para Francis John Dowler y Reginald Banks. Lo único impresionante de aquellas dos viviendas era que daban la impresión de estar enclavadas en terrenos propiedad de Cosgrove.
Banks residía en una pequeña casa aislada cuya parte posterior daba a los almendros situados junto a Brunswick Road. Al consultar el mapa y reparar en la ausencia de vías de comunicación con Brunswick Road al norte y Hammett Road al sur, Bosch se dijo que seguramente sería posible entrar en el campo de almendros, tras la casa de Banks, y llegar hasta Hammett… bastantes horas después.
La casucha de Banks necesitaba una mano de pintura y sus ventanas pedían a gritos un lavado. El jardín estaba sembrado de botellas de cerveza, todas ellas a tiro de piedra de un porche en el que había un viejo sofá con la tapicería rajada. Banks no había hecho limpieza después del fin de semana.
La última parada antes de cenar la hizo frente a la caravana de doble anchura en la que vivía Dowler. El vehículo residencia tenía una antena parabólica en lo alto y estaba estacionado en un aparcamiento de caravanas vecino a la carretera paralela a la autovía.
Cada una de las caravanas estaba situada junto a un espacio lo bastante grande para aparcar un camión de larga distancia. Allí era donde vivían los camioneros al servicio de Cosgrove.
Mientras Bosch estaba sentado en el coche de alquiler contemplando la vivienda de Dowler, la puerta de una cochera cercana se abrió. Una mujer salió por el portón y se lo quedó mirando con expresión de sospecha. Bosch saludó con la mano como si fuera un viejo amigo, lo que pareció desarmarla un tanto. La mujer se acercó andando por el caminillo, secándose las manos con un paño de cocina. Era del tipo de mujer que Jerry Edgar, el antiguo compañero de trabajo de Bosch, solía tildar de «cincuenta y veinticinco»: cincuenta años y veinticinco kilos de más.
—¿Busca a alguien? —inquirió.
—Bueno, esperaba encontrar a Frank en casa, pero parece que su camión no está. —Bosch señaló la vacía plaza de aparcamiento—. ¿Sabe si va a tardar mucho en volver?
—Ha tenido que llevar una carga de zumo de uva a American Canyon. Es posible que tenga que quedarse allí esperando hasta que le asignen otra carga para el regreso. Supongo que esta noche estará de vuelta. Pero ¿y usted quién es?
—Un amigo. Sencillamente estoy de paso por aquí. Frank y yo nos conocimos hace veinte años, cuando la guerra del Golfo. Si lo ve, ¿le dirá que John Bagnall ha venido a saludarle?
—Bueno.
Bosch no recordaba si el nombre de la mujer de Dowler aparecía en el material encontrado por Chu. Si supiera su nombre, lo hubiera usado al despedirse de ella. La mujer se dio la vuelta y echó a andar hacia la puerta que había dejado entreabierta. Bosch reparó en que había una motocicleta con el depósito de gasolina pintado como si fuera un moscardón aparcada junto a la caravana. Supuso que Dowler era aficionado a dar vueltas con la Harley-Davidson cuando no estaba ocupado en transportar una carga de zumo de uva en su camión de larga distancia.
Bosch salió en coche del aparcamiento, esperando no haber despertado demasiadas sospechas en aquella mujer. Y esperando que Dowler no fuera del tipo de marido que acostumbraba a llamar a su esposa siempre que estaba de viaje.
La penúltima parada de Bosch en su recorrido por Central Valley tuvo lugar en Stockton. Allí se detuvo en el aparcamiento de The Steers, el restaurante de carnes a la parrilla donde Christopher Henderson fue asesinado en el interior de la gran nevera industrial.
En este caso, Bosch iba a hacer algo más que observar el lugar como parte de la investigación. Estaba muerto de hambre y llevaba el día entero pensando en comerse un buen filete. Iba a ser complicado mejorar el entrecot que se había cepillado en Craig’s el sábado por la noche, pero tenía el hambre suficiente para intentarlo.
Harry no era de los que tenían reparos a que le vieran comiendo solo en un restaurante, así que le dijo a la camarera de la entrada que prefería sentarse a una mesa en lugar de comer en la barra. Le condujeron a una mesa para dos situada junto a una acristalada nevera para vinos. Bosch se sentó en el sitio desde donde podía contemplar el restaurante entero; más que nada se trataba de una medida rutinaria de seguridad, pero ¿quién sabía? Con un poco de suerte, quizás hasta el gran hombre en persona, Carl Cosgrove, entraría a cenar en su propio restaurante.
Durante las dos horas siguientes, en el restaurante no entró nadie que Bosch pudiese reconocer. Pero no todo había sido en vano. Se comió un entrecot con guarnición de puré de patatas, y todo estaba buenísimo. También bebió una copa de vino Cosgrove merlot que acompañaba muy bien la carne de ternera.
El único momento desagradable fue cuando el teléfono móvil de Bosch resonó estrepitosamente en el comedor. Había puesto el tono de llamada muy alto, para asegurarse de que lo oía mientras conducía y había olvidado bajarlo al sonido habitual. Varios de los comensales le miraron con cara de pocos amigos. Una mujer incluso meneó la cabeza con disgusto; a todas luces le había tomado por un arrogante capullo de la gran ciudad.
Arrogante o no, Bosch contestó la llamada, pues en el indicador aparecía el prefijo 404: Atlanta. Como suponía, quien llamaba era una de las Charlotte Jackson a quienes había dejado un mensaje. Unas pocas preguntas bastaron para dejar claro que no era la Charlotte Jackson que andaba buscando. Le dio las gracias y colgó. Acto seguido, sonrió e hizo una seña con la cabeza a la mujer que tan molesta se había mostrado por su impertinencia.
Abrió la carpeta que había llevado consigo al restaurante y tachó a la Charlotte Jackson número cuatro. Tan solo quedaban dos posibilidades: la número tres y la número siete. Y ni siquiera tenía el número de teléfono de una de las dos.
Cuando volvió al aparcamiento ya era de noche y se sentía exhausto después de haberse pasado la jornada entera conduciendo. Pensó en dormitar una hora en el coche, pero terminó por desechar la idea. Tenía que seguir con lo suyo.
De pie junto al vehículo, contempló el cielo un segundo. No se veían nubes, ni tampoco la luna, pero las estrellas refulgían con fuerza sobre Central Valley, cosa que a Bosch no le convenía. Abrió la puerta del coche.