Capítulo 25

FUERON a cenar al Academy Grill, cuyas paredes estaban ornadas con imágenes y recuerdos del LAPD y cuyos emparedados llevaban los nombres de antiguos jefes del cuerpo y famosos policías, reales e imaginarios.

Después de que Maddie pidiera la hamburguesa Bratton y Bosch se decantara por un Joe Friday, el buen humor que Holodnak les había insuflado al final del ejercicio de simulación fue disipándose, y la hija de Bosch fue cayendo en el mutismo y encogiéndose en la silla.

—No te lo tomes así, preciosa —trató de consolarla Bosch—. No ha sido más que una simulación. Y en general lo has hecho muy bien. Uno solo tiene tres segundos para entender la situación y disparar… Yo creo que lo has hecho de maravilla.

—He matado a una azafata, papá.

—Pero has salvado a una maestra. Y además, nada de todo eso era real. Decidiste disparar, pero en la vida real seguramente no lo hubieras hecho. El simulador provoca una sensación de urgencia. Cuando las cosas pasan de verdad, todo parece ralentizarse. Lo ves todo… No sé bien cómo decirlo… con mayor claridad.

No pareció que sus palabras hicieran mella en Maddie. Harry lo intentó de nuevo.

—Y, además, lo más probable es que esa pistola tuya no apuntara bien del todo.

—Muchas gracias, papá. Me estás diciendo que todas las otras veces que he dado en el blanco en realidad ha sido por casualidad, pues la pistola no apuntaba bien.

—No, no. Yo…

—Tengo que ir a lavarme las manos.

Se marchó del reservado con brusquedad y enfiló el pasillo mientras Bosch se maldecía por haber sido tan estúpido como para achacar un disparo mal hecho a la conexión entre la pistola y la pantalla.

A la espera de que su hija regresara, se puso a mirar una primera plana de Los Angeles Times enmarcada en la pared. Un gran titular en lo alto anunciaba el tiroteo acaecido en 1974 entre la policía y el Ejército Simbiótico de Liberación en el cruce de la Calle 54 con Compton. Bosch había estado allí ese día en condición de joven agente de patrulla y se encargó de dirigir el tráfico y mantener controlados a los mirones y curiosos durante aquel tiroteo con bajas mortales. El día siguiente estuvo de vigilancia mientras un equipo de investigadores peinaba las ruinas de la casa calcinada en busca de los restos de Patty Hearst.

Por suerte para ella, Patty Hearst no había estado en aquella casa.

Su hija volvió y se sentó en el reservado.

—¿Por qué tardan tanto? —inquirió.

—Un poco de paciencia, Maddie —dijo él—. Solo hace cinco minutos que hemos pedido.

—Papá, ¿por qué te hiciste policía?

Durante un segundo, Bosch no supo qué responder a aquella pregunta formulada de buenas a primeras.

—Por muchas razones.

—¿Como cuáles?

Bosch guardó silencio un instante para poner sus pensamientos en orden. Era la segunda vez en una semana que Maddie le hacía esa pregunta. Se daba cuenta de que para ella era importante.

—Lo más fácil sería decir que quería servir y proteger, como dice el lema. Pero me lo estás preguntando tú, así que voy a decirte la verdad. No me hice policía porque tuviera el deseo de servir y proteger a los demás. Cuando ahora lo pienso, me doy cuenta de que en realidad quería protegerme y servirme a mí mismo.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, por aquel entonces acababa de volver de la guerra de Vietnam, y a los tipos como yo, ya me entiendes, a los antiguos soldados que habíamos estado allí, no nos aceptaban demasiado. Y los que menos nos aceptaban eran los que tenían nuestra misma edad.

Bosch echó un vistazo en derredor para ver si les traían la comida. Ahora era él quien se sentía ansioso. Miró a su hija otra vez.

—Me acuerdo de que al volver no sabía muy bien qué hacer. Me puse a estudiar en el City College, en Vermont. En clase conocí a una chica, y empezamos a vernos y tal. No le dije dónde había estado, en Vietnam, ya me entiendes, porque sabía que entonces habría problemas.

—¿La chica no vio ese tatuaje que llevas?

La «rata de túnel» en su hombro habría sido reveladora a más no poder.

—No, porque tampoco habíamos llegado tan lejos. Nunca me había quitado la camisa en su presencia. Pero un día estábamos paseando por el parque después de clase y ella, de pronto, me preguntó por qué era siempre tan callado y reservado… Y, no sé bien por qué, pensé que había llegado el momento de contárselo todo, de decirle la verdad. Pensaba que lo entendería, no sé si me explico.

—Pero no lo aceptó.

—No lo aceptó. Le dije que, bueno, durante los últimos años había estado en el ejército, y ella al momento me preguntó si quería decir que había estado en Vietnam. Le dije que sí.

—¿Y ella qué dijo entonces?

—No dijo nada. Hizo una especie de paso de baile, como de bailarina de ballet, y se marchó de mi lado. Sin decir palabra.

—¡Por Dios! ¡Qué mala idea…!

—En ese momento comprendí adónde había regresado.

—Bueno, ¿y qué pasó cuando volviste a clase al día siguiente? ¿Le dijiste algo a la chica?

—No, porque no volví. Y no volví porque sabía que las cosas iban a ser así. Y esa fue una de las razones principales por las que una semana después ingresé en la policía. El cuerpo estaba lleno de veteranos del ejército, y muchos habían estado en el sureste asiático. Sabía que allí me encontraría con personas como yo y que sería aceptado. En cierto modo, me sentí como el que sale de la cárcel y lo primero que hace es ir a un hogar de acogida. Todavía no formaba verdadera parte de la sociedad, pero me encontraba entre gente como yo mismo.

Maddie parecía haberse olvidado de que acababa de matar a una azafata. Bosch se alegraba de ello, pero no tanto de estar pulsando los botones de su propia memoria.

De pronto sonrió.

—¿Qué…? —dijo Maddie.

—Nada, que de pronto me ha venido a la mente otro recuerdo de esa época. Una cosa de locos.

—Bueno, pues cuéntamela. Acabas de contarme una historia de lo más triste, así que cuéntame esa locura.

Bosch esperó a que la camarera terminase de servirles la comida. La mujer llevaba trabajando allí desde que Harry empezara en la policía casi cuarenta años atrás.

—Gracias, Margie —dijo Bosch.

—De nada, Harry.

Madeline aderezó su hamburguesa Bratton con ketchup, y comieron unos bocados antes de que Bosch empezara a contar la historia.

—Bueno, cuando me licencié en la academia, me dieron la placa y me pusieron a patrullar las calles, me encontré con que la situación seguía siendo la misma. Ya sabes de lo que hablo: de la contracultura, del movimiento de protesta contra la guerra, de locuras por el estilo.

Señaló la primera plana del periódico enmarcada en la pared.

—Mucha gente pensaba que los policías apenas estaban un poco por encima de los asesinos de niños que volvían de Vietnam. ¿Me explico?

—Creo que sí.

—Y mi primer trabajo en la calle como mangas limpias fue el de patrullar a pie…

—¿Qué es eso de mangas limpias?

—Un policía novato. Sin distintivos en las bocamangas todavía.

—Ah, vale.

—Lo primero que me asignaron nada más salir de la academia fue patrullar por Hollywood Boulevard. Y Hollywood Boulevard por entonces estaba muy mal. La zona estaba en plena decadencia.

—Todavía sigue siendo bastante cutre en ciertos puntos.

—Es verdad. Pero, bueno, me asignaron patrullar con un agente veterano que se llamaba Pepin y que estaba encargado de adiestrarme. A Pepin le llamaban el Heladero porque todos los días hacía parada en el recorrido para tomarse un helado en ese lugar que se llama Dips y está junto a la esquina de Hollywood con Vine. No fallaba. Todos los días. Y bueno, Pepin tenía mucha experiencia, y patrullábamos juntos. El recorrido siempre era el mismo. Íbamos andando hasta Wilcox desde la comisaría, torcíamos a la derecha y seguíamos por Hollywood hasta llegar a Bronson. Allí girábamos otra vez y seguíamos caminando hasta llegar a La Brea, y entonces volvíamos andando a la comisaría. El Heladero tenía una especie de reloj en la cabeza y sabía a qué ritmo teníamos que andar para llegar a la comisaría al final de la jornada.

—Suena aburrido.

—Y lo era, a no ser que nos llegara una llamada, o lo que fuera. Pero incluso cuando nos llamaban, siempre eran mierdas sin importancia… Bueno, asuntos sin importancia, quiero decir. Hurtos en tiendas, prostitución, un camello que estaba vendiendo en la calle, cosas sin importancia. Pero lo que pasaba era que casi todos los días había alguien que nos insultaba mientras pasaba en coche por la calle. Nos llamaban fascistas, puercos y demás. Y al Heladero le molestaba que nos llamaran puercos. Ya podían gritarle fascista, nazi o casi cualquier otra cosa, pero lo de puerco le reventaba. Así que, cada vez que alguien nos llamaba puercos desde un coche, el Heladero se quedaba con el modelo y la matrícula del automóvil, sacaba la libreta de multas y anotaba que el coche tal y tal había cometido una infracción al aparcar. Luego arrancaba la copia que en teoría había que dejar bajo el retrovisor del parabrisas, hacía una bola con ella y la tiraba a una papelera.

Bosch otra vez soltó una risa mientras pegaba un mordisco a su emparedado de queso fundido con tomate y cebolla.

—No entiendo —dijo Maddie—. ¿Qué es lo que resulta tan divertido?

—Bueno, el Heladero luego entregaba su propia copia de la multa… Y, por supuesto, el dueño del coche no tenía idea de lo que había pasado, de forma que no pagaba la multa. Al final se emitía una orden de arresto, con lo que al fulano que nos había llamado puercos, al final, un día lo detenían en plena calle. Era la forma que el Heladero tenía de vengarse.

Se comió una patata frita y agregó:

—Me estaba riendo porque el primer día que estuve con él de patrulla, hizo lo que te acabo de contar. «Pero ¿qué está haciendo?», pregunté. Me lo explicó. Y yo le dije: «Pero eso no forma parte del protocolo de actuación, ¿verdad?». El Heladero respondió: «¡Sí que forma parte de mi protocolo!».

Bosch rompió a reír otra vez, pero su hija se limitó a menear la cabeza. Harry se dijo que era el único en verle la gracia a la historia y se concentró en terminar el emparedado. Finalmente decidió decirle lo que llevaba posponiendo todo el fin de semana.

—Escucha una cosa. Tengo que irme unos días de la ciudad. Y salgo mañana.

—¿Adónde vas?

—Aquí cerca, a Central Valley. A la zona de Modesto, para hablar con algunas personas en relación con un caso. Volveré el martes por la noche o, quizás, el miércoles. No lo sabré hasta que esté allí.

—Muy bien.

Bosch finalmente lo soltó:

—Y por eso he pensado que Hannah podría quedarse contigo.

—Papá, no hace falta que nadie se quede conmigo. Tengo dieciséis años y tengo una pistola. No hay problema.

—Ya, pero quiero que Hannah esté en casa contigo. Así me quedo más tranquilo. ¿Puedes hacerlo como un favor?

Maddie denegó con la cabeza, pero vino a decir que sí, sin mucho entusiasmo:

—Eso supongo. Pero es que no…

—A ella le hace mucha ilusión. Y no va a darte la lata, ni decirte cuándo has de acostarte, ni nada por el estilo. Ya he hablado con ella al respecto.

Maddie dejó en el plato su hamburguesa a medio comer de modo tal que Bosch comprendió que había terminado con la cena.

—¿Y cómo es que Hannah nunca se queda a pasar la noche entera cuando tú estás en casa?

—No sé. Pero ahora estamos hablando de otra cosa.

—Como la noche pasada. Lo estuvimos pasando la mar de bien, pero al final la dejaste en su casa.

—Maddie… Todo eso es privado.

—Como quieras.

Las conversaciones de ese tipo siempre terminaban con el inevitable «como quieras». Bosch miró a su alrededor y trató de pensar en otra cosa de la que hablar. Tenía la sensación de que había llevado mal el asunto de Hannah.

—¿Cómo es que de pronto me preguntas por qué me hice policía?

Maddie se encogió de hombros.

—No sé. Solo quería saberlo.

Harry lo pensó un momento antes de decir:

—Mira una cosa. Si tienes dudas sobre tu propia vocación, tienes mucho tiempo por delante para decidir.

—Ya lo sé. No es eso.

—Y sabes que lo que yo quiero es que hagas lo que quieras en la vida. Lo que quiero es que seas feliz, y así es como me harás feliz. Nunca pienses que tienes que hacer esto o lo otro para hacerme feliz o para seguir mis pasos. No se trata de eso.

—Ya lo sé, papá. Simplemente te he hecho una pregunta, eso es todo.

Bosch asintió con la cabeza.

—Muy bien. Pero, dicho esto, tengo muy claro que serías una policía y una inspectora excepcional. Y no lo digo solo porque seas buena tiradora, sino por tu forma de pensar y porque entiendes bien lo que es justo y lo que no. Tienes madera de policía, Maddie. Sencillamente tienes que decidir qué es lo que quieres hacer. Y decidas lo que decidas, cuenta conmigo para lo que sea.

—Gracias, papá.

—Y volviendo un momento a la cuestión del simulador, me siento muy orgulloso de ti. No porque acertaras todos los disparos, sino porque en todo momento mantuviste la cabeza fría y supiste lo que tenías que hacer.

Su hija pareció aceptar bien los elogios, pero Bosch de repente vio que fruncía los labios y respondía:

—Eso díselo a la azafata.