BOSCH pasó el sábado atendiendo tanto al trabajo como a la familia. Había convencido a Chu de que se reuniera con él en la sala de inspectores por la mañana para poder trabajar sin ser vistos por el teniente O’Toole y otros miembros de la unidad. No solo no había nadie en su sala, sino que las dos alas de las enormes salas de inspectores de la brigada de robos con homicidio también estaban completamente desiertas. Ahora que las horas extraordinarias habían pasado a la historia, en las principales salas de inspectores tan solo había actividad los fines de semana cuando un caso estaba a punto de ser resuelto. Para Bosch y Chu, era una suerte que no hubiera ningún caso en ese punto, pues podían estar a solas y trabajar en su cubículo sin que nadie les molestase.
Tras quejarse un poco por renunciar a un sábado sin que le pagaran por ello, Chu se puso a trabajar frente al ordenador y realizó una tercera y cuarta búsquedas a fondo de los hombres de la 237.ª compañía de transporte de la guardia nacional de California.
Si bien estaba particularmente interesado en los cuatro hombres de la fotografía tomada en el Saudi Princess y en el quinto hombre que había hecho la foto, Bosch tenía claro que la investigación exhaustiva implicaba consultar todos los nombres vinculados a la 237.ª, en especial los de quienes también habían estado en el barco de crucero en la misma época que Anneke Jespersen.
Por lo demás, Bosch sabía que una iniciativa así podía ser útil si el caso finalmente terminaba en un juicio. Los abogados de la defensa siempre se apresuraban a esgrimir que la policía se había concentrado de forma exagerada en sus clientes mientras el verdadero culpable se salía de rositas. Al ampliar el campo de búsqueda e investigar a todos los integrantes conocidos de la 237.ª en 1991 y 1992, Bosch estaba desmontando una posible alegación de este tipo antes de que los abogados pudieran formularla.
Mientras Chu trabajaba en su ordenador, Bosch hacía otro tanto de lo mismo, imprimiendo todo cuanto habían acumulado sobre los cinco hombres en cuestión. En total contaban con veintiséis páginas de información, pero más de las dos terceras partes estaban dedicadas al sheriff J. J. Drummond y Carl Cosgrove, las dos figuras prominentes en los negocios, la política y la policía de Central Valley.
Bosch imprimió unos mapas de los lugares de Central Valley que pensaba visitar durante la próxima semana. Los mapas le permitían ver la relación geográfica entre los lugares donde trabajaban y vivían aquellos cinco hombres. Se trataba de una medida de rutina que siempre tomaba antes de embarcarse en un viaje de trabajo.
Mientras trabajaba, Bosch recibió un mensaje de correo electrónico de Henrik Jespersen. Henrik finalmente había ido a su pequeño almacén y había encontrado los detalles de los viajes de su hermana durante los últimos meses de su vida. La información simplemente confirmaba casi todo lo que le había dicho a Bosch sobre el viaje de Anneke a Estados Unidos. También confirmaba su breve viaje a Stuttgart.
Según los archivos de Henrik, su hermana tan solo había pasado dos noches en Alemania durante la última semana de marzo de 1992, en la que pernoctó en un hotel llamado Schwabian Inn situado en el exterior de la base militar estadounidense de Patch Barracks. Henrik no sabía decirle qué había estado haciendo allí Anneke, pero, tras mirar en internet por su cuenta, Bosch pudo confirmar que en Patch Barracks se encontraba la División de Investigación Criminal (CID) del ejército. También supo que la oficina de la CID en Stuttgart estaba al cargo de todas las investigaciones de supuestos crímenes de guerra perpetrados durante la operación Tormenta del Desierto.
Para Bosch era evidente que Anneke Jespersen había hecho averiguaciones en Stuttgart sobre un supuesto crimen cometido durante dicha operación. No estaba claro si lo que le dijeron en Stuttgart fue lo que le llevó a viajar a Estados Unidos. Harry sabía por propia experiencia que ni siquiera su condición de inspector de policía resultaba útil a la hora de conseguir un poco de cooperación por parte de la CID del ejército. Y se decía que una periodista extranjera lo tendría aún más complicado a la hora de obtener información sobre un crimen que probablemente seguía estando bajo investigación en el momento en que preguntó al respecto.
A mediodía Bosch ya contaba con las impresiones que pensaba llevar consigo durante el viaje. Tenía ganas de irse, más aún que Chu, o eso parecía. No porque no fueran a pagarle horas extras; sencillamente tenía planes para el resto del día. Sabía que su hija se levantaría pronto y tenía pensado ir con ella a Henry’s Tacos, en North Hollywood. Mientras ella desayunaba, él almorzaría; y habían reservado entradas para ver después una película en 3-D que a Maddie le hacía ilusión ver; y por la noche irían los dos a cenar con Hannah en un restaurante de Melrose llamado Craig’s.
—Yo ya estoy listo para irme —dijo Harry a Chu.
—Entonces yo también —respondió su compañero.
—¿Has encontrado alguna cosa que merezca la pena? —preguntó, en referencia a la búsqueda que Chu había estado haciendo de los demás nombres asociados a la 237.ª.
Chu negó con la cabeza.
—Nada del otro jueves.
—¿Hiciste esa búsqueda que anoche te pedí en un mensaje?
—¿Cuál?
—La de los soldados entrevistados por Jespersen en su artículo sobre el Saudi Princess.
Chu chasqueó los dedos.
—Me he olvidado por completo. Leí el mensaje anoche a última hora, y esta mañana me he olvidado. Ahora mismo lo miro.
Se giró hacia su ordenador.
—Déjalo. Mejor vete a casa —dijo Bosch—. Puedes mirarlo mañana desde tu casa, o el lunes desde aquí. Al fin y al cabo, es muy poco probable que saquemos algo en claro por ahí.
Chu se echó a reír.
—¿Qué…? —dijo Bosch.
—Nada, Harry. Que contigo todo es siempre muy poco probable.
Bosch asintió con la cabeza.
—Es posible, pero cuando uno de estos intentos sale bien…
Ahora fue Chu quien asintió con la cabeza. Más de una vez había visto cómo los improbables intentos de Bosch terminaban por salir bien.
—Nos vemos a tu vuelta, Harry. Ten cuidado en Central Valley.
Bosch confiaba en Chu y le había hablado del plan que tenía para sus «vacaciones».
—Seguimos en contacto.
El domingo, Bosch se levantó temprano, preparó café y salió con el tazón humeante y el teléfono móvil al porche trasero para disfrutar de la mañana. En el exterior hacía fresco, pero a Bosch le encantaban las mañanas de domingo, porque eran el momento más tranquilo de la semana en el paso de Cahuenga. Llegaba poco ruido de la autovía, no se oía el eco de los martillos neumáticos de las obras en construcción en el pliegue de la montaña, no había coyotes aullando.
Consultó su reloj. Tenía que hacer una llamada, pero pensaba esperar hasta las ocho. Dejó el móvil en la mesita y se arrellanó en la tumbona, sintiendo cómo el rocío de la mañana empezaba a impregnarle la parte trasera de la camisa. Era una sensación agradable.
Por lo general, se levantaba con hambre; pero hoy no. La víspera se había comido medio cesto de pan de ajo en Craig’s antes de meterse entre pecho y espalda una ensalada con gambas y anchoas al viejo estilo y un gran entrecot de segundo. Después dio buena cuenta de la mitad del budín de pan que su hija había pedido de postre. Hacía mucho tiempo que Bosch no disfrutaba tanto de unos platos y una conversación. La velada le había parecido inmejorable. Las chicas también lo pasaron bien, aunque dejaron de interesarse por el sabor de sus platos cuando advirtieron que el actor Ryan Philippe estaba cenando con unos amigos en un reservado de la parte posterior.
Mientras bebía el café a sorbitos, Bosch se dijo que ese iba a ser su único desayuno. A las ocho, cerró la puerta y llamó a su amigo Bill Holodnak para confirmar que seguía en pie el plan que habían acordado para esa mañana. Habló en voz baja para no despertar a su hija antes de hora. La experiencia le había enseñado que nada era tan peligroso como una adolescente despertada demasiado pronto en su día libre.
—Podemos ir cuando queráis, Harry —dijo Holodnak—. Ayer comprobé los láseres y lo dejé todo listo. Una pregunta. ¿Quieres probar con la opción de respuesta? Si es así, la vestiremos con protecciones. En todo caso, lo mejor es que se ponga unas ropas viejas.
Holodnak era el funcionario del LAPD que dirigía el simulador de opciones de fuerza en la academia de Elysian Park.
—Creo que por el momento pasaremos sin la opción de respuesta, Bill.
—Me lo pones más fácil. ¿A qué hora vendréis?
—Tan pronto como consiga levantarla de la cama.
—Conozco el paño. Yo mismo pasé por todo eso en su momento. Pero dame un poco de tiempo para llegar.
—¿Qué tal a las diez?
—Me va bien.
—Bien. Mira una cosa…
—Oye, Harry, ¿qué estás escuchando últimamente?
—Pues unas viejas grabaciones de Art Pepper en directo. Mi hija me las regaló por mi cumpleaños. ¿Por qué lo preguntas? ¿Es que tienes alguna cosa nueva?
Holodnak era un aficionado al jazz como ningún otro que Bosch hubiera conocido. Y sus recomendaciones acostumbraban a valer su peso en oro.
—Danny Grissett.
A Bosch le sonaba el nombre, pero necesitó un poco de tiempo para situarlo. Era un juego al que Holodnak y él solían jugar.
—Un pianista —dijo por fin—. Toca en el grupo de Tom Harrell, ¿no es así? Y también es de Los Ángeles.
Bosch se sintió satisfecho consigo mismo.
—Sí y no. Es de aquí, vive en Nueva York desde hace un tiempo. La vi con Harrell en el Standard la última vez que fui a Nueva York para visitar a Lili.
La hija de Holodnak era escritora y vivía en Nueva York. Holodnak viajaba allí con frecuencia, y era corriente que descubriera a buenos músicos de jazz en los clubes que frecuentaba por las noches, después de que su hija le echara del apartamento para poder escribir con tranquilidad.
—Grissett últimamente ha estado grabando al frente de su propio grupo —continuó—. Te recomiendo un disco suyo que se llama Form. No es el último que ha sacado, pero vale la pena escucharlo. Bebop, pero al estilo moderno. En el grupo toca un gran tenor que te va a gustar: Seamus Blake. Fíjate en su solo en Let’s Face the Music and Dance. Es bueno de verdad.
—Muy bien, me lo pillaré —dijo Bosch—. Y nos vemos a las diez.
—Un momento. No tan rápido, amigo —cortó Holodnak—. Ahora te toca a ti. Tienes que darme algo.
Era la norma. Bosch tenía que corresponder. Tenía que sugerir algo que con un poco de suerte no estuviera aún en el radar musical de Holodnak. Lo pensó bien. Llevaba un tiempo metido por completo en los discos de Pepper que su hija le había regalado, pero antes de recibirlos por su cumpleaños había estado tratando de ampliar un poco sus horizontes jazzísticos y, también, de fomentar el interés de su hija escuchando a artistas jóvenes.
—Grace Kelly —dijo—. No la princesa.
Holodnak se echó a reír ante lo obvio de la sugerencia.
—No la princesa, sino esa chica joven. La nueva figura del saxo alto. Ha tocado en disco con Phil Woods y Lee Konitz. El disco de Konitz es mejor. ¿Otra?
Bosch se sentía impotente.
—Bueno, probemos otra vez. ¿Qué me dices de… Gary Smulyan?
—Hidden Treasures —dijo Holodnak al punto, haciendo mención al mismo disco que Bosch tenía en mente—. Smulyan al saxo barítono, y una sección de ritmo con nada más que el contrabajo y la batería. Buen material, Harry. Pero conmigo no puedes.
—Ya. Pero un día te voy a dar un buen rapapolvo.
—Lo dudo mucho. Nos vemos a las diez.
Bosch colgó el teléfono y miró la hora en el móvil. Podía dejar que su hija durmiera una hora más, despertarla con el aroma del café recién hecho y reducir las posibilidades de que se mostrara irritada por tener que levantarse demasiado temprano para ser sábado. Harry sabía que, irritada o no, terminaría por entusiasmarse con lo que le había preparado para esa mañana.
Volvió dentro para anotar el nombre de Danny Grissett.
El simulador de opciones de fuerza era un artefacto de adiestramiento empleado en la academia de policía y consistía en una pantalla del tamaño de una pared en la que se proyectaban varias secuencias con situaciones en las que había que elegir entre si disparar o no. Las imágenes no eran de animación por ordenador, sino que actores profesionales habían sido grabados en distintas secuencias en alta definición que se desarrollaban de acuerdo con las acciones ejecutadas por el agente en la sesión de adiestramiento. Al agente se le suministraba una pistola que disparaba un rayo láser en lugar de balas y que estaba electrónicamente unida a la acción en la pantalla. Si el láser daba a uno de los personajes en la pantalla —ya fuera bueno o malo—, este caía abatido. Cada pequeño guión se iba desarrollando hasta que el agente recurría a la acción o decidía que la mejor respuesta era no abrir fuego.
Había una opción «con respuesta», en la que una pistola de bolas de pintura situada sobre la pantalla disparaba al agente en el mismo momento en que uno de los personajes en la simulación abría fuego.
Durante el trayecto a la academia, Bosch explicó el funcionamiento del simulador, ante el entusiasmo creciente de su hija. Maddie había despuntado como la mejor tiradora de su grupo de edad en diversas competiciones, pero en las que no se hacía más que disparar a unos blancos de cartón. Maddie había leído un libro de Malcolm Gladwell sobre situaciones en que no está claro si hay que abrir fuego o no, pero esta iba a ser la primera vez que se enfrentaba con una pistola en la mano a unas decisiones de vida o muerte a tomar en una fracción de segundo.
El aparcamiento de la academia estaba prácticamente vacío. Los domingos por la mañana no estaban programadas ningunas clases o actividades. Aparte, la congelación de las contrataciones por parte del cuerpo de policía provocaba que las clases estuvieran poco concurridas y que el nivel de actividades fuera bajo, pues el cuerpo tan solo estaba autorizado a contratar a nuevos agentes para sustituir a los que se iban jubilando.
Entraron en el gimnasio y cruzaron la cancha de baloncesto hasta llegar a la vieja sala de almacén en la que se encontraba el simulador de opciones de fuerza. Holodnak, un hombre afable con una mata de pelo blanco grisáceo, ya les estaba esperando. Bosch le presentó a su hija Madeline, y el monitor les pasó una pistola a cada uno. Cada una de ellas estaba equipada con un láser y estaba unida por un vínculo electrónico al simulador.
Tras explicar el procedimiento, Holodnak se situó detrás de un ordenador que había al fondo de la sala. Atenuó las luces y puso en marcha la primera de las situaciones. Esta comenzaba con la vista desde el parabrisas de un coche patrulla que se detenía tras un automóvil parado en la cuneta de una calle. Una voz electrónica explicaba la situación desde lo alto:
—Usted y su compañero de patrulla acaban de parar un automóvil que alguien conducía de forma errática.
Casi al momento, dos hombres jóvenes salieron de uno y otro lado del vehículo situado delante del coche patrulla. Ambos empezaron a gritar e insultar a los agentes que les habían hecho detenerse.
—A ver, hombre, ¿por qué coño tienen que meterse conmigo? —espetaba el conductor.
—¿Y ahora qué mierda hemos hecho? —soltaba el otro joven—. ¡Esto es un abuso!
La situación iba subiendo de tono poco a poco. Dando voces, Bosch ordenó a los dos jóvenes que se giraran y pusieran las manos sobre el techo de su automóvil. Pero ambos ignoraron sus órdenes. Bosch tomó nota mental de sus tatuajes, anchos pantalones y gorras de béisbol puestas del revés, al estilo de los pandilleros. Les invitó a calmarse, pero no lo hicieron en absoluto. En ese momento la hija de Harry intervino:
—¡Tranquilos los dos! Las manos sobre el coche. Ni se les ocurra…
De forma simultánea, los dos jóvenes llevaron la mano derecha al cinturón. Bosch apuntó con la pistola y, nada más ver que el conductor sacaba un arma, disparó, y se percató de que su hija abría fuego a su derecha y en el mismo instante preciso.
Los dos jóvenes se desplomaron en la pantalla.
Las luces se encendieron.
—Y bien —dijo Holodnak a sus espaldas—. ¿Qué es lo que hemos visto?
—Que tenían pistolas —dijo Maddie.
—¿Estás segura? —preguntó Holodnak.
—Mi hombre ha sacado una pistola. Lo he visto.
—¿Tú qué dices, Harry? ¿Qué es lo que has visto?
—Yo he visto una pistola —respondió Bosch.
—Muy bien —repuso Holodnak—. Vamos a verlo todo en detalle.
Volvió a proyectar la situación, a cámara lenta esta vez. Era verdad que los dos jóvenes iban armados, habían empuñado sus pistolas respectivas y estaban levantándolas para disparar cuando Bosch y su hija se adelantaron y abrieron fuego antes. Los impactos en la pantalla estaban marcados con unas equis de color rojo, mientras que los disparos fallidos eran de color negro. Maddie había abatido a su hombre de tres disparos en el torso, sin fallar un solo tiro. Bosch le había dado al conductor dos veces en el pecho, pero el tercer disparo había salido alto, porque su blanco en ese momento estaba cayéndose de espaldas hacia el suelo.
Holodnak dijo que lo habían hecho bien.
—Recordad que siempre estamos en desventaja —explicó—. Hace falta un segundo y medio para reconocer el arma, otro segundo y medio para apuntar y disparar. Tres segundos. Es la ventaja que el hombre armado tiene sobre nosotros, una ventaja que tenemos que neutralizar como sea. Tres segundos es demasiado tiempo. Una persona muere en tres segundos.
Luego proyectó otra situación: un atraco a un banco. Como en el primer ejercicio, ambos abrieron fuego y tumbaron a un hombre que estaba saliendo por las puertas acristaladas del banco y apuntando a los agentes.
A partir de ese momento, las situaciones fueron tornándose cada vez más difíciles. Los agentes llamaban a una puerta, y el inquilino abría, airadamente y gesticulando con un teléfono móvil en la mano; también había una disputa doméstica en la que los rabiosos marido y mujer de pronto la emprendían con los agentes. Holodnak aprobó la forma en que llevaron ambas situaciones, sin disparar en ningún momento. A continuación hizo que Madeline afrontara en solitario varias situaciones en las que se veía obligada a responder a una llamada sin el concurso de su compañero.
En la primera situación se encontraba frente a un perturbado mental que le amenazaba con un cuchillo. Maddie consiguió convencerlo para que lo dejara caer al suelo; en la segunda se tropezaba con una nueva discusión conyugal, pero el hombre en este caso hacía un molinete con el cuchillo a tres metros de distancia, y Maddie entonces le disparaba, lo cual era correcto.
—Bastan un par de pasos para cubrir tres metros. Si hubieras esperado a que los diera, te habría alcanzado mientras disparabas. Lo que sería un empate. ¿Y quién pierde en un empate?
—Yo.
—Correcto. Has hecho lo que tenías que hacer.
A continuación se daba otra situación en la que entraba en una escuela después de que alguien llamara diciendo haber oído disparos. Al avanzar por un pasillo desierto oía los gritos de los niños más arriba. En ese momento giraba por el pasillo y veía que, delante de la puerta de un aula, un hombre estaba apuntando con una pistola a una mujer acurrucada en el suelo que trataba de protegerse la cabeza con las manos.
—Por favor, no dispare… —suplicaba la mujer.
El hombre armado se encontraba de espaldas a Maddie. Esta abrió fuego de inmediato, acertándolo en la espalda y el cuello y derribándolo antes de que pudiese disparar contra la mujer. Maddie no se había identificado como agente de policía ni había dicho a aquel sujeto que dejara caer la pistola, pero Holodnak dijo que había hecho lo más adecuado, ajustándose al protocolo de actuación policial. Holodnak señaló una pizarra blanca que pendía de la pared izquierda. En ella había varios diagramas de tiro, bajo unas siglas en mayúscula: DIV.
—Defensa Inmediata de la Vida —explicó Holodnak—. Si tu respuesta se ajusta a la defensa inmediata de la vida, estás actuando de acuerdo con el protocolo. Defensa de tu propia vida o de la vida de otra persona. Es lo mismo.
—Entendido.
—Eso sí, tengo que hacerte una pregunta. ¿Cómo has evaluado lo que has visto? Quiero decir, ¿qué es lo que te ha llevado a pensar que te encontrabas ante un asaltante que estaba encañonando a una maestra? ¿Cómo has sabido que la mujer no era el asaltante y justo acababa de ser desarmada por un maestro?
En un primer momento, Bosch había llegado a las mismas conclusiones que su hija por puro instinto. Él también habría disparado.
—Bien —dijo Maddie—. Por las ropas. El hombre iba descamisado, lo que no es normal en un maestro. Y la mujer llevaba gafas y el pelo recogido como una maestra. También me he fijado en que llevaba una goma elástica en torno a la muñeca, igual que hacía siempre una maestra que tuve.
Holodnak asintió con la cabeza.
—Muy bien, pues has acertado. Tenía curiosidad por saberlo. Es asombroso lo que la mente humana puede registrar en tan poquísimo tiempo.
Holodnak la puso en otra situación: Maddie estaba viajando en un avión de pasajeros, como los inspectores muchas veces hacen. Estaba sentada en su asiento, armada, y un pasajero situado dos asientos por delante de pronto se levantaba, agarraba a una azafata por el cuello y la amenazaba con un cuchillo.
Madeline se levantó y encañonó al tipo, se identificó como agente de policía y le ordenó que soltase a la mujer, quien se debatía entre gritos. Pero el otro acercó el cuerpo de la azafata al suyo y amenazó con herirla. Varios pasajeros estaban gritando y moviéndose por el interior del avión, tratando de dar con un lugar en el que refugiarse. De repente, tras un pequeño forcejeo, la azafata conseguía separarse un palmo del asaltante. Maddie disparó.
Y la azafata en ese momento se desplomó.
—¡Mierda!
Maddie se agachó horrorizada. El hombre en la pantalla chilló:
—¿Quién quiere ser el siguiente?
—¡Madeline! —gritó Holodnak a su vez—. ¿Ya está resuelto el problema? ¿Ha pasado el peligro?
Maddie comprendió que había perdido la concentración. Se enderezó y disparó cinco veces al hombre del cuchillo, quien cayó abatido.
Las luces se encendieron, y Holodnak salió de detrás del ordenador.
—La he matado —dijo Maddie.
—Bueno, vamos a hablar de lo sucedido —repuso Holodnak—. ¿Por qué has disparado?
—Porque ese hombre iba a matarla.
—Bien. Eso se ajusta al principio de defensa inmediata de la vida. ¿Podrías haber hecho otra cosa?
—No lo sé. El hombre iba a matarla.
—¿Estabas obligada a levantarte y mostrar tu pistola, a identificarte?
—No lo sé. Supongo que no.
—Era la ventaja que tenías. Ese hombre no sabía que eras de la policía. No sabía que ibas armada. Tú misma has forzado la situación al levantarte. Al enseñar la pistola, la situación ya no tenía vuelta atrás.
Maddie asintió cabizbaja, y Bosch de pronto se arrepintió de haber organizado la sesión.
—No pasa nada, chica —indicó Holodnak—. Lo estás haciendo mejor que los policías de verdad que vienen por aquí. Vamos a probar otra situación, para terminar con un final feliz. Olvídate de lo que ha pasado y prepárate.
Volvió a situarse tras el ordenador, y Maddie se enfrentó a una última situación. Estaba fuera de servicio, y un hombre armado de pronto se metía en su coche con la idea de secuestrarla. El desconocido hizo amago de echar mano a su pistola, y Maddie al momento le soltó un disparo a quemarropa. A continuación mantuvo la calma cuando un transeúnte de pronto llegó junto al coche y empezó a gritar, gesticulando con un teléfono móvil en la mano:
—¿Qué es lo que ha hecho? ¡Por Dios! ¿Qué es lo que ha hecho?
Holodnak comentó que había llevado la situación de forma experta, lo que pareció animarla un poco. Holodnak de nuevo agregó que estaba impresionado por su puntería y por su rapidez mental a la hora de tomar la decisión adecuada.
Dieron las gracias a Holodnak y salieron. Estaban cruzando otra vez la cancha de baloncesto cuando Holodnak llamó desde la puerta de la sala del simulador. Seguía empeñado en fastidiar a Bosch con sus conocimientos.
—Michael Formanek —dijo—. The Rub and Spare Change.
Señaló a Bosch como diciendo «te he pillado». Maddie se echó a reír, pues no tenía idea de que Holodnak estaba hablando de jazz.
Bosch se dio la vuelta, se puso a andar hacia atrás y levantó las manos en señal de impotencia.
—Un contrabajista de San Francisco —explicó Holodnak—. Lo hace todo bien. Tienes que ser un poco menos cerrado, Harry. No todos los músicos buenos están muertos. Madeline, ven a verme otra vez para el próximo cumpleaños.
Bosch hizo un gesto con la mano enviándole a tomar viento y echó a andar hacia la salida.