Capítulo 19

WINGO abrió la carpeta y leyó sus propias notas antes de continuar.

—Empecemos por el principio.

—¿Necesito tomar notas? —preguntó Bosch—. ¿O tiene previsto darme esa carpeta?

—Es toda suya. Pero déjeme utilizarla para contarle esta historia.

—Adelante.

Bosch trató de recordar qué le había dicho exactamente a Rachel Walling sobre el caso. ¿Le había contado que Anneke Jespersen en su momento cubrió la operación Tormenta del Desierto? ¿Walling se lo habría contado a Wingo? Incluso si Wingo estaba al corriente, ello no hubiera cambiado los resultados de la búsqueda del número de serie, ni Wingo tampoco podía suponer que este nuevo dato —que la pistola había desaparecido en Iraq— llevaba a Bosch a observar los acontecimientos desde otra perspectiva.

—Empecemos por el principio —repitió Wingo—. Los diez números de serie que me dio corresponden a un lote fabricado en Italia en 1988. Esas diez pistolas formaban parte de una remesa de tres mil armas manufacturadas y vendidas al Ministerio de Defensa del Gobierno de Iraq. La remesa fue entregada el 1 de febrero de 1989.

—No me diga que la pista termina ahí.

—No, no es el caso. El ejército iraquí mantenía algunos registros, incompletos, a los que hemos tenido acceso tras la segunda guerra del golfo Pérsico. Se trata de un pequeño beneficio que obtuvimos a partir de la distribución de los archivos confiscados en los palacios y bases militares de Saddam Hussein. ¿Se acuerda de la búsqueda de armas de destrucción masiva? Bueno, pues no encontraron armas de ese tipo, pero sí que se tropezaron con una barbaridad de documentos referentes a armas de menor peligro. Documentos a los que con el tiempo hemos tenido acceso.

—Me alegro por ustedes. ¿Y qué decían sobre esa pistola mía?

—La remesa de armamento procedente de Italia fue distribuida entre la guardia republicana, la fuerza de élite del régimen. ¿Se acuerda de lo que sucedió más tarde?

Bosch asintió con la cabeza.

—Me acuerdo de lo fundamental. Saddam invadió Kuwait y cuando empezaron las atrocidades, las fuerzas de la coalición dijeron basta.

—Exacto. Saddam invadió Kuwait en 1999, justo después de recibir este armamento. Así que me parece evidente concluir que estaba pertrechándose para la invasión.

—De forma que la pistola acabó en Kuwait.

Wingo asintió con la cabeza.

—Es lo más probable, pero no podemos estar seguros. Porque ahí es donde termina la documentación de que disponemos.

Bosch se arrellanó en el asiento y contempló el cielo. De pronto recordó que le había pedido a Rick Jackson que estuviera observándoles, lo cual ya no le parecía que fuera necesario. Escudriñó la superficie acristalada del edificio de la central; el reflejo del sol en el cristal le impedía ver bien. Levantó la mano y unió los dedos índice y pulgar en señal de que todo iba bien. Confiaba en que Jackson entendiera el mensaje y dejara de perder el tiempo allí plantado.

—¿Qué es eso? —preguntó Wingo—. ¿Qué es lo que está haciendo?

—Nada. Le pedí a un compañero que nos vigilara porque me parecía raro que tomase usted tantas precauciones para vernos. Pero acabo de decirle que todo está en orden.

—Muchas gracias.

Bosch sonrió ante el sarcasmo en su voz. Wingo le entregó la carpeta. El informe estaba completo.

—Me explicaré: soy del tipo paranoico, y ha pulsado usted las teclas adecuadas —repuso Bosch.

—La paranoia a veces es algo bueno —respondió Wingo.

—A veces. Y bien, ¿qué cree que pasó con la pistola? ¿Cómo es que acabó aquí?

Bosch estaba formulando sus propias respuestas a esas preguntas, pero quería escuchar la opinión de Wingo antes de que se marchara. Al fin y al cabo, era agente de un organismo federal encargado del control de las armas de fuego.

—Bueno, ya sabemos lo que pasó en Kuwait cuando la operación Tormenta del Desierto.

—Sí. Que fuimos allí y les dimos un buen rapapolvo a los soldados de Saddam.

—Exacto. La guerra en sí duró menos de dos meses. El ejército iraquí primero se retiró a Kuwait City y luego trató de cruzar la frontera otra vez, en dirección a Basora. Murieron muchos soldados, y muchos otros fueron capturados.

—Creo que a esa ruta le dieron el nombre de la «autopista de la muerte» —dijo Bosch, acordándose de los artículos y las fotografías que envió Anneke Jespersen.

—Justamente. Ayer estuve mirándolo todo en Google. En esa sola ruta murieron centenares de iraquíes y algunos millares fueron hechos prisioneros. A los soldados capturados los metieron en autobuses y los enviaron a Arabia Saudí, donde se habían establecido campos de prisioneros. El armamento capturado al enemigo también se envió en camiones a ese mismo país.

—Así que mi pistola bien hubiera podido estar en uno de esos camiones.

—Exacto. Pero también pudo haber estado en manos de un soldado que no llegó a salir con vida… O que consiguió llegar a Basora. No hay forma de saberlo.

Bosch lo estuvo pensando un momento. De una forma u otra, una pistola de la guardia republicana iraquí había terminado apareciendo en Los Ángeles un año después.

—¿Qué se hizo con el armamento capturado? —inquirió.

—Las armas fueron almacenadas y posteriormente destruidas.

—¿Y nadie anotó los números de serie?

Wingo denegó con la cabeza.

—Estamos hablando de una guerra. Había demasiado armamento y no sobraba el tiempo para ponerse a registrar los números de serie; estamos hablando de camiones enteros cargados de armas. De forma que el armamento fue destruido. Millares de armas cada vez. El procedimiento era el mismo: las transportaban al centro del desierto, las volcaban en un agujero excavado en el suelo y las hacían trizas con explosivos de alto orden. Dejaban que ardieran un día o dos y luego cubrían el agujero con arena. Asunto concluido.

Bosch asintió con la cabeza.

—Asunto concluido.

Harry continuaba pensando. Había algo en la periferia de su mente, algo que relacionaba las cosas y que podía ayudar a entenderlas… Estaba seguro de ello, pero no terminaba de verlo con claridad.

—Voy a hacerle una pregunta —dijo finalmente—. ¿Se han encontrado con un caso así antes? Me refiero a que un arma de Iraq de pronto aparezca en un caso. Un arma que en su momento supuestamente fue capturada y destruida.

—Precisamente lo he comprobado esta mañana, y la respuesta es que sí. Por lo menos una vez, según he podido saber. Aunque las cosas no se produjeron de esta forma exactamente.

—¿De qué otra forma, entonces?

—En el 96 se produjo un asesinato en Fort Bragg, en Carolina del Norte. Un soldado borracho y fuera de sí mató a otro soldado por un asunto de faldas. El arma que usó también era una Beretta modelo 92 procedente del ejército de Saddam. El soldado en cuestión había estado destacado en Kuwait durante la operación Tormenta del Desierto. En su confesión reconoció que había encontrado la pistola en el cuerpo de un soldado iraquí muerto y que luego se la había llevado en secreto a Estados Unidos como recuerdo. En los documentos que he consultado no se especifica cómo entró la pistola en el país, pero el hecho es que consiguió introducirla.

Bosch sabía que había muchas formas de introducir armas de recuerdo en el país. La práctica era tan vieja como el mismo ejército. Durante su estancia en Vietnam, la forma más sencilla era desmontar el arma y enviar las piezas por correo a Estados Unidos, por separado y a lo largo de bastantes semanas.

—¿En qué está pensando, inspector?

Bosch soltó una risita.

—Estoy pensando… Estoy pensando que tengo que descubrir quién trajo esa pistola aquí. La víctima de mi caso era periodista y fotógrafa. Y estuvo cubriendo esa guerra. He leído un artículo que escribió sobre la «autopista de la muerte». También he visto sus fotos…

Bosch tenía que considerar la posibilidad de que hubiera sido la propia Anneke Jespersen la que trajera a Los Ángeles la pistola con la que iba a ser asesinada. Parecía improbable, pero Harry no podía obviar el hecho de que Anneke había estado en el mismo lugar en el que la pistola fue vista por última vez.

—¿Cuándo empezaron a utilizar detectores de metal en los aeropuertos? —preguntó.

—Bueno, hace mucho tiempo —respondió Wingo—. A raíz de los secuestros de aviones en los años setenta. El escaneo del equipaje facturado es una práctica mucho más reciente, pero tampoco se realiza de forma muy consistente.

Bosch meneó la cabeza.

—La víctima siempre viajaba con poco equipaje. No era del tipo de persona que siempre está facturando maletas.

No estaba convencido. No tenía sentido que Anneke Jespersen, de un modo u otro, se agenciase la pistola de un soldado iraquí muerto o capturado, que la colase de contrabando en su país y que luego hiciese otro tanto en Estados Unidos… Todo para que al final alguien la matase con esa misma pistola.

—No parece probable que viajara con esa pistola —concedió Wingo—. Pero si pudiera consultar algún censo del barrio en el que su víctima fue asesinada, si pudiera descubrir quién del barrio estuvo en el ejército y en la guerra del Golfo… Si encontrara que un veterano había regresado recientemente y por entonces vivía en ese barrio… Seguramente recordará que en su momento se habló mucho del llamado «síndrome de la guerra del Golfo», de la exposición al calor y a los productos químicos. Muchos episodios de violencia en Estados Unidos tenían su origen en la guerra, o eso se decía. En el caso del soldado de Fort Bragg, ese fue el argumento de la defensa.

Bosch asintió con la cabeza, pero ya no estaba escuchando a Wingo. Las cosas de pronto estaban empezando a encajar, las palabras, las imágenes y los recuerdos… Las imágenes de aquella noche en el callejón junto a Crenshaw. De soldados alineados en la calle; de fotografías en blanco y negro de soldados en la «autopista de la muerte»; de los barracones destrozados en Dharhan y de la masa informe y humeante de un vehículo Hummer del ejército; de las luces del Hummer que trajeron al callejón…

Bosch echó la cabeza hacia delante y, con los codos sobre las rodillas, se mesó los cabellos con ambas manos.

—¿Se encuentra bien, inspector Bosch? —preguntó Wingo.

—Estoy bien. Perfectamente.

—Ya, es que no lo parece.

—Creo que estaban allí…

—¿Quiénes estaban allí?

Con las manos todavía en la cabeza, Bosch se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta. Se dio la vuelta para mirar a Wingo por encima del hombro. No contestó a su pregunta.

—Lo ha conseguido, agente Wingo. Creo que ha abierto usted la caja negra.

Se levantó y la miró.

—Les doy las gracias, a Rachel Walling también. Ahora tengo que irme.

Se levantó y echó a andar hacia las puertas de la central. Wingo preguntó a sus espaldas.

—¿Qué caja negra?

No respondió. Siguió caminando.