LA inspectora Nancy Mendenhall era una mujer pequeñita con una sonrisa sincera pero no deslumbrante. Su aspecto no tenía nada de amenazador, lo que de inmediato puso a Bosch en guardia. Y eso que ya venía alerta y preparado para todo cuando entró en compañía de Rick Jackson en el edificio Bradbury para la entrevista prefijada. Su larga experiencia a la hora de vérselas con investigaciones internas le llevó a no devolverle la sonrisa a Mendenhall y a sospechar de su afirmación de que simplemente estaba tratando de averiguar la verdad, sin prejuicio ninguno por su parte y sin que le hubieran llegado órdenes de arriba.
Mendenhall disponía de despacho propio. Era pequeño, pero las sillas situadas delante del escritorio resultaban confortables. Incluso contaba con un hogar, como sucedía con tantos otros despachos en el viejo edificio. Las ventanas posteriores daban a Broadway y al edificio donde estaba el viejo Million Dollar Theater. Puso una grabadora digital en la mesa, junto a la grabadora del propio Jackson, y empezaron. Tras identificar a los presentes en la estancia y formular las frases protocolarias de rigor, Mendenhall sencillamente dijo:
—Hábleme de su viaje del lunes a la prisión de San Quintín.
Durante los siguientes veinte minutos, Bosch desgranó los hechos relativos a su visita a la prisión para entrevistar a Rufus Coleman en relación con la pistola que había sido empleada para asesinar a Jespersen. Dio a Mendenhall todos los detalles que pudo recordar, incluyendo el tiempo que tuvo que esperar hasta que trajeron al recluso a su presencia. Mientras desayunaban juntos, Bosch y Jackson habían acordado que Bosch no escondería nada, con la esperanza de que el sentido común de Mendenhall le llevara a comprender que la queja de O’Toole no tenía ni pies ni cabeza.
Bosch ilustró sus explicaciones con copias de documentos de la ficha de asesinato, para que Mendenhall viera que le había sido absolutamente necesario desplazarse a San Quintín para hablar con Coleman y que el viaje no había sido una excusa para encontrarse con Shawn Stone.
Parecía que la entrevista iba bien, y Mendenhall tan solo formulaba preguntas muy generales que permitían que Bosch se explayara. Cuando Harry terminó, la inspectora empezó a centrarse en los detalles concretos.
—¿Shawn Stone estaba avisado de su llegada? —preguntó.
—No. En absoluto —respondió Bosch.
—¿Avisó usted a su madre de que iba a verlo?
—No, no le avisé. Fue una decisión que tomé sobre la marcha. Como he dicho antes, aún faltaba rato para mi vuelo de regreso. Tenía tiempo para un encuentro rápido, y por eso pedí verlo.
—Sin embargo, le trajeron al preso a la sala de entrevistas con agentes de la ley, ¿correcto?
—Correcto. No me dejaron que fuera a la sala de visitas de familiares y amigos. Me dijeron que traerían a Shawn al lugar en el que estaba.
Este era el único punto en el que Bosch se sentía un tanto vulnerable. No había pedido visitar a Shawn Stone como lo haría un ciudadano. Se había quedado en la sala a la que habían traído a Rufus Coleman y sencillamente había pedido ver a otro recluso, a Stone. Bosch entendía que dicha circunstancia podía ser entendida como valerse de su placa para obtener un favor.
Mendenhall prosiguió:
—Bien, y cuando estuvo organizando el viaje a San Quintín, ¿hizo lo posible por contar con tiempo suficiente entre uno y otro vuelo para encontrarse con Shawn Stone?
—En absoluto. Cuando hay que ir a San Quintín, uno nunca sabe cuánto tiempo tardarán en presentarse con el recluso o durante cuánto tiempo va a estar hablando el preso. Una vez fui a San Quintín y la entrevista duró un minuto. Otra vez fui y la entrevista, que en principio iba a ser de una hora, acabó siendo de cuatro. Uno nunca lo sabe, y por eso lo mejor es contar con tiempo adicional.
—Usted se las arregló para contar con unas cuatro horas de tiempo en la prisión.
—Sí, más o menos. Pero es que además hay que contar con la incertidumbre del tráfico. Primero hay que ir en avión a San Francisco, después en tren hasta la agencia de alquiler de coches, coger tu coche e ir a la ciudad, atravesar la ciudad de punta a punta y cruzar por el Golden Gate, y luego hay que hacerlo todo otra vez al volver. Por eso hay que contar con tiempo adicional para posibles imprevistos. Estuve un poco más de cuatro horas en la cárcel y tan solo empleé dos en esperar a Coleman y hablar con él. Usted misma puede hacer el cálculo. Me encontré con que tenía tiempo de sobra y aproveché para ver a ese chaval.
—¿Cuándo dijo exactamente a los guardias que quería ver a Stone?
—Recuerdo que miré mi reloj cuando se llevaron a Coleman. Vi que eran las dos y media; mi vuelo salía a las seis. Calculé que, incluso contando con el tráfico y la devolución del coche a la agencia, me sobraba por lo menos una hora. Podía regresar antes al aeropuerto o intentar que me trajeran a otro preso con rapidez. Elegí lo segundo.
—¿Pensó en mirar si había algún vuelo que saliera antes?
—No, porque no tenía sentido. Mi jornada terminaría cuando regresara a Los Ángeles. No iba a volver a la central, así que no importaba si aterrizaba a las cinco o las siete. Como sabe perfectamente, ya no se pagan horas extras, inspectora.
Jackson intervino por primera vez en la conversación:
—Además —dijo—, el cambio de vuelo suele implicar un suplemento que puede oscilar entre veinticinco y cien dólares, y si Bosch hubiera cambiado de vuelo, entonces habría tenido que justificarlo ante la gente de administración.
Bosch asintió. Jackson había improvisado sobre la pregunta de Mendenhall, pero lo que había dicho tenía su lógica.
Mendenhall daba la impresión de tener una lista que iba siguiendo punto por punto, a pesar de que no estuviera leyendo papel alguno. La inspectora obvió la pregunta sobre el vuelo y pasó a la siguiente.
—¿En algún momento sugirió a los funcionarios de San Quintín que tenía que hablar con Shawn Stone como parte de una investigación?
Bosch denegó con la cabeza.
—No, no lo hice. Y creo que cuando pregunté si era posible ingresar dinero en su cuenta del economato quedó claro que Stone no tenía nada que ver con ninguna investigación.
—Pero usted hizo esa pregunta después de hablar con Stone, ¿correcto?
—Correcto.
Se produjo una pausa; la inspectora examinó los documentos aportados por Bosch.
—Creo que esto ha sido todo por hoy, caballeros.
—¿No hay más preguntas? —inquirió Bosch.
—Por el momento. Es posible que más adelante tenga que formularle algunas más.
—Espere, ¿podría hacerle yo ahora unas preguntas?
—Puede preguntarme. Y si puedo, voy a responderle.
Bosch asintió con la cabeza. Le parecía justo.
—¿Cuánto tiempo va llevar todo esto?
Mendenhall frunció el ceño.
—Bueno, en lo que respecta al tiempo de investigación, no creo que mucho. Aunque siempre es posible que no pueda conseguir por teléfono todo cuanto necesito que me digan en San Quintín y me vea obligada a desplazarme hasta allí.
—O sea, que de todas formas van a gastarse todo ese dinero en mandarle allí en viaje de ida y vuelta para averiguar qué estuve haciendo con una hora de mi tiempo libre.
—La decisión la tendría que tomar mi capitán, quien desde luego tendrá en cuenta los costes y el nivel de seriedad de la investigación. El capitán también sabe que en este momento estoy llevando muchas otras investigaciones. Es posible que decida que no vale la pena gastar tiempo y dinero en un caso como este.
Bosch no tenía dudas de que, si lo consideraban necesario, la enviarían a San Quintín. Mendenhall quizá viviera en una burbuja en la que no había presiones desde arriba, pero no era eso lo que sucedía con su capitán.
—¿Alguna cosa más? —preguntó la inspectora—. Tengo otra entrevista a las nueve y he de terminar de prepararla.
—Sí, una pregunta más —repuso Bosch—. ¿De dónde procede esta queja?
Mendenhall pareció sorprenderse por la pregunta.
—Eso no puedo decírselo, pero pensaba que era obvio.
—No, si ya sé que la queja procede de O’Toole. Pero ¿cómo supo que visité a Shawn Stone? ¿Por qué conducto se enteró?
—No estoy autorizada a decírselo, inspector. Cuando termine mi investigación y efectúe una recomendación, es posible que llegue a enterarse de esas circunstancias.
Bosch asintió con la cabeza, pero la pregunta sin respuesta no dejaba de inquietarle. ¿Alguien de San Quintín había llamado a O’Toole para indicarle que Bosch se había comportado de forma reprobable? ¿O había sido el propio O’Toole el que había estado investigando el asunto, llegando a comprobar las actividades precisas de Bosch en la prisión? Fuera lo uno o lo otro, Bosch estaba desconcertado. Había entrado en el despacho convencido de que la denuncia interna sería fácilmente desechada sin más después de explicárselo todo a Mendenhall. Ahora se decía que las cosas tal vez no eran tan sencillas.
Tras salir de la OAP, Jackson y Bosch bajaron al vestíbulo en uno de los ornados ascensores. Para Bosch, el centenario edificio Bradbury era de lejos la estructura más bonita de la ciudad. Lo único que empañaba su imagen era el hecho de que albergara la Oficina de Asuntos Profesionales. Mientras cruzaban el vestíbulo en dirección a la salida a la Calle 3 Oeste, Bosch pudo percibir el olor a pan recién horneado, con vistas a la hora del almuerzo, que salía del establecimiento de bocadillos enclavado junto a la puerta principal del edificio. Era otra cosa que le fastidiaba. La OAP no solo se encontraba en una de las joyas escondidas de la ciudad y no solo tenía hogares en algunos de los despachos, sino que el lugar siempre olía de maravilla cuando Harry lo visitaba.
Jackson guardaba silencio mientras cruzaban el vestíbulo y salían por el poco iluminado antevestíbulo lateral. En este había un banco con una estatua de Charlie Chaplin en bronce sentada en él. Jackson se sentó junto a la estatua e indicó a Bosch que tomara asiento en el otro lado.
—¿Cómo…? —apuntó Bosch—. Tendríamos que ir tirando.
Jackson parecía estar molesto. Denegó con la cabeza y acercó el rostro por encima del regazo de Charlie Chaplin para murmurar:
—Harry, creo que estás metido en un buen follón.
Bosch no entendía el ánimo de Jackson ni su aparente sorpresa por el hecho de que el cuerpo de policía llegara a tales extremos por una entrevista de quince minutos en San Quintín. Pero nada de todo eso resultaba nuevo para Harry. El primer encontronazo con asuntos internos lo había tenido treinta y cinco años atrás: se ganó una reprimenda por haber parado en una tintorería —que se encontraba en su ruta habitual— para recoger sus uniformes planchados de camino a la comisaría. Desde entonces, nada de cuanto el cuerpo de policía hiciera para atar en corto a los suyos podía sorprenderle.
—Bueno, ¿y qué? —dijo con desdén—. Que la inspectora respalde esa denuncia interna, si quiere. ¿Cuál es la peor sanción que podrían imponerme? ¿Tres días? ¿Una semana? Pues me iré con mi hija a Hawái.
Jackson volvió a negar con la cabeza.
—No lo pillas, ¿verdad?
Bosch lo miró sin comprender nada.
—¿Qué es lo que no pillo? Estamos hablando de asuntos internos, lo llamen como lo llamen ahora. ¿Qué es lo que tengo que pillar?
—Que no estamos hablando de una semana de suspensión. Tú tienes uno de esos contratos con la jubilación aplazada. Y no tienes las mismas protecciones que los demás. Seguramente por eso no te han llamado los de defensa de la policía. El contrato puede ser cancelado si demuestran que hubo comportamiento inadecuado por tu parte.
Bosch ahora lo entendió. El año anterior había firmado un nuevo contrato de cinco años ajustándose al denominado plan opcional de jubilación aplazada. Lo que en realidad había hecho era jubilarse para cobrar la pensión entera y, a continuación, entrar a trabajar otra vez en el cuerpo por medio del nuevo contrato, en el cual había una cláusula que permitía al departamento despedirle si era encontrado culpable de haber cometido un delito o si prosperaba una denuncia interna por comportamiento inadecuado.
—¿No te das cuenta de lo que está haciendo el Atontao? —preguntó Jackson—. Quiere reconformar la brigada, para convertirla en su brigada. Y está dispuesto a echar mano de esta clase de mierdas con cualquier persona que no le guste, con la que tenga un problema o que no le muestre el debido respeto y consideración.
Bosch asintió con la cabeza; ahora lo veía claro. Harry a la vez sabía algo que Jackson ignoraba: que O’Toole quizá no estaba actuando en solitario; quizás estaba cumpliendo las órdenes del hombre que ocupaba el décimo piso.
—Hay algo que no te he dicho —indicó.
—Mierda —dijo Jackson—. ¿El qué?
—Aquí no. Vámonos.
Dejaron a Charlie Chaplin a solas y echaron a andar hacia la central. Bosch contó dos historias por el camino, una vieja y otra nueva. La primera tenía que ver con el caso que Bosch había llevado un año antes, el de la muerte del hijo del entonces concejal Irvin Irving. Bosch explicó que había sido utilizado por el jefe de policía y por una antigua compañera de trabajo en la que confiaba, con el propósito de ejecutar una maniobra política que a la postre tuvo éxito e impidió que Irving fuera reelegido. En su lugar fue elegido un simpatizante del cuerpo de policía.
—Desde entonces Marty y yo no nos entendemos —agregó—. Y ahora que estoy llevando este caso hemos terminado por chocar.
A continuación, Bosch explicó que el hombre del décimo piso estaba valiéndose de O’Toole para presionarle con el objetivo de que no fuera tan rápido con la investigación del caso Anneke Jespersen. Cuando terminó de contar la historia, Bosch intuyó que Jackson estaba arrepintiéndose de haber firmado como representante de su defensa.
—Y, en lo relativo al fondo del problema —dijo Jackson mientras entraban en el jardín delantero del edificio de la central—, ¿no estás dispuesto a ir un poco menos rápido, a dejar correr el caso hasta el año que viene?
Bosch denegó con la cabeza y respondió:
—Jespersen lleva demasiado tiempo esperando. Y el sujeto que la mató lleva demasiado tiempo en libertad. Ni por asomo voy a apartarme de la investigación.
Jackson asintió con el mentón mientras entraban por las puertas automáticas.
—Eso creía yo.