Capítulo 16

BOSCH había empezado a escuchar las grabaciones de Art Pepper que su hija le había regalado por su cumpleaños. Iba por el tercer volumen y en ese momento estaba escuchando una sensacional versión de Patricia grabada tres décadas atrás en un club de Croydon, Inglaterra, por la época en que Pepper regresó a los escenarios después de los años de adicción a la heroína y las estancias en la cárcel. Esa noche de 1981, Pepper había conseguido que todo funcionara mejor que nunca. Al escuchar este tema, Bosch se decía que Pepper estaba dejando claro que nadie en el mundo iba a tocar mejor que él. Harry no estaba seguro del significado preciso de la palabra «etéreo», pero era el término que le venía a la cabeza. La canción era perfecta, el saxofón era perfecto, la interacción y comunicación entre Pepper y sus tres compañeros de grupo era tan perfecta y orquestada como el movimiento acompasado de sus dedos. Había muchas palabras que solían emplearse para describir la música de jazz. Bosch las había leído todas a lo largo de los años en las revistas especializadas y las notas de contracubierta de los discos. No siempre entendía lo que significaban. Él tan solo sabía lo que le gustaba, y esto era lo que le gustaba. Un sonido incesante y con un poderío lleno de melancolía.

Le resultaba difícil concentrarse en la pantalla del ordenador mientras sonaba la canción, en la que el grupo se extendía casi veinte minutos. Bosch tenía Patricia en otros vinilos y discos compactos. Era uno de los temas más representativos de Pepper, pero nunca había oído una versión tan vigorosa y tan preñada de pasión. Miró a su hija, que estaba tumbada en el sofá leyendo otro libro que le habían asignado en el colegio. Este libro se llamaba Bajo la misma estrella.

—Esta es para su hija.

Maddie levantó la vista del libro y lo miró.

—¿Qué quieres decir?

—Esta canción, Patricia. La escribió para su hija. Pepper estuvo alejado de ella durante varios largos períodos en su vida, pero la quería y la echaba de menos. Es algo que se escucha en esta versión, ¿verdad?

Maddie lo pensó un momento y asintió con la cabeza.

—Creo que sí. Casi parece que el saxofón esté llorando.

Bosch asimismo asintió con la cabeza.

—Te has dado cuenta.

Volvió a sumirse en el trabajo. Estaba mirando los numerosos enlaces a noticias que Bonn le había enviado por correo electrónico. Entre ellos se contaban los catorce últimos artículos y reportajes fotográficos hechos por Anneke Jespersen para el Berlingske Tidende, así como el artículo de homenaje publicado por el periódico diez años después de su muerte, en 2002. Se trataba de una labor tediosa, pues los artículos estaban en danés y tenía que utilizar un traductor de internet para ir convirtiéndolos al inglés cada dos o tres párrafos.

Anneke Jespersen había cubierto y fotografiado la primera guerra del Golfo desde todos los ángulos. Sus palabras e imágenes procedían de los campos de batalla, las pistas de aterrizaje, los puestos de mando y hasta el transatlántico usado por los aliados como plataforma flotante de descanso y diversión para las tropas. Sus imágenes mostraban a una periodista que estaba documentando una guerra distinta de las anteriores, una contienda de alta tecnología que llegaba desde el cielo a velocidad de vértigo. Pero Jespersen no era de los periodistas que se mantenían a distancia prudencial. Cuando la guerra se trasladó a tierra en la operación Sable del Desierto, la danesa se unió al avance de los soldados aliados y documentó las batallas para recuperar Kuwait City y Al Kafji.

Sus artículos contaban los hechos; sus fotografías mostraban los costes. Jespersen fotografió los barracones estadounidenses en Dhahran, en los que veintiocho soldados murieron como consecuencia de un ataque con un misil SCUD. No había fotos de cadáveres, pero la chatarra humeante de los vehículos Hummer destruidos reflejaba las pérdidas humanas a su manera; también fotografió los campos de prisioneros en el desierto saudí, donde las miradas de los soldados iraquíes capturados mostraban una fatiga y un miedo indescriptibles; su cámara recogió las negras nubes de humo que ascendían de los campos petrolíferos kuwaitíes ardiendo, tras la retirada de las tropas iraquíes; y sus imágenes más estremecedoras, las de la «autopista de la muerte», donde las fuerzas aliadas habían bombardeado sin piedad el largo convoy de tropas enemigas, así como de civiles iraquíes y palestinos.

Bosch había estado en una guerra. La suya había sido una guerra marcada por el barro, la sangre y la confusión. Pero él había visto de cerca a las personas que mataban, a las que él mismo mataba. Algunos de aquellos recuerdos le resultaban tan nítidos como las fotografías en la pantalla del ordenador. Por lo general le sobrevenían por la noche cuando no lograba dormir o, de forma inesperada, cuando una imagen cotidiana evocaba otra imagen, más o menos relacionada, de las selvas y túneles en los que había combatido. Bosch conocía la guerra de cerca, y las palabras y fotografías de Anneke Jespersen le parecieron las más cercanas a la guerra que había visto a través de los ojos de un periodista.

Jespersen no se marchó a su país después del alto el fuego. Permaneció en la región varios meses, documentando los campos de refugiados y las aldeas destruidas, y los esfuerzos de reconstrucción y recuperación efectuados mientras los aliados ponían en marcha cierto programa llamado operación «Procuración de Bienestar».

Si resultaba posible llegar a conocer a la persona no vista y, al otro lado de la cámara, a la persona armada con el bolígrafo, era en estos artículos y fotos de la posguerra. Jespersen buscaba a las madres, a los niños y a los más perjudicados y desposeídos por el conflicto. Quizá no fueran más que palabras e imágenes, pero en conjunto explicaban el lado humano y el coste y las consecuencias de una guerra de alta tecnología.

Acaso fuera por el acompañamiento del conmovedor saxofón de Art Pepper, pero mientras traducía con dificultad, leía los artículos y contemplaba las fotografías, Bosch tenía la sensación de estar cada vez más unido a Anneke Jespersen. Veinte años después, Anneke le estaba fascinando con su trabajo, lo que terminó por reforzar la determinación de Harry. Veinte años antes le había pedido perdón; esta vez le estaba haciendo una promesa. Iba a descubrir quién fue el que se lo arrebató todo a Anneke.

La última parada en el recorrido digital que Bosch estaba haciendo por la vida y la obra de Anneke Jespersen era la página web creada por su hermano. Para entrar en ella tuvo que registrarse y poner su dirección de correo electrónico, en lo que era el equivalente digital a poner el nombre en el libro de firmas de un funeral. La página resultó estar dividida en dos secciones: fotos tomadas por Jespersen y fotos que le habían hecho a ella.

Muchas de las imágenes de la primera sección procedían de los artículos que Bosch ya había visto gracias a los enlaces que Bonn proporcionó. Había muchas fotos adicionales correspondientes a esos mismos artículos, y Harry encontró que algunas de ellas eran incluso mejores que las seleccionadas para acompañar los textos.

La segunda sección tenía más de álbum de fotos familiar, con imágenes de Anneke que empezaban cuando era una niña pequeña y flaca con el pelo rubio, casi blanco. Bosch las repasó con rapidez hasta llegar a una serie de fotografías tomadas por la propia Anneke. Eran fotos hechas ante diferentes espejos a lo largo de bastantes años. Jespersen posaba con la cámara sujeta al cuello con una correa, sosteniéndola al nivel del pecho o disparando sin mirar por el visor. En conjunto mostraban la progresión del tiempo en sus facciones. Anneke seguía siendo guapa imagen tras imagen, pero Bosch podía percibir una madurez cada vez mayor en la mirada.

En las últimas fotos daba la impresión de estar mirando directa y exclusivamente a Bosch. A Harry le resultaba difícil eludir aquellos ojos.

La página tenía un apartado para comentarios. Bosch entró y se encontró que el torrente de anotaciones hechas en 1996, el año en que se hizo la página web, iban reduciéndose poco a poco hasta un único comentario durante el año anterior. Este comentario lo había hecho su hermano, quien había creado la página y se ocupaba de su mantenimiento. Bosch copió el comentario y lo pegó en el traductor de internet que estaba usando, a fin de leerlo en inglés.

Anneke, el tiempo no ha borrado tu pérdida. Te echamos de menos como hermana, artista, amiga. Siempre.

Leídas estas palabras, Bosch salió de la página web y cerró el ordenador portátil. Ya había tenido bastante por esa noche, y aunque su labor le había acercado mucho a Anneke Jespersen, no le había servido para averiguar qué era lo que la había llevado a Estados Unidos un año después de Tormenta del Desierto. No había ninguna pista que explicara por qué había venido a Los Ángeles. No se intuía ninguna noticia de crímenes de guerra ni nada que sugiriese la posibilidad de un seguimiento, y menos todavía un viaje a Los Ángeles. Fuera lo que fuera lo que Anneke estaba siguiendo, continuaba siendo un misterio para él.

Harry miró su reloj de pulsera. El tiempo había pasado volando. Eran más de las once, y por la mañana tenía que levantarse temprano. El disco había llegado a su final, y ya no sonaba la música, pero ni se había dado cuenta. Su hija se había quedado dormida en el sofá con el libro, y Harry tenía que escoger entre despertarla para que se fuera a la cama o contentarse con cubrirla con una manta sin molestarla.

Bosch se levantó, y sus tendones protestaron al estirarse. Cogió la caja de pizza que estaba en la mesita y, cojeando, se la llevó andando con lentitud a la cocina, donde la dejó sobre el cubo de la basura para tirarla más tarde. Contempló la caja un instante y se regañó en silencio por haber antepuesto una vez más su trabajo a la adecuada nutrición de su hija.

Cuando volvió a la sala de estar, Madeline estaba sentada erguida en el sofá, todavía medio dormida, tapándose la boca con la mano mientras bostezaba.

—Oye, es tarde —dijo Harry—. Es hora de ir a la cama.

—No…

—Vamos. Te acompaño.

Maddie se levantó y se apoyó en él. Bosch le pasó el brazo por los hombros, y echaron a andar por el pasillo en dirección a su dormitorio.

—Mañana tengo que irme pronto otra vez, así que tendrás que arreglarte sola con todo. ¿Te parece?

—No hace falta que me lo preguntes, papá.

—Es que he quedado para desayunar a las siete y media y…

—No hace falta que me des explicaciones.

Al llegar a la puerta de la habitación soltó a su hija y le dio un beso en la cabeza, que olía a champú de granada.

—Sí que hace falta. Te mereces a alguien que se ocupe más de ti. Que esté siempre disponible cuando lo necesites.

—Papá, estoy muy cansada… No quiero hablar de todo eso.

Bosch señaló la sala de estar situada al final del pasillo.

—Voy a decirte una cosa: si fuera capaz de tocar esa canción tan bien como Art Pepper, la tocaría. Y entonces te darías cuenta.

Había ido demasiado lejos en la exhibición de sus sentimientos de culpabilidad.

—¡Ya lo sé! —dijo ella en tono irritado—. Y ahora buenas noches.

Entró en el cuarto y cerró la puerta a sus espaldas.

—Buenas noches, preciosa —dijo Bosch.

Bosch fue a la cocina, cogió la caja de pizza y la tiró al cubo de la basura. Luego se aseguró de dejar la tapa bien cerrada, en previsión de la posible aparición de coyotes y otros animales de la noche.

Antes de regresar al interior, abrió el candado de la puerta del pequeño almacén que había en el garaje. Tiró de la cuerda que encendía la bombilla del techo y se puso a repasar con la mirada los estantes abarrotados y polvorientos, en los que se acumulaban todos los trastos conservados a lo largo de la mayor parte de su vida. Se acercó, cogió una caja, la puso en la banqueta de trabajo y a continuación alargó la mano para coger lo que antes estaba detrás de la caja.

Sacó el casco blanco antidisturbios que llevaba puesto la noche que encontró a Anneke Jespersen. Miró su superficie sucia y con rayaduras. Con la palma de la mano limpió de polvo la pegatina fijada al frente: la insignia alada. Estudió el casco y se acordó de las noches en que la ciudad se vino abajo. Habían pasado veinte años. Pensó en todos esos años, en todo cuanto le había sucedido, en lo que había permanecido con él y en lo que había desaparecido para siempre.

Al cabo de un rato devolvió el casco al estante y volvió a poner la caja en su lugar. Cerró el candado del pequeño almacén y fue a acostarse.