Capítulo 14

BOSCH estuvo paseando una hora por el cementerio de Forest Lawn, antes de ir a Giamela’s a recoger los bocadillos. En recuerdo de su antiguo compañero Frankie Sheehan, empezó por el sepulcro de Casey Spengel, tras lo cual hizo el recorrido de las tumbas de los famosos, pasando junto a lápidas en las que estaban cincelados nombres como los de Gable y Lombard, Disney, Flynn, Ladd y Nat King Cole, antes de acercarse a la sección del Buen Pastor del vasto camposanto. Una vez allí, presentó sus respetos al padre que nunca había conocido. En la lápida ponía «J. Michael Haller, padre y marido», pero Bosch tenía claro que él siempre había sido un cero a la izquierda en aquella ecuación familiar.

Al cabo de un rato echó a andar ladera abajo hacia allí donde el terreno era más llano y las tumbas estaban más próximas las unas a las otras. Le llevó algo de tiempo, pues habían pasado doce años, pero finalmente encontró la lápida que señalaba la tumba de Arthur Delacroix, un niño en cuyo caso Bosch estuvo trabajando una vez. Junto a la lápida había un jarrón barato de plástico con los resecos tallos de unas flores muertas largo tiempo atrás. Daban la impresión de subrayar que el niño había sido olvidado en vida, pero también una vez muerto. Bosch cogió el jarrón y lo tiró a un contenedor de basura junto a la puerta de salida del cementerio.

Llegó a la unidad de análisis de armas de fuego a las once de la mañana, con una bolsa con dos bocadillos de Giamela’s todavía calientes y con la salsa aparte. Fueron a comer a una sala de descanso, y Pistol Pete emitió un gemido tan audible tras pegarle un primer mordisco al bocadillo de filete ruso, que otros dos investigadores de la unidad asomaron la cabeza para ver qué era lo que pasaba. Sargent y Bosch compartieron sus bocadillos respectivos, aunque no de muy buena gana. El hecho era que Bosch se había ganado un amigo de por vida.

Cuando Sargent le llevó a su mesa de trabajo, Bosch vio que la Beretta que le había traído estaba sujeta por un tornillo de banco y con el lado izquierdo al frente. El armazón había sido pulido a conciencia con lana de acero para que Sargent tratara de sacar a relucir el número de serie.

—Ya estamos listos —anunció Sargent.

Se ajustó un par de gruesos guantes de goma y unas gafas protectoras de plástico y se sentó en el taburete frente al tornillo de banco. Acercó el brazo de la lupa montada sobre la mesa y conectó la luz.

Bosch sabía que toda arma fabricada legalmente en el mundo llevaba un número de serie particular que resultaba útil tanto para establecer a quién pertenecía como para trazar su origen en caso de robo. Los individuos que querían dificultar el seguimiento de un arma muchas veces limaban el número de serie con alguna herramienta o trataban de quemarlo con ácido.

Pero la fabricación del arma y el procedimiento usado para troquelar el número de serie facilitaban que los agentes de la ley pudieran recuperar un número de serie borrado. El procedimiento de troquelado del número en la superficie del arma durante la fabricación provoca una compresión del metal situado bajo las letras y los números. La superficie después puede ser lijada o quemada con ácido, pero la compresión inferior muchas veces sigue intacta. Hay varios métodos para reflotar un número de serie: uno de ellos consiste en la aplicación de una mezcla de ácidos y sales de cobre que reaccionan al contacto con el metal comprimido y revelan los números; otro de los métodos implica el uso de imanes y residuos de hierro.

—Voy a empezar probando el imantado, porque si funciona es más rápido y no daña la pistola —explicó Sargent—. Todavía tenemos que hacer las pruebas de balística con este cacharro, y me interesa que siga en funcionamiento.

—Tú mandas —dijo Bosch—. Y, por mí, cuanto más rápido, mejor.

—Bueno, pues a ver cómo va la cosa.

Sargent fijó un imán grande y redondo directamente bajo la corredera de la pistola.

—Primero, imantamos…

Rebuscó con la mano en un estante que había bajo la mesa y sacó un pulverizador de plástico. Lo agitó y apuntó con él hacia la pistola.

—Y ahora vamos a probar con la mezcla de hierro y aceite patentada por Pistol Pete…

Bosch acercó el rostro mientras Sargent echaba el líquido sobre el arma.

—¿Hierro y aceite?

—El aceite es lo bastante denso para mantener en suspensión el hierro imantado. Al rociar, el imán atrae el hierro hacia la superficie de la pistola. La atracción magnética resulta más fuerte allí donde estaba troquelado el número de serie, pues el metal es más denso. Esa es la teoría, al menos.

—¿Cuánto tiempo lleva el proceso?

—No mucho. Si funciona, funciona. Y si no, tendremos que recurrir al ácido, pero lo más seguro es que dañe la pistola. Así que es mejor dejar el ácido para después de las pruebas de balística. ¿Tienes a alguien que se vaya a ocupar de ellas?

—Aún no.

Sargent se refería al análisis destinado a confirmar que la pistola que tenían delante había disparado la bala que mató a Anneke Jespersen. Bosch estaba casi seguro de que era el caso, pero resultaba necesario confirmarlo a través de un análisis balístico. Bosch estaba dejando dicho análisis para el final de forma premeditada, a fin de mantener la velocidad de crucero en la investigación del caso. Quería obtener el número de serie para trazar el arma, pero a la vez era consciente de que si el procedimiento de Sargent con aceite y hierro no funcionaba, tendría que ralentizar las cosas y seguir el protocolo habitual. Y ahora que O’Toole iba a elevar una queja a la OAP, el retraso bien podría dejar el caso en punto muerto… Justo lo que O’Toole se proponía para congraciarse con el jefe de policía.

—Y bien, esperemos que funcione —dijo Sargent, apartando a Bosch de sus pensamientos.

—Sí —convino Harry—. ¿Qué hago? ¿Me quedo esperando o prefieres llamarme?

—Lo mejor es que pasen unos cuarenta minutos. Si quieres, puedes quedarte esperando.

—Bien pensado, mejor llámame cuando tengas algo.

—Cuenta con ello, Harry. Y gracias por el bocadillo.

—Gracias por el trabajito, Pete.

Hubo una época en que Bosch se sabía de memoria el número de teléfono de la asesoría jurídica de la oficina de protección de derechos de la policía; pero al volver al coche y echar mano al móvil para hablar con alguno de sus abogados sobre la cuestión de O’Toole, Bosch se dio cuenta de que ya no recordaba el número. Estuvo pensando un momento, con la esperanza de que le volviera a la memoria.

Dos jóvenes criminalistas pasaron andando por el aparcamiento; el viento mecía sus blancas batas de laboratorio. No los reconocía, pero supuso que serían especialistas asignados a las escenas de un crimen. Bosch ya casi nunca trabajaba en los sitios donde acababa de tener lugar un crimen.

Seguía sin acordarse del número cuando el móvil empezó a sonar en su mano. El identificador de llamadas mostró una larga serie de cifras precedidas por el signo matemático de la suma. Comprendió entonces que se trataba de una llamada internacional. Contestó.

—Harry Bosch.

—Hola, inspector. Soy Bonn. Tengo al señor Jannik al teléfono. ¿Tiene un momento para hablar con él? Puedo traducir.

—Sí. Un momento, por favor.

Bosch cogió la libreta y un bolígrafo.

—Muy bien, ya podemos hablar. Señor Jannik, ¿puede oírme?

Siguió lo que supuso que era la traducción de su pregunta al danés. Y una nueva voz respondió:

—Sí. Buenas tardes, inspector.

Jannik hablaba inglés con fuerte acento, pero de forma comprensible.

—Tendrá que perdonar. Hablo inglés muy mal.

—Mejor de lo que yo hablo danés. Y gracias por ponerse al teléfono, señor.

Bonn se puso a traducir. Se produjo una conversación de treinta minutos que no aportó muchos datos que permitieran a Bosch aclarar las circunstancias del viaje de Anneke Jespersen a Los Ángeles. Jannik le proporcionó detalles sobre el carácter y la profesionalidad de la fotoperiodista, sobre todo su empeño en cubrir una noticia hasta el final, con independencia del riesgo y los obstáculos. Pero cuando Bosch se refirió a los supuestos «crímenes de guerra» que estaba investigando, Jannik dijo que no sabía qué crímenes eran esos, quién los había cometido o cómo se había enterado Jespersen. Según recordó a Bosch, Anneke trabajaba por libre, por lo que nunca terminaba de revelar una noticia al editor de un periódico. Otros editores la habían engañado en el pasado: habían escuchado sus propuestas, le habían dicho que no, gracias, y luego habían encargado cubrir la noticia a sus propios periodistas y fotógrafos.

Bosch se sentía cada vez más frustrado por el lento proceso de traducción y por lo que finalmente escuchaba cuando las respuestas de Jannik eran traducidas al inglés. Se estaba quedando sin preguntas y se daba cuenta de que no había anotado nada en la libreta. Mientras pensaba qué más podía preguntar, los otros dos siguieron hablando en su lengua nativa.

—¿Qué es lo que está diciendo Jannik? —preguntó Bosch finalmente—. ¿De qué están hablando?

—Jannik se siente frustrado, inspector Bosch —explicó Bonn—. Apreciaba mucho a Anneke y le gustaría ser de más ayuda. Pero no tiene la información que usted necesita. Y se siente frustrado porque sabe que a usted le pasa lo mismo.

—Bueno, dígale que no hace falta que se lo tome como algo personal.

Bonn tradujo, y Jannik a continuación se embarcó en una larga respuesta.

—Empecemos por el principio —dijo Bosch, cortando a los dos daneses—. En Los Ángeles conozco a muchos periodistas. No son corresponsales de guerra, pero supongo que trabajan de la misma forma. Lo normal es que una noticia lleve a otra noticia. O, si dan con una fuente en la que confían, suelen volver una y otra vez a esa fuente. Así que veamos si Jannik se acuerda de las últimas noticias que Anneke estuvo cubriendo. Sé que estuvo en Kuwait un año antes, pero usted pregúntele… pregúntele si recuerda qué otras noticias estuvo cubriendo.

Bonn y Jannik al momento se enzarzaron en un largo toma y daca. Bosch oía que uno de ellos estaba tecleando; adivinó que era Bonn. Mientras seguía a la espera de la traducción al inglés, en su móvil sonó un aviso de llamada en espera. Miró el identificador y vio que la llamada procedía de la unidad de armas de fuego. Pistol Pete. Le entraron ganas de responder de inmediato, pero decidió que lo primero era terminar la entrevista con Jannik.

—Bien, ya lo tengo —dijo Bonn—. He estado mirando en nuestros archivos digitales. El año anterior a su muerte, Anneke estuvo informando y enviándonos fotos desde Kuwait durante la operación Tormenta del Desierto. El BT compró muchos de sus artículos y fotografías.

—Muy bien. ¿Hay alguna referencia a crímenes de guerra, a atrocidades, a algo por el estilo?

—Eh… No. No veo nada por el estilo. Anneke escribía artículos sobre la guerra vista por la gente. La gente de Kuwait City. Envió tres reportajes fotográficos y…

—¿Qué quiere decir con eso de «la gente»?

—Que escribía sobre la vida bajo el fuego, sobre familias que habían perdido a algún miembro… Historias de ese tipo.

Bosch pensó un momento. Familias que habían perdido a algún miembro… Sabía que los crímenes de guerra muchas veces adoptaban la forma de atrocidades cometidas con inocentes atrapados en medio de la guerra.

—Una cosa —dijo, finalmente—. ¿Puede usted enviarme los enlaces a esos artículos que está mirando?

—Sí, se los envío. Pero tendrá que traducirlos.

—Sí, lo sé.

—¿Hasta cuándo quiere que me remonte contando a partir de su último artículo?

—¿Qué tal un año?

—Un año. De acuerdo. Van a ser muchos artículos.

—No hay problema. ¿El señor Jannik tiene alguna cosa más? ¿Se acuerda de algo más?

Esperó a que el otro tradujera esta última pregunta. Bosch quería dejarlo ya. Quería devolverle la llamada a Pistol Pete.

—El señor Jannik pensará un poco más en todo esto —dijo Bonn—. Y promete mirar la página web para ver si se acuerda de alguna otra cosa.

—¿Qué página web?

—La que hay en recuerdo de Anneke.

—¿Cómo…? ¿Es que hay una página web?

—Sí, claro. La hizo su hermano, en homenaje a Anneke. En esa página hay muchas de sus fotografías y artículos, ya verá.

Bosch guardó silencio un momento, se sentía embarazado. Podía culpar al hermano de Anneke por no haberle dicho nada de esa página web, pero eso resultaba lo más fácil. Tendría que haber sido más espabilado y habérselo preguntado.

—¿Cuál es la dirección de la página? —preguntó.

Bonn se la deletreó. Bosch por fin tenía algo que anotar.

Era más rápido llamar que volver y tener que pasar otra vez por seguridad. Fistol Pete respondió al segundo timbrazo.

—Soy Bosch. ¿Has encontrado algo?

—Te lo he dicho en el mensaje —repuso Sargent.

Su voz carecía de entonación. Bosch se lo tomó como mala señal.

—No lo he escuchado. Me he limitado a devolverte la llamada. ¿Qué es lo que hay?

Bosch contuvo el aliento.

—Pues la cosa ha ido bastante bien. Lo tengo todo menos un dígito. De forma que ahora solo hay diez posibilidades.

Bosch había trabajado en otros casos en los que había necesitado trazar el origen de una pistola y se había encontrado con mucho menos en las manos. Con la libreta todavía en la mano, pidió a Sargent que le diera lo que había encontrado. Bosch lo anotó y lo leyó en voz alta para confirmarlo:

BER0060_5Z

—El problema lo plantea ese octavo dígito, Harry —dijo Sargent—. No ha habido manera de que salga a relucir. Eso sí, en lo alto hay una pequeña curva, por lo que diría que es otro cero, un tres, un ocho o un nueve. Algo con una pequeña curva en lo alto.

—Entendido. Ahora mismo voy a mi despacho a mirarlo en el ordenador. Pistol Pete, no me has fallado. Gracias, hombre.

—Es un placer, Harry. Y ya sabes: ¡la próxima vez, otro bocadillo de Giamela’s!

Bosch colgó y puso el coche en marcha. A continuación llamó a Chu, quien estaba sentado ante el escritorio cuando respondió. Bosch le leyó el número de serie de la Beretta y le pidió que empezara a mirar las diez posibilidades del número completo. Lo mejor sería comenzar por la base de datos del Departamento de Justicia de California, a la que Chu tenía acceso y en la que estaban registradas todas las armas vendidas en el estado. Si ahí no encontraba lo que buscaban, tendrían que solicitar a la ATF que efectuara una búsqueda en su propia base de datos, lo que ralentizaría las cosas. Los agentes federales no destacaban por su rapidez, y la ATF se había visto afectada por una serie de escándalos y torpezas que habían llevado a que las solicitudes ajenas fueran llevadas con mayor lentitud.

Pero Bosch se sentía optimista. Había tenido suerte con Pistol Pete y el número de serie. No había razón para pensar que la racha fuera a terminar.

Se sumó al congestionado tráfico de San Fernando Road y puso rumbo sur. No sabía cuánto tiempo iba a llevarle llegar a la central.

—¿Harry? Una cosa —dijo Chu, bajando la voz.

—¿Qué?

—Ha venido una persona de asuntos internos para hablar contigo.

La racha de suerte parecía haber terminado. O’Toole seguramente había entregado la queja en mano a la OAP, a la que muchos policías seguían llamando «asuntos internos» a pesar del cambio oficial de nombre.

—¿Cómo se llama ese tipo? ¿Está ahí todavía?

—Es una tipa, y se ha presentado como la inspectora Mendenhall. Ha entrado con O’Toole en su despacho, han estado hablando un rato a puerta cerrada, y luego se ha marchado. O eso creo.

—Vale. Ya me las arreglaré. Ahora mira ese número.

—Entendido.

Bosch desconectó. Su carril estaba inmovilizado, y no podía ver qué era lo que pasaba más adelante, pues el Hummer que tenía enfrente bloqueaba su campo de visión. Soltó un resoplido y pulsó la bocina con frustración. Tenía la sensación de que algo más que la suerte le estaba abandonando. Su optimismo se venía abajo. Parecía como si estuviera empezando a oscurecer.