A las seis de la mañana, Bosch llegó al aparcamiento situado frente al laboratorio regional de criminalística. La luz del amanecer empezaba a teñir el cielo sobre East Los Ángeles. El campus de la universidad estatal que rodeaba el edificio estaba semidesierto a esa hora de la mañana. Bosch aparcó en una plaza desde la que podía ver llegar a todos los empleados que trabajaban en el laboratorio. Bebió un sorbo de café y se mantuvo a la espera.
A las seis y veinticinco vio llegar a la persona que andaba buscando. Dejó el café en el coche, salió del vehículo con la caja con la pistola bajo el brazo y avanzó entre las hileras de coches en dirección a su hombre.
—Pistol Pete… Justo la persona en la que estaba pensando. Y qué casualidad, yo también voy al tercer piso.
Bosch le abrió la puerta a Peter Sargent, un veterano investigador de la unidad de análisis de armas de fuego que formaba parte del laboratorio. En el pasado habían trabajado juntos en muchos casos.
Sargent se valió de una tarjeta para atravesar la puerta electrónica. Bosch mostró su insignia al agente de seguridad que estaba sentado tras el mostrador de entrada y cruzó después de Sargent, al que siguió en dirección al ascensor.
—¿Cómo va eso, Harry? Me ha dado la impresión de que estabas esperándome ahí fuera.
Bosch sonrió como si le hubieran pillado en una travesura y asintió con la cabeza.
—Me temo que sí. Y es que eres el tipo que necesito en este momento. Necesito a Pistol Pete.
El Los Angeles Times le había puesto dicho sobrenombre muchos años atrás, en el titular de una noticia donde se informaba de su labor infatigable a la hora de relacionar una misma pistola Kahr P-9 con las balas usadas en cuatro homicidios aparentemente no relacionados. En el juicio, el testimonio de Sargent fue clave para condenar a un asesino a sueldo de la mafia.
—¿Qué caso estás llevando? —preguntó Sargent.
—Un asesinato de hace veinte años. Ayer por fin recuperamos la que casi con toda seguridad fue el arma del crimen. Necesito confirmar que una bala fue disparada con esta pistola, pero también quiero ver si es posible recuperar el número de serie. Eso es lo principal. Si encontramos el número, estoy casi seguro de que tendremos al sospechoso. Y resolveremos el caso.
—Así de fácil, ¿eh?
Cogió la caja mientras las puertas del ascensor se abrían en el tercer piso.
—Bueno, los dos sabemos que no es tan sencillo. Pero estamos cogiendo carrerilla en lo referente a este caso y no quiero detenerme.
—¿El número lo limaron o lo borraron con ácido?
Avanzaban por el pasillo en dirección a la puerta doble de la unidad de armas de fuego.
—Yo diría que lo limaron. Podréis sacarlo a la luz otra vez, ¿no?
—A veces podemos… parcialmente, por lo menos. Pero ya sabes que el proceso lleva unas cuatro horas, ¿no? Media jornada. Y como también sabes, se supone que las pistolas las estudiamos por orden de entrega. Hay una lista de espera de cinco semanas, y no está permitido que alguien se cuele.
Bosch estaba preparado para una respuesta así.
—No te estoy pidiendo que me cueles. Tan solo me pregunto si quizá sería posible que le echaras un vistazo durante el almuerzo y, si la cosa tiene buena pinta, que le pongas tus polvos mágicos y al final del día mires a ver qué ha salido. Cuatro horas, de acuerdo, pero sin distraerte de tu trabajo normal.
Bosch abrió los brazos como si estuviera explicando algo tan sencillo que resultaba hermoso.
—Nadie se salta la cola y nadie tiene por qué mosquearse.
Sargent sonrió mientras tecleaba la clave de apertura de la puerta de la unidad. Tecleó 1852, el año de fundación de la compañía Smith & Wesson.
Tiró de la puerta hacia el interior y dijo:
—No sé, Harry… Solo tenemos cincuenta minutos para comer, y tengo que salir. Yo no me traigo el almuerzo en tartera como hacen otros.
—Por eso mismo, lo mejor es que me digas qué te apetece comer, para presentarme con lo que más te guste a las once y cuarto en punto.
—¿Lo dices en serio?
—Lo digo en serio.
Sargent le condujo hasta su lugar de trabajo: un simple taburete tapizado y una mesa alta sembrada de piezas y cañones de pistolas, así como de bolsas de plástico transparente con balas o armas cortas en el interior. En la pared estaba pegado el titular del Times:
«PISTOL PETE» ACUSA AL SUPUESTO EJECUTOR DE LA MAFIA
Sargent puso la caja que Bosch le había entregado en el centro de la mesa, lo que Harry se tomó como buena señal. Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie estaba mirando mientras trataba de ganarse a Sargent. En aquel momento eran los únicos que había en la unidad.
—Y bien, ¿qué me dices? —apuntó—. Estoy seguro de que no habéis vuelto a comeros un buen filete a la pimienta de Giamela’s desde que os trasladaron a este lugar.
Sargent asintió con la cabeza pensativamente. El laboratorio regional tan solo tenía unos años de existencia y era la fusión de los laboratorios de criminalística del LAPD y de la oficina del sheriff de Los Ángeles. La unidad de armas de fuego del LAPD en su momento estuvo situada en la comisaría de Northeast, cerca de Atwater. Y allí todos iban a comprar el almuerzo a un establecimiento llamado Giamela’s especializado en enormes bocadillos a la italiana. Bosch y su compañero de trabajo del momento siempre hacían parada en Giamela’s y hasta se las arreglaban para fijar las entregas de pistolas al laboratorio en torno al mediodía, con la idea de pedir unos bocadillos que comerse en el cercano Forest Lawn Memorial Park. Bosch en cierta ocasión estuvo trabajando con un inspector que era un fanático aficionado al béisbol y siempre insistía en ir a ver la tumba de Casey Stengel. Y si el césped circundante no estaba perfectamente cuidado, él mismo se ocupaba de llamar la atención a los jardineros.
—¿Sabes lo que sí me gustaría comer? —dijo Sargent—. Ese bocadillo de filete ruso que preparan. Le ponían una salsa que estaba de pula madre.
—Un bocadillo de filete ruso. Tomo nota —repuso Bosch—. ¿Con queso?
—No, sin queso. Pero, si puedes, pide que te pongan la salsa en un vaso de papel o algo parecido, para que el bocadillo no quede pringoso.
—Bien pensado. A las once y cuarto estoy aquí.
El trato estaba cerrado, así que Bosch se dirigió a la puerta antes de que Sargent pudiera cambiar de idea.
—Un momento, Harry, espera —indicó Sargent al instante—. ¿Y qué me dices del cotejo con la bala? Me dijiste que también te hacía falta, ¿no?
Bosch no tenía claro si Sargent acaso esperaba sacarle un segundo bocadillo.
—Sí, pero lo primero que necesito es el número de serie, porque puedo ir trabajando con él mientras hacen el análisis de balística. Por lo demás, estoy bastante seguro de que la bala salió de esa pistola. Tengo un testigo que ha identificado el arma.
Sargent asintió con la cabeza, y Bosch de nuevo echó a andar hacia la puerta.
—Hasta luego, Pistol Pete.
Bosch se sentó ante el ordenador tan pronto como llegó a su escritorio. Había puesto el despertador de su casa a las cuatro de la madrugada para ver si había algún correo electrónico de Dinamarca, pero no había sido el caso. Al conectarse ahora vio un mensaje de Mikkel Bonn, el periodista con quien había hablado.
Detective Bosch, he estado conversando con Jannik Frej. He puesto en cursiva las respuestas a sus preguntas.
¿Sabe usted si Anneke Jespersen viajó a Estados Unidos con el propósito de cubrir una noticia? Si la respuesta es sí, ¿qué noticia era esa? ¿Qué hacía ella en nuestro país? Frej dice que Anneke estaba investigando un caso de crímenes de guerra cometidos durante la guerra del Golfo, pero que tenía por costumbre no revelar completamente qué artículos estaba preparando antes de estar segura del todo. Frej no se acuerda bien de con quién habló ni a qué lugar de Estados Unidos tenía pensado ir. El último mensaje que Anneke le envió decía que se iba a Los Ángeles a seguir con su investigación y que aprovecharía para cubrir los disturbios si el BT se lo pagaba aparte. He insistido mucho en este punto, pero Frej afirma que está seguro de que Anneke le dijo que ya tenía previsto dirigirse a Los Ángeles con motivo de esa historia de la guerra del Golfo, pero que estaba dispuesta a cubrir los disturbios si el periódico pagaba. ¿Esto le resulta de utilidad?
¿Puede decirme alguna cosa sobre sus destinos en Estados Unidos? Anneke estuvo en Atlanta y San Francisco antes de desplazarse a Los Ángeles. ¿Por qué? ¿Sabe si también estuvo en otras ciudades del país? Frej no tiene respuestas a estas preguntas.
Antes de viajar a Estados Unidos, Anneke visitó Stuttgart, en Alemania, y se alojó en un hotel cercano a la base militar estadounidense. ¿Sabe por qué? Ese viaje lo hizo al principio de ponerse a investigar el caso, pero Frej no sabe a quién fue a ver Anneke. Frej cree que tal vez en esa base militar existía una unidad de investigación de crímenes de guerra.
El mensaje no parecía ser de mucha ayuda. Bosch se arrellanó en la silla y fijó la mirada en la pantalla. Las barreras de la distancia y el idioma resultaban frustrantes. Las respuestas de Frej eran interesantes pero incompletas. Bosch tenía que redactar una respuesta que demandara mayor información. Puso las manos sobre el teclado y empezó a escribir.
Señor Bonn, gracias por todo. ¿Sería posible que yo mismo hablara directamente con Jannik Frej? ¿Frej habla inglés, aunque sea un poquito? La investigación va a buen ritmo, pero este proceso en particular resulta demasiado lento, pues hace falta un día entero para conseguir respuestas a mis preguntas. Si no es posible que yo hable directamente con él, ¿podríamos organizar una llamada a tres bandas en la que usted hiciera de intérprete? Le ruego que me responda en cuanto pueda.
El teléfono sonó en el escritorio de Bosch, quien lo cogió sin apartar los ojos de la pantalla.
—Bosch.
—Soy el teniente O’Toole.
Bosch se dio la vuelta y miró hacia el despacho situado en el rincón. Las persianas de los cristales estaban subidas y O’Toole lo miraba directamente desde su escritorio.
—¿Qué me cuenta, teniente?
—¿Es que no ha visto la nota que le dejé diciéndole que tenía que verlo inmediatamente?
—Sí, la vi anoche, pero usted ya se había ido. Y hoy no me he dado cuenta de que ya estaba aquí. He tenido que enviar un importante mensaje de correo electrónico a Dinamarca. Las cosas están…
—Quiero que venga a mi despacho. Ahora mismo.
—Voy pitando.
Bosch terminó de escribir el mensaje con rapidez y lo envió. Se levantó y fue al despacho del teniente. Nadie había llegado aún a la sala de inspectores; tan solo estaban O’Toole y él. Fuera lo que fuera a pasar, no habría ningún testigo.
Entró en el despacho, y O’Toole le dijo que se sentara. Eso hizo.
—¿Todo esto tiene que ver con el escuadrón de la muerte? —preguntó—. Porque si es así, yo…
—¿Quién es Shawn Stone?
—¿Cómo?
—Le he preguntado que quién es Shawn Stone.
Bosch titubeó, mientras trataba de adivinar qué era lo que O’Toole se proponía. El instinto le dijo que lo mejor era decir la verdad y jugar a carta descubierta.
—Es un preso de San Quintín condenado por violación.
—¿Y qué se trae entre manos con él?
—Yo no me traigo nada entre manos.
—¿Habló con él el lunes pasado, cuando estuvo en la cárcel de visita?
O’Toole estaba mirando un documento de una página que sostenía con ambas manos y con los codos apoyados en el escritorio.
—Sí, sí que lo hice.
—¿Y depositó cien dólares en su cuenta del economato de la prisión?
—Sí. También. Pero ¿qué…?
—Dice que no se trae nada entre manos con él. En ese caso, ¿cuál es su relación con Stone?
—Es el hijo de una amiga mía. Como me sobraba tiempo en San Quintín, pedí verlo un momento. Hasta entonces no lo había visto nunca.
O’Toole frunció el ceño, con los ojos fijos en el papel que tenía en las manos.
—Así que ha estado usando el dinero de los contribuyentes para visitar al hijo de su amiga e ingresar cien dólares en su cuenta del economato. ¿Estoy en lo cierto?
Bosch guardó silencio un instante, mientras pensaba cómo reconducir la situación. Se había dado cuenta de lo que O’Toole estaba haciendo.
—No, no está en lo cierto, teniente. Fui a San Quintín, en un viaje pagado con el dinero de los contribuyentes, para entrevistar a un recluso con información vital sobre el caso Anneke Jespersen. Conseguí esa información, y como no tenía nada que hacer antes de volver al aeropuerto, fui a hablar con Shawn Stone. También hice un ingreso en su cuenta. La cosa me llevó menos de media ahora y no provocó ningún retraso en mi regreso a Los Ángeles. Si tiene pensado tenderme una encerrona, va a necesitar algo más consistente, teniente.
Con expresión pensativa, O’Toole asintió con la cabeza.
—Bueno, dejaremos que la OAF se ocupe del asunto.
A Bosch le entraron ganas de levantarse y agarrar a O’Toole por el cuello. La OAF era la Oficina de Asuntos Profesionales, antes llamada de Asuntos Internos. A Bosch todo aquello le olía a chamusquina. Se levantó y preguntó:
—¿Tiene pensado elevar una queja?
—Sí.
Bosch meneó la cabeza con incredulidad. La ceguera en el proceder del teniente le resultaba difícil de asumir.
—¿Se da cuenta de que va a tener en contra a la sala entera si sigue adelante con esta idea?
Bosch se estaba refiriendo a la sala de inspectores. En cuanto los demás inspectores supieran que O’Toole estaba buscándole un problema a Bosch por algo tan trivial como una conversación de quince minutos en San Quintín, su ya escasa reputación se vendría abajo como un puente construido con mondadientes. Curiosamente, Bosch estaba más preocupado por O’Toole y su futuro en la unidad que por la investigación de la OAP subsiguiente a su poco meditada decisión.
—Eso no me preocupa —dijo O’Toole—. Lo que me preocupa es la integridad de la unidad.
—Está cometiendo un error, teniente, ¿y por qué? ¿Por esto? ¿Porque no dejé que le diera carpetazo a mi investigación?
—Puedo asegurarle que una cosa no tiene nada que ver con la otra.
Bosch meneó la cabeza otra vez.
—Y yo puedo asegurarle que voy a salir bien de esta, pero usted no.
—¿Me está amenazando?
Bosch no se dignó a responder. Se dio la vuelta en dirección a la puerta del despacho.
—¿Adónde va, Bosch?
—Tengo un caso del que ocuparme.
—No durante mucho tiempo.
Bosch regresó a su escritorio. O’Toole no tenía autoridad para suspenderle de sus funciones. Las normas internas del cuerpo lo dejaban claro. Una investigación de la OAP tenía que llevar al establecimiento de una falta y a una denuncia formal antes de que se pudiera producir una suspensión. Lo que O’Toole estaba haciendo era apretarle las tuercas a Bosch, y este necesitaba, ahora más que nunca, seguir adelante con sus averiguaciones.
Entró en el cubículo. Chu estaba sentado ante su escritorio con el café de todas las mañanas.
—¿Cómo va, Harry?
—Va.
Bosch se sentó pesadamente en la silla de su escritorio. Le dio a la barra espaciadora del teclado, y la pantalla del ordenador volvió a la vida. Vio que tenía una respuesta de Bonn. Abrió el mensaje.
Detective Bosch, voy a hablar con Frej para organizar la llamada a tres que propone. Le digo algo en firme tan pronto como pueda. Llegados a este punto, creo que lo mejor es que deje claras mis intenciones. Yo le prometo confidencialidad en lo referente a este asunto si usted me asegura que tendré la exclusiva de la noticia inicial cuando efectúe una detención o se proponga llamar a declarar a posibles testigos, lo que suceda primero. ¿Estamos de acuerdo?
Bosch ya sabía que su interacción con el periodista danés iba a llegar a este punto. Escribió su respuesta y le dijo a Bonn que estaba de acuerdo en concederle la exclusiva tan pronto como el caso redundara en una noticia de interés. Envió el mensaje pulsando la tecla con fuerza. Después, hizo girar la silla y echó una nueva mirada al despacho del teniente. O’Toole seguía sentado ante su escritorio.
—¿Qué es lo que pasa, Harry? —preguntó Chu—. ¿Qué ha hecho esta vez el Chupatintas?
—Nada —dijo Bosch—. No te preocupes por eso. Ahora tengo que irme.
—¿Adónde?
—A ver a Casey Stengel.
—Bueno. ¿Necesitas apoyo?
Bosch se quedó mirando un instante a su compañero. Chu era un estadounidense de origen chino y, por lo que Bosch sabía, lo ignoraba todo sobre los deportes. Nacido poco después de la muerte de Casey Stengel, Chu parecía estar hablando con sinceridad e ignorar quién había sido el famoso jugador y entrenador de béisbol.
—No, creo que no me hace falta apoyo. Luego hablo contigo.
—Aquí estaré, Harry.
—Claro.