Capítulo 12

SE repartieron el trabajo. Madeline hizo el pedido por internet, y Bosch se acercó en coche a Bird’s, en Franklin, para recoger la comida. Todavía estaba caliente cuando llegó a casa. Abrieron los envoltorios de cada cosa y los fueron poniendo a uno y otro lado de la mesa. Ambos habían pedido pollo rustido —la especialidad del establecimiento—, si bien Bosch se había decantado por un acompañamiento de salsa barbacoa, ensalada de col y judías con salsa de tomate, mientras que su hija había escogido salsa malaya agridulce y unos macarrones con queso. El pan de pita venía envuelto en papel de aluminio, mientras que un tercer recipiente más pequeño contenía la ración de pepinillos fritos que habían acordado compartir.

La comida era deliciosa. No resultaba tan bueno como cenar en el propio Bird’s, pero le faltaba muy poco. Aunque estaban comiendo sentados el uno frente al otro, no hablaban demasiado. Bosch estaba pensando en el caso y en lo que iba a hacer con la pistola que antes había encontrado; su hija, a todo esto, estaba leyendo un libro mientras cenaba, a lo que Bosch no ponía objeción pues consideraba que leer mientras se comía era mucha mejor opción que dedicarse a enviar mensajes de texto o colgar entradas en Facebook, justo lo que Maddie solía hacer.

Bosch era un inspector de natural impaciente. Para él, lo fundamental era ir ganando terreno en un caso. Cómo conseguir ese terreno, cómo mantenerlo, cómo evitar salirse del terreno conquistado. Y Bosch sabía que podía dejar la pistola en la unidad de armas de fuego para su análisis y la posible restauración del número de serie. Pero lo más probable era que pasaran semanas o meses enteros antes de que le dieran respuesta. Tenía que dar con una forma de eludir los obstáculos derivados de la burocracia y la acumulación de trabajo. Al cabo de un rato creyó haber dado con una solución.

No tardó en comerse toda la cena. Miró al otro lado de la mesa y se dijo que con un poco de suerte aún podría probar los macarrones con queso.

—¿Quieres más pepinillos? —preguntó.

—No. Cómetelos tú, si quieres —dijo ella.

Se comió los pepinillos restantes de un bocado. Echó una mirada al libro que Maddie estaba leyendo, una obra que estaba en el programa del curso de literatura. Casi la había terminado. Bosch adivinó que no le quedarían más allá de un par de capítulos.

—Nunca te había visto devorar un libro de esa manera —observó—. ¿Vas a acabarlo esta noche?

—Se supone que hoy no tenemos que leer el último capítulo, pero no voy a poder evitarlo. Es triste…

—¿Quieres decir que el protagonista muere?

—No. Bueno, aún no lo sé. Creo que no. Pero lo que es triste es que esté a punto de acabar.

Bosch asintió con la cabeza. No era un lector empedernido, pero entendía lo que Maddie quería decir. Recordó haber sentido lo mismo al llegar al final de Straight Life[5], el que bien podría ser el último libro que se había leído de cabo a rabo.

Maddie dejó el libro en la mesa para terminar de comerse la cena. Harry adivinó que aquella noche no iban a sobrar macarrones con queso.

—¿Sabes una cosa? Me recuerdas un poco a él… —comentó su hija.

—¿En serio? ¿Al chico del libro?

—El señor Moll dice que el tema es la inocencia. El chico quiere evitar que los niños pequeños se caigan por el acantilado, lo que es una metáfora de la pérdida de la inocencia. El chico sabe cuáles son las realidades de la vida y quiere evitar que los niños tengan que afrontarlas.

El señor Moll era su maestro. Maddie le había explicado que, cuando había examen, el señor Moll se encaramaba a su escritorio y se quedaba allí plantado de pie, vigilando a los alumnos desde lo alto para que no copiasen ni hiciesen trampas. Los alumnos le llamaban «el guardián en el escritorio».

Bosch no supo qué responder, pues no había leído el libro. Él había crecido en orfanatos, centros juveniles y hogares de acogida, de forma que ningún maestro le había asignado la lectura del libro. Y si se la hubieran asignado, seguramente no lo habría leído. Nunca fue un buen estudiante.

—Bueno —apuntó—, pues diría que yo aparezco después de que hayan caído por el acantilado, ¿no crees? Al fin y al cabo, me dedico a investigar asesinatos.

—Ya —dijo ella—. Pero creo que por eso te dedicas a lo que te dedicas. Porque de niño te arrebataron muchas cosas. Yo creo que por eso decidiste hacerte policía.

Bosch guardó silencio. Madeline era muy perceptiva, y cuando daba en el clavo en lo referente a su persona, se sentía medio avergonzado, medio maravillado. Bosch a la vez era consciente de que a Maddie también le habían arrebatado muchas cosas en la niñez y ella misma le había dicho que estaba pensando en dedicarse a lo mismo que su padre, cosa que a Bosch le producía tanto orgullo como miedo. Tenía la secreta esperanza de que algo se interpusiera —los caballos, los chicos, la música, lo que fuese— y la hiciera cambiar de idea.

Pero, por el momento, nada se había interpuesto, así que Bosch hacía todo cuanto estaba en su mano para prepararla en lo referente a su vocación.

Maddie terminó de comerse la cena, sin dejar más que los huesos del pollo. Era una muchacha con gran energía, y habían quedado atrás los días en que Bosch confiaba en poder acabarse las sobras de sus platos.

Recogió todos los restos y los tiró a la basura. Después abrió la nevera y cogió una botella de cerveza Fat Tire sobrante de su cumpleaños.

Cuando regresó al comedor, Maddie estaba leyendo el libro en el sofá.

—Una cosa —dijo Harry—. Mañana tengo que irme prontísimo. ¿Te ocupas tú misma de prepararte el almuerzo y lo demás?

—Claro.

—¿Qué piensas hacer?

—Lo de siempre. Fideos japoneses. Y ya pillaré un yogur en una de las máquinas del cole.

Fideos y leche fermentada. No era la clase de almuerzo que Bosch pudiera considerar satisfactorio.

—¿Cómo andas de dinero para las máquinas?

—Me queda suficiente para el resto de la semana.

—Oye, ¿y qué ha pasado con ese chico que te estaba dando la lata porque todavía no te pones maquillaje?

—No me hablo con él. Es una tontería, papá. Y olvídate de lo de «todavía»; no pienso ponerme maquillaje nunca en la vida.

—Perdón. No era lo que quería decir.

Se quedó un momento a la espera, pero la conversación había terminado. Se preguntó si al describir el acoso de aquel chaval como una tontería, Maddie en realidad le estaba diciendo que era algo serio. Hubiera preferido que levantase la mirada del libro al hablar con él, pero el hecho era que estaba en el último capítulo. Dejó correr el asunto.

Se fue con la cerveza al porche trasero para contemplar la ciudad. El aire era fresco y seco, de forma que a sus pies las luces en el cañón y en la autovía relucían con mayor nitidez y claridad. Las noches frías siempre hacían que Bosch se sintiera solo. El frío se le metía en la columna vertebral y allí se quedaba alojado, llevándole a pensar en las cosas que había perdido con el tiempo.

Se dio la vuelta y, a través del cristal, contempló a su hija en el sofá. Vio que terminaba el libro. La vio llorar cuando llegó a la última página.