Capítulo 11

ERAN las seis de la tarde cuando Bosch llamó a la puerta de la casa en 73 Place. Lo normal era ejecutar los registros de viviendas por las mañanas, para que llamaran menos la atención en el vecindario. La gente a esas horas estaba en el trabajo, en la escuela, todavía en la cama…

Pero esta vez iba a suceder de otra forma. Bosch no quería esperar. El caso había empezado a acelerarse y no quería perder ni un segundo.

Después de tres llamadas, abrió la puerta una mujer bajita vestida con una bata y tocada con un vistoso pañuelo en la cabeza. Los tatuajes envolvían su cuello y su mentón como una bufanda. Se quedó mirando a Bosch desde el otro lado de los barrotes de seguridad, del tipo que había en la mayoría de las casas del barrio.

Bosch estaba de pie sobre el escalón, a un palmo de la puerta. A propósito. A sus espaldas aguardaban dos agentes de raza blanca asignados a la brigada antibandas. Jordy Gant y David Chu se encontraban apostados en el jardín delantero, hacia el lado izquierdo. Bosch quería dejarle claro a esa mujer que se encontraba ante un operativo de importancia: unos policías blancos uniformados se disponían a registrar su domicilio.

—¿Gail Briscoe? Soy el inspector Bosch, del cuerpo de policía de Los Ángeles. Vengo con un documento que me autoriza a registrar su casa.

—¿Registrar mi casa? ¿Y por qué?

—Como aquí se especifica, estamos buscando una pistola Beretta, modelo 92, que estuvo en posesión de Trumont Story, residente en este domicilio hasta su muerte acaecida el 1 de diciembre de 2009.

Bosch levantó el documento y se lo mostró, si bien la mujer no podía cogerlo a causa de los barrotes de seguridad. O eso esperaba Bosch, al menos.

La mujer de pronto estalló.

—¡Lo dirán en broma, cabrones! —espetó—. Olvídense de entrar y registrar mi casa. Yo vivo aquí, capullos.

—Señorita —dijo Bosch con calma—. ¿Es usted Gail Briscoe?

—Sí. Y esta es mi puta casa.

—¿Va a hacer el favor de abrir la puerta, para que pueda leer el documento? Lo que pone en él es de obligado cumplimiento, con su cooperación o sin ella.

—No voy a leer una puta mierda. Conozco mis derechos, y ustedes no pueden presentarse aquí con un simple papelucho y hacer que les abra la puerta de mi casa.

—Señorita, usted…

—Harry, ¿me dejas hablar con la señorita?

Era Gant, quien se había acercado al escalón dispuesto a seguir con la comedia que ambos habían ideado de antemano.

—Claro. Tú mismo —dijo Bosch con voz áspera, como si se sintiera más irritado por la intrusión de Gant que por la resistencia de Briscoe. Bajó del escalón, al que subió Gant.

—Tiene cinco minutos para abrir esa puerta o le ponemos las esposas, la metemos en un coche y nos la llevamos detenida. Voy a pedir refuerzos ahora mismo.

Bosch sacó su teléfono móvil y echó a andar por entre los hierbajos del jardín, para que Briscoe viera que efectivamente estaba haciendo una llamada.

Gant se puso a hablar en voz baja con la mujer plantada en el umbral, expresándose con voz acelerada y tratando de convencerla por las buenas.

—Niña, ¿te acuerdas de mí? Estuve de visita hace unos meses. Vine para mantener la paz en el barrio, pero con estos tipos no hay manera. Están decididos a entrar y registrarlo todo como sea. A abrirlo todo, a mirar todas tus cosas y las que cualquier otra persona tenga en tu casa. ¿Es eso lo que quieres?

—Esto es un puto escándalo. Tru lleva tres años muerto, y ahora se les ocurre venir por aquí… ¡Es de risa! Ni siquiera han sido capaces de resolver su maldito asesinato, y ahora me vienen con una puta orden de registro.

—No, si yo te entiendo, niña. Pero lo primero que tienes que hacer es pensar en ti misma. No te interesa que estos tipos se pongan a husmear en tu casa. ¿Dónde está la pipa? Porque sabemos que la pipa la tenía Tru. Tú entrégales esa pipa, y ellos te dejarán en paz.

Bosch fingió que terminaba de hacer la llamada, se llevó el móvil al bolsillo y se dirigió hacia la casa.

—Se acabó lo que se daba, Jordy. El coche de refuerzo está en camino. No tenemos todo el día.

Gant levantó la mano.

—Un momento, inspector. Estamos hablando.

Fijó la mirada en Briscoe y lo intentó por última vez.

—Nos entendemos, ¿verdad? Te interesa evitar una situación así, ¿verdad? No te interesa que los vecinos vean que te esposamos y te metemos en un coche, ¿verdad?

Gant se detuvo, lo mismo que Bosch. Todos estaban a la espera.

—Entras tú solo —dijo Briscoe, finalmente.

A través de los barrotes, señaló a Gant con el dedo.

—No hay problema —repuso él—. ¿Vas a llevarme al lugar donde está la pipa?

Briscoe abrió la puerta de seguridad y la empujó hacia Gant.

—Entras tú solo —repitió.

Gant volvió el rostro hacia Bosch y le dedicó un guiño. Ya estaba dentro. Entonces, Briscoe cerró la puerta de seguridad con llave.

Un detalle que a Bosch no le gustó. Subió los escalones y escudriñó a través de los barrotes. Briscoe estaba conduciendo a Gant por un pasillo hacia la parte trasera de la vivienda. Bosch reparó por primera vez en la presencia de un niño de nueve o diez años que estaba jugando a un videojuego.

—Jordy, ¿todo en orden? —gritó.

Gant se volvió hacia él, y Bosch cerró las manos en torno a los barrotes de seguridad y los sacudió ligeramente, para recordarle que estaba encerrado por dentro y que sus compañeros no podían entrar.

—Todo en orden —exclamó Gant a su vez—. Esta señorita piensa entregarnos la pipa. No tiene ganas de ver cómo unos patanes blanquitos le ponen la casa patas arriba.

Sonrió y se perdió de vista. Bosch se quedó pegado a la puerta, a la escucha de cualquier sonido que pudiera denotar la existencia de problemas. Se llevó la falsa orden de registro —fabricada a partir de un antiguo documento de ese tipo— al bolsillo interior de la americana para sacarla a relucir cualquier otro día que hiciera falta.

Siguió a la espera durante cinco minutos, sin oír más que los pitidos electrónicos del juego del niño, a quien suponía hijo de Trumont Story.

—¿Todo bien, Jordy? —llamó finalmente.

El niño no levantó la mirada del videojuego. Tampoco llegó ninguna respuesta.

—¿Jordy?

Otra vez sin respuesta. Bosch trató de abrir la puerta de seguridad, aunque sabía que estaba cerrada. Se volvió hacia los dos agentes de la brigada antibandas y les indicó con un gesto que se dirigieran a la parte posterior de la casa, a ver si había una puerta abierta. Chu subió por los escalones hacia la puerta.

Y entonces Bosch vio que Gant reaparecía por el fondo del pasillo, sonriente y con una bolsa de plástico transparente con cierre de sello y una pistola negra dentro.

—La tenemos, Harry. Ya está.

Bosch le dijo a Chu que fuera a buscar a los dos agentes y respiró con verdadero alivio por primera vez en diez minutos. Lo habían conseguido, y de la única forma en que podían hacerlo. O’Toole no le habría autorizado ni en sueños solicitar una orden de registro, ya que no existían indicios suficientes para que un juez diera el visto bueno a un registro tres años después de la muerte de Tru Story. Por eso habían recurrido a la orden de registro de pega. Y la comedia urdida por Gant había funcionado a la perfección. Briscoe les había entregado el arma de forma voluntaria, sin necesidad de proceder a un registro ilegal de la vivienda.

Gant llegó a la puerta y Bosch se fijó en que la bolsa de plástico estaba mojada.

—¿En la cisterna del váter?

Un lugar predecible. Era uno de los cuatro o cinco escondrijos preferidos por los criminales. Todos habían visto El padrino en algún momento de sus años de formación.

—Pues no. En la bandeja de desagüe que hay debajo de la lavadora.

Bosch asintió con la cabeza. Un escondrijo que no estaba entre los veinticinco más habituales.

Briscoe se adelantó a Gant y abrió la cerradura de la puerta de seguridad. Bosch tiró de ella para que su compañero pudiese salir.

—Gracias por su cooperación, señorita Briscoe —dijo.

—Váyanse de una puta vez de mi propiedad y no vuelvan por aquí —contestó la mujer.

—Sí, señorita. Será un placer.

Bosch le dedicó una parodia de saludo militar y bajó los escalones por detrás de Gant. Este le pasó la bolsa, y Harry examinó la pistola sin detenerse. La bolsa de plástico estaba manchada de moho negruzco y plagada de rayaduras por los años de uso pero Bosch pudo reconocer una Beretta modelo 92.

Harry abrió el maletero de su coche, se puso unos guantes de goma y sacó la pistola de la bolsa de plástico para estudiarla con detenimiento. Lo primero que observó fue que en el lado izquierdo había una profunda rayadura que discurría por el cañón y el armazón, más o menos disimulada con un toque de pintura o una pasada de rotulador. Todo indicaba que era el arma que Charles 2 Small Washburn decía haber hallado en el jardín trasero de su casa después del asesinato de Jespersen.

A continuación, Bosch buscó el número de serie en el lado izquierdo del armazón. Sin embargo, el número troquelado a máquina había desaparecido. Acercó la Beretta a sus ojos, la puso en ángulo y apreció en el metal varias rayaduras profundas que difícilmente hubieran podido estar causadas por la hoja de un cortacésped. Más bien parecían ser el resultado de un esfuerzo concentrado y deliberado encaminado a borrar el número de serie. Cuanto más se fijaba en aquellas rayaduras, más evidente le resultaba. Trumont Story o algún propietario anterior del arma había borrado a propósito el número de serie.

—¿Es la que buscabas? —preguntó Gant.

—Eso parece.

—¿Has visto el número de serie?

—No. Lo han borrado.

Bosch sacó el peine de balas —que estaba cargado— y el proyectil de la recámara. Acto seguido metió el arma en una nueva bolsa de plástico con cierre hermético. Los exámenes balísticos tendrían que confirmar la conexión de la pistola con el asesinato de Jespersen y las muertes posteriores, pero Bosch estaba seguro de que tenía en las manos el único indicio fiable relativo al caso Jespersen aparecido en veinte años. Eso no le llevaba necesariamente a estar más cerca del asesino de la periodista danesa, pero era algo. Un punto de partida.

—¡Les he dicho que se larguen! —gritó Briscoe al otro lado de los barrotes—. ¡Déjenme en paz de una vez o les meto una denuncia por intromisión! ¿Por qué no hacen algo útil de una vez y buscan al que mató a Tru Story?

Bosch metió la pistola en una caja de cartón abierta que tenía en el maletero y luego cerró la tapa. Miró a la mujer un instante y se mordió la lengua mientras se disponía a abrir la puerta del automóvil.

Habían tenido suerte. Charles Washburn no solo había sido incapaz de reunir la fianza, sino que además lo habían trasladado de los calabozos de la comisaría en la Calle 77 a los situados en la comisaría del centro. Cuando Bosch, Chu y Gant se presentaron allí, Washburn ya esperaba de nuevo en la sala de interrogatorios, junto a la sala de inspectores.

—Vaya… ¡Tres tontitos en lugar de dos! —soltó—. ¿Es que esta vez necesitan ser tres para amargarme la existencia?

—No, Charlie, no venimos a amargarte la existencia —dijo Gant—. De hecho, venimos a devolverte un favor que nos has hecho.

Bosch cogió una silla, se sentó frente a Washburn y puso una caja de cartón, cerrada, sobre la mesa. Gant y Chu seguían de pie en la sala diminuta.

—Te ofrecemos un trato —dijo Gant—. Tú nos llevas a la casa donde vivías con tu madre y nos enseñas ese tablón del vallado en el que clavaste un balazo, y nosotros a cambio haremos lo posible para que se olviden de algunos de esos cargos de los que te acusan. En atención a que eres un testigo que ha estado cooperando con nosotros, ya me entiendes. Favor por favor.

—¿Cómo? ¿Ahora? Pero si es de noche, hombre.

—Tenemos linternas, colega —recordó Bosch.

—Yo no soy testigo de nada, y menos aún voy a cooperar con ustedes. Así que váyanse a la mierda con su favor por favor. Solo les he contado lo de Story porque está muerto. Así que ya pueden meterme en la celda otra vez.

Hizo amago de levantarse, pero Gant le pegó un manotazo en el hombro, amigable pero lo bastante firme para mantenerlo sentado en la silla.

—A ver un momento. No se trata de que cooperes con nosotros para incriminar a otro, ni nada por el estilo. Se trata de que nos enseñes dónde está esa bala. Es lo único que nos interesa.

—¿Y nada más?

Su mirada se trasladó a la caja en la mesa. Gant fijó la vista en Bosch, quien explicó:

—También queremos que le eches un vistazo a unas pistolas que hemos pillado por ahí. Para ver si puedes identificar la que encontraste hace veinte años. La pistola que pasaste a Trumont Story.

Bosch abrió la caja. Los policías habían metido otras dos pistolas de nueve milímetros descargadas en sendas bolsas de plástico transparente junto a la entregada por Gail Briscoe. Bosch sacó las tres armas, las dejó sobre la mesa y puso la caja en el suelo. A continuación, Gant quitó las esposas a Washburn para que este pudiera examinarlas sin sacarlas de las bolsas de plástico.

La pistola que 2 Small miró en último lugar fue la Beretta conseguida en la casa de Tru Story. Estudió uno y otro lado del arma y asintió con la cabeza.

—Esta —dijo.

—¿Estás seguro de lo que dices? —preguntó Bosch.

Washburn señaló con el dedo el lado izquierdo de la Beretta.

—Sí, con la diferencia de que alguien se ocupó de disimular la rayadura. Pero todavía se nota. Es la rayadura que le hice con la hoja del cortacésped.

—No me interesan las suposiciones. Así que dímelo claro: ¿es la pistola que encontraste? ¿Sí o no?

—Sí, hombre, sí. Es la misma pipa.

Bosch cogió el arma y extendió el envoltorio de plástico hasta que este quedó tirante sobre el punto donde tendría que estar el número de serie.

—Fíjate en esto. ¿La pistola estaba así cuando la encontraste?

—¿Que me fije en qué?

—No te hagas el tonto, Charles. El número de serie está borrado. ¿Ya estaba así cuando la encontraste?

—¿Se refiere a estas otras rayaduras? Bueno, pues sí, creo que sí. Se las hizo el cortacésped.

—Estas rayaduras no las ha hecho ningún cortacésped. Esto lo hicieron con una lima. ¿Y nos dices que tienes claro que ya estaba así cuando la encontraste?

—A ver, hombre, no puedo estar seguro de algo que pasó hace veinte años. ¿Qué quieren que les diga? Pues no me acuerdo.

Bosch estaba empezando a irritarse con tanta comedia.

—¿Lo borraste tú mismo, Charles? ¿Para que la pistola le resultara más valiosa a un fulano como Tru Story?

—No, hombre, yo no borré nada.

—Entonces dime una cosa. ¿Cuántas pistolas has encontrado en la vida, Charles?

—Solo esta.

—Ya. Y nada más encontrarla comprendiste que tenía su valor, ¿verdad? Sabías que se la podías pasar al pandillero jefe de tu calle y que algo sacarías a cambio. Igual hasta te lo agradecían nombrándote miembro del club, ¿no es cierto? Así que no me vengas con cuentos chinos de que no te acuerdas. Si ya habían borrado el número de serie cuando la encontraste, sin duda se lo dijiste a Trumont Story, porque sabías que a Story le haría aún más gracia tu regalito. Entonces, ¿estaba o no estaba el número de serie, Charles?

—Vale, hombre, vale. No estaba, ¿entendido? Ya lo habían borrado y se lo dije a Tru, ¿vale o no vale? Así que déjeme en paz de una vez.

Bosch reparó en que al apoyarse en la mesa había invadido el que Washburn consideraba su espacio personal. Se echó hacia atrás en la silla.

—Muy bien, Charles. Gracias.

Se trataba de una confesión significativa, pues confirmaba algo sobre el modo en que había sucedido el asesinato de Anneke Jespersen. Bosch había estado dándole vueltas a la causa por la cual el asesino había tirado la pistola al otro lado del vallado. ¿Quizás había pasado algo en el callejón que le había impelido a deshacerse del arma? ¿Era posible que el disparo hubiera atraído otros disparos? El hecho de que hubiera empleado un arma cuyo origen era imposible de trazar explicaba parle de lo sucedido. Dado que el número de serie estaba borrado, el asesino seguramente pensó que tan solo podrían descubrir su culpabilidad si le pillaban con el arma del crimen en la mano. La mejor forma de evitar dicha posibilidad era deshacerse del arma al momento, lo que explicaba que tirase la pistola al otro lado del vallado.

La comprensión de la secuencia de los acontecimientos en un crimen siempre era importante para Bosch.

—Bueno, ¿y ahora van a retirar los cargos y toda esa mierda? —preguntó Washburn.

—No, aún no. Todavía tenemos que encontrar esa bala.

—¿Para qué la necesitan? Ya tienen la pipa, ¿no?

—Porque ayudará a explicar lo que pasó. A los jurados les encantan los pequeños detalles. Vamos.

Bosch se levantó y devolvió las tres pistolas al interior de la caja de cartón. Gant alzó un poco las esposas de Washburn, para indicarle que se levantara. Washburn siguió sentado protestando.

—Ya les he dicho dónde está, hombre. A mí no me necesitan.

En ese momento Bosch comprendió una cosa. Hizo una seña a Gant para que se apartara y dijo:

—Voy a proponerte una cosa, Charles. Si prometes cooperar con nosotros, no hace falta que vayas esposado. Y haremos lo posible para que tu ex no se acerque. ¿Lo ves bien?

Washburn miró a Bosch un segundo y asintió con la cabeza. Harry advirtió el cambio en su expresión. El hombrecillo no quería que su hijo le viera esposado.

—Pero si intentas pasarte de listo y darte el piro, me encargaré de encontrarte aunque sea en el infierno —terció Gant—. Y cuando te encuentre, me aseguraré de que lo pases mal de verdad. Y ahora vamos.

Esta vez ayudó a Washburn a levantarse de la silla.

Media hora más tarde, Bosch y Chu se encontraban con Washburn en el jardín trasero de la casa. Gant estaba en la parte delantera de la vivienda, vigilando a la exmujer de Washburn para asegurarse de que su rabia no se tradujera en una acción agresiva contra el padre de su hijo.

Washburn pronto dio con el tablón del vallado en el que había alojado una bala veinte años atrás. La marca dejada por la entrada del proyectil todavía era visible, sobre todo cuando la enfocaban de lado con las linternas. El impacto había agujereado el barniz de la madera y el agujero había sufrido daños producidos por el agua. Chu tomó una fotografía con su teléfono móvil mientras Bosch sostenía una tarjeta de visita junto al punto de entrada para aportarle escala. A continuación, Bosch abrió su navaja de bolsillo y clavó la punta de la hoja en la madera blanda y medio putrefacta, hasta extraer la bala de plomo. La hizo rodar entre los dedos para limpiarla de porquería, y la alzó para mirarla. La bala anterior a esa en el cargador había matado a Anneke Jespersen.

Dejó caer el proyectil en una pequeña bolsita de plástico abierta por Chu.

—Bueno, ¿puedo irme ya? —preguntó Washburn, echando una aprensiva mirada de reojo a la puerta trasera de la casa.

—Todavía no —respondió Bosch—. Tenemos que volver a la comisaría de la Calle 77 y hacer un poco de papeleo.

—Me dijeron que si les ayudaba, retirarían los cargos. Por haber sido un testigo cooperador y todo eso.

—Has cooperado, Charles, y lo agradecemos. Pero en ningún momento dijimos que fuéramos a retirar todos los cargos; lo que dijimos fue que si nos ayudabas, te ayudaríamos. Así que ahora toca volver y hacer algunas llamadas para mejorar tu situación. Estoy seguro de que nos las arreglaremos para que lo cicla tenencia de marihuana se quede en nada. Pero lo de la pensión del niño ya es otra cuestión. La orden de detención está firmada por un juez. Tendrás que hablar con él y tratar de convencerle.

—Es una jueza. ¿Y cómo voy a poder arreglar el asunto si le da por meterme en la cárcel?

Bosch se situó frente a Washburn y separó los pies. Si estaba pensando en darse el piro, lo haría en ese momento. Chu se percató y se acercó.

—Bueno —dijo Bosch—. Esa es una pregunta que seguramente tendrás que hacerle a tu abogado.

—Mi abogado es un mierda. Todavía no le he visto la cara.

—Ya. Pues entonces lo mejor será que te busques uno nuevo, digo yo. Vamos.

Mientras cruzaban por el jardín hacia la puerta rota del vallado, el rostro de un niño apareció bajo la cortina de una de las ventanas posteriores de la casa. Washburn levantó la mano y alzó el pulgar.

Al marcharse de la comisaría de la Calle 77 y dejar a Washburn en el calabozo, Bosch tenía claro que era demasiado tarde para llevar la pistola y la bala que habían encontrado directamente al laboratorio regional de criminalística de la Universidad Estatal de California. Así que Chu y él se dirigieron al edificio central del LAPD y metieron ambas muestras en la caja fuerte de la unidad para los casos abiertos/no resueltos.

Antes de irse a casa, Bosch quiso comprobar si le habían dejado algún mensaje, y vio una nota adhesiva pegada al respaldo de su silla. Supo que era del teniente O’Toole antes de leerla. Las notas de este tipo eran uno de los métodos de comunicación preferidos por O’Toole. El mensaje simplemente decía TENEMOS QUE HABLAR.

—Veo que mañana tienes cita con el Atontao —comentó Chu.

—No sabes la ilusión que me hace.

Despegó la nota y la tiró a la papelera. No iba a darse mucha prisa en hablar con O’Toole. Tenía cosas más importantes que hacer.