Capítulo 10

CHU estaba sentado frente al ordenador redactando un texto en Word cuando Bosch regresó a la sala de inspectores.

—¿Qué es eso que estás escribiendo?

—La carta a la junta de la libertad condicional en relación con el caso Clancy.

Bosch asintió con la cabeza. Se alegraba de que Chu estuviera redactando la carta. El departamento recibía una notificación cada vez que un asesino condenado tras una de sus investigaciones iba a presentarse ante la junta de concesión de la libertad condicional. No era obligatorio, pero los investigadores asignados al caso eran invitados a escribir cartas de objeción o recomendación a la junta. Abrumados de trabajo, a veces no tenían tiempo de redactarlas, pero Bosch siempre era puntilloso al respecto. Insistía en escribir unas cartas en las que se describía en detalle la brutalidad del asesinato de turno, con la esperanza de que el horror del crimen influyera en los miembros de la junta y les llevara a denegar la libertad condicional. Se trataba de una práctica que quería inculcar a Chu, y por eso le había asignado la tarea de escribir la carta relativa al caso Clancy, un apuñalamiento por motivos sexuales particularmente repelente.

—Creo que mañana tendré listo el borrador.

—Estupendo —dijo Bosch—. ¿Has mirado esos nombres que te di?

—Sí, pero no hay mucho que rascar. Jimenez no está fichado. Y de Banks solo consta una detención por conducir borracho.

—¿Estás seguro?

—Es todo cuanto he encontrado, Harry. Lo siento.

Decepcionado, Bosch cogió la silla y se sentó ante el escritorio. Tampoco esperaba que el misterio de Alex White pudiera ser solventado al momento, pero hubiera preferido encontrar algo más que un simple arresto por conducir en estado de embriaguez. Esperaba algo que le diera qué pensar.

—De nada —dijo Chu en tono sarcástico.

Bosch se giró hacia él; la decepción dejó pasó a la irritación.

—Si quieres que siempre te estén dando las gracias por cumplir con tu obligación, entonces es que te has equivocado de trabajo —espetó.

Chu no contestó. Bosch conectó el ordenador y se encontró con un mensaje de correo electrónico enviado por Mikkel Bonn, del Berlingske Tidende.

El mensaje databa de casi una hora atrás:

Inspector Bosch:

He estado haciendo algunas preguntas. Jannik Frej era el editor que trabajaba con Anneke Jespersen, ya que estaba al cargo de los proyectos con periodistas independientes. El señor Frej no habló directamente con los investigadores y periodistas de Los Ángeles en 1992 porque su dominio del inglés era limitado. Quien se estuvo comunicando con ellos fue Arne Haagan, pues dominaba el inglés a la perfección y era el redactor jefe del periódico. He establecido contacto con el señor Frej, y es un hecho que no se expresa bien en inglés. Le ofrezco mis servicios como mensajero si tiene usted preguntas que hacerle. Si puedo serle de utilidad, estaré encantado de ayudarle. Por favor, hágame saber su respuesta.

Bosch consideró la oferta. Sabía que la supuesta oferta desinteresada por parte de Bonn en realidad encubría un acuerdo implícito: Bonn era periodista y siempre andaba en busca de la noticia, y si Bosch utilizaba a Bonn como mensajero, este se encontraría al corriente de una información que podría resultar vital para la investigación. No se trataba de la mejor de las soluciones, pero Bosch se decía que era preciso pillar la ocasión al vuelo. Se puso a teclear una respuesta.

Señor Bonn:

Estoy dispuesto a aceptar su oferta si me promete que la información proporcionada por el señor Frej será mantenida en secreto hasta que yo le diga que no hay problema en publicarla. Si está usted conforme con dicha condición, estas son las preguntas que me gustaría hacer:

¿Sabe si Anneke Jespersen viajó a Estados Unidos con el propósito de cubrir una noticia?

Si la respuesta es sí, ¿qué noticia era esa? ¿Qué hacía ella en nuestro país?

¿Puede decirme alguna cosa sobre sus destinos en Estados Unidos? Anneke estuvo en Atlanta y San Francisco antes de desplazarse a Los Ángeles. ¿Por qué? ¿Sabe si también estuvo en otras ciudades del país?

Antes de viajar a Estados Unidos, Anneke visitó Stuttgart, en Alemania, y se alojó en un hotel cercano a la base militar estadounidense. ¿Sabe por qué?

Creo que con esto es suficiente para empezar, y le estaré agradecido por cualquier información que pueda conseguir sobre el viaje de Anneke a nuestro país. Gracias por su ayuda y, una vez más, le pido que toda esta información siga siendo confidencial.

Bosch releyó el mensaje antes de enviarlo. Pulsó con el ratón la tecla de envío y al momento se arrepintió vagamente de estar involucrando en el caso a Bonn, un periodista al que nunca había visto en persona y con quien tan solo había hablado una vez.

Apartó la mirada de la pantalla y miró el reloj de pared. Eran casi las cuatro de la tarde, casi las siete en Tampa, Florida. Bosch abrió la ficha de asesinato y dio con el número —que había anotado en la pestaña interior de la carpeta— de Gary Harrod, el inspector ahora jubilado que en 1992 tenía asignado el caso Jespersen en el Departamento para la Investigación de los Crímenes cometidos durante los Disturbios. Bosch ya había hablado con Harrod al reabrir el caso. En aquel momento no había tenido muchas preguntas que formularle, pero ahora sí que las tenía.

Bosch no estaba seguro de si el número que tenía de Harrod correspondía a un teléfono móvil, del trabajo o de su domicilio. Harrod se había prejubilado tras veinte años en el cuerpo y se había trasladado a vivir a Florida, estado del que era natural su esposa y donde hoy estaba al frente de una boyante empresa inmobiliaria.

—Gary al habla.

—Eh, hola, Gary… Soy Harry Bosch, de Los Ángeles. ¿Se acuerda de mí? Estuvimos hablando del caso Jespersen el mes pasado…

—Sí, Bosch. Claro, claro.

—¿Tiene un par de minutos libres para hablar? ¿O le pillo cenando?

—Aún falta media hora para la cena. Hasta entonces soy todo suyo. No me diga que ya ha resuelto el caso Blancanieves.

En el curso de la llamada anterior, Bosch le había dicho que Anneke fue apodada Blancanieves por su compañero de investigación la noche del asesinato.

—La verdad es que no. Aún sigo dando tumbos por ahí. Pero he encontrado un par de cosas, y por eso quería preguntarle.

—Adelante, pues. Dispare.

—Bien. Mi primera pregunta tiene que ver con el periódico para el que trabajaba Jespersen. ¿Fue usted quien contactó con la gente en Dinamarca?

Al otro lado se produjo una larga pausa; Harrod estaba haciendo memoria. Bosch nunca había trabajado directamente con Harrod, pero le conocía de su época en el cuerpo. Tenía fama de ser un investigador concienzudo, razón por la que Harry había escogido hablar con él antes que con cualquiera de los otros investigadores que habían estado vinculados al caso durante aquellos primeros años. Bosch sabía que si estaba en su mano, Harrod le ayudaría.

Bosch siempre hacía lo posible por hablar con los investigadores originales de los casos no resueltos. De forma sorprendente, muchos de ellos seguían haciendo gala de un torcido orgullo profesional y no les hacía gracia ayudar a un investigador empeñado en resolver un caso que ellos mismos habían sido incapaces de solventar.

No sucedía así con Harrod. Durante aquella primera conversación al teléfono, este le había expresado su mala conciencia por no haber cerrado el caso Jespersen y otros casos de asesinato acontecidos durante los disturbios. Como sucediera con Jespersen, la mayoría de las investigaciones emprendidas por el DICD se basaban en unas indagaciones incompletas —por no decir inexistentes— en la escena del crimen. La ausencia de datos forenses resultaba de lo más frustrante.

—En muchos casos no sabíamos ni por dónde empezar —había explicado Harrod a Bosch—. Nos encontrábamos dando palos de ciego, así que pusimos carteles y ofrecimos recompensas, y de eso estuvimos viviendo primordialmente. Pero no nos llegó información de interés, y al final no conseguimos ningún avance. No recuerdo que llegásemos a aclarar ni uno solo de aquellos casos. De lo más frustrante. Fue una de las razones por las que me prejubilé después de veinte años de servicio. Tenía que irme de Los Ángeles.

Bosch no pudo evitarlo y se dijo que la ciudad y el cuerpo habían perdido a un profesional valioso. Su esperanza era conseguir resolver el caso Jespersen y ayudar a que Harrod sintiera un poco más de consuelo.

—Recuerdo que hablé con un hombre en Copenhague —explicó Harrod—. No era el jefe directo de Jespersen, porque dicho jefe prácticamente no hablaba inglés. De forma que hablé con una especie de supervisor general, quien me dio información general. También me acuerdo de que encontramos a un agente destacado en Devonshire que hablaba el idioma —el danés— y de que nos valimos de él para hacer algunas llamadas a Dinamarca.

Esto Bosch no lo sabía. En la ficha de asesinato no constaban más entrevistas telefónicas que la efectuada a Arne Haagen, el redactor jefe del periódico.

—¿Recuerda con quién habló ese agente?

—Creo recordar que con otros empleados del periódico. Es posible que también con algunos familiares.

—¿Con su hermano?

—Es posible, pero no me acuerdo. Han pasado veinte años, Harry, y desde entonces llevo una nueva vida.

—Entiendo. ¿Recuerda el nombre de ese agente de la comisaría de Devonshire que estuvo haciendo llamadas para ustedes?

—¿No aparece en la ficha?

—No, en la ficha no consta ninguna entrevista hecha en danés. ¿Ha dicho que se trataba de un agente patrullero de Devonshire?

—Eso mismo. De un chaval que había nacido allí pero que había crecido aquí y sabía hablar el idioma. Nos lo encontraron los de personal. Del nombre no me acuerdo. Pero, una cosa, si en la ficha no había anotaciones, entonces es que esas llamadas no sirvieron para nada. De lo contrario, hubiera tomado nota, Harry.

Bosch asintió con la cabeza. Sabía que Harrod tenía razón. Pero, a la vez, siempre le sorprendía enterarse de una línea de investigación de la que no había constancia en el registro oficial, la ficha de asesinato.

—Muy bien, Gary, no le doy más la lata. Simplemente quería consultar todo esto con usted.

—¿Está seguro? ¿No quiere preguntar nada más? Desde que me llamó no he hecho más que pensar en el caso sin parar. En este caso y en el otro que sigue escociendo, claro.

—¿Qué otro caso es ese? Lo digo porque, si nadie lo ha examinado todavía, igual puedo echarle una mirada.

Harrod de nuevo hizo una pausa mientras su recuerdo iba de un caso al otro.

—Ahora no me acuerdo del nombre —dijo—. La cosa sucedió en Pacoima. Un hombre originario de Utah que estaba alojado en un motel de mala muerte de por allí. El hombre formaba parte de una cuadrilla de obreros de la construcción que construían pequeños centros comerciales por todos los estados del oeste. Se dedicaba a la instalación de los embaldosados, de eso sí que me acuerdo.

—¿Qué fue lo que pasó?

—Nunca llegamos a averiguarlo. Lo encontraron muerto de un tiro en la cabeza en plena calle a una manzana de distancia del motel. Recuerdo bien que en su habitación había un televisor. El hombre debía de estar viendo todo el caos por la tele. Y por las razones que fueran, salió a la calle a ver qué ocurría. Y eso es lo que siempre me ha intrigado de este caso.

—¿El hecho de que saliera a la calle?

—Sí. ¿Por qué lo hizo? La ciudad estaba en llamas. La ley había dejado de existir, reinaba la anarquía, pero decidió abandonar la seguridad del motel para salir a ver… ¿qué? Por lo que dedujimos, lo que pasó fue tan simple como que alguien pasó en coche por la calle y le pegó un tiro. No había testigos, no había un motivo, no había indicios de ninguna clase. El mismo día que me asignaron el caso, supe que no había forma de aclararlo. Me acuerdo de que hablé con sus padres por teléfono. Vivían en Salt Lake City. No podían comprender que a su hijo le hubiera pasado una cosa así. Para ellos, Los Ángeles era una especie de planeta diferente. No lo entendían, de ninguna de las maneras.

—Ya —contestó Bosch.

No había más que decir.

—En fin… —dijo Harrod, liberándose del recuerdo—. Será mejor que vaya a darme una ducha, Harry. Mi mujer va a hacer pasta para cenar esta noche.

—Eso suena estupendo, Gary. Gracias por su ayuda.

—¿Qué ayuda?

—Acaba de ayudarme. Póngase en contacto conmigo si se acuerda de cualquier otra cosa.

—Hecho.

Bosch colgó y trató de dilucidar si conocía a alguien que hubiera estado trabajando en Devonshire veinte años atrás. Por entonces se trataba del sector policial más tranquilo a pesar de ser el más amplio geográficamente hablando, pues cubría toda la esquina noroeste de la ciudad en San Fernando Valley. La comisaría era conocida como Club Devonshire porque era de construcción reciente y la carga de trabajo resultaba fácil de sobrellevar.

Bosch entonces se acordó de que Larry Gandle, el antiguo teniente al cargo de la unidad de casos abiertos/no resueltos había estado asignado a Devonshire durante los años noventa y quizá conociera a aquel agente patrullero que hablaba danés. Bosch telefoneó al despacho de Gandle, quien ahora era capitán y dirigía la división de robos con homicidio. No tardaron en ponerle con Gandle. Harry explicó el motivo de su llamada, y Gandle no tardó en darle una mala noticia.

—Sí. Tú te refieres a Magnus Vestergaard. Pero Vestergaard lleva diez años muerto, por lo menos. Un accidente de moto.

—Mierda.

—¿Por qué querías hablar con él?

—Porque hizo de traductor del danés en un caso que estoy revisando. Quería preguntarle qué cosas recordaba que no constaran en la ficha.

—Pues lo siento, Harry. —Ya. Y yo también.

El teléfono sonó nada más colgar Bosch. Era el teniente O’Toole.

—Inspector, ¿puede venir un momento a mi despacho?

—Ahora mismo voy.

Bosch apagó la pantalla del ordenador y se levantó. No era buen presagio que O’Toole hiciera a alguien ir a su despacho. Notó que muchas miradas lo acompañaban en su trayecto.

El interior estaba muy iluminado. Las persianas de los cristales que daban a la sala de inspectores estaban subidas, al igual que las de las ventanas exteriores con vistas al edificio de Los Angeles Times. El anterior teniente siempre las mantenía bajadas por miedo a que los periodistas pudieran estar espiándole.

—Dígame, teniente —repuso Bosch.

—Tengo algo para usted.

—¿Qué quiere decir?

—Que quiero que investigue un caso. Me ha llamado un analista del escuadrón de la muerte. Este hombre, Pran, ha establecido una asociación entre un caso abierto de 2006 con otro caso del 99. Y quiero que usted se ocupe del asunto. La cosa parece prometedora. Aquí tiene la extensión directa de Pran.

O’Toole sacó una nota adhesiva de color amarillo con un número de teléfono garabateado. El «escuadrón de la muerte» era el nombre jocoso que se daba a la nueva unidad de teoría y evaluación de datos. La suya era una nueva forma de investigar los casos no resueltos llamada «sintetización de datos».

Durante los tres años precedentes, los hombres del escuadrón de la muerte habían estado digitalizando los libros de asesinato archivados, de modo que habían creado una gigantesca base de datos con información fácilmente accesible y comparable sobre los asesinatos nunca aclarados.

La unidad contaba con un ordenador IBM del tamaño de una cabina telefónica que constantemente estaba procesando sospechosos, testigos, armas, localizaciones, notas y un sinfín de detalles relacionados con las escenas de los crímenes y las investigaciones. Se trataba de un método novedoso para investigar los casos abiertos.

Bosch se abstuvo de coger la nota adhesiva, pero la curiosidad le llevó a preguntar:

—¿Cuál es la relación entre un caso y el otro?

—Un testigo. Resulta que este mismo testigo vio cómo se escapaba el autor de los disparos. Dos asesinatos a sueldo, uno en San Fernando Valley, sin conexión aparente, pero resulta que el testigo es el mismo las dos veces. Y me parece que no estaría de más investigar bajo una nueva luz a este testigo. Coja el número.

Bosch no lo hizo.

—¿A qué viene todo esto, teniente? Estoy haciendo progresos en el caso Jespersen. ¿Por qué me quiere cargar con este otro caso?

—Ayer me dijo que el caso Jespersen no avanzaba.

—No dije que no avanzara. Lo que dije era que no estaba para ponerle un lacito.

Bosch de pronto lo entendió todo. Algo de lo que le había dicho Jordy Gant encajaba con lo que O’Toole estaba tratando de hacer. Bosch a la vez sabía que O’Toole había estado presente la mañana anterior en la reunión semanal de los mandos que tenía lugar en el décimo piso. Se giró en redondo y echó a andar hacia la puerta.

—Harry, ¿se puede saber adónde va?

Bosch respondió sin volver la cabeza:

—Pásele el encargo a Jackson, que no tiene ningún caso que investigar.

—Quiero que se encargue usted. ¡Oiga!

Bosch cruzó a paso rápido por el pasillo central, salió por la puerta y pulsó el botón de llamada del ascensor. O’Toole no le había seguido, lo cual era buena señal. Las dos cusas que más exasperaban a Bosch eran la política y la burocracia. Y estaba convencido de que O’Toole en ese momento estaba metido de lleno en ambas… Aunque no necesariamente por iniciativa propia.

Subió en ascensor al décimo piso y entró por una puerta abierta que daba a los despachos del jefe de policía. En el despacho exterior había cuatro escritorios: tres de ellos estaban ocupados por agentes uniformados; el cuarto lo estaba por Alta Rose, quien seguramente era la funcionaría civil con mayor cuota de poder de cuantas trabajaban en el cuerpo de policía. Alta llevaba casi tres décadas vigilando la entrada de la oficina del jefe de policía. En parte perro guardián y en parte atenta, amable y modosa, quien la tomara por una simple secretaria se equivocaba de cabo a rabo. Alta era quien llevaba la agenda del jefe y solía decirle dónde tenía que estar y en qué momento.

A Bosch le habían llamado al despacho del jefe las suficientes veces a lo largo de los años como para que Rose lo reconociese a primera vista. Le sonrió con dulzura mientras se acercaba a su escritorio.

—Inspector Bosch, ¿cómo está usted? —preguntó.

—Muy bien, señorita Rose. ¿Cómo va todo por aquí arriba?

—No creo que las cosas pudieran ir mejor. Pero, lo siento, no veo su nombre en la agenda del jefe para hoy. ¿Habré pasado algo por alto?

—No, nada de eso, señorita Rose. Tan solo quería ver si Marty… Si el jefe, quiero decir, puede dedicarme cinco minutos.

Los ojos de la mujer examinaron un instante el teléfono multilíneas sobre su escritorio. Una de las teclas de línea estaba iluminada de rojo.

—Cuánto lo siento. Está hablando por teléfono.

Pero Bosch sabía que esa línea siempre estaba iluminada para que Alta Rose pudiera desviar a conveniencia a los visitantes inoportunos. Kiz Rider, una antigua compañera de equipo de Harry, había estado trabajando un tiempo en la oficina del jefe y le había contado el secreto a Bosch.

—Veo que también tiene cita esta tarde y va a tener que salir en cuanto…

—Tres minutos, señorita Rose. Pregúnteselo, por favor. Creo que hasta es probable que me esté esperando.

Alta Rose frunció el ceño, pero se levantó del escritorio y desapareció tras la gran puerta que daba a las dependencias de Su Majestad. Bosch quedó a la espera.

El jefe Martin Maycock había ascendido a través del escalafón. Veinticinco años antes había trabajado como inspector de robos con homicidio asignado a la brigada especial de homicidios. Lo mismo que Bosch. Nunca habían formado parte de un mismo equipo, pero sí que habían trabajado juntos en algunos casos de la unidad, sobre todo en el famoso caso Dollmaker, finiquitado cuando Bosch mató a tiros a aquel asesino en serie de horrible reputación en su cámara de las torturas de Silver Lake. Maycock era físicamente apuesto, más que competente en lo profesional y tenía un apellido que, de peculiar, resultaba fácil de recordar. Y en su momento utilizó la fama y la atención dispensadas por los medios de comunicación tras aquellos casos tan sonados para iniciar su escalada por la estructura de mando del departamento, culminada al ser designado jefe por la comisión policial.

Al principio, los agentes e inspectores se sintieron entusiasmados por la ascensión al décimo piso de un currante como ellos. Pero, tres años después del nombramiento, la luna de miel había terminado. Maycock presidía un cuerpo policial debilitado por la negativa a contratar más efectivos, una descomunal reducción en el presupuesto y los escándalos variopintos que surgían cada pocos meses. El índice de criminalidad descendía, pero sin que Maycock pudiera apuntarse tantos profesionales o políticos. Y, lo peor de todo, los agentes e inspectores habían empezado a considerar que prefería salir ejerciendo de politicastro en los noticiarios televisivos de la noche, antes que hacer acto de presencia en los despliegues operativos en los lugares donde habían sido tiroteados agentes de policía. En los vestuarios, aparcamientos y bares donde los policías se reunían —en horas de servicio o no— estaba empezando a encontrar nueva vida un apodo en tiempos aplicado al jefe: Marty MyCock[4]. Bosch se esforzó en conservar la fe en Maycock durante mucho tiempo, pero el año anterior había ayudado de forma inadvertida al jefe a imponerse en una sucia contienda política a un consejero del Ayuntamiento que era el principal crítico del cuerpo de policía. Fue una encerrona en la que Bosch se vio manipulado por Kiz Rider. Como resultado, esta consiguió un ascenso: hoy era capitana y estaba al frente de la comisaría de West Valley. Y Bosch no había hablado con ella ni con el jefe desde entonces.

Alta Rose salió de las dependencias de Su Majestad y mantuvo la puerta abierta para Bosch.

—El jefe le concede cinco minutos, inspector Bosch.

—Gracias, señorita Rose.

Bosch entró y se encontró con que Maycock estaba sentado tras un enorme escritorio ornado de curiosidades y recuerdos policiales y deportivos. El despacho era de gran tamaño y tenía unas amplias vistas del centro cívico, un gran balcón particular y una sala de reuniones anexa con una mesa de seis metros de longitud.

—Harry Bosch… Algo me decía que hoy iba a saber de ti.

Se estrecharon las manos. Bosch se quedó de pie ante el escritorio. No podía negar que su viejo compañero le caía bien; lo que no le gustaba era aquello en lo que se había convertido.

—Entonces, ¿por qué has tenido que usar a O’Toole? Lo único que tenías que hacer era llamarme y decirme que subiera a verte. El año pasado me hiciste subir a verte cuando lo de Irving.

—Sí, pero luego la cosa se complicó. Ahora he recurrido a O’Toole, pero veo que la cosa también se complica.

—¿Qué es lo que quieres, Marty?

—¿Tengo que decírtelo?

—A esa mujer la ejecutaron, Marty. La pusieron contra la pared y le metieron un tiro en el ojo. Pero, como resulta que era de raza blanca, ¿ahora no quieres que resuelva el caso?

—No es eso. Por supuesto que quiero que lo resuelvas. Pero el momento es delicado. Hace veinte años de los disturbios, y si al final resulta que el único asesinato de por entonces que hemos conseguido aclarar es el de la chica blanca muerta de un tiro por algún pandillero, vamos a encontrarnos con una situación de mierda. Han pasado veinte años, pero las cosas no han mejorado tanto desde entonces, Harry. Nunca se sabe qué puede prender la mecha de otro estallido.

Bosch se apartó del escritorio y contempló el edificio del Ayuntamiento por el ventanal.

—Me estás hablando de un problema de relaciones públicas —indicó—. Pero yo estoy hablando de un asesinato. ¿Qué ha pasado con el viejo lema de que todas las personas resultan iguales para nosotros, con independencia de lo que son? ¿O es que ya has olvidado lo que nos enseñaron en la brigada especial de homicidios?

—Por supuesto que no lo he olvidado, Harry. Y para mí tiene el mismo valor de siempre. No estoy pidiéndote que dejes el caso. Lo que estoy pidiéndote es que dejes pasar un poco de tiempo. Espera hasta que pase un mes desde el 1 de mayo y resuélvelo, pero sin hacer ruido. Y entonces se lo diremos a la familia y dejaremos las cosas como están. Con un poco de suerte, el sospechoso estará muerto, por lo que no tendremos que preocuparnos de un juicio. Y entretanto, O’Toole me ha dicho que los del escuadrón de la muerte le han planteado un asunto interesante, del que podrías ocuparte. Quizás este asunto pueda brindarnos el tipo de cobertura informativa que queremos.

Bosch negó con la cabeza.

—Ahora mismo estoy ocupado en la investigación de otro caso.

Maycock estaba empezando a impacientarse con Bosch. Su rostro sonrosado estaba comenzando a tornarse rojizo.

—Aparca ese caso por el momento y ocúpate del asunto que te he dicho.

¿O’Toole te ha explicado que si resuelvo este, igual puedo aclarar cinco o seis casos más?

Maycock asintió con la cabeza pero hizo un gesto desdeñoso con la mano y espetó:

—Sí, ya, casos de pandilleros. Y ninguno sucedido durante los disturbios.

—La idea de reabrir los casos no resueltos fue tuya.

—¿Y cómo iba yo a saber que tú serías el único en hacer progresos en un caso y que justamente sería el de Blancanieves? Por Dios, Harry, el mismo nombre de Blancanieves ya lo dice todo. Ahora que lo pienso, pase lo que pase, lo primero que tienes que hacer es dejar de usar ese nombre. Pero ya.

Bosch dio unos pasos y se detuvo allí donde la aguja del edificio del Ayuntamiento se reflejaba en la fachada acristalada del ala norte de la comisaría central. Ya se tratase de asesinatos recientes o de casos abiertos, la persecución de los asesinos tenía que ser constante. Era la única forma de proceder y la única forma de trabajar que Bosch conocía. Cuando las consideraciones políticas y sociales entraban en juego, la paciencia se le agotaba.

—Maldita sea, Marty… —masculló.

—Entiendo lo que sientes —dijo el jefe.

Bosch, finalmente, se giró hacia él.

—No, no lo entiendes. Ya no eres capaz.

—Tienes derecho a expresar tu opinión.

—Pero no a seguir investigando mi propio caso.

—Voy a repetirlo: no es eso lo que te estoy pidiendo. Insistes en interpretarlo de una forma que no…

—Ya es demasiado tarde para dejarlo, Marty. El caso está a punto de caramelo.

—¿Qué quieres decir?

—Que necesitaba información sobre la víctima. Así que telefoneé al periódico para el que trabajaba. Y ahora estoy trabajando con un periodista, con quien he compartido información. Si de repente dejo correr el caso, adivinará por qué, y la noticia será más sonora que una eventual aclaración del asesinato por mi parte.

—Si serás hijo de perra. ¿Qué periódico es ese? ¿Un periódico de Suecia?

—De Dinamarca. La chica era de Dinamarca. Pero no sueñes con que la cosa no vaya a salir de Dinamarca. Los medios de comunicación operan de forma global. La noticia puede surgir en Dinamarca, pero no tardará en ser conocida aquí. Y entonces tendrás que explicar por qué decidiste ponerle fin a la investigación.

Maycock agarró una pelota de béisbol que había sobre el escritorio y empezó a flexionar los dedos en torno a su superficie, como un lanzador haría con una bola nueva.

—Ya puedes irte —dijo.

—Muy bien. ¿Y?

—Y que te largues de una puta vez. Hemos terminado.

Bosch se quedó un momento parado y acto seguido echó a andar hacia la puerta.

—Mientras siga investigando tendré bien presentes todas las cuestiones de relaciones públicas —dijo.

Era una exigua concesión por su parte.

—Sí, mejor, señor inspector —dijo el jefe.

Al salir del despacho, Bosch dio las gracias a Alta Rose por haberle permitido entrar.