Prólogo revisado a
Los jardines de la Luna

No tiene sentido empezar algo sin ambición. He seguido fielmente esa creencia en muchos aspectos de mi vida, y me ha llevado a más de un estrepitoso fracaso. Todavía recuerdo, con algo de amargura, la respuesta que Cam (Ian C. Esslemont) y yo recibíamos cuando tratábamos de vender nuestros guiones para largometrajes y para televisión: «¡Maravilloso! ¡Único! Muy divertido, muy oscuro… pero aquí, en Canadá, la verdad es que no tenemos los fondos suficientes para financiar esas cosas. Buena suerte». A eso le seguía una especie de consejo que solía ser lo más devastador de todo: «Inténtenlo con algo… más simple. Algo más parecido al resto de las cosas que se ven por ahí. Algo menos… ambicioso».

Salíamos de las reuniones sintiéndonos frustrados, descorazonados y confusos. ¿De verdad acabábamos de escuchar como nos invitaban a ser mediocres? La verdad era que sonaba así.

Bueno, pues que le den a eso.

LOS JARDINES DE LA LUNA. Solo pensar en ese título hace que vuelvan a la vida todas esas nociones sobre la ambición, todo ese coraje juvenil que parecía llevarme una y otra vez a darme de cabeza contra un muro. La necesidad de presionar. De desafiar las convenciones. De ir a por todas.

Me gusta creer que era plenamente consciente de lo que hacía por aquel entonces. Que mi visión era cristalina y que de verdad estaba allí, de pie, preparado para escupirle a la cara a este género literario, aunque me deleitara en él (porque ¿cómo podía no hacerlo? Por mucho que despotricara contra sus estrategias literarias, me encantaba leer esas cosas). Ahora ya no estoy tan seguro. Es fácil actuar siguiendo los impulsos del momento para, luego, volver la vista atrás y atribuir una sólida conciencia a todo lo que salía bien, a la vez que se ignora lo que no funcionó. Demasiado fácil.

A lo largo de los años y de las muchas novelas que siguieron, algunas cosas se han ido haciendo evidentes. Empezando por LOS JARDINES DE LA LUNA, los lectores o aman u odian mi trabajo. No hay término medio. Por supuesto, preferiría que a todo el mundo le encantase, pero entiendo por qué eso no puede ser. Estos no son libros fáciles. No puedes leerlos por encima, es imposible. Más problemático aún, la primera novela empieza a mitad de lo que parece un maratón; o te lanzas a correr y te mantienes en pie hasta el final, o estás fuera.

Cuando tuve que enfrentarme a escribir este prólogo, pensé durante algún tiempo en usarlo como instrumento para suavizar el golpe, para minimizar la impresión de ser lanzado desde una gran altura a unas aguas muy profundas, justo en la primera página de LOS JARDINES DE LA LUNA. Algo de contexto, algo de historia, preparar un poco el terreno. Ahora he descartado esa idea. Joder, no recuerdo que Frank Herbert tuviese que hacer algo así con Dune, y si alguna novela fue una inspiración directa en cuanto a estructura, esa fue Dune. Estoy escribiendo una historia y, sea ficticia o no, la Historia no tiene un punto de partida real; incluso el origen y la caída de civilizaciones enteras son más confusos en lo que respecta a su principio y su final de lo que la gente piensa.

El esquemático esbozo inicial de LOS JARDINES DE LA LUNA cobró vida por primera vez en un juego de rol. El primer boceto fue un largometraje escrito por los dos creadores del mundo malazano, Ian C. Esslemont y yo; un guión que fue perdiendo fuerza por la falta de interés («No hacemos películas de fantasía porque son un asco. Es un género muerto. Implica disfraces, y las pelis de disfraces están tan pasadas como las pelis del oeste». Todo esto fue antes de que un giro brusco por parte de las compañías de producción les hiciera tragarse ese cliché, mucho antes de que El señor de los anillos llegase al cine).

Y eso fue todo. Estabamos ahí. Teníamos la mercancía, sabíamos que la fantasía épica para adultos era el último género por explorar del cine (sin contar Willow, en la que a nuestro parecer solo valía algo la escena de la encrucijada, el resto de las cosas eran totalmente para críos). Y todo lo demás que estaba saliendo en ese género eran pelis de serie B o tenía fallos terriblemente obvios para nosotros (¡Dios mío, lo que se podría haber hecho con Conan!). Queríamos una versión fantástica de El león en invierno, la de O’Toole y Hepburn. O una adaptación de Los tres mosqueteros con Michael York, Oliver Reed, Raquel Welch, Richard Chamberlain, etcétera; añade magia y revuelve, colega. Nuestra producción televisiva favorita era El detective cantante, de Dennis Potter, el original, con Gambon y Malahyde. Queríamos algo sofisticado, ya ves. Estábamos tratando de meter la fantasía en ese contexto brillante que causaba la admiración boquiabierta. Eramos, en otras palabras, terriblemente ambiciosos.

Además, probablemente no estuviésemos preparados. No teníamos todo el material. Estabamos haciendo planes por encima de nuestras posibilidades, atascados por nuestra falta de experiencia. La maldición de la juventud.

Cuando la vida nos llevó a Cam y a mí por caminos distintos, los dos conservamos las notas de nuestro mundo inventado, construido durante horas y horas de juego. Teníamos una historia tremenda preparada, material suficiente para veinte novelas y el doble de películas. Y ambos teníamos copias de un guión que nadie quería. El mundo malazano estaba ahí, en cientos de mapas dibujados a mano, en páginas y más páginas de apuntes, en hojas de personaje tipo GURPS (el Generic Universal Role Playing System, «sistema genérico universal de juegos de rol», de Steve Jackson, una alternativa para el AD&D), en planos de construcción de edificios, bocetos y todo lo que se te ocurra.

La decisión de empezar a escribir la historia del mundo malazano llegaría unos años después. Yo iba a convertir el guión en una novela. Cam escribiría una novela relacionada titulada Return of the Crimson Guard (y ahora, después de tantos años, y justo de después de su Night of Knives, la primera novela épica de Cam, Return, va a ser publicada). Como obras de ficción, la autoría pertenecería al escritor real, a la persona que había llenado las páginas poniendo allí palabra tras palabra. Para Los jardines, la transformación significaba empezar prácticamente de cero. El guión tenía tres actos que transcurrían todos en Darujhistan. Los principales sucesos eran la guerra asesina en los tejados y el explosivo gran final del festejo. No había prácticamente nada más. Ni antecedentes, ni contexto, ni presentación real de los personajes. Era, en realidad, mucho más parecido a En busca del arca perdida que a El león en invierno.

La ambición nunca desaparece. Puede marcharse a regañadientes, protestando y arrastrando los pies, solo para colarse en otro sitio, normalmente en el siguiente proyecto. No acepta un «no» como respuesta.

Al escribir Los jardines, pronto descubrí que el tema de los antecedentes iba a ser un problema, no importa hasta donde me remontase. Y me di cuenta de que a menos que se lo diese todo mascado a mis lectores (algo que me negaba a hacer, dado cuánto había criticado a los autores de fantasía épica por tratarnos a los lectores como si fuésemos idiotas), a menos que simplificase, a menos que me limitase a seguir el camino bien trillado que las novelas existentes habían seguido ya, iba a dejar a los lectores bastante confusos. Y no solo a los lectores, también a los editores, a las editoriales, a los agentes…

Pero ¿sabes qué? Como lector y como fan, nunca me molestó sentirme algo confuso (al menos durante un rato, y en otras ocasiones, incluso durante bastante tiempo). Mientras hubiese otras cosas que me mantuviesen interesado, genial. No olvides que reverenciaba a Dennis Potter. Era fan de Los nombres de DeLillo y de El péndulo de Foucault, de Eco. El lector que yo tenía en mente podía cargar, y lo haría gustosamente, con el peso extra, las preguntas sin respuesta inmediata, los misterios, las alianzas inciertas.

La Historia lo ha demostrado, creo. O los lectores renuncian a la altura más o menos del primer tercio de LOS JARDINES DE LA LUNA, o siguen metidos en esto hasta hoy, siete, casi ocho, libros más tarde.

Me han preguntado si cambiaría algo, en retrospectiva. Y, honestamente, no sé qué responder a eso. Bueno, hay elementos de estilo que cambiaría aquí y allí, pero… fundamentalmente no estoy muy seguro de qué otra cosa podría haber hecho. No soy ni seré nunca un escritor que se contente con dar un planteamiento que tenga como única función poner al lector en antecedentes, hablarle de Historia o lo que sea. Si mi planteamiento no tiene una función múltiple, y digo múltiple de verdad, entonces no estoy satisfecho. Resulta que cuantas más funciones tenga, más complicado será, y será también más probable que poco a poco vaya desviándose, y que, como en un truco de prestidigitación, aunque posiblemente estén ahí, todos los antecedentes terminen enterrados muy, muy profundo.

La escritura fue rápida, pero también fue, extrañamente y de algún modo que aún no alcanzo a entender, una escritura densa. Los jardines te invita a leer a un ritmo vertiginoso. El autor te aconseja que no sucumbas a la tentación.

Aquí estamos, diez años después. ¿Debería disculparme por semejante invitación bipolar? ¿Hasta dónde me puse yo mismo la zancadilla con el tipo de presentación del mundo malazano que hice en LOS JARDINES DE LA LUNA? Y ¿me ha puesto esta novela en la cuerda floja? Quizá. Y a veces, en medio de la noche, me pregunto: ¿qué habría pasado si hubiese cogido el cucharón de madera y le hubiera hecho tragar todo esto al lector a la fuerza, como muchos (y muy exitosos) escritores de fantasía hacen y han hecho? ¿Vería ahora mi nombre en las listas de los más vendidos? Un momento, ¿estoy sugiriendo que esos escritores de fantasía superpopulares han llegado al éxito a base de limitarse a escribir algo a medida de los lectores? En absoluto. Bueno, no todos. Pero claro, míralo desde mi punto de vista. Me costó ocho años y mudarme a Reino Unido que publicaran LOS JARDINES DE LA LUNA. El contrato en Estados Unidos tardó cuatro años más en terminar de cuajar. ¿La queja? «Demasiado complicado, demasiados personajes. Demasiado… ambicioso».

Podría volver la vista atrás y, con una perspectiva más amplia aunque quizá distorsionada, afirmar que Los jardines supuso un alejamiento de los tropos habituales del género, y que cualquier alejamiento suele encontrar resistencia; pero no tengo tanto ego. Nunca sentí que fuera un distanciamiento. Las novelas de’La Compañía Negra' y’Dread Empire’, de Glen Cook, ya habían abierto nuevos caminos, pero yo había leído todo eso y, como quería más material de lectura, prácticamente tuve que escribirlo yo mismo (y Cam pensaba igual). Y aunque mi estilo de escritura no permitía la imitación (ese Cook es bastante conciso), sí podía tratar de conseguir el mismo tipo de cinismo descorazonado y sardónico, la misma ambivalencia y una atmósfera similar. Quizá era consciente de estar alejándome de «el bien contra el mal», pero eso parecía una consecuencia inevitable de hacerse mayor: el mundo real no es así, ¿por qué empeñarse en hacer que los mundos fantásticos estén tan lejos de la realidad?

Vaya, no sé. Es agotador incluso pensarlo.

Los jardines es lo que es. No planeo revisarlo. No sé ni por dónde empezaría.

Mejor, creo, ofrecer a los lectores una decisión rápida sobre esta serie, justo ahí, en el primer tercio de la primera novela, que jugar con ellos durante cinco o seis libros antes de que abandonen asqueados, aburridos o lo que sea. Quizá desde una perspectiva de ventas esta última opción sea preferible, por lo menos a corto plazo. Pero gracias a Dios, mis editores saben perfectamente que lo barato sale caro.

LOS JARDINES DE LA LUNA es una invitación, por lo tanto. Quédate y únete al viaje. Solo puedo asegurar que he intentado entretener lo mejor que he sabido. Maldiciones y agradecimientos, risas y lágrimas, todo está ahí.

Una última palabra para todos los escritores en ciernes ahí fuera. «Ambición» no es una palabrota. Pasad del compromiso. Id a por todas. Escribid con un par de huevos, con un par de ovarios. Sí, es un camino más difícil, pero creedme, vale totalmente la pena.

Gracias,

Steven Erikson

Victoria, Columbia Británica

Diciembre de 2007