Capítulo 24

Soy la Casa

que encarcela en mi nacimiento

corazones demoníacos,

tan encerrados en cada una de las salas.

Algunos temblorosos, encrudecidos.

Antigüedad.

Y estas raíces de piedra

esparcidas por las más hondas grietas

en el suelo reseco

sostienen por siempre el sueño

del fruto, ah, peregrinos

venid a mi puerta,

y moríos de hambre…

Azath (ii.iii)

Adaephon (n ?)

El patio que se extendía al franquear las puertas estaba vacío. Azafrán lo cruzó a la carrera, preguntándose si no sería demasiado tarde. Subió la escalera y llegó al tirador de la puerta. Una descarga de energía lo empujó hacia atrás.

Aturdido, el ladrón se encontró sentado al pie de las escaleras. En la puerta, un imperceptible fulgor rojizo se apagó paulatinamente. Era un hechizo de salvaguarda.

—¡Por el Embozado! —maldijo al ponerse en pie. Había tropezado en anteriores ocasiones con obstáculos semejantes en las haciendas de la clase acomodada, y no había forma de sortearlas.

Azafrán maldijo de nuevo y echó a correr hacia las puertas. Salió a la calle y miró a su alrededor; no vio a nadie. Si los de la Guardia Carmesí seguían protegiéndole, no se dejaban ver.

Cabía la posibilidad, aunque muy remota, de que la entrada al jardín de la hacienda de Baruk no estuviera protegida por la magia. Recorrió la calle y dobló la primera esquina a la derecha. Tenía que trepar por el muro, aunque tal cosa no suponía un obstáculo para él.

Llegó al final del callejón, lo cruzó y se detuvo al otro lado. Vio que era un muro alto. Tendría que tomar carrerilla. Azafrán corrió por la calle, intentando contener el aliento. ¿Qué sentido tenía hacer todo aquello? Después de todo, ¿acaso Baruk era incapaz de cuidar de sí mismo? ¿No era un mago supremo, y no le había hablado Dedos de las defensas mágicas del alquimista?

Titubeó, ceñudo ante la pared que se alzaba ante sus ojos.

En ese momento se oyó un grito en el cielo capaz de sacudir los cimientos de los edificios. Azafrán se pegó al muro al ver que una criatura monstruosa caía iluminada por la luz de gas. Llenó la calle por completo al caer a unas veinte varas de donde se encontraba el ladrón. De resultas del golpe, Azafrán cayó al suelo bajo una llovizna de piedras.

Agachó la cabeza para protegerse de las piedras y, luego, cuando la lluvia cesó, se puso de nuevo en pie.

Un dragón, cuyas alas se veían dañadas y salpicadas de manchas de sangre, recuperó rápidamente el pie en la calle, ladeando la enorme cabeza en forma de corazón primero a un lado y luego a otro. En los flancos marrones le faltaban escamas; era donde lo habían herido. El cuello y los hombros brillaban ensangrentados.

Azafrán reparó en que el muro de Baruk había desaparecido completamente. Los tocones asomaban de la tierra humeante. Un patio elevado señalaba la entrada posterior a la hacienda del alquimista. Dos estatuas habían sufrido también a causa del dragón, y sus piezas rotas yacían desparramadas ante las puertas.

El dragón parecía aturdido. Azafrán permaneció inmóvil. Había llegado el momento de moverse. Incrédulo ante su propia temeridad, el ladrón echó a correr hacia la calle que estaba tras la criatura, confiando en ganar la protección del jardín. Mantenía la atención puesta en el dragón, aunque sus pensamientos confiaran más en la moneda de la suerte que llevaba en el bolsillo.

Entonces, ante sus ojos, la criatura cambió de forma, despidiendo un fulgor cegador. Azafrán redujo el paso, luego se paró, incapaz de apartar la mirada. El corazón le latía con fuerza en el interior del pecho, tanto que parecía querer escapar. Cada vez que exhalaba le dolía. Su suerte, se dijo aterrorizado, había terminado.

El fulgor se desvaneció lentamente, y vio en la calle a un hombre gigante, embozado y cubierto con una capa.

Azafrán intentó moverse, pero el cuerpo no le obedecía. Al volverse el demonio, se abrieron sus ojos más y más. Sacó el monstruo un hacha del cinto. Sopesó el arma y dijo con voz cavernosa:

—¿Qué sentido tiene continuar con esto? —preguntó—. La emperatriz te permite escapar, señor. De nuevo te concede clemencia. Acéptala y márchate.

—Buena idea —susurró el ladrón. Entonces, frunció el entrecejo al ver que el demonio miraba más allá de donde él se encontraba.

Un hombre habló a su espalda.

—No vamos a seguir huyendo, Galayn.

Alguien puso una mano en el hombro de Azafrán y rompió el hechizo de inmovilidad que lo tenía atrapado. Azafrán se agachó a un lado y, tras escabullirse, levantó la mirada hacia unos ojos cambiantes de color añil que destacaban en un ancho rostro de piel negra.

—Ve, mortal —dijo el hombre de la melena plateada desenvainando el mandoble que colgaba entre sus omóplatos. La hoja negra casi parecía invisible, como si absorbiera toda la luz que hallaba a su paso.

—¡Te vi en la fiesta! —balbuceó Azafrán.

El hombre pestañeó, como si lo viera por primera vez.

—Portador de la moneda, nada has de temer —dijo con la sonrisa torcida—. Brood me ha convencido de que debo respetar tu vida, al menos de momento. Ve, hijo. —Volvió a clavar la mirada en el señor de Galayn—. Esto va a estar reñido.

—Conozco esa arma —dijo el demonio—. Es Dragnipurake. Y huelo el hedor de Tiama en ti, señor. En ti hay más de ella que de sangre tiste andii.

Azafrán recostó la espalda en lo que le pareció que eran los restos del muro de Baruk.

El demonio Galayn sonrió, enseñando los caninos, largos y curvos.

—La emperatriz recompensará tus servicios, señor. Sólo tienes que decir sí y podrá evitarse esta batalla.

Anomander Rake dio un paso hacia él.

—En guardia, Galayn.

El demonio atacó con un rugido espantoso, el hacha silbó al cortar el aire, envuelta la hoja en fuego azulado.

Rake trazó un círculo con la espada, bloqueó el hacha y se sumó a la inercia. Al pasar de largo la hoja doble, el tiste andii cayó sobre su oponente, echada atrás la espada, el pomo en la cadera. Con suma rapidez extendió la hoja. El demonio se agachó y, soltando una mano del mango del hacha, se esforzó por atrapar a Rake por el cuello. El tiste andii lo evitó al interponer el hombro.

Rake cayó con fuerza en el empedrado.

Entonces atacó el demonio, con el arma por encima de la cabeza.

Rake recuperó pie a tiempo de parar de nuevo la trayectoria del hacha con la hoja de la espada. El entrechocar del acero hizo temblar aire y suelo. El hacha del demonio relampagueó con intensa luz blanca, una luz que fluyó como el agua de una cascada. La espada de Rake, sumida en la oscuridad, parecía devorar las oleadas de luz que la alcanzaban.

Las losas de piedra que había bajo Azafrán temblaron como si se hubieran convertido en barro. Arriba en el cielo, las estrellas se movieron en espiral. Una fuerte sensación de náusea hizo que Azafrán cayera de rodillas.

Rake pasó al ataque, a lanzarse al tajo del arma negra que esgrimía. Al principio el demonio mantuvo el tipo, respondiendo a los furiosos ataques del contrincante con parada y respuesta del metal, luego cedió un paso, y otro. Rake redobló esfuerzos sin dar cuartel alguno.

—Por el pesar de la Madre —rugió entre golpe y golpe— se alumbró la luz. Para su pesar… tardó en comprender… su corrupción. Galayn… eres la víctima involuntaria… para el castigo… tan tardío.

El demonio cedió a los golpes; intentaba pararlos todos, y ya no contraatacaba. La luz que despedía el hacha había cedido también, se volvía tímida y la oscuridad la envolvía cada vez más. Con un quejido, el demonio se arrojó contra Rake. Al caer sobre el tiste andii, Azafrán vio una estela negra que surgía de la espalda del demonio y mordía la capa. El hacha saltó volando de las manos de la criatura, y la luz y el fuego que despedía se extinguieron al dar contra el suelo.

Con un chillido de horror, el demonio extendió las garras hacia la espada y se dejó atravesar por ella. Volutas de humo negro surgieron del arma y lo envolvieron. El humo dibujó torbellinos en el aire, se convirtió en cadenas, cadenas que se tensaron. El Galayn lanzó un grito de angustia.

Rake se puso de nuevo en pie y hundió la espada en el pecho del demonio hasta dar con el hueso. El demonio cayó de rodillas, con sus ojos negros clavados en los de Rake.

Las estrellas volvieron a quedar inmóviles; las losas de piedra a los pies del ladrón dejaron de moverse, aunque combadas y torcidas. Azafrán tragó saliva, con los ojos atentos al demonio. Parecía venirse abajo mientras las cadenas de humo negro se volvían más y más tensas, atrayendo a la criatura hacia la espada. Finalmente lo hizo de espaldas, y Rake hundió la punta de la espada hasta tocar el empedrado tras atravesar al demonio de parte a parte. El tiste andii cargó parte del peso de su propio cuerpo en la empuñadura, y Azafrán reparó en las manchas de sangre que tenía Rake en la ropa que cubría su hombro, donde le había alcanzado la mortífera caricia del demonio. Fatigado, el tiste andii se volvió al ladrón.

—Rápido —dijo ronco—. El alquimista corre peligro. Ahora no puedo protegerlo. Aprisa, portador de la moneda. ¡Corre!

Azafrán se dio la vuelta y echó a correr.

La muerte de Travale, tercero de la cábala, reverberaba aún en sus pensamientos. La bruja Derudan había inscrito un círculo de ceniza en el suelo, en mitad de la estancia. Con ayuda de Baruk, colocó en su interior los dos sillones de felpa, y ahí se había sentado, a fumar la pipa, mientras sus ojos oscuros no perdían detalle de las idas y venidas de Baruk.

Éste no estaba convencido de si debía o no entrar en el círculo de protección. Si bien ahí dentro estarían a salvo, rodeados por alta hechicería Tennes, no podrían contraatacar si Vorcan hacía acto de presencia. Es más, ciertos elementos eran capaces de penetrar las defensas de la magia. Sin ir más lejos, la otaralita, un mineral en forma de polvillo de las colinas Tanno de Siete Ciudades. Era poco probable que Vorcan dispusiera de ese material, dado que era hechicera suprema, pero a Baruk no le convenía verse en una posición en que no pudiera echar mano de la senda para defenderse de la asesina.

—Los de la cábala que han muerto —dijo lentamente Derudan—… eran tozudos, estaban convencidos de ser invencibles. Sin duda caminaron de un lado a otro, a la espera de la inminente llegada de su asesino.

Baruk se detuvo a responder, pero fue interrumpido por un grito inhumano y perfectamente audible, procedente del exterior. A ese grito siguió un golpe que hizo temblar los cristales de la ventana. El alquimista hizo ademán de dirigirse a la puerta.

—¡Aguarda! —voceó Derudan desde el círculo—. No quieras satisfacer la curiosidad, Baruk, pues seguro que Vorcan querrá aprovecharse de ella, ¿verdad?

—Se ha quebrado una salvaguarda —replicó Baruk—. Mis defensas han caído.

—Mayor razón para la cautela —advirtió Derudan—. Amigo, te lo ruego, reúnete aquí conmigo.

—Muy bien —suspiró Baruk, que se acercó a ella. La corriente de aire le alcanzó la mejilla izquierda. Derudan lanzó un grito de advertencia, al mismo tiempo que el alquimista se volvía a la puerta.

Vorcan, cuyos guantes relucían envueltos en una luz rojiza, se dirigió directamente a Baruk. Este levantó los brazos, plenamente consciente de que no llegaría a tiempo. En ese instante, sin embargo, irrumpió en la estancia otra figura, que surgió de la oscuridad para detener a la experta asesina con una lluvia de golpes. Vorcan retrocedió y luego golpeó al atacante.

Un grito agónico reverberó en la estancia. Baruk reparó en que quien lo había protegido era una mujer tiste andii. Se hizo a un lado cuando ella pasó de largo para caer primero al suelo y, luego, contra la pared, donde quedó inmóvil. El alquimista se volvió hacia Vorcan y vio que en una de sus manos había dejado de brillar la luz roja.

Con un gesto del brazo escupió toda la violencia de la hechicería, que adoptó la forma de un relámpago amarillo. Vorcan susurró un contrahechizo y la luz del relámpago fue enmudecida por una bruma rojiza que no tardó en desaparecer. A continuación, Vorcan dio un paso hacia él.

Baruk oyó a lo lejos que la bruja Derudan le voceaba algo. Pero eran los ojos de la maestra del asesinato lo que lo retenía, unos ojos capaces de destilar veneno. La facilidad con que había negado su poder revelaba que también era una hechicera consumada. Comprendió con claridad que lo único que podía hacer era aguardar a que le llegara la muerte.

Pero Baruk oyó un gruñido a su espalda, seguido por una exclamación ahogada de Vorcan. La empuñadura de una daga asomaba por el pecho de la asesina. Ceñuda, acercó la mano hacia ella, para arrancarla y arrojarla a un lado.

—Es todo cuanto… puedo hacer —oyó el alquimista que decía la mujer tiste andii desde el suelo—. Mis disculpas, señor.

Derudan apareció tras Vorcan. Cuando levantaba las manos y procedía a iniciar un encantamiento, Vorcan se dio la vuelta y algo que sostenía en la mano salió volando. La bruja gruñó y luego se desplomó en el suelo.

La angustia inundó por completo a Baruk. Con un mudo rugido, se arrojó sobre Vorcan. Ésta rió y se apartó a un lado, intentando tocarle con la mano que relucía. El alquimista se apartó, comprometido el equilibrio, pero logró evitar el mortífero tacto del guante; luego, trastabilló hacia atrás. Oyó de nuevo aquella risa, a su espalda.

A unas tres varas de Baruk se hallaba la puerta. El alquimista abrió unos ojos como platos al ver que estaba abierta. Vio allí a un joven, agazapado, con sendos objetos contundentes en las manos.

Esperaba sentir el contacto con Vorcan en cualquier momento, de modo que Baruk se arrojó al suelo. Vio al muchacho erguirse al mismo tiempo y extender el brazo derecho seguido del izquierdo. Al caer el alquimista, dos ladrillos pasaron volando por encima de su cabeza. Oyó que golpeaban a la mujer que estaba a su espalda; uno de ellos, de hecho, produjo un crujido. Un destello rojizo acompañó a ese sonido.

Al dar en el suelo, Baruk sintió que perdía todo el aire de los pulmones. Transcurrieron unos instantes agónicos mientras intentaba llenarlos de nuevo. Rodó hasta situarse boca arriba. Vio a Vorcan inmóvil a sus pies. El rostro del muchacho apareció entonces ante su mirada; tenía la frente bañada en sudor, y lo miraba ceñudo y preocupado.

—¿Alquimista Baruk? —preguntó.

El otro asintió.

—Estás vivo —suspiró el muchacho antes de sonreír—. Estupendo. Rallick me ha enviado a avisarte.

—La bruja —dijo Baruk al levantarse del suelo. La señaló—. Atiéndela, rápido.

Sintió que recuperaba fuerzas mientras observaba al joven acuclillarse junto a Derudan.

—Respira —informó Azafrán—. Tiene clavado una especie de cuchillo, parece que destila una especie de jugo. —Extendió la mano para tocarlo.

—¡No! —gritó Baruk. Asustado, Azafrán dio un respingo.

—Veneno —dijo el alquimista, que se puso en pie—. Ayúdame a acercarme a su lado, pronto. —Al cabo, se arrodilló junto a Derudan. Bastó un rápido vistazo para calibrar el alcance de sus sospechas. Una sustancia pegajosa cubría la hoja—. Paraltina blanca —dijo.

—Eso es de una araña, ¿no?

—Tus conocimientos me sorprenden, muchacho —alabó Baruk mientras ponía una mano en Derudan—. Por suerte, en esta casa hay un antídoto. —Masculló unas palabras, que precedieron a la aparición de un vial en su mano.

—Rallick me dijo que no había antídoto para la paraltina blanca.

—No es una información que yo vaya pregonando por ahí. —Baruk descorchó el vial y vertió el contenido en la garganta de la bruja, lo que la hizo toser. Cuando la respiración de Derudan recuperó la normalidad, Baruk se recostó, vuelto a Azafrán—. Parece que conoces bien a Rallick. ¿Cómo te llamas?

—Azafrán. Mammot era mi tío, señor. Lo vi morir.

Derudan pestañeó rápidamente hasta abrir por fin los ojos. Sonrió algo aturdida.

—Lo que veo me place —dijo en voz baja—, ¿verdad?

—Sí, amiga mía —respondió Baruk con una sonrisa—. Pero no puedo afirmar haber derrotado a Vorcan. Tal mérito recae por completo en Azafrán, sobrino de Mammot.

Derudan encaró al muchacho.

—Ah, estuve a punto de tropezar contigo esta noche. —La sonrisa desapareció de su rostro—. Siento lo de Mammot, hijo.

—Yo también —respondió él.

Baruk se levantó. Lanzó una maldición al ver que el cadáver de Vorcan había desaparecido.

—¡Ha huido! —se apresuró a acercarse a la mujer tiste andii y se agachó para examinarla. Estaba muerta—. Pronto sabré tu nombre —susurró—, y no lo olvidaré.

—¡Tengo que irme! —anunció Azafrán.

Baruk se preguntó a qué venía el repentino pánico que había asomado a los ojos del muchacho.

—Es decir, si todo está en orden aquí —puntualizó.

—Creo que sí —respondió el alquimista—. Azafrán, agradezco mucho la habilidad que tienes a la hora de arrojar ladrillos.

El joven se dirigió a la puerta. Allí se detuvo, y luego arrojó una moneda al aire. La atrapó y sonrió tenso.

—Ha sido cosa de la suerte, supongo.

Y se fue.

El capitán Paran permanecía sentado junto al lecho de Coll.

—Sigue dormido —dijo mirando a Whiskeyjack—. Proceda.

Kalam y los dos zapadores habían llegado apenas hacía unos minutos. Hasta el momento, pensó el suboficial, no habían sufrido bajas, aunque la armadura del capitán estaba hecha unos zorros y la mirada de su rostro al entrar en la habitación, con el cadáver de Lorn en brazos, advirtió a Whiskeyjack de que no debía sondear demasiado el estado de ánimo de Paran. El cadáver de la Consejera, inmóvil, pálida, ocupaba una segunda cama. Una extraña sonrisa curvaba sus labios inertes.

El sargento estudió a todos los presentes en la pequeña estancia, aquellos rostros que conocía tan bien y que lo observaban a su vez, esperando. Su mirada sostuvo la de Lástima, o Apsalar, tal como se hacía llamar ahora. No sabía qué le había hecho Mazo, pero era una mujer completamente distinta a la que había conocido. Menos y, de algún modo, mucho más. Incluso Mazo no estaba del todo seguro de lo que había hecho. Ciertos recuerdos y conocimientos habían sido liberados, y con ellos un conocimiento brutal. El dolor asomaba a la mirada de la mujer, un dolor cimentado en años de horror; no obstante, parecía tenerlo bajo control. Había encontrado un modo, una fuerza, para vivir con lo que había hecho. Sus únicas palabras al encontrarse fueron: «Quiero volver a casa, sargento».

No tenía objeción alguna que hacer al respecto, aunque se preguntaba cómo planeaba ella cruzar dos continentes y el océano que los separaba. Whiskeyjack extendió la mano hacia el paquete con huesos de antebrazo que descansaba en la mesa.

—Sí, señor —dijo en respuesta a la orden de Paran.

El sudor y la tensión podían respirarse en el ambiente. Whiskeyjack titubeó. Había tenido lugar una batalla en las calles de Darujhistan, y Ben el Rápido había confirmado la muerte del señor de los Galayn. De hecho, el mago de raza negra aún parecía conmocionado. El sargento suspiró al masajear la pierna recién curada; luego hundió en la mesa la punta del antebrazo.

El contacto se estableció de inmediato. La voz grave del Puño Supremo Dujek llenó la estancia.

—¡Ya era hora, Whiskeyjack! No te molestes en contarme lo del señor de los Galayn, que Tayschrenn ha caído inconsciente o algo así. Todos los que estábamos en el cuartel general pudimos oír su grito. De modo que Anomander Rake pudo con esa bestia. En fin, ¿qué más tienes que contarme?

Whiskeyjack miró a Paran; éste asintió con deferencia.

—La jugada de la Consejera Lorn ha fracasado —dijo el sargento—. Ha muerto. Tenemos aquí mismo su cadáver. Las encrucijadas siguen minadas, pero no hemos hecho explosionar la artillería, Puño Supremo, porque es más que probable que alcanzara las bolsas de gas que hay bajo la ciudad y nos convirtiéramos todos en ceniza. —Tomó aire antes de continuar, acusando una punzada en la pierna. Mazo había hecho todo lo posible, que había sido mucho, pero no le había curado del todo la herida, lo que le hacía sentirse frágil—. De modo que vamos a retirarnos, Puño Supremo.

Dujek guardó silencio, que al cabo rompió con un gruñido.

—Problemas, Whiskeyjack. Primero, estamos a punto de perder Pale. Tal como sospechaba, Caladan Brood ha dejado a la Guardia Carmesí cubriendo el norte, y marchó aquí con sus tiste andii. También trae con él a los rhivi, y a los barghastianos de Jorrick, que acaban de merendarse a las legiones doradas de los moranthianos. Segundo, y aún peor. —Todos oyeron cómo el Puño Supremo tragaba saliva—. Es muy posible que no falte ni una semana para que Siete Ciudades se declare en rebeldía. La emperatriz lo sabe. Algunos agentes de la Garra de Genabaris llegaron hará media hora buscando a Tayschrenn. Mi gente se les adelantó. Whiskeyjack, llevaba un mensaje de puño y letra de la emperatriz dirigido a Tayschrenn. Acabo de ser declarado rebelde por el Imperio. Ya es oficial, y Tayschrenn debía efectuar mi arresto y ejecución. Amigo mío, estamos solos.

Reinaba el silencio en la habitación. Whiskeyjack cerró los ojos un instante.

—Entendido, Puño Supremo. En ese caso, ¿cuándo marchamos?

—Parece que las legiones negras de Moranth están de nuestro lado, no me preguntes por qué. En fin, mañana por la noche tengo que entrevistarme con Caladan Brood y Kallor. Sospecho que tras la entrevista las cosas se decantarán de un lado o de otro. O bien nos deja marchar, o bien acaba con nosotros en la toma de Pale. Todo depende de lo que sepa acerca del Vidente Painita.

—En un par de días debemos reunimos con algunos elementos de las legiones negras de Moranth, Puño Supremo. Me pregunto cuánto elucubrarían sobre cuándo se dispuso este encuentro. En fin, el caso es que nos llevarán dondequiera que estés, sea donde sea.

—No —replicó Dujek—. Aquí podríamos estar bajo asedio. Los de Moranth os desembarcarán en la llanura Catlin. Sus órdenes son muy claras al respecto, pero si quieres puedes intentar darles contraórdenes.

El sargento hizo una mueca. No era muy probable que sirviera de nada.

—Pues será a la llanura Catlin. Aunque eso nos impedirá reunimos contigo antes.

El fulgor que envolvía los huesos tembló un instante y escucharon un estampido. Violín rió. Dujek acababa de dar un golpetazo a la mesa al finalizar la conversación.

Whiskeyjack lanzó al zapador una mirada furiosa.

—¿Capitán Paran? —aulló Dujek.

—Aquí me tienes, Puño Supremo —respondió Paran dando un paso al frente.

—Lo que me dispongo a decir va dirigido a Whiskeyjack, pero quiero que tú también lo oigas, capitán.

—Te escucho.

—Sargento, si quieres formar parte de mi ejército, será mejor que vayas acostumbrándote al nuevo orden. Primero, voy a poner a los Abrasapuentes bajo el mando del capitán Paran. Segundo, ya no serás sargento, Whiskeyjack, sino mi segundo al mando, lo cual conlleva ciertas responsabilidades. No quiero verte cerca de Pale. Y sabes que sé lo que me digo. ¿Capitán Paran?

—¿Sí?

—El pelotón de Whiskeyjack se ha ganado el derecho a licenciarse, ¿entendido? Si cualquiera de ellos elige reengancharse a los Abrasapuentes, por mí perfecto. Pero no quiero que haya recriminaciones de ningún tipo si cualquiera de ellos decidiera lo contrario. Confío en haber hablado con claridad.

—Sí, Puño Supremo.

—Y dado que Whiskeyjack acaba de terminar una misión y aún no se le ha asignado otra —continuó Dujek—, no va a tener más remedio que venirse conmigo, capitán.

Paran sonrió.

—De acuerdo.

—En fin, los de la legión negra de Moranth estarán al corriente de la situación para cuando os recojan, así que id con ellos.

—Sí, Puño Supremo.

Dujek gruñó.

—¿Alguna pregunta, Whiskeyjack?

—No —respondió el canoso veterano con cierto malhumor.

—Perfecto pues. Con un poco de suerte, hablaremos dentro de poco. El fulgor de los huesos se apagó.

El capitán Paran se volvió hacia los soldados. Contempló todos y cada uno de los rostros. Tenían que estar bajo mi mando. No podría haber encontrado nada mejor.

—Muy bien —dijo, hosco—, ¿quién está dispuesto a declararse en rebeldía y sumarse a los rebeldes de Dujek?

Trote fue el primero en levantarse, con una sonrisa fiera en la que enseñaba toda la dentadura. Lo siguió Ben el Rápido, Seto y Mazo.

Se produjo un silencio estrepitoso cuando Kalam hizo un gesto a Violín y se aclaró la garganta.

—Estamos con vosotros, sólo que no os acompañaremos. Yo y Violín, al menos.

—¿Podrías explicarnos a qué te refieres? —pidió Paran.

Pero fue Apsalar quien habló, lo que sorprendió a todos los presentes.

—No les resulta fácil, capitán. Y debo admitir que no estoy segura de saber lo que quieren, pero me acompañarán. De vuelta al Imperio. A casa.

Violín se encogió de hombros y, al levantarse, encaró a Whiskeyjack.

—Creemos que se lo debemos a la chica, señor —dijo. Acto seguido se volvió al capitán—. Y ya hemos tomado la decisión, señor, pero volveremos, a ser posible.

Divertido, Whiskeyjack hizo un esfuerzo por ponerse en pie. Al volverse para mirar a Paran, abrió unos ojos como platos. Ahí estaba Coll, incorporado en la cama.

Mmm —dijo Whiskeyjack señalándolo.

La tensión pudo cortarse con un cuchillo cuando, uno tras otro, todos los presentes se volvieron hacia Coll. Paran se acercó a él con una expresión de sincero alivio.

—¡Coll! Cuánto me… —De pronto calló, y luego añadió con voz más neutra—: Veo que llevas un rato despierto.

Coll paseó la mirada por los huesos clavados aún en la mesa.

—Lo he escuchado todo —admitió—. Dime, Paran, ¿estos soldados tuyos van a necesitar ayuda para salir de Darujhistan?

Rallick permanecía en la oscuridad, bajo los árboles del borde del claro. Por lo visto, su capacidad para frenar los efectos de la magia se había demostrado insuficiente. Lo había apartado del tocón una fuerza que parecía una mano gigante, la mano de un dios, segura, poderosa e inquebrantable. Había observado con asombro cómo la urdimbre de raíces se extendía sin trabas por todo el claro, en dirección al patio. Había oído el grito, luego regresaron las raíces con algo atrapado, una aparición con forma de hombre, que las raíces se llevaron sin más al fondo de la tierra.

Rallick había experimentado una peculiar sensación próxima a la euforia. Sabía con una certeza inexplicable que lo que ahí crecía tenía la razón y actuaba movido por la justicia.

Era nuevo, joven. A esas alturas, ahí de pie, observándolo, veía las ondas que transmitían los temblores, producidas bajo las capas angulares de la superficie geométrica. Hacía menos de una hora apenas era un tocón, ahora era una casa. Una puerta enorme aguardaba envuelta en sombras bajo el arco que formaba una rama. Las enredaderas sellaban las contraventanas. Un balcón colgaba en lo alto, a la izquierda de la puerta, engalanado con hojas y trepadoras. Conducía a una especie de torre que se alzaba sobre la segunda planta cubierta de ripias hasta la nudosa cima. Otra torre señalaba la parte frontal derecha de la casa; era más ancha y carecía de ventanas, y su techo llano estaba bordeado de merlones desiguales. Sospechaba que ese techo era una especie de terraza, a la que se accedía por medio de una trampilla de algún tipo.

El claro que rodeaba a la edificación también había sufrido cambios. Se había formado algún que otro montículo, como si el patio de la casa fuera un cementerio. Arboles jóvenes cercaban cada montículo cuadrilongo; crecían como si un viento invisible los apartara de la tierra herbosa. Las raíces habían arrastrado a la aparición al interior de uno de esos montículos.

Estaba en su derecho y actuaba con justicia. Estos conceptos reverberaron en la mente del asesino, cargados de un atractivo que transmitía una tranquilidad total a su corazón. Casi creyó sentir una afinidad con aquella casa recién nacida, como si lo conociera y lo aceptara.

La sabía vacía. Era otra cosa que sabía sin nada que lo indicara.

Rallick siguió observando cómo crecían las líneas de la casa, cada vez más definidas. Un olor a humedad, como a tierra removida, invadía el lugar. El asesino se sentía en paz.

Al cabo de un instante, oyó el rumor de las hojas a su espalda y se volvió para ver que Vorcan salía trastabillando de la espesura. Tenía el rostro manchado de sangre debido a un corte en la frente, y estuvo a punto de desmayarse en los brazos de Rallick.

—Tiste andii —dijo en un hilo de voz—. Me siguen. A la caza. ¡Quieren vengar un asesinato!

Rallick se volvió a la espesura. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad que reinaba en el claro, lograron reparar en el sigiloso movimiento que se producía entre los árboles, y que cada vez se acercaba más. Titubeó, con la mujer inconsciente en sus brazos. Luego se agachó, cargó a Vorcan a hombros, se dio la vuelta y echó a correr hacia la casa.

Sabía que la puerta se abriría para dejarle entrar, y así fue. Más allá había una antesala oscura y una entrada en arco que conducía a un salón que iba de parte a parte. Una ráfaga de aire dulce y cálido acarició a Rallick, que entró sin pensarlo dos veces.

Korlat, hermana de sangre de Serat, redujo el paso al acercarse a la peculiar casa. La puerta se había cerrado tras la presa. Llegó al borde del claro y se acuclilló. Sus compañeros en aquella partida de caza se reunieron lentamente a su alrededor.

—Korlat, ¿has convocado a Rake? —preguntó Horult tras maldecir entre dientes.

—Conozco desde hace mucho estas creaciones —respondió—. La casa mortuoria de Ciudad Malaz, Casaodhan en Siete Ciudades… Azath edieimarn, Pilares de la inocencia… Esta puerta no se abrirá para que podamos pasar.

—Pues cuando ellos quisieron entrar, sí se abrieron —dijo Horult.

—Hay un precedente. El azath escoge a los suyos. Así sucedió con la casa mortuoria. Escogió a dos hombres, uno que sería el emperador; otro que lo acompañaría. Kellanved y Danzante.

—Percibo su poder —susurró Orfantal—. Nuestro señor podría destruirlo, ahora, mientras aún es joven.

—Sí —se mostró de acuerdo Korlat—. Podría. —Guardó silencio unos instantes y luego se levantó—. Soy hermana de sangre de los caídos —dijo.

—Eres hermana de sangre —entonaron los otros.

—La búsqueda de venganza ha terminado —dijo Korlat—. Nuestro señor no será llamado. Dejad que se recupere. El azath no será tocado, puesto que es recién nacido, un niño. —Sus ojos de color castaño claro observaron lentamente a quienes la acompañaban—. La reina de Oscuridad habló así de Luz cuando nació: «Es nueva, y lo que es nuevo es inocente, y lo que es inocente es precioso. Observa a esta hija del portento y aprende lo que es el respeto».

Orfantal arrugó el entrecejo.

—Así sobrevivió Luz, y así terminó destruida Oscuridad, vencida la pureza, y del mismo modo pretendes que nos dejemos engañar, igual que le sucedió a nuestra reina. Luz se corrompió y destruyó nuestro mundo, Korlat, ¿o acaso lo has olvidado?

La sonrisa de Korlat estaba impregnada de tristeza.

—Alégrate por esos fallos, querida hermana, puesto que el de nuestra reina era la esperanza, y también lo es el mío. Ahora debemos marcharnos.

Con expresión benigna, Kruppe vio acercarse a Azafrán. Caminaba exhausto tras haber pasado buena parte de la noche corriendo de un lado a otro. Kruppe dio un codazo a Murillio y mariposearon los dedos en dirección al joven ladrón.

—El muchacho vuelve con una prisa indebida, pero temo las tristes noticias que Kruppe debe dar.

—Ha tenido una noche de perros —explicó Murillio. Se apoyó en el muro que rodeaba la hacienda de Simtal. Las calles seguían vacías, y los ciudadanos asustados y aturdidos tras los horrores de aquella noche.

Kruppe señaló a Engendro de Luna, que distaba una legua a poniente, lejos de las murallas que guardaban la ciudad.

—Menudo armatoste. No obstante, Kruppe se complace al ver que ha optado por partir. Imagínate, estando ella incluso las estrellas se apagaron, no había nada a excepción de la temida oscuridad.

—Necesito un trago —murmuró Murillio.

—Excelente idea —opinó Kruppe—. ¿Esperamos al muchacho?

La espera no fue larga. Azafrán los reconoció y dejó de correr como un loco.

—¡El Imperio ha raptado a Apsalar! —gritó—. ¡Necesito ayuda! —Se detuvo por fin ante Murillio—. Y Rallick sigue en el jardín…

Shh, shh. Tranquilo, muchacho. Kruppe conoce la ubicación de Apsalar. Respecto a Rallick, en fin… —Encaró la calle y sacudió los brazos—. ¡Disfruta de la brisa nocturna, Azafrán! ¡Ha empezado el año nuevo! Ven, demos un paseo los tres, ¡amos de Darujhistan! —Y tomándolos del brazo hizo ademán de empujarlos.

—Rallick ha desaparecido —dijo Murillio tras lanzar un suspiro—. Y ahora, en el jardín de Coll, hay una casa extraordinaria.

—Ah, cuánto han podido revelar tus palabras con tan sólo una frase. —Kruppe se inclinó sobre Azafrán—. Sin embargo, qué duda cabe de que la preocupación secreta de este muchacho concierne al destino de cierta bella joven, cuya vida fue salvada en última instancia por un noble vástago de nombre Gorlas. Salvada, sostiene Kruppe, de una tonelada de piedra en forma de pared. Fue heroico; tanto que la moza a punto estuvo de desmayarse de alegría.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Azafrán—. ¿A quién salvaron?

—Creo, querido Kruppe, amo de Darujhistan, que te refieres a la bella damisela equivocada —resopló Murillio.

—Y de bella, nada —afirmó Azafrán.

—Sólo tienes que preguntarle a los dioses, muchacho, y ellos te dirán que la vida no es precisamente bella. Y ahora, me gustaría saber si estás interesado en saber cómo ha sido para que la hacienda de dama Simtal se haya convertido esta noche en la hacienda de Coll. ¿O acaso tu mente está tan volcada en ese enamoramiento tuyo como para que ni los destinos de tus amigos más cercanos, incluido Kruppe, no te interesen lo más mínimo?

Azafrán se engalló.

—¡Pues claro que me interesan!

—En tal caso, la historia empieza, como siempre, con Kruppe…

—Así habló la Anguila —gruñó Murillio.