Se dice que la sangre de
matrona es como hielo traído a este mundo,
alumbramiento de dragones,
y este río del destino que fluye
y que trajo la luz a la oscuridad, la oscuridad a la luz,
revelando finalmente con fría, fría mirada
a los hijos del caos…
Hijos de T’matha
Heboric
Murillio se preguntó de nuevo por la herida de Rallick. Ya había llegado a la conclusión de que fuera cual fuese el polvillo amortiguador de magia utilizado por el asesino, había sido precisamente esa sustancia la responsable de la curación. Sin embargo, había perdido mucha sangre, y Rallick necesitaría tiempo para recuperar las fuerzas, tiempo del que no disponían. ¿Sería capaz el asesino de acabar con Orr?
En respuesta a esa pregunta, Murillio llevó la mano a la ropera que ceñía al costado. Recorrió la calle desierta, abriéndose paso entre la bruma que, como una capa incandescente, cubría las calles iluminadas por la luz de gas. Faltaban aún dos horas para el alba. Tal como dictaba la costumbre daru, las celebraciones de año nuevo empezarían al amanecer y se extenderían a lo largo del día, hasta bien entrada la noche.
Caminó por la ciudad silenciosa, como si fuera el último ser vivo en huir de los tumultos del pasado año, como si compartiera el mundo con los fantasmas que se había cobrado el año. Los Cinco Colmillos ocupaban su lugar en el antiguo ciclo, y en su lugar llegaba el año de las Lágrimas de Luna. Murillio se preguntó por los arcanos y oscuros significados de aquellos nombres. Un enorme disco de piedra en el Pabellón de la Majestad señalaba el ciclo de la edad y ponía nombre a cada año, regido por misteriosos mecanismos dinámicos.
De niño creía que la rueda giraba lentamente por medios mágicos a medida que transcurría el año, y que cada año nuevo se alineaba con el amanecer, ya estuviera el cielo cubierto o despejado. Mammot le había explicado en una ocasión que la rueda era, de hecho, una especie de máquina. Darujhistan la recibió hace un millar de años, obsequio de un hombre llamado Icarium. Mammot creía que Icarium tenía sangre jaghut. Según parece montaba un caballo jaghut, y un trell cabalgaba a su lado, lo que en opinión de Mammot constituía una prueba más que suficiente, eso por no mencionar aquella maravillosa rueda, ya que los jaghut eran conocidos por su destreza en ese tipo de creaciones.
Murillio se preguntó por el significado de los nombres que tenían los años. La estrecha relación entre los Cinco Colmillos y las Lágrimas de Luna encerraba una profecía, o eso aseguraban los videntes. Los colmillos del jabalí Tenneroca llevaban por nombre Odio, Amor, Risa, Guerra y Lágrimas. ¿Cuál de los colmillos había resultado determinante durante el año pasado? El título del año entrante servía a modo de respuesta. Murillio se encogió de hombros. No tenía mucha confianza en la astrología, que siempre juzgaba con cierto escepticismo. ¿Cómo alguien que había vivido hacía un millar de años, fuera jaghut o no, fue capaz de predecir todo aquello?
Aun así, tenía que admitir ciertas dudas. La llegada de Engendro de Luna arrojaba una nueva luz sobre el nombre del año entrante, y sabía que los estudiosos del lugar, sobre todo aquellos que se movían en los círculos de la nobleza, se habían convertido en un grupo inquieto e impaciente. Todo lo contrario de su actitud normal de altivez.
Murillio dobló una esquina al acercarse a la taberna del Fénix y tropezó con un hombre bajito y gordo vestido con una casaca roja. Ambos gruñeron, y las tres cajas enormes que llevaba el otro cayeron entre ambos, y se desperdigó su contenido al caer.
—¡Vaya, Murillio, menuda suerte la de Kruppe! Aquí termina tu búsqueda, en este húmedo y oscuro callejón al que ni siquiera las ratas asoman el hocico. ¿Qué? ¿Sucede algo, buen Murillio?
Éste contempló los objetos diseminados sobre el empedrado. Lentamente, preguntó:
—¿Para qué es todo esto, Kruppe?
Kruppe dio un paso y miró ceñudo las tres máscaras de delicada factura.
—Obsequios, amigo Murillio, ¿qué otra cosa iban a ser? Para ti y para Rallick Nom. Después de todo —añadió dedicándole una sonrisa beatífica—, la fiesta de dama Simtal requiere que dispongáis de la mejor artesanía, de los más sutiles diseños realizados con propósitos irónicos. ¿Crees que el gusto de Kruppe es lo bastante generoso? ¿Temes ser ridiculizado?
—Esta vez no vas a distraerme —gruñó el dandi—. Antes que nada, aquí no hay dos máscaras, sino tres.
—¡Por supuesto! —respondió Kruppe, que se agachó para recoger una de ellas. Sacudió las manchas de barro de la superficie pintada—. Ésta de aquí es la de Kruppe. Buena elección, sostiene Kruppe, no sin cierto aplomo.
—Tú no vas a ir —dijo Murillio.
—¿Cómo? Pues claro que Kruppe irá. ¿Acaso crees que dama Simtal haría acto de presencia, sabiendo que su amigo de toda la vida, Kruppe el Primero, no acudirá a su fiesta? Vaya, se marchitaría de vergüenza.
—¡Pero si ni siquiera la conoces!
—Eso no es relevante para la argumentación de Kruppe, amigo Murillio. Kruppe ha estado relacionado con la existencia de Simtal desde hace muchos años. Tal relación tan sólo se ve favorecida, no, mejorada, por el hecho de que ella no conoce a Kruppe, ni Kruppe la conoce a ella. Y, como postrer argumento, destinado a poner punto y final a esta discusión —y sacó de la manga un pergamino atado con una lazo de seda azul—, he aquí la invitación, firmada por la propia dama Simtal.
Murillio hizo ademán de arrebatársela de las manos, pero Kruppe ya la había devuelto al interior de la manga.
—Rallick te va a matar —dijo Murillio.
—Paparruchas. —Kruppe se puso la máscara—. ¿Cómo iba el muchacho a reconocer a Kruppe?
Murillio observó aquel cuerpo rechoncho, la ajada casaca roja, las bocamangas deshilachadas y los grasientos ricitos de pelo aplastados en la cabeza.
—Olvídalo —dijo con un suspiro.
—Excelente. Y ahora te ruego que aceptes estas dos máscaras, obsequios de vuestro amigo Kruppe. Se ha ahorrado un viaje, y Baruk no tendrá que esperar más a recibir cierto mensaje secreto que no debe ser mencionado. —Devolvió la máscara al interior de la caja y se giró para contemplar el cielo—. A la residencia del alquimista, pues. Buenas tardes, amigo…
—Aguarda un instante. —Murillio asió a Kruppe del brazo y lo obligó a volverse—. ¿Has visto a Coll?
—Claro. Disfruta de un profundo sueño reparador tras sus aventuras. Lo curaron mágicamente, eso me contó Sulty. Lo hizo un extraño. A Coll lo trajo a la ciudad otro extraño, que no es el mismo, que encontró a un tercer extraño que, a su vez, volvió acompañado de un quinto extraño acompañado por el extraño que curó a Coll. Así son las cosas, amigo Murillio. Sucesos extraños, no lo negarás. Y ahora, Kruppe debe despedirse. Buena suerte, amigo…
—Espera —gruñó Murillio. Se volvió para mirar a su alrededor. La calle seguía vacía cuando se acercó a medio paso de Kruppe—. He llegado a ciertas conclusiones, Kruppe. Rompecírculos se puso en contacto conmigo y eso fue definitivo. Sé quién eres.
—¡Aaaay! —exclamó Kruppe retrocediendo—. ¡En tal caso, no lo negaré! ¡Es cierto, Murillio, Kruppe no es sino dama Simtal, astutamente disfrazada!
—¡No es momento de bromas! Ni de distracciones. Eres la Anguila, Kruppe. Toda esa cháchara, todo esa facha de ratón espantado que gastas tan sólo forma parte del papel, ¿verdad? Tienes a media ciudad en el bolsillo, Anguila.
Con los ojos abiertos desmesuradamente, Kruppe se sacó un pañuelo de la manga y se secó el sudor que le empañaba la frente en forma de auténticos goterones que caían sobre el empedrado, seguido de inmediato por un torrente de agua que salpicó la piedra.
Murillio rompió a reír.
—Ahórrate esos hechizos infantiles, Kruppe. Hace mucho que te conozco, ¿recuerdas? Te he visto antes lanzar encantamientos. Has engañado a todo el mundo, pero a mí no me engañas. No voy a contarlo por ahí, no tienes que preocuparte por ello. —Sonrió—. Claro que si no lo cantas todo, aquí y ahora, es más que probable que me enfade.
Con un suspiro, Kruppe devolvió el pañuelo al interior de la manga.
—Inapropiado enfado —aseguró agitando una de sus manos, en la que mariposeaban los dedos gordezuelos.
Murillio pestañeó levemente aturdido. Se llevó una mano a la frente y arrugó el entrecejo. ¿De qué diantre estaban hablando? En fin, no podía ser nada importante.
—Gracias por las máscaras, amigo mío. Estoy convencido de que nos serán de mucha utilidad. —Su frente se arrugó aún más. Qué comentario más estúpido acababa de hacer. Ni siquiera estaba enfadado por el hecho de que Kruppe lo hubiera descubierto todo. O porque fuera a acudir a la fiesta. ¡Qué raro!—. Qué bien que Coll se encuentre mejor, ¿verdad? En fin —masculló—, será mejor que vaya a ver cómo anda Rallick.
Kruppe asintió con una sonrisa en los labios.
—Hasta la fiesta, pues, y te deseo todo lo mejor, Murillio, el mejor y más querido amigo de Kruppe.
—Buenas noches —respondió Murillio al tiempo que se volvía para desandar el camino. Notaba cierta falta de sueño; por lo visto, empezaba a acusar las noches que había pasado despierto hasta tarde. Eso sí era un problema—. Claro —murmuró para sí antes de echar a andar.
Cada vez más sombrío, Baruk estudió al tiste andii, que estaba sentado a sus anchas en el sillón situado frente a él.
—No creo que sea buena idea, Rake.
—Si lo he entendido correctamente —dijo el tiste andii, con una ceja enarcada—, la celebración contempla la posibilidad de llevar puesto un disfraz. ¿Temes acaso que demuestre mi mal gusto?
—No me cabe la menor duda de que tu atuendo será de lo más adecuado —respondió cortante Baruk—. Sobre todo, si escoges el disfraz de caudillo tiste andii para la fiesta. Lo que me preocupa es el concejo. No todos son igual de idiotas.
—Me sorprendería que lo fueran —admitió Rake—. De hecho, me gustaría que me señalaras a los más astutos. No veo cómo ibas a refutar mi sospecha de que hay miembros del concejo decididos a allanar el camino de la emperatriz, por un precio, claro. A cambio de poder, por ejemplo. Los nobles que participan de los tratos comerciales sin duda babean ante la sola idea de abrir el mercado al Imperio. ¿Voy muy desencaminado, Baruk?
—No —admitió hosco el alquimista—. Pero eso lo tenemos bajo control.
—Ah, sí. Lo que me recuerda mi otro motivo para acudir a esa fiesta de dama Simtal. Como dijiste, el poder de la ciudad se reunirá allí. Supongo que eso también incluye a los magos que forman parte de tu cábala de T’orrud.
—Algunos acudirán, sí —admitió Baruk—. Pero debo decirte, Anomander Rake, que tus tejemanejes con la Guilda de asesinos ha hecho que algunos de ellos se muestren reticentes ante nuestra alianza. No verían con buenos ojos tu presencia allí.
Rake respondió con una sonrisa.
—¿Hasta el punto de revelar dicha relación a los astutos miembros del concejo? No lo creo. —Se levantó con suma agilidad—. No, me gustaría asistir a esa fiesta. Mi pueblo no suele disfrutar de dichas celebraciones. Hay veces en que me canso de su adusta forma de ser.
Baruk clavó la mirada en el tiste andii.
—Sospechas que se producirá una convergencia, ¿verdad? Una reunión de poderes, como alfileres metálicos atraídos por un imán.
—Con tanto poder reunido en un mismo lugar, es más que probable, sí —admitió Rake—. Preferiría estar cerca en tales circunstancias. —Sostuvo la mirada de Baruk con ojos cuyo color osciló del verde al ámbar—. Además, si esta gala se ha anunciado tal como sugieres, sabrán de él los agentes que el Imperio tiene en la ciudad. Si pretenden atravesar el corazón de Darujhistan con una daga, no creo que vaya a presentarse una oportunidad mejor.
Baruk apenas logró contener un escalofrío.
—Han contratado más guardias. Si actuara una Garra del Imperio, tendrían que enfrentarse a unos cuantos magos de T’orrud. —Lo consideró unos instantes y, al cabo, sacudió la cabeza y añadió—: De acuerdo, Rake. Simtal te admitirá si te llevo de acompañante. ¿Llevarás un disfraz que resulte efectivo?
—Por supuesto.
Baruk se puso en pie y se acercó a la ventana. El cielo había empezado a clarear.
—Y así empieza —susurró.
—¿Qué empieza? —preguntó Rake, que se había acercado a su lado.
—El año nuevo —respondió el alquimista—. Adiós a los Cinco Colmillos. El amanecer que ves señala el nacimiento del año de las Lágrimas de la Luna.
Anomander Rake dio un respingo.
—Sí, lo sé —dijo Baruk, a quien no había escapado aquel sobresalto—. Una coincidencia inusual, aunque yo le daría poco crédito. Los títulos se establecieron hace un millar de años, por alguien que visitaba estas tierras.
Cuando Rake se pronunció, sus palabras surgieron en forma de furioso susurro.
—Los regalos de Icarium. Reconozco su estilo. Cinco Colmillos, Lágrimas de la Luna, la Rueda también es suya, ¿verdad?
Baruk ahogó una exclamación de asombro. Tenía en mente una docena de preguntas que hacer, pero el otro continuó hablando:
—En el futuro, te sugiero que prestes atención a los obsequios de Icarium, a todos sin excepción. Un millar de años no es tanto tiempo, alquimista. No tanto. Icarium me visitó por última vez hará ochocientos años, en compañía del trell Mappo y de Osric (u Osserc, tal como lo llamaban los fieles del lugar). —Rake sonrió con cierta amargura—. Creo recordar que Osric y yo discutimos, y sólo Brood pudo separarnos. Era una vieja disputa… —Sus ojos de almendra adoptaron una tonalidad grisácea. Guardó silencio, mientras permanecía sumido en el recuerdo.
Llamaron a la puerta y ambos se volvieron para ver entrar a Roald, que se inclinó ante ellos.
—Maese Baruk, Mammot ha despertado y parece encontrarse perfectamente. Además, su agente Kruppe ha entregado un mensaje verbal. Dice que lamenta no poder entregarlo en persona. ¿Quiere recibirlo ahora?
—Sí —respondió Baruk.
—La Anguila se pondrá en contacto la víspera de este día —repitió Roald tras inclinarse levemente—. En la fiesta de dama Simtal. La Anguila considera fascinante la perspectiva de compartir la información y de cooperar. Eso es todo.
—Excelente. —Baruk parecía muy satisfecho.
—¿Quiere que le traiga a Mammot?
—Si puede andar…
—Así es. Aguarde un instante. —Roald salió.
—Tal como dije —rió el alquimista—, ahí estará todo el mundo, y en este caso todo el mundo parece ser el término más apropiado. —Su sonrisa se hizo aún más pronunciada al ver la expresión intrigada de Rake—. La Anguila, señor mío. Maestro de espías en Darujhistan, el hombre sin rostro.
—Un enmascarado —apuntó el tiste andii.
—Si mis sospechas van bien encaminadas —dijo Baruk—, la máscara no ayudará mucho a la Anguila.
Se abrió de nuevo la puerta y entró Mammot, que por su aspecto rebosaba energía. Saludó a Baruk.
—Retirarse fue más sencillo de lo que esperaba —dijo sin mayores preámbulos. Luego clavó una mirada febril en Anomander Rake y sonrió antes de inclinar la cabeza levemente—. Saludos, señor. He estado esperando este encuentro desde que Baruk nos habló de la oferta de formar una alianza. Rake se volvió a Baruk con una ceja enarcada.
—Mammot forma parte de la cábala de T’orrud —explicó el alquimista, que enseguida se volvió de nuevo al anciano—. Nos tenías muy preocupados, amigo mío, entre otras cosas por la hechicería ancestral que envuelve al túmulo.
—Me vi atrapado un tiempo —admitió Mammot—, pero en los bordes más externos de la influencia de Omtose Phellack. Una atención latente se reveló como el método más eficaz de actuar, puesto que quien dentro se removía no reparó en mí.
—¿De cuánto tiempo disponemos? —preguntó tenso Baruk.
—Dos, quizá tres días. Incluso para un tirano jaghut, supone un esfuerzo tremendo volver a la vida. —Mammot reparó en la repisa—. Oh, ahí está la jarra de vino, como es costumbre. Espléndido. —Se acercó a la repisa—. ¿Tienes alguna noticia de mi sobrino, por cierto?
—No. ¿Debería? —preguntó ceñudo Baruk—. La última vez que lo vi fue… ¿Hace cinco años?
—Mmm. —Mammot estaba encantado con el vino y levantó la copa para mirarlo a contraluz—. En fin, Azafrán ha crecido un poco desde entonces, eso te lo aseguro. Espero que esté bien. La última vez que lo…
—¿Qué? —preguntó de pronto Baruk levantando la mano y dando un paso hacia él—. ¿Azafrán? ¡Azafrán! —El alquimista se rascó la frente—. Oh, ¡qué estúpido he sido!
—Ah, te refieres a ese asunto del portador de la moneda, ¿verdad? —preguntó Mammot, en cuya mirada brillaba la sabiduría.
—¿Lo sabías? —preguntó Baruk, sorprendido.
A un lado, con sus ojos gris carbón atentos a Mammot, Rake dijo en un tono peculiarmente neutro:
—Mammot, disculpa la interrupción. ¿Asistirás a la fiesta de dama Simtal?
—Pues claro.
—Muy bien —dijo Rake, que parecía esperar esa respuesta. Sacó del cinto los guantes de cuero—. Entonces hablaremos.
Baruk no tuvo tiempo de pensar en la súbita despedida de Rake. Fue el primer error que cometió ese día.
Sin dejar de gritar, una mujer con la cabeza afeitada y túnica larga franqueó las puertas a la carrera, con un jirón de pelo castaño ondeándole en la mano. La Consejera Lorn retrocedió para dejar pasar a la sacerdotisa. Se volvió para ver cómo ésta se arrojaba contra la muchedumbre. El festival había superado ya las murallas de Darujhistan, y la calle mayor de Congoja había sido tomada por el gentío. Allí había pasado la última media hora intentando abrirse paso a empellones hacia las puertas.
Con aire ausente acarició la espada ropera que llevaba colgada al hombro. El viaje al túmulo parecía haber perjudicado el ritmo de curación de la herida, y un dolor lacerante, frío como el hielo que cubría los túneles del interior del túmulo, se había instalado bajo el corte. Al ver a los dos guardias apostados en la puerta, se acercó con cautela.
Sólo uno de ellos pareció prestarle algo de atención, aunque apenas la miró de reojo antes de centrar de nuevo la atención en la muchedumbre de Congoja. Lorn entró en la ciudad sin el menor problema, como una viajera más de las que acudían a disfrutar de los festejos de la primavera.
Ya en el interior, la calle se dividía al pie de una colina chaparra, en cuya cima se alzaba un templo con su torre medio en ruinas. A su derecha, otra colina, coronada por un jardín, a juzgar por la ancha escalera que conducía a la cima, por la que asomaban las copas de los árboles, así como pendones y lazos atados a las ramas o a las lámparas de gas.
Lorn sabía dónde debía buscar; tenía esa capacidad innata e infalible. En cuanto hubo dejado atrás las colinas, pudo ver la muralla interna. El sargento Whiskeyjack y su pelotón se hallaban en algún lugar tras esa muralla, en la parte baja de la ciudad. Lorn continuó a caballo por entre la multitud, con una mano en la cintura, mientras con la otra se aplicaba un suave masaje a la herida.
El guardia de Congoja se apartó de la muralla en la que había estado apoyado y echó lentamente a andar en círculos. Se detuvo un instante para ajustarse el yelmo y correr la hebilla un agujero.
El otro guardia, un hombre ya veterano, bajito y con las piernas arqueadas, se acercó a él.
—¿Te ponen nervioso esos insensatos? —preguntó con una sonrisa torcida en la que había más agujeros que dientes. El primer guardia se volvió a la puerta.
—Hará un par de años casi tuvimos un motín aquí —comentó.
—Lo recuerdo —dijo el veterano—. Hubo que desencapuchar las alabardas y hacerles algún que otro rasguño. Enseguida se fueron con viento fresco, y no creo que hayan olvidado la lección. Yo en tu lugar no me preocuparía mucho. Éste no es tu puesto habitual, ¿verdad?
—No, sustituyo a un amigo.
—¿Qué turno tienes?
—De medianoche a la tercera campanada en la Barbacana del Déspota —respondió Rompecírculos. Volvió a ajustarse el yelmo con la esperanza de que ciertas miradas discretas hubieran reparado en el gesto. La mujer que había pasado por ahí hacía unos minutos coincidía perfectamente con la descripción de la Anguila. Rompecírculos sabía que no se equivocaba.
Había mirado al guerrero, vestida de mercenaria, intentando disimular las manchas de sangre de la herida del hombro. La mirada escrutadora de él había sido fugaz. Los años de práctica permitían que fuera suficiente. Había encontrado todo aquello que el mensajero de la Anguila le había pedido que buscara.
—Esa guardia es un infierno —dijo el veterano a su lado, antes de volverse a mirar con ojos entornados al parque del Déspota—. Toda la noche ahí plantado, de pinote hasta que llega el alba. —Sacudió la cabeza—. Esos cabrones nos hacen trabajar duro últimamente, con esas cosas que dicen de que el Imperio ha infiltrado agentes en la ciudad y eso.
—No irá a mejor —admitió Rompecírculos.
—Aún me quedan tres horas aquí; ¿crees que me darán un rato para reunirme con mi esposa y los niños en el festival? —El veterano lanzó un escupitajo—. De ninguna manera. El viejo Berrunte tiene la obligación de seguir vigilando mientras los demás lo pasan en grande en alguna jodida mansión.
Rompecírculos contuvo el aliento y luego suspiró.
—En la de dama Simtal, imagino.
—Esa misma. Esos cabrones de la concejalía, dándoselas de grandeza y envueltos en una nube de apestoso perfume. Y yo aquí, con llagas en los pies, quieto como una estatua.
Ante aquel golpe de suerte, Rompecírculos no pudo evitar sonreír. El siguiente destino de su compañero era, precisamente, el lugar al que la Anguila quería destinarlo. Es más, el veterano no paraba de quejarse debido a ello.
—Necesitan algunas estatuas —dijo—. Hace que se sientan seguros. —Se acercó a Berrunte—. ¿No le has dicho nada al sargento de las llagas?
—¿Y de qué iba a servir? —se quejó Berrunte—. Él se limita a dar órdenes, no tiene por qué escuchar a nadie.
Rompecírculos miró a la calle como si pensara en algo, luego puso la mano en el hombro del otro y lo miró a los ojos.
—Mira, yo no tengo familia. Para mí, el día de hoy no es muy distinto de los demás. Te sustituiré, Berrunte. La próxima vez que quiera disponer de unas horas libres, tú me cubres y listos.
Los ojos del veterano se empañaron de un sincero alivio.
—Nerruse te bendiga —dijo sonriendo de nuevo—. Trato hecho, amigo mío. ¡Vaya, pero si ni siquiera conozco tu nombre!
Rompecírculos sonrió y se lo dijo.
Con la fiesta en las calles, el interior del bar de Quip estaba prácticamente desierto. La Consejera Lorn se detuvo en el umbral y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra reinante. Llegaron a sus oídos algunas voces, acompañadas por los golpes secos de las cartas de madera.
Entró en una estancia de techo bajo. Una anciana desmelenada la observaba sin interés tras la barra. En la pared opuesta había una mesa, alrededor de la cual vio a tres hombres sentados. El cobre de algunas monedas lanzaba destellos a la luz de las lámparas, entre los charcos de la cerveza que habían derramado en la mesa. Todos ellos tenían las cartas en la mano.
El que estaba recostado en la pared, uno con un casco de cuero, levantó la mirada y reparó en Lorn. Al verla, le hizo un gesto para que ocupara una silla vacía.
—Siéntate, Consejera —dijo—. ¿Quieres unirte a la partida?
Lorn pestañeó y de inmediato disimuló la sorpresa con un encogimiento de hombros.
—No juego nunca —replicó al sentarse en la silla.
El hombre sentado examinaba la mano que le había tocado.
—No me refería a eso —dijo.
El que estaba sentado a su izquierda masculló:
—Se refería a un juego distinto, a eso se refería Seto.
Ella se volvió para observarlo fijamente. Estaba en los huesos, era bajito y tenía unas muñecas que causaban impresión.
—¿Y cómo te llamas, soldado? —preguntó en voz baja.
—Soy Violín. Y el que pierde hasta la camisa es Mazo. Te estábamos esperando.
—Eso me ha parecido entender —replicó secamente Lorn recostando la espalda en la silla—. Caballeros, vuestra inteligencia me tiene impresionada. ¿Anda cerca el sargento?
—Haciendo las rondas —respondió Violín—. Debería entrar por la puerta en unos diez minutos, más o menos. Nos alojamos en la habitación del fondo de esta ratonera. Justo contra la muralla.
—Yo y Seto cavamos un túnel bajo esa jodida muralla. Tiene dos varas de grosor en la base, la muy… Da a una casa abandonada en el distrito Daru —sonrió—. Es nuestra puerta trasera.
—Así que sois los saboteadores. ¿Y Mazo? Eres el sanador, ¿no?
Mazo asintió sin dejar de contemplar las cartas.
—Vamos, Violín —dijo—. Es tu juego; a ver con qué nueva regla nos sales.
Violín rebulló en la silla.
—El caballero de la Casa de Oscuridad actúa de comodín —explicó—. También es la primera carta en jugarse, a menos que tengas la Virgen de Muerte. Si puedes hacerte con ella, podrás abrir con la mitad del monte y doblar si ganas la mano.
Mazo jugó la Virgen de Muerte. A continuación, arrojó una solitaria moneda de cobre al centro de la mesa.
—Vamos a ello.
Violín le sirvió otra carta.
—Ahora nosotros apostamos, Seto, dos de cobre por barba y que del Supremo Infierno salga el Heraldo de Muerte.
Lorn observó el desarrollo de aquel extraño juego. Estaban utilizando una baraja de los Dragones. Increíble. Ese tipo, Violín, inventaba las reglas a medida que avanzaba la partida, y a pesar de ello se sorprendió prestando atención al modo en que las cartas se fundían unas con otras, formando una especie de urdimbre en la mesa. Fruncía las cejas, pensativa.
—Has hecho huir a ese Mastín con el rabo entre las piernas —dijo Violín señalando la última carta jugada en la mesa, junto a Mazo—. El caballero de la Oscuridad anda cerca, lo presiento.
—¿Y qué hay de esa condenada Virgen de Muerte? —refunfuñó el sanador.
—Ha enseñado los dientes. Echa un vistazo; la Cuerda está ahí mismo, ¿o no? —Violín sirvió una nueva carta—. Y ahí está el mismísimo dragón, con la espada humeando, negra como noche sin luna. Eso es lo que ha hecho huir al Mastín.
—Espera un momento —exclamó Seto colocando una carta encima del caballero de la Oscuridad—. Dijiste que el capitán de Luz se alzaba, ¿no?
Violín concentró su atención en la urdimbre.
—Tienes razón, Mazo. Cada uno de nosotros suelta dos de cobre automáticamente. Ese capitán ya está bailando en la sombra del caballero…
—Perdonadme —dijo Lorn en voz alta. Los tres se volvieron para mirarla—. ¿Posees el talento, Violín? ¿Puedes utilizar esa baraja?
Violín arrugó el entrecejo.
—Eso no es asunto tuyo, Consejera. Llevamos años jugando y nadie nos ha puesto un solo pero. Si quieres jugar, dilo. Voy a darte la primera carta.
Antes de que ella pudiera poner una excusa, Violín le sirvió una carta descubierta. Ella la observó con atención.
—Vaya, ¿no os parece extraño? —preguntó Violín—. Es el Trono, pero invertido. Nos debes diez de oro a cada uno, la paga de un año, menuda coincidencia.
Seto resopló.
—También resulta ser la misma cantidad que recibirán nuestras familias cuando se confirme nuestra muerte. Muchas gracias, Violín.
—Toma la moneda y cierra la boca, anda —soltó Violín—, que aún no hemos muerto.
—Yo aún tengo una carta en la mano —constató Mazo. Violín puso los ojos en blanco.
—Vamos a verla, pues. El sanador jugó la carta.
—El Orbe —rió Violín—. El Juicio y una visión verdadera que concluyen la partida. ¿Cómo íbamos a saberlo?
Lorn percibió una presencia a su espalda. Se volvió lentamente y tras ella vio a un hombre barbudo que le sostuvo la mirada con ojos grises, deslucidos.
—Soy Whiskeyjack —se presentó—. Buenos días, Consejera, y bienvenida a Darujhistan. —Encontró una silla vacía y la acercó a la mesa, donde se sentó junto a Seto—. Querrás un informe, ¿verdad? Aún estamos intentando establecer contacto con la Guilda de asesinos. Hemos llevado a cabo toda la labor de zapa, y está dispuesta para cuando recibamos la orden. Hasta el momento, hemos perdido a uno de los miembros del pelotón. En otras palabras, hemos tenido una suerte del carajo. Hay un montón de tiste andii en la ciudad pendientes de nosotros.
—¿A quién habéis perdido, sargento? —preguntó Lorn.
—A la recluta. Se llamaba Lástima.
—¿Muerta?
—Lleva días en paradero desconocido.
Lorn apretó la mandíbula para no soltar un juramento.
—¿De modo que no sabes si ha muerto?
—No. ¿Supone eso un problema, Consejera? Sólo era una recluta. Aunque la hubiera atrapado la guardia, poca cosa podría haberles contado. Además, no hemos oído nada a ese respecto. Es más probable que unos matones hayan dado cuenta de ella en un callejón oscuro, y eso que hemos recorrido un montón de ratoneras para dar con los asesinos de la Guilda. —Se encogió de hombros—. Es un riesgo con el que hay que vivir, nada más.
—Lástima era una espía —explicó Lorn—. Una espía consumada, sargento. No puedes dar por sentado que un matón acabó con ella. No, no ha muerto. Se oculta porque sabe que iremos a por ella. Llevo tres años tras su rastro. Quiero atraparla.
—Si hubiéramos dispuesto antes de esa información —dijo secamente Whiskeyjack—, podría haberse arreglado, Consejera. Pero te la guardaste, de modo que ahora el asunto corre de tu cuenta. —La observó con una mirada acerada—. Nos pongamos o no en contacto con la Guilda, haremos explotar las minas antes del alba y luego saldremos de aquí.
Lorn se levantó.
—Soy la Consejera de la emperatriz, sargento. A partir de este instante, esta misión queda bajo mi mando. Aceptarás mis órdenes. Toda esta independencia vuestra ha terminado, ¿entendido? —Por un instante, creyó ver un brillo triunfal en la mirada del sargento, pero al observarlo de nuevo tan sólo vio la furia que era de esperar.
—Entendido, Consejera —respondió Whiskeyjack—. ¿En qué consisten tus órdenes?
—Lo digo en serio, sargento —advirtió—. No me importa lo mucho que pueda molestarte. Ahora te sugiero que nos retiremos a un lugar más apartado. —Se levantó—. Tus hombres pueden quedarse aquí.
—Por supuesto, Consejera. Disponemos de la habitación del fondo. Por aquí.
Lorn extendió la mano sobre el cubrecama.
—Esto es sangre, sargento. —Y se volvió para mirarle atentamente mientras Whiskeyjack cerraba la puerta.
—Uno de mis hombres tuvo sus más y sus menos con un hechicero asesino tiste andii —explicó—. Se pondrá bien.
—Eso resulta sumamente extraño, sargento. Todos los tiste andii están con Caladan Brood en el norte —dijo con incredulidad—. ¿No pretenderás decir que el mismísimo señor de Engendro de Luna ha podido abandonar su fortaleza? ¿Con qué objeto? ¿Atrapar a los espías de Malaz? No seas ridículo.
—El cabo Kalam y el mago del pelotón sostuvieron una riña en los tejados con al menos media docena de tiste andii —replicó Whiskeyjack, ceñudo—. El hecho de que mis hombres sobrevivieran hace que resulte poco probable la presencia del señor de Luna en las cercanías de la reyerta, ¿no te parece, Consejera? Míralo así: Luna fondea al sur de la ciudad. Su castellano acuerda una alianza con los regentes de Darujhistan, y su primer empeño consiste en acabar con toda la Guilda de asesinos. ¿Por qué razón? Para impedir a la gente como nosotros ponerse en contacto con ellos y ofrecerles un contrato. Hasta este momento, lo cierto es que ha funcionado.
Lorn consideró unos instantes aquellas palabras.
—Si no podemos establecer contacto con la Guilda, ¿por qué no llevamos a cabo nosotros mismos los asesinatos? Antes de… bueno, de caer en desgracia, ese cabo, Kalam, se contaba entre los mejores agentes de la Garra. ¿Por qué no acabamos con los regentes de la ciudad?
El sargento se cruzó de brazos y apoyó el hombro en la pared de la puerta.
—Hemos pensado en ello, Consejera. Vamos un paso por delante de ti. Ahora mismo, uno de mis hombres negocia en nuestro beneficio para que trabajemos como guardias privados para uno de los notables que acudirán esta noche a una fiesta. Se dice que acudirá todo aquel que es alguien en la ciudad; me refiero a concejales, magos supremos y similares. Mis saboteadores tienen suficiente munición sobrante como para hacer que nadie pueda olvidar con facilidad esa fiesta.
Lorn combatía una creciente sensación de frustración. Por mucho que intentaba asumir el control, parecía ser que Whiskeyjack se las había apañado muy bien solo, sobre todo dadas las circunstancias. Tenía la sospecha de que ella no podría haberlo hecho mejor, aunque aún ponía en duda el papel de los supuestos tiste andii.
—¿Por qué motivo iba nadie a contratar a un puñado de extraños como guardias de seguridad? —preguntó finalmente.
—Ah, también habrá soldados de la ciudad. Lo que pasa es que ninguno de ellos es barghastiano —sonrió cínico Whiskeyjack—. Factor excitación, Consejera. Es de esas cosas que hacen babear a la nobleza. «Vaya, un enorme bárbaro tatuado mirándonos con los ojos muy abiertos. Qué emocionante, ¿verdad?». —Se encogió de hombros—. Es arriesgado, pero vale la pena jugársela. A menos, claro está, que se te ocurra una idea mejor, Consejera.
Captó el desafío en el tono de voz. De haberlo pensado antes, se habría dado cuenta de que el título y el poder no iban a intimidarlo. Él había servido junto a Dassem Ultor, y en plena batalla había discutido la táctica con la Espada del Imperio. Por lo visto, degradarlo al empleo de sargento no había bastado para acabar con él, al menos eso era lo que había averiguado tras constatar la reputación de los Abrasapuentes en Pale. No iba a titubear en cuestionar todas sus órdenes si encontraba un motivo para hacerlo.
—Sólido plan —alabó—. ¿Cómo se llama la hacienda?
—Pertenece a una mujer llamada dama Simtal. No conozco el nombre de la familia, pero todos parecen conocerla. Por lo visto es una auténtica belleza y tiene influencia en el concejo.
—Excelente —dijo Lorn ajustándose el broche de la capa—. Volveré dentro de un par de horas, sargento. Debo atender ciertos asuntos. Asegúrate de que todo esté a punto, incluidos los procedimientos de detonación. Si no os contratan, tendremos que procurarnos un modo de acudir a esa fiesta.
—Consejera.
Ya en la puerta, Lorn se volvió.
Whiskeyjack se dirigió a la pared opuesta y corrió un maltrecho tapiz.
—Este túnel desemboca en otra casa. Desde allí podrás entrar en el distrito Daru.
—No será necesario —respondió ella irritada por el tono condescendiente del suboficial.
En cuanto se hubo marchado, Ben el Rápido salió corriendo del túnel.
—Maldita sea, sargento, has estado a punto de hacerla tropezar conmigo.
—Ni hablar —replicó Whiskeyjack—. De hecho, me he asegurado de que no lo utilizara. ¿Se sabe algo de Kalam?
Ben el Rápido echó a andar por la pequeña estancia.
—Aún no, pero está a punto de perder la paciencia. —Se volvió al sargento—. Y así, ¿crees que lograste engañarla?
—¿Engañarla? —rió Whiskeyjack—. No he podido confundirla más.
—Paran dijo que la Consejera soltaría prenda —comentó Ben el Rápido—. ¿Lo ha hecho?
—No, aún no.
—Se complica la cosa, sargento. Mucho.
Se abrió la otra puerta y Trote entró por ella. Mostraba los dientes afilados en una expresión que podía estar a medio camino entre la sonrisa y la mueca.
—¿Buenas noticias? —preguntó Whiskeyjack. Trote asintió.
A medida que la tarde palideció, Azafrán y Apsalar continuaron aguardando en lo alto de la torre. De vez en cuando asomaban por el borde para observar los festejos. Había un punto frenético en el modo en que se movía la muchedumbre, como si bailara por pura desesperación. A pesar de la alegría por la llegada del año nuevo, la sombra del Imperio de Malaz planeaba sobre la ciudad. Con Engendro de Luna al sur, el lugar de Darujhistan entre ambas fuerzas resultaba obvio a ojos de cualquiera.
—De algún modo, Darujhistan parece más pequeña. Casi insignificante —susurró Azafrán mientras observaba a la gente moverse de un lado a otro como las aguas de un río.
—Pues a mí me parece enorme —replicó Apsalar—. Es una de las ciudades más grandes que he visto —dijo—. Tanto como Unta, creo.
La miró. Últimamente decía cosas raras, que no parecían propias de la hija del pescador de un modesto pueblo pesquero.
—Unta es la capital del Imperio, ¿verdad?
Al arrugar el entrecejo, le pareció más mayor.
—Sí. Aunque ahora que lo pienso nunca he estado allí.
—Entonces ¿cómo sabes lo grande o pequeña que es?
—No sabría decirte, Azafrán.
Posesión. Eso había dicho Coll. Dos conjuntos de recuerdos en una misma mujer, y el conflicto, que a medida que transcurría el tiempo empeoraba más y más. Se preguntó si ya habría aparecido Mammot. Por un instante casi lamentó haberse escapado de Meese e Irilta. Pero de nuevo el flujo de sus pensamientos volvió a lo que se avecinaba. Se sentó en la plataforma y recostó la espalda en el muro bajo. Observó luego el cadáver del asesino. La sangre había oscurecido al ardiente sol. Un reguero de gotas surcaba el suelo en dirección a la escalera. También el asesino del asesino había resultado herido. A pesar de todo, Azafrán no se sentía en peligro ahí arriba, aunque no sabía por qué.
Para tratarse del campanario de un templo abandonado, últimamente aquel lugar había servido de escenario a innumerables sucesos.
—¿Estamos esperando a que anochezca? —preguntó Apsalar.
Azafrán asintió.
—¿Luego iremos a por esa Cáliz?
—Así es. Los D’Arle acudirán a la fiesta de dama Simtal, de eso estoy seguro. La hacienda tiene un jardín enorme, casi podría llamarlo bosque. Llega hasta la pared posterior. Será muy fácil entrar.
—¿No llamarás la atención de los invitados?
—Todo el mundo irá disfrazado, así que yo también: de ladrón. Además, habrá cientos de personas. Quizá tarde una o dos horas, pero la encontraré.
—¿Y qué harás entonces?
—Ya se me ocurrirá algo —respondió Azafrán. Apsalar estiró las piernas y se cruzó de brazos.
—Se supone que yo tendré que esconderme entre los arbustos, ¿no?
—Puede que también hayan invitado a tío Mammot —respondió Azafrán encogiéndose de hombros—. En tal caso no habrá problemas.
—¿Y eso?
—Porque eso es lo que dijo Coll —replicó Azafrán, exasperado. ¿Cómo se supone que iba a decirle que alguien o algo la había poseído durante a saber cuánto tiempo?—. Daremos con un modo para llevarte a casa —explicó—. Eso quieres, ¿no?
Ella asintió lentamente, como si ya no estuviera segura del todo.
—Echo de menos a mi padre —se limitó a decir.
A juicio de Azafrán, Apsalar había pronunciado aquellas palabras como si quisiera convencerse a sí misma. La había mirado al llegar a lo alto de la torre, pensando que por qué no, y tenía que admitir que no era mala compañía. A excepción de aquel afán por preguntar, claro. Aunque de haber estado en su misma situación, eso de despertar a millares de leguas de casa… Debía de ser terrible. ¿Se hubiera mantenido él tan íntegro como ella parecía estarlo?
—Estoy bien —dijo ella observándolo—. Es como si algo en mi interior mantuviera las cosas en orden. No puedo explicarme mejor, pero es como una piedra llana y negra. Sólida y cálida. Siempre que empiezo a sentir miedo, me lleva a su interior. Y entonces todo vuelve a estar en su lugar. —Y añadió—: Lo siento, no pretendía decir que tú…
—No te preocupes —dijo él.
En las sombras de la escalera, Serat estudió a las dos figuras que asomaban por la plataforma. Hasta ahí había llegado. Abrió la senda Kurald Galain para trenzar una urdimbre defensiva a su alrededor. No más enemigos invisibles. Si la querían, tendrían que dar la cara. Y ella los mataría. En lo que al portador de la moneda y la chica respectaba, ¿adónde iban a escapar, subidos como estaban en lo alto de aquella torre?
Desenvainó las dagas y se preparó para el ataque. A lo largo de la escalera, una docena de encantamientos de protección cuidaban de su espalda. Que se acercaran por ahí resultaba imposible.
Dos puntas afiladas entraron en contacto con su carne. Una bajo la barbilla y otra bajo el omóplato izquierdo. La tiste andii permaneció totalmente inmóvil, y entonces escuchó una voz muy cerca del oído, una voz que reconoció.
—Advierte a Rake, Serat. Sólo recibirá una advertencia, y lo mismo va para ti. El portador de la moneda no debe sufrir daños. Ya se ha movido pieza; inténtalo de nuevo y morirás.
—¡Cabrón! —exclamó ella—. La furia de mi señor…
—Será fútil. Ambos sabemos quién envía este mensaje, ¿o no? Y como Rake bien sabe, no está tan lejos como lo estuvo en tiempos. —Se retiró la punta que amenazaba su cuello de modo que pudiera asentir, pero enseguida volvió a notarla—. Bien. Entrega este mensaje; espero que no tengamos que volver a vernos.
—No olvidaremos esto —prometió Serat, que temblaba de rabia. Por toda respuesta escuchó una risilla grave.
—Recuerdos al príncipe, Serat, de parte de nuestro amigo mutuo.
Desapareció la presión de las dagas. Serat exhaló un hondo suspiro y envainó las armas. Acto seguido, masculló un hechizo Kurald Galain y desapareció.
Azafrán dio un respingo al oír un extraño sonido procedente de la escalera. Muy tenso, asió los cuchillos.
—¿Qué pasa? —preguntó Apsalar.
—Shh. Espera. —El corazón le latía con fuerza en el pecho—. Me asusto por nada —se dijo relajando la tensión—. En fin, dentro de poco habremos salido de aquí.
Fue en la edad de un viento que recorría las llanuras herbosas bajo un cielo de estaño, un viento cuya sed acometía cualquier forma de vida, tenaz, implacable como una bestia que no tuviera conciencia de sí misma.
Forcejear a la estela de su madre: ésa fue la primera lección de poder de Raest. En la búsqueda del dominio que moldearía su vida, vio los muchos caminos del viento, la forma sutil con que esculpía la piedra durante cientos e incluso miles de años, y las tormentas que allanaban los bosques, y descubrió que el que más se acercaba a su corazón era el violento poder de la espectral furia del viento.
La madre de Raest había sido la primera en rehuir su deliberada formación de poder. Ella renegó de él en su cara al proclamar la separación de sangre y, por tanto, darle la libertad. No le importaba que el ritual hubiera acabado con ella. No tenía importancia. El que dominara debía aprender cuanto antes que quienes resistían sus órdenes debían ser destruidos. El fracaso no fue su recompensa, sino la de ella.
Mientras que los jaghut temían la comunidad, pues consideraban la sociedad como la cuna de la tiranía, tanto de la carne como del espíritu, y citaban su propia y sangrienta historia como ejemplo, Raest descubrió que ansiaba disfrutar de ella. El poder que tenía requería de súbditos. La fuerza siempre era relativa, y no podía dominarla sin la compañía de quienes eran dominados.
Al principio quiso subyugar a otros jaghut, pero lo que solía suceder era que acababan huyendo de él, cuando no se veía obligado a matarlos. Tales enfrentamientos tan sólo le proporcionaban una satisfacción pasajera. Raest reunió bestias a su alrededor, a las que doblegó a su voluntad. Pero la naturaleza se marchitaba y perecía estando en cautiverio, lo que suponía una vía para escapar de él que de ningún modo podía controlar. Furioso, convirtió las tierras en eriales, lo que supuso la extinción de innumerables especies. La tierra se resistió y su poder fue inmenso. Pero carecía de dirección y no pudo superar a Raest en su eterna marea. Suyo era el poder, un poder preciso en la destrucción, y de efecto penetrante.
Entonces, a su paso se cruzó el primero de los imass, criaturas que se enfrentaron a su voluntad desafiando la esclavitud y que, aun así, siguieron vivas. Criaturas capaces de albergar una esperanza lastimera e ilimitada. Para Raest no había habido nada que colmara su ansia de dominación tanto como aquellas criaturas, y por cada imass con el que acabó tomó a otro. Su nexo con la naturaleza era mínimo, puesto que los imass también jugaban el juego de la tiranía con sus tierras. No pudieron con él.
Dio forma a una especie de imperio, carente de ciudades pero plagado de los interminables dramas de la sociedad, de sus patéticas victorias y de los inevitables fracasos. La comunidad de esclavos imass medraba en aquel cenagal de la mezquindad. Incluso lograron convencerse a sí mismos de que poseían libertad, una voluntad propia, capaz de forjar su propio destino. Encumbraron a sus campeones y los derrocaron cuando los cubría la mortaja del fracaso. Discurrían en círculos infinitos que consideraban crecimiento, emergencia, conocimiento. Mientras, por encima de ellos, cual presencia invisible a sus ojos, Raest doblegaba su voluntad. Su mayor alegría era cuando los veía proclamarlo su dios, aunque no le conocían, y cuando construían templos para adorarle u organizaban sacerdocios cuyas actitudes imitaban la tiranía de Raest con tal ironía cósmica que el jaghut no podía sino sacudir la cabeza.
Debió de ser un imperio capaz de perpetuarse milenios, y el día de su muerte debió de decidirlo él mismo, cuando se hubiera cansado de todo. Raest jamás había imaginado que otros jaghut pudieran considerar aberrantes sus actividades, ni que estuvieran dispuestos a arriesgar su propia integridad, su propio poder, a favor de aquellos imass, que no eran más que estúpidas criaturas de corta vida. Pero de todo lo habido y por haber, lo que más sorprendió a Raest fue que cuando los jaghut llegaron, lo hicieron en gran número, en comunidad. Una comunidad cuyo único propósito era destruir su imperio y encerrarlo.
No estaba preparado para ello.
Aprendida la lección, y sin importarle lo que del mundo hubiera podido haber sido desde aquella última vez, Raest estaba preparado para cualquier cosa. Crujieron sus miembros al principio, le dolieron, sintió punzadas. El esfuerzo de salir de la gélida tierra lo incapacitó durante un tiempo, pero finalmente se sintió dispuesto a recorrer el túnel que desembocaba en una nueva tierra.
Preparación. Ya había iniciado los primeros movimientos. Sintió que otros habían acudido a él, que habían liberado los sellos y salvaguardas de la senda Omtose Phellack. Quizá aún vivían quienes le adoraban, fanáticos que habían ansiado procurar su liberación de generación en generación, y que quizá aguardaran su salida del túmulo en ese preciso momento.
Su prioridad era encontrar el finnest. La mayor parte de su poder estaba almacenado en la semilla, arrancado de él y guardado ahí por los jaghut que lo traicionaron. No lo habían llevado muy lejos, y no había nada que pudieran hacer para impedirle recuperarlo. Omtose Phellack ya no existía en la superficie de la tierra; sentía su ausencia como si fuera un vacío. Ahora ya no había nada capaz de oponerse a él.
Preparación. La piel cuarteada del rostro de Raest dibujó una sonrisa feroz, y al asomar los colmillos inferiores se desprendió la piel seca. El poderoso debía reunir otro poder, subyugarlo a su propia voluntad y después dirigirlo de forma infalible. Sus movimientos habían comenzado.
Chapoteó en el lodo que cubría el suelo fangoso del túmulo. Ante él se alzaba una pared sesgada que señalaba la barrera de la tumba. Más allá de la tierra caliza aguardaba un mundo a la espera de ser esclavizado. A un gesto de Raest, la barrera explotó hacia fuera. La brillante luz del sol centelleó en las nubes de vapor que lo envolvían y sintió la corriente de aire frío, estancado, que como él buscaba la libertad.
El tirano jaghut salió a la luz.
La gran cuervo Arpía sobrevolaba las colinas Gadrobi a merced de los vientos cálidos. El estallido de poder que lanzó al aire toneladas de roca y tierra a un centenar de varas de altura le arrancó un graznido. De inmediato alabeó, dispuesta a poner rumbo a una columna de vapor blanco de la que no apartaba la mirada.
Aquello, se dijo divertida, prometía ser muy interesante.
Un golpe de aire cayó sobre ella. Con un nuevo graznido, en esta ocasión furioso, Arpía se deslizó entre el caprichoso viento. Unas enormes sombras parecían flotar por encima de ella. Su furia se vio superada por una curiosidad inmensa. Batió sus alas y ganó altura de nuevo. En esa clase de asuntos, disponer de un punto de vista apropiado era fundamental. Arpía ascendió aún más, luego inclinó la cabeza y bajó la mirada. A la luz del sol las escamas de los cinco lomos despedían destellos iridiscentes, aunque de los cinco había uno que brillaba como el fuego. El poder de la hechicería recorría en forma de ondas la membrana de sus alas extendidas. Los dragones surcaban silenciosos el paisaje, cerrando sobre la humareda que escupía la tumba del jaghut. Los ojos negros de Arpía se clavaron en el dragón que brillaba rojo.
—¡Silanah! —graznó feliz—. ¡Dragnipurake, t’na Draconiaes! ¡Eleint, eleint! —Había llegado el día de los tiste andii.
Raest salió en una tarde bañada por la preciosa luz del sol. Las colinas de hierba dorada se alzaban sinuosas en todas direcciones, excepto en la que miraba él. Al este, tras una nube de polvo, se extendía una llanura vacía.
El tirano jaghut gruñó. Después de todo, aquello no había cambiado tanto. Levantó los brazos, sintiendo la caricia del viento en los músculos. Llenó de aire fresco, repleto de vida, los pulmones. Jugueteó un poco con su poder, satisfecho al constatar las respuestas atemorizadas que despertaba, respuestas que provenían de la necia vida que había bajo sus pies o que se ocultaba en la hierba, a su alrededor. Pero de la vida más elevada, con mayor concentración de poder, nada percibió. Raest dirigió los sentidos hacia el suelo, en busca de lo que allí moraba. La tierra y el lecho de roca, la indolente y fundida oscuridad, abajo, más abajo hasta encontrar a la diosa durmiente, joven en comparación con el tirano jaghut.
—¿Debo despertarte? —susurró—. No, aún no. Pero te haré sangrar. —Y crispó en un puño la mano derecha.
Infligió dolor a la diosa al hundir el puño en el lecho de roca, sintió el calor de la sangre, suficiente como para sacudirla, pero no para despertarla.
La línea que al norte dibujaban las colinas se alzaba al cielo. El magma era escupido entre una columna de humo, roca y ceniza. La tierra tembló cuando el estruendo de la erupción le alcanzó como una bofetada de aire caliente. El tirano jaghut sonrió.
Observó el contorno quebrado y respiró el denso aire cargado de sulfuro, antes de darse la vuelta y encaminarse a poniente, hacia la colina más alta que había en esa dirección. El finnest se hallaba más allá, a unos tres días de camino. Consideró la posibilidad de abrir la senda, pero decidió esperar hasta haber ganado la cima de la colina. Desde ese punto privilegiado, podría calcular mejor la ubicación del finnest.
A medio camino colina arriba oyó una risa lejana. Raest se enderezó cuando de pronto el día se apagó a su alrededor. Enfrente de él vio surgir cinco enormes sombras que habían ascendido por la ladera de la colina y que en ese momento desaparecían por la cima. Volvió la luz del sol. El tirano jaghut levantó la mirada al cielo.
Cinco dragones volaban en perfecta formación, inclinada la cabeza para observarlo mientras giraban para dirigirse de vuelta hacia él.
—Estideein eleint —susurró en lengua jaghut. Cuatro de ellos eran negros, con las púas plateadas y las alas negras, dos a cada lado del quinto dragón, rojo éste, dos veces más grande que los otros—. Silanah Alasrojas —masculló con los ojos muy abiertos—. Nacidos de ancestrales y de sangre tiam, lideráis a los soletaken, cuya savia es ajena a este mundo. ¡Os siento! —Levantó los puños al cielo—. Más fríos que el hielo nacido de mano jaghut, oscuros como la ceguera. ¡Yo os siento!
Bajó los brazos.
—No me atosiguéis, eleint. No puedo esclavizaros pero os destruiré. Tenedlo en cuenta. Os conduciré al suelo, a todos y cada uno de vosotros, y con mis propias manos os arrancaré el corazón del pecho. —Entornó los ojos, atento ahora a las evoluciones de los cuatro dragones negros—. Soletaken. Me desafiaréis por orden de otro. Lucharéis conmigo sin tener motivos propios. Ah, pero si yo hubiera de mandaros no malgastaría vuestras vidas en vano. Yo os estimaría, soletaken. Os daría causas en las que vale la pena creer, las verdaderas recompensas del poder os mostraría. —Raest frunció el ceño cuando la mofa de los dragones alcanzó su mente—. Así sea.
Los dragones sobrevolaron su posición a baja altura, en silencio, girando de nuevo y desapareciendo tras las colinas hacia el sur. Raest extendió los brazos y desató la senda. La carne se abrió cuando el poder fluyó en su interior. Se desprendió la piel de los brazos como si fuera ceniza. Sintió y oyó las colinas crujir a su alrededor, el quiebro de la piedra, la protesta del risco. Por doquier los horizontes se hicieron borrosos cuando se alzaron columnas de polvo hacia el cielo. Y se volvió hacia el sur.
—¡He aquí mi poder! ¡Venid a mí!
Transcurrió largo rato. Miró ceñudo las colinas que tenía ante sí, luego gritó y se volvió hacia la derecha justo cuando Silanah y los cuatro dragones negros, apenas a tres varas del suelo, asomaron por la cima de la colina a la que estaba subiendo.
Raest aulló ante el torbellino de poder que lo sacudió, los ojos hundidos, clavados en la mirada negra, vacía y mortífera de Silanah, en aquellos ojos que eran tan grandes como la cabeza del jaghut, mientras el dragón se abatía sobre él con la rapidez de una víbora. Ahí estaba Raest, observando la garganta de la bestia, cuyas fauces abiertas parecían cada vez más y más cerca.
Gritó por segunda vez y descargó todo su poder.
El aire explotó cuando chocaron las sendas. Fragmentos de roca saltaron volando en todas direcciones. Starvald Demelain y Kurald Galain guerrearon con Omtose Phellack en una vorágine de voluntades. La vegetación, la roca y la tierra se tornaron ceniza a su alrededor, y en medio de todo estaba Raest, cuyo poder rugía en su interior. La hechicería de los dragones laceraba su cuerpo y se abría camino hacia la carne marchita.
El tirano jaghut esgrimió el poder como si fuera una hoz. La sangre salpicó el suelo como lluvia macabra. Los dragones chillaron.
Una oleada de fuego incandescente, sólida como un puño crispado, alcanzó a Raest en el costado derecho. Saltó despedido en el aire profiriendo un grito de dolor, para caer en un banco de ceniza. El fuego de Silanah lo arrasó y ennegreció la carne que le quedaba. Pero el tirano se puso en pie; su cuerpo temblaba de forma descontrolada, sacudido por la hechicería que bullía en su mano derecha.
El suelo sufrió una sacudida cuando el poder de Raest cayó sobre Silanah, tras lo cual el dragón bajó dando tumbos por la ladera de la colina. El rugido exultante del tirano se vio interrumpido cuando unas garras del tamaño de un antebrazo le presionaron la espalda; otras garras se sumaron a las primera e hicieron crujir sus huesos como si fueran leña. Cuando el segundo dragón lo alcanzó, más garras y zarpas agarraron su cuerpo.
El tirano forcejeó indefenso mientras las garras lo levantaban en el aire, dispuestas a despedazarlo. Dislocó su propio hombro con tal de hundir los dedos en una de las escamas. Al contacto, Omtose Phellack recorrió la pata del dragón, destrozó su hueso e hizo brotar la sangre. Raest rió cuando las garras lo soltaron y se vio arrojado al vacío. Al dar contra el suelo le crujieron más huesos pero no importaba. Su poder era absoluto, la nave que lo había llevado tenía poca importancia. Si era necesario, el tirano podía encontrar otros cuerpos, cuerpos a millares.
Se puso de nuevo en pie.
—Y ahora —susurró—, os daré la muerte.