Esta ciudad azul
oculta bajo el sayo
una mano encubierta
que aferra, como piedra,
una hoja emponzoñada
por Paralt, el de ocho miembros.
Es el mortífero dardo,
trecho de dolor
que marca el postrer aliento.
Desafía esta mano
el tejido de la hechicería,
y sacude los hilos
de la mortífera amenaza de la araña.
Esta mano, que bajo
el sayo de la ciudad azul,
inclina para sí
el manso equilibrio de poder.
La conspiración
Giego Galan (n. 1078)
El sargento Whiskeyjack se acercó a la cama.
—¿Seguro que te encuentras mejor? —preguntó a Kalam. El asesino, con la espalda recostada contra la pared, apartó la mirada de los largos cuchillos cuyas hojas afilaba.
—No tenemos muchas opciones, ¿verdad? —Y continuó afilando las armas. Whiskeyjack parecía cansado debido a la falta de sueño. Ben el Rápido permanecía acuclillado en una esquina de la salita. Tenía un trozo de tela en las manos y los ojos cerrados.
En la mesa, Violín y Seto habían desmontado la enorme ballesta. Ambos permanecían sentados, limpiando y examinando todas las piezas que la componían, pensando en el combate que les esperaba.
Whiskeyjack compartía la convicción. Cada hora transcurrida atraía un poco más a los muchos cazadores que andaban tras ellos. De éstos era a los tiste andii a quienes más temía. El suyo era un buen pelotón, pero no tanto.
Junto a la ventana se hallaba Trote, apoyado en la pared y con los brazos cruzados. Recostado en esa misma pared dormía Mazo, cuyos ronquidos resonaban en toda la estancia.
El sargento volvió la atención hacia Kalam.
—¿No es demasiado arriesgado?
—No hay motivo para que él se deje ver —explicó el asesino después de asentir—. La última vez los arrasaron. —Se encogió de hombros—. Volveré a intentarlo en la taberna. Como mínimo, habrá allí alguien que repare en mí y avise al Gremio. Si logro hablar con ellos antes de que me maten, tenemos una posibilidad. No es mucho, pero…
—Pero habrá que contentarse con eso —concluyó la frase Whiskeyjack—. Tienes la mañana. Si no apareces —dijo volviéndose a Violín y Seto, quienes cruzaron la mirada con él—, haremos explotar la encrucijada. Causaremos daños, los perjudicaremos.
Ambos saboteadores sonrieron para sí.
El largo silbido de frustración de Ben el Rápido llamó la atención de todos los presentes. El mago había abierto los ojos. Arrojó al suelo el jirón de tela; lo hizo con desprecio.
—Nada bueno, sargento —dijo—. No encuentro a Lástima por ningún lado.
Kalam maldijo entre dientes y hundió los cuchillos en sus respectivas vainas.
—¿Y qué significa eso? —preguntó Whiskeyjack al mago.
—Lo más probable es que haya muerto —respondió Ben el Rápido. Señaló el retal—. Con eso, es imposible que la Cuerda pueda esconderse de mí. No si aún posee a Lástima.
—Quizá cuando se lo dijiste cayó en la cuenta de a qué te referías —aventuró Violín—. Habrá preferido recoger las ganancias y abandonar el juego.
—La Cuerda no nos teme, Violín —aseguró Ben el Rápido torciendo el gesto—. Vuelve a poner los pies en la tierra, ¿quieres? Si acaso, se nos echa encima. Tronosombrío debe de haberle contado a estas alturas quién soy o, más bien, quién fui. No es asunto de la Cuerda, pero es posible que Tronosombrío insista. A los dioses no les gusta que los engañen. Sobre todo cuando uno se las apaña para hacerlo dos veces. —Se puso en pie y estiró la espalda—. No lo entiendo, sargento. Me siento perdido.
—¿La abandonamos? —preguntó Whiskeyjack.
—Podríamos hacerlo, sí. —Ben el Rápido guardó unos instantes de silencio y caminó hacia él—. Todos deseábamos equivocarnos respecto a ella —dijo—, pero lo que Lástima hacía no tenía nada de humano. En lo que a mí concierne, me alegro.
—Odiaba pensar que ese demonio pudiera ser de carne y hueso —admitió Kalam sentado aún en la cama—, un ser humano de rostro tan gris como el de cualquiera. Sé, Whiskeyjack, que tenías tus motivos para querer que fuera así.
Ben el Rápido se acercó más al sargento.
—Te mantiene cuerdo cada vez que ordenas morir a alguien —dijo—. Eso lo sabemos todos, sargento. Y seríamos los últimos en sugerir que pueda haber otro modo que, quizá, no se te haya ocurrido.
—Vaya, me alegra oír eso —gruñó Whiskeyjack. Paseó la mirada por la estancia y vio a Mazo tan despierto y expectante como el resto—. ¿Alguien más tiene algo que decir?
—Yo —respondió Violín, que se encogió un poco al ver la mirada del sargento—. Bueno, tú mismo acabas de preguntarlo, ¿no?
—Pues venga, escúpelo.
Violín irguió la espalda en la silla y se aclaró la garganta. Seto le dio un codazo en las costillas cuando se disponía a hablar. Después de mirarlo ceñudo, lo intentó de nuevo.
—La cosa está así, sargento. Nosotros no tenemos que dar órdenes, así que es posible que pienses que para nosotros es más fácil. Para nosotros, todos ellos vivían, respiraban. Eran amigos. Cuando mueren, duele. Pero tú no dejas de decirnos que el único modo de evitar enloquecer es mantenerte al margen, distante, para que luego cueste menos, para que cuando tengas que dar órdenes puedas hacerlo sin más, y para que cuando mueran no te duela. Pero, maldita sea, cuando despojas a todo el mundo de la humanidad, también te privas de la tuya. Eso puede volverte loco, tanto como cualquier otra cosa. Es ese dolor lo que a nosotros nos hace seguir adelante, sargento. Y quizá no lleguemos a ningún lado, pero al menos no andamos huyendo todo el tiempo.
Se hizo el silencio en la estancia. Entonces Seto dio un golpe a Violín en un brazo.
—¡Diantre! ¡Pero si ahora va a resultar que tienes cerebro ahí dentro! ¿Cómo te las has apañado para engañarme todos estos años?
—Sí, será eso —replicó Violín, que puso los ojos en blanco, vuelto a Mazo—, ¿y quién es el que se ha chamuscado el pelo tantas veces que ahora no tiene más remedio que ponerse un casco de cuero, eh?
Mazo rompió a reír, pero ni la risa ni aquellos comentarios lograron disipar la tensión. Todos observaban al sargento. Lentamente Whiskeyjack estudió con atención a todos los miembros del pelotón. Vio el cariño en sus ojos, la franca oferta de amistad que él había pasado años conteniendo. Todo ese tiempo los había estado apartando de sí, apartando a todo el que se le acercara, lo que no iba a impedir a ninguno de esos cabrones tozudos seguirle a cualquier lado.
Después de todo resultaba que Lástima no era humana. Su convicción de que todo cuanto había hecho cabía dentro de los parámetros de un ser humano parecía tambalearse a la luz de cuanto habían averiguado. Se tambaleaba pero no se derrumbaba. Había visto muchas cosas en la vida. A la luz de la historia de la humanidad lo cierto era que no había recuperado la fe, ni podía alejar el recuerdo de todos los infiernos que vio en la vida.
Aun así, llegaba un momento en que algunas de las cosas a las que había dado la espalda perdían su razón de ser, cuando el constante embate del mundo despojaba su propia insensatez de cualquier motivo al que aferrarse. Estaba, finalmente y al cabo de todos aquellos años, entre amigos. Costaba admitirlo, y comprendió que la perspectiva de hacerlo incluso le impacientaba.
—De acuerdo —gruñó—, ya está bien de tanto hablar. Tenemos trabajo que hacer. ¿Cabo?
—¿Sargento? —respondió Kalam.
—Prepárate. Tienes toda la mañana para restablecer contacto con la Guilda de asesinos. Entre tanto, quiero que todo el mundo tome las armas y les pase un buen paño. Reparad las armaduras. Habrá una inspección, y si encuentro una sola jodida cosa que no me guste, sabréis lo que es vivir en el infierno. ¿Entendido?
—Creo que lo hemos entendido —respondió Mazo, sonriente.
La herida de Coll se había abierto media docena de veces desde que empezaron el viaje, a pesar de la calma con que lo tomaron. Había encontrado un modo de sentarse en la silla, inclinado el peso a un lado, cargado sobre la pierna buena, y desde la mañana la herida no había vuelto a abrirse. Lo incómodo de aquella postura le provocaba calambres y dolores.
Paran reconocía el malhumor cuando lo tenía delante. Aunque eran conscientes de que se había establecido un vínculo entre ambos, cómodo y sin pretensiones, apenas cruzaron palabra mientras la herida de Coll siguió constituyendo una fuente de preocupación.
Toda la pierna izquierda de Coll, desde la cadera —donde la herida le había mordido— hasta el pie, había adquirido un color pardo por la caricia del sol. La sangre seca manchaba las junturas de las placas superiores de la pierna, así como la rodillera. A medida que se hinchaba el muslo, se vieron obligados a cortar el forro de cuero que había bajo la placa.
Se les había negado la ayuda en la guarnición apostada en el puente de Catlin, puesto que el único cirujano destinado allí dormía la mona tras una de sus habituales «malas noches». Sin embargo, les habían proporcionado vendajes, y eran éstos, empapados ya en sangre, los que en ese momento cubrían la herida.
Circulaba un tránsito escaso en Congoja de Jatem, a pesar de que las murallas quedaban al alcance de la vista. La marea de refugiados procedente del norte había cedido ya, y quienes se acercaban con motivo de los festejos de Gedderone ya se hallaban en la ciudad.
Al acercarse a Congoja, Coll abandonó el estado de sueño inconsciente en el que llevaba sumido las últimas horas. Tenía el rostro blanco como la cera.
—¿Es la puerta de Congoja? —preguntó ronco.
—Eso creo —respondió Paran, puesto que recorrían un camino que llevaba aquel extraño nombre—. ¿Nos permitirán pasar? —preguntó—. ¿Llamarán los guardias a un cirujano?
Coll sacudió la cabeza.
—La taberna del Fénix. Llévame a la taberna del Fénix. —Y volvió a agachar la cabeza.
—De acuerdo, Coll. —Mucho le sorprendería que los guardias les dejaran pasar. Tenía que pensar en algo que contarles, aunque lo cierto era que Coll no había soltado prenda respecto al motivo de la herida—. De veras confío en que encontraremos a alguien en esa taberna del Fénix capaz de curarte —masculló. Su compañero de viaje tenía muy mal aspecto. Paran observó las puertas de la ciudad. Ya había visto lo suficiente como para comprender por qué la emperatriz se había empeñado en conquistarla—. Darujhistan. —Suspiró—. Diantre, pero si pareces una joya.
Rallick ganó un palmo más en su ascenso. Temblaba de puro cansancio. De no haber sido por las sombras que cubrían ese lado del campanario, haría un buen rato que lo hubieran visto ahí subido. Sin embargo, no podría permanecer oculto mucho más.
En la oscuridad, subir por las escaleras hubiera supuesto un suicidio. Seguro que Ocelote había colocado trampas en todo el recorrido, pues era precavido a la hora de proteger la posición.
Eso si es que lo encontraba ahí arriba, pensó Rallick. De lo contrario, Coll corría peligro. Era imposible saber si habría llegado ya a la ciudad, y el silencio procedente de la parte superior del campanario no indicaba nada. Hizo una pausa para recuperar el resuello y levantó la mirada. Faltaban tres varas, las más duras. Estaba tan cansado que lo único que podía hacer era mantenerse ahí aferrado. No tenía fuerzas para acercarse en silencio. Su única esperanza residía en que Ocelote volcara toda su concentración hacia el este, mientras él ascendía por la cara oeste de la torre del campanario.
Tomó aire y extendió la mano en busca de otro saliente.
Los transeúntes se detenían para observar a Paran y Coll, que se movían lentamente por Congoja en dirección a la puerta. El capitán los ignoró, así como las preguntas que le formularon, y centró su atención en la pareja de guardias apostados en la puerta. Éstos los habían visto ya, y aguardaban a que llegaran a su altura.
Al llegar a la puerta, Paran hizo ademán de seguir avanzando. Uno de los guardias hizo un gesto con la cabeza al otro, que se acercó al caballo del capitán.
—Tu amigo necesita un cirujano —dijo—. Si esperas aquí podemos hacer que venga uno en unos minutos. Paran rechazó la oferta.
—Tenemos que encontrar la taberna del Fénix. Vengo del norte y nunca había estado aquí antes. Mi compañero me pidió que lo llevara a la taberna del Fénix, y ahí es donde pienso llevarlo.
El guardia pareció titubear.
—Me sorprendería que llegara tan lejos. Pero si eso es lo que quieres, lo menos que podemos hacer es proporcionarte una escolta.
Al acercarse también, el otro guardia ahogó una exclamación de sorpresa. Paran contuvo el aliento mientras el otro se acercaba a Coll.
—Yo le conozco —dijo—. Es Coll Jhamin, de la Casa Jhamin. Serví a sus órdenes. ¿Qué ha pasado?
—Y yo que pensaba que el tal Coll la había palmado hacía unos años… —comentó el otro guardia.
—No hagas ni caso del padrón —dijo el compañero—. Te lo aseguro, Vildron, este tipo es Coll.
—Quiere ir a la taberna del Fénix —explicó Paran—. Es lo último que me dijo.
—Pues hagámoslo bien. —Se volvió al otro guardia—. Yo me encargo, Vildron. Tráeme el carro. Seguirá enganchado, ¿no? —El guardia sonrió a Paran—. Gracias por traerlo. Algunos de nosotros conservamos los ojos, y maldecimos lo que susurran esos tipos que enarcan la ceja. Lo pondremos en el carro y así no se moverá tanto.
Paran se relajó.
—Gracias, soldado. —Y miró a la ciudad ahora que la muralla había quedado a su espalda. Justo enfrente tenía una colina chaparra, cuya ladera estaba cubierta de matojos y árboles nudosos. En la cima había un templo que, a juzgar por su aspecto, llevaba abandonado mucho tiempo; en el centro se alzaba una torre cuadrada, rematada por un tejado de tejas de color bronce. Al observar la plataforma abierta del campanario creyó ver que se movía algo. Fue una impresión fugaz, no obstante, y pestañeó.
Rallick se aupó en la plataforma, donde permaneció tumbado e inmóvil. En cuanto quiso acuclillarse, la piedra lisa de la plataforma rieló. Ahí estaba Ocelote, en efecto, tumbado ante él con la ballesta en las manos, apuntando a algo.
Rallick desenvainó los cuchillos y se acercó a él, mas el cansancio que acusaba le hizo descuidar el sigilo y las suelas de sus botas rascaron la piedra de forma audible.
Ocelote se giró raudo como el rayo, apuntando la ballesta hacia Rallick. El rostro del líder del clan adoptó una expresión furiosa, no exenta de un componente de temor. No perdió el tiempo en palabras y de inmediato disparó el virote cargado en la ballesta.
Rallick se preparó para encajar el proyectil; no sólo estaba seguro de que le iba a alcanzar, sino que, además, probablemente lo arrojaría al vacío por el borde de la plataforma. Un destello rojizo en el pecho le cegó momentáneamente, pero no acusó ningún impacto. Confuso, Rallick se miró el pecho. El proyectil había desaparecido, y al verlo comprendió la verdad. El virote era mágico, creado por medios arcanos para volar sin impedimentos; no obstante, el polvillo mágico de Baruk había funcionado. Mientras pensaba en ello se acercó a Ocelote.
Éste lanzó un juramento y se deshizo de la ballesta. Al llevar la mano al cuchillo, Rallick cayó sobre él. Un gruñido ronco escapó de los labios del líder del clan, cuyos ojos se cerraron con fuerza debido al dolor.
Rallick hundió la daga que empuñaba en la diestra en el pecho de Ocelote. El arma resbaló por la malla que llevaba bajo la camisa. Por lo visto había aprendido la lección de la otra noche, toda esa precaución que el propio Rallick le había recomendado, un consejo que ahora se volvía en su contra. El arma de la izquierda trazó un arco elevado y se hundió bajo el brazo derecho de Ocelote. La punta mordió la carne y luego continuó su andadura en dirección a la axila.
Rallick vio, a escasa distancia de su propio rostro, asomar la punta de la daga por la tela que cubría el hombro derecho de Ocelote, a la que siguió un chorro de sangre. Entonces oyó el ruido producido por una hoja metálica al rascar la piedra.
Con los dientes al descubierto, Ocelote agarró con la mano izquierda el cuello de Rallick, coleta incluida. Tiró de ella con fuerza y la cabeza de Rallick se vio arrastrada por el movimiento. Entonces intentó hundirle los dientes en el cuello.
Ocelote ahogó un grito cuando Rallick le hundió con fuerza la rodilla en la entrepierna. De nuevo le volvió a tirar con fuerza de la coleta, aunque en esa ocasión lo hizo más cerca de la punta.
Rallick oyó aquel sonido metálico e intentó a la desesperada rodar sobre sí hacia la derecha. Por maltrecho que Ocelote tuviera el brazo derecho, le alcanzó con la fuerza suficiente como para hundir los anillos de la cota hasta el pecho. Un pálido fuego encendió la herida. Ocelote recuperó la hoja y, aún con Rallick sujeto por la coleta, echó el brazo atrás para descargar otra puñalada.
Rallick levantó el brazo derecho y, en un único movimiento, se cortó la coleta. Al fin libre, giró sobre sí para recuperar el uso de la mano izquierda. Ocelote le lanzó un tajo al rostro, que a punto estuvo de herirle.
Con toda la fuerza del brazo izquierdo, Rallick hundió el cuchillo en el estómago de Ocelote. Se quebraron las anillas y la hoja se hundió hasta la empuñadura. El líder del clan dobló el cuerpo sobre la hoja. Profiriendo un gruñido, Rallick se arrojó hacia él y hundió la otra daga en la frente de Ocelote.
Rallick permaneció inmóvil un rato, preguntándose por qué no sentía ningún dolor. Ahora todo dependía de Murillio. Coll sería vengado. Murillio podía encargarse de ello; de hecho, no tenía elección.
El cuerpo de Ocelote pesaba cada vez más, a pesar de la sangre que perdía.
—Siempre me pareció que yo podría con él —masculló. Se apartó del cadáver y quedó tumbado de espaldas en mitad de la plataforma. Esperaba ver el cielo, ver una última vez el azul brillante y profundo. En lugar de ello, se encontró mirando la parte inferior del tejado del campanario, cuyo antiguo arco de piedra estaba atestado de murciélagos. Este detalle se le clavó en la mente mientras sentía la sangre fluir de su pecho. Le pareció ver un sinfín de ojos diminutos que le observaban febriles en la oscuridad.
Como no vio ni rastro de movimiento en el campanario, Paran recorrió con la mirada el paseo que quedaba a su izquierda. Vildron se acercó, sentado en el pescante de un carro tirado por dos caballos. El guardia que esperaba junto al caballo de Coll dijo:
—Échame una mano aquí, ¿quieres? Vamos a bajarlo.
Paran desmontó, dispuesto a echarle una mano. Miró de reojo el rostro de Coll. Seguía encorvado en la silla, inconsciente. ¿Cuánto más aguantará? De ser yo, ya habría muerto, pensó Paran.
—Después de todo lo que estamos pasando —dijo entre gruñidos cuando lo bajaron de la silla—, mejor será que conserves la vida.
Dando un gruñido, Serat rodó sobre la espalda. El sol caía con fuerza en sus párpados mientras reunía los dispersos fragmentos del recuerdo. La tiste andii estaba a punto de actuar sobre la mujer del callejón. Muerta la mujer, el número total de las personas que protegían al portador de la moneda se reduciría a una. Cuando abandonaran la casa al amparo de la oscuridad, caerían en la trampa que les había tendido.
La maga asesina abrió los ojos al sol de mediodía. Las dagas que había empuñado al agazaparse bajo el borde del tejado descansaban en la superficie de teja, colocadas con sumo cuidado a ambos lados. Sentía un dolor intenso en la nuca. Tanteó la herida y se sentó torciendo el gesto.
El mundo giró sobre sí; finalmente, quedó inmóvil. Serat sentía una mezcla de asombro y enfado. La habían cegado, y quienquiera que lo hubiera hecho era bueno, lo bastante como para sorprender a una maga asesina tiste andii. Lo cual a su vez era preocupante, puesto que aún tenían que enfrentarse a alguien que estuviera a su altura en Darujhistan, con la salvedad de aquellos dos miembros de la Garra con los que se había cruzado la noche de la emboscada. Claro que de haberse tratado de un agente de la Garra, a esas alturas ya estaría muerta.
En lugar de ello, el resultado del ataque parecía más bien encaminado a hacerla sentir ridícula. Dejarla ahí a plena luz del día, con las armas a ambos lados, apuntaba a un sutil y astuto sentido del humor. ¿Oponn? Quizá, aunque rara vez los dioses actuaban de forma tan directa, pues preferían hacerlo por mediación de agentes reclutados entre los mortales.
No obstante, tenía una certeza en todo aquel misterio. Había perdido la oportunidad de matar al portador de la moneda, al menos ese día. La próxima vez, se juró a sí misma, al tiempo que se ponía en pie y accedía a la senda Kurald Galain, sus enemigos secretos la encontrarían preparada para enfrentarse a ellos.
El aire a su alrededor tembló sacudido por la fuerza de la hechicería. Luego, Serat desapareció.
Las motas de polvo colgaban suspendidas en el aire caluroso y cargado que reinaba en la buhardilla de la taberna del Fénix. El techo se alzaba inclinado, vara y media en la pared este, hasta algo más de dos varas en la pared oeste. El sol entraba por las ventanas que había a ambos lados de una estancia alargada y estrecha.
Tanto Azafrán como Apsalar dormían, aunque lo hacían en lados opuestos de la estancia. Sentada en una caja junto a la trampilla, Meese se limpiaba las uñas con un mondadientes de madera. Salir de la habitación de Mazo para recorrer el camino que la separaba del escondrijo de tejado en tejado había resultado pan comido. Demasiado fácil, de hecho. Irilta la informó de que nadie los había seguido por las calles. Y de hecho habían encontrado vacíos los tejados. Era como si les hubieran despejado el camino a seguir.
¿Una muestra más de la pulcritud de la Anguila a la hora de trabajar? Meese gruñó para sí. Quizá. Sin embargo, era más probable que Meese diera demasiada importancia a la incomodidad instintiva que se manifestaba como un esquivo hormigueo en la espalda. Aún a esas alturas sentía el peso de una atenta mirada que los vigilaba, lo que era totalmente imposible, se dijo mirando alrededor de la húmeda buhardilla.
Llamaron suavemente a la trampilla. La puerta se abrió e Irilta asomó la cabeza.
—¿Meese? —susurró.
—Muerta de calor —gruñó—. Dile a Scurve que esto no tardará en ser pasto de las llamas.
Irilta también gruñó al impulsarse por la trampilla hasta la estancia. Cerró la portezuela y se sacudió el polvo de las manos.
—Ha sucedido algo raro ahí abajo —dijo—. Acaba de aparecer un carro con un guardia y un tipo que cargaba a cuestas con Coll. El pobre diablo está a punto de palmarla de un tajo. Lo llevaron a la habitación que tiene Kruppe en la planta inferior. Sulty ha ido a buscar a un matasanos, pero la herida no tiene buena pinta. En absoluto.
Meese entornó los ojos y observó a Azafrán, que seguía dormido.
—¿Qué aspecto tiene el otro? —preguntó.
Irilta sonrió.
—Diría que tiene un revolcón. Asegura haber encontrado a Coll desangrándose en Congoja de Jatem. Coll despertó unos instantes, lo justo para pedirle que lo trajera aquí. Lo tienes ahí abajo, comiendo por tres hombres.
—¿Forastero? —gruñó Meese.
Irilta se acercó a la ventana que daba a la calle.
—Habla en lengua daru como si se hubiera criado aquí, pero dice que viene del norte. De Pale, y antes de Genabaris. Parece un soldado.
—¿Se sabe algo de la Anguila?
—De momento mantendremos aquí al muchacho.
—¿Y la chica?
—Igual.
Meese lanzó un suspiró audible.
—A Azafrán no le gustará seguir aquí encerrado.
Irilta miró al joven, arrebujado y dormido. ¿De veras estará dormido?, se preguntó.
—No tenemos elección. Me he enterado de que un par de guardias lo esperan en casa de Mammot. Demasiado tarde, claro, pero andan muy cerca. —Irilta quitó un poco de polvo de la ventana y se inclinó hacia ella—. A veces juraría haber visto a alguien o quizá a algo. Luego pestañeo y desaparece.
—Sé a qué te refieres. —Con un crujir de huesos, Meese se puso en pie—. Creo que incluso la Anguila empieza a inquietarse —dijo con una risilla—. Esto se calienta, amiga mía. Se acercan tiempos interesantes.
—Se acercan. Se acercan —asintió Irilta, no muy satisfecha ante semejante perspectiva.
El capitán Paran llenó la jarra por tercera vez. ¿A eso se había referido el tiste andii cuando mencionó qué debía hacer cuando le cambiara la suerte? Desde que había llegado a esa tierra había hecho tres amigos, algo totalmente inesperado y nuevo para él, algo muy valioso, de hecho. Pero la Velajada que había conocido estaba muerta, y su lugar lo había ocupado una… niña. Toc había muerto. Y a juzgar por cómo estaban las cosas, podía añadir también a Coll a la lista.
Deslizó la yema del dedo por el charquito de cerveza que había en la mesa, dando forma a un río que conducía hasta la juntura de dos tablas, y luego observó ausente cómo la cerveza seguía el recorrido que había trazado hasta desaparecer. Tuvo una sensación de humedad que fue en aumento en la espinilla derecha, sensación que ignoró mientras concentraba la atención en la hendidura. Habían clavado la gruesa madera al igualmente robusto armazón de las patas.
¿Qué era lo que había dicho Rake? Paran se levantó para desabrochar el cinto de la espada. La dejó en la mesa y desenvainó a Azar.
Los pocos parroquianos presentes en el establecimiento guardaron silencio y se volvieron para observarle. Tras el mostrador, Scurve asió el garrote.
Pero el capitán no reparó en ninguno de estos detalles. Con la espada en la derecha, hundió la punta en la hendidura y empujó la espada hacia abajo. La hoja se abrió paso poco a poco y se hundió entre los listones de madera hasta la mitad. Entonces, el capitán tomó de nuevo asiento y asió la jarra.
Todo el mundo respiró tranquilo; los confusos parroquianos comentaron lo sucedido.
Paran tomó un largo trago de cerveza sin dejar de mirar ceñudo a Azar. ¿Qué había dicho Rake? «Cuando se te acabe la suerte, rompe la espada, o dásela a tu peor enemigo». No obstante, dudo de que Oponn la aceptara. Lo que suponía romperla. La espada le había acompañado durante largo tiempo. Tan sólo en una ocasión la había desenvainado en combate, y había sido para esgrimirla ante el Mastín.
Escuchó la voz vacilante de uno de los tutores de la infancia. El rostro anguloso de aquel hombre surgió de sus pensamientos para acompañar a la voz que decía:
—Aquellos a quienes escogen los dioses, se dice que se separan antes de los demás mortales: por la traición, por arrancar de uno la propia esencia vital. Los dioses se llevarán a todos sus seres queridos, uno a uno, a la muerte. Y a medida que te endureces, a medida que te conviertes en lo que ellos quieren que te conviertas, los dioses sonríen y asienten satisfechos. Cada compañía que rehúyes te acerca más a ellos. Así es como se afila la herramienta, hijo mío, el tira y afloja, y el socorro último que te ofrecen es terminar con tu soledad, el propio aislamiento que ellos mismos te ayudaron a obtener. Nunca llames la atención, muchacho.
¿Habría empezado ese proceso? Paran arrugó el entrecejo. ¿Sería responsable de que Coll perdiera la vida? ¿Habría bastado aquella ilusión de amistad para sellar el destino de aquel hombre?
—Oponn —susurró—, tienes un montón de cosas por las que responder, y responderás por ellas.
Dejó la jarra y se levantó. A continuación, asió la empuñadura de la espada.
Kalam se detuvo a medio camino en las escaleras que conducían a la taberna del Fénix. Maldición, ahí estaba otra vez, esa sensación de ser observado por unos ojos invisibles. La sensación, nacida de su adiestramiento como Garra, le había alcanzado cuatro veces seguidas desde que se hallaba a la vista de la taberna. Aquellas advertencias era lo que le mantenía con vida, aunque en esa ocasión no percibía malicia alguna. Más bien era una divertida curiosidad, como si quienquiera que le observara supiera perfectamente quién y qué era y, aun así, no le importara lo más mínimo.
Entró en la taberna. En cuanto dio el primer paso en aquella atmósfera cargada, Kalam supo que algo iba mal. Cerró la puerta al entrar y aguardó a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. La respiración, los golpes de las jarras al dar en las mesas, los muebles que gemían. De modo que había gente. Entonces, ¿a qué venía ese silencio?
Cuando los grises rincones del local empezaron a dibujarse, vio que quienes lo poblaban le volvían la espalda y observaban a un hombre de pie tras una mesa situada en el extremo de la sala. La luz de la linterna se reflejaba en la espada clavada en la mesa, y el hombre tenía crispada la mano en la empuñadura. Además, era como si ignorara la presencia de todos los presentes.
Kalam dio media docena de pasos hacia un extremo de la barra. Mantuvo los ojos oscuros fijos en el hombre de la espada, mientras fruncía el ceño de su ancha frente. El asesino se detuvo. Se preguntó si obedecía a un peculiar reflejo de la luz.
—No —dijo, sorprendiendo al tabernero situado tras la barra—. No lo es. —Se apartó de la barra y paseó la mirada entre los parroquianos, todos ellos habitantes del lugar. Tendría que arriesgarse.
Una súbita tensión se instaló en el cuello de Kalam, y también en los hombros, cuando se acercó derecho al hombre que estaba a punto de tirar de la espada. El asesino asió una silla vacía de una mesa que encontró a su paso y la colocó con un estampido enfrente del hombre, que lo miró sorprendido.
—Veo que conservas la suerte que te dio el dios, capitán —masculló el asesino en voz muy baja—. Vamos, siéntate.
Confundido y algo asustado, Paran soltó la empuñadura de la espada y tomó asiento.
Kalam se inclinó sobre la superficie de la mesa.
—¿A qué viene todo ese teatro, si puede saberse? —preguntó en un susurro.
—¿Quién eres? —preguntó el capitán.
Tras ellos se recuperaron las conversaciones, en cuyos tonos aún se percibía la tensión.
—¿No lo has adivinado? —Kalam sacudió la cabeza—. Cabo Kalam, noveno pelotón de los Abrasapuentes. La última vez que te vi, te recuperabas de un par de cuchilladas mortales.
Paran se abalanzó sobre Kalam, a quien tomó de la camisa. El asesino estaba demasiado sorprendido como para reaccionar, y las palabras del capitán aún lo confundieron más.
—¿Sigue vivo el sanador del pelotón, cabo?
—¿Cómo? ¿Vivo? Claro, ¿por qué no iba a estarlo? ¿Qué…?
—Cierra la boca —ordenó Paran—. Presta atención, soldado. Tráelo aquí, ahora mismo. No quiero oír una sola pregunta. Te estoy dando una orden directa, cabo. —Soltó al asesino—. ¡Y ahora, ve!
Kalam estuvo a punto de responder con un saludo militar, pero se contuvo a tiempo.
—Como ordenes, señor —susurró.
Paran no apartó la mirada de la espalda del cabo hasta que éste desapareció por la puerta principal. Luego se puso en pie.
—¡Tabernero! —dijo mientras daba vueltas alrededor de la mesa—. Ese hombre de raza negra volverá acompañado en unos minutos. Llévalos a la habitación de Coll sin perder un instante, ¿me has entendido?
Scurve asintió.
Paran se acercó a la escalera. Al llegar, se giró.
—Y que nadie toque esa espada —ordenó a los presentes. Lo cierto era que nadie parecía muy dispuesto a desafiarle. El capitán subió las escaleras con un gesto de satisfacción.
Ya en el primer piso, recorrió el descansillo hasta llegar a la última puerta de la derecha. Entró sin llamar, y en su interior encontró a Sulty acompañada del cirujano, sentados ambos en la única mesa de la estancia. El cuerpo de Coll, tapado por una manta, permanecía inmóvil en la cama.
—La cosa no marcha bien —dijo el cirujano levantándose de la silla—. La infección está muy avanzada.
—¿Aún respira? —preguntó Paran.
—Sí —respondió el cirujano—. Pero no durará mucho. Si hubiera encajado la herida un poco más abajo en la pierna, quizá podría haberla amputado. Aun así, me temo que el veneno se ha extendido por todo el cuerpo. Lo siento, señor.
—Vete —ordenó Paran.
El cirujano inclinó la cabeza y se dispuso a marcharse.
—¿Qué te debo por tus servicios? —preguntó el capitán. El cirujano miró ceñudo a Sulty.
—¡Oh, nada, señor! He fracasado. —Salió de la estancia cerrando la puerta tras de sí.
Sulty se acercó al capitán, que estaba junto a la cama. Se secó el sudor de la frente y miró a Coll, pero no dijo nada. Unos minutos después, también ella abandonó la habitación, incapaz de quedarse por más tiempo.
Paran encontró un taburete y lo acercó a la cama. Se sentó apoyando los codos en las piernas. Cuando la puerta se abrió de par en par y se puso en pie, no estaba muy seguro del rato que había pasado ahí sentado observando el suelo cubierto de paja. Un hombre barbudo le observaba bajo el dintel con una mirada gris, dura y fría.
—¿Tú eres Mazo? —preguntó Paran.
El hombre asintió y entró en la habitación. A su espalda apareció Kalam seguido de otro hombre. La mirada de este último recaló en Paran, a quien se acercó rápidamente.
—Soy el sargento Whiskeyjack —dijo en voz baja el hombre barbudo—. Discúlpeme si me muestro demasiado directo, señor, pero ¿se puede saber qué coño hace aquí?
Paran hizo caso omiso de la pregunta y se acercó al sanador. Mazo colocó la mano en las encostradas vendas y levantó la mirada hacia el capitán.
—¿No huele la podredumbre? No hay nada que hacer. —Mazo arrugó el entrecejo y se inclinó sobre Coll—. No, un momento… Diantre, no puedo creerlo. —El sanador sacó una hoja en forma de cuchara de la bolsita y retiró las vendas. Luego procedió a hurgar en la herida con aquella especie de cuchara—. Por la piedad de Shedenul, ¡alguien le aplicó unas hierbas! —Y metió el dedo en la herida.
Coll se movió en la cama, lanzando un quejido.
—Vaya, te he despertado, ¿verdad? —dijo el sanador con la sonrisa torcida—. Bien. —Hundió más el dedo—. El corte alcanzó la mitad del hueso. —Tomó aire sorprendido—. Esas condenadas hierbas emponzoñaron el tuétano. ¿Quién diantre lo trató? —preguntó dirigiendo una mirada acusadora a Paran.
—No lo sé —respondió Paran.
—De acuerdo —dijo Mazo, que apartó la mano y se la limpió en las sábanas—. Atrás todos. Necesito espacio. Un minuto más, capitán, y este hombre habría atravesado la puerta del Embozado. —Aplicó la mano en el pecho de Coll y cerró los ojos—. Y da gracias de que sea tan bueno como soy.
—¿Capitán?
Paran se acercó a la mesa e hizo un gesto al sargento para que se reuniera con él.
—Antes que nada, ¿se ha puesto en contacto contigo la Consejera Lorn?
La mirada de asombro de Whiskeyjack sirvió de respuesta.
—Ya veo, entonces he llegado a tiempo. —Paran miró a Kalam, que se había situado tras el sargento—. Os han vendido. El plan consistía en tomar esta ciudad, pero también tenía por objetivo procurar vuestra muerte.
Whiskeyjack levantó una mano.
—Un momento, señor. ¿Debo entender que nuestro capitán y Velajada llegaron a esa conclusión?
Paran cerró un instante los ojos.
—Ella… Ha muerto. Estaba persiguiendo a Mechones en la llanura de Rhivi, pero Tayschrenn dio con ella antes. Tenía intención de encontraros y contaros esto que os estoy explicando. Me temo que no podré estar a su altura como aliado en cuanto aparezca la Consejera, pero al menos os podré preparar un poco.
—No me gusta nada la idea de que nos ayude el peón de Oponn —manifestó Kalam.
—Sé, gracias a una autoridad en la materia, que ya no pertenezco a Oponn —replicó Paran—. La espada que habréis visto ahí abajo, sí. El mago de tu pelotón podrá confirmarlo.
—El plan de la Consejera —le recordó Whiskeyjack, que tamborileaba inquieto en la mesa.
—No creo que le cueste nada dar con vosotros. Tiene cierta habilidad en esa materia. Pero me temo que ella no constituye la mayor amenaza. La acompaña un t’lan imass. Puede que su misión consista únicamente en conducirle hasta vosotros, para que el imass pueda encargarse del resto.
Kalam maldijo entre dientes y echó a andar de un lado a otro tras la silla del sargento.
Whiskeyjack tomó una decisión.
—La bolsa, cabo.
El asesino frunció el ceño y acto seguido se acercó a la puerta para recoger la bolsa de lona reglamentaria de todo sargento. Al volver, la dejó en la mesa.
Tras abrirla, Whiskeyjack sacó de su interior un objeto envuelto en seda color vino. Al desenvolverlo, descubrió un par de huesos amarillentos, pertenecientes a un antebrazo humano. Las articulaciones del codo también estaban envueltas con un alambre de cobre cubierto de una capa verdosa, al igual que los extremos de las muñecas, a las que habían dado forma de mango de cuchillo, del cual asomaba una hoja tallada como una sierra.
—¿Qué es eso? —preguntó el capitán—. Jamás había visto nada parecido.
—Me sorprendería que lo hubieras visto antes —dijo Whiskeyjack tuteándolo por primera vez—. En tiempos del emperador, cada miembro del círculo interno de comandantes militares tenía uno de éstos, botín hallado en una tumba k’chain che’malle. —Asió los huesos con ambas manos—. Fue la razón de buena parte de nuestro éxito, capitán. —Se levantó y clavó la punta en la mesa.
Un destello de luz blanca surgió de los huesos, luego se contrajo en un torbellino que giró como un entramado entre ellos. Paran escuchó una voz que conocía.
—Empezaba a preocuparme, Whiskeyjack —gruñó el Puño Supremo Dujek.
—Inevitable —respondió el sargento, que miró ceñudo a Paran—. Poco hemos tenido de qué informar… hasta ahora. Pero necesito conocer la situación en Pale, Puño Supremo.
—Vaya, quieres ponerte al día antes de darme las malas noticias, ¿eh? Me parece justo —concedió Dujek— Tayschrenn ha estado dando vueltas de un lado a otro. La última vez que lo vi feliz fue cuando Bellurdan murió con Velajada. Dos miembros más de la vieja guardia que desaparecen de un plumazo. Desde entonces, lo único que tiene son preguntas. ¿A qué juega Oponn? Si hubo de veras un enfrentamiento entre el caballero de la Oscuridad y Tronosombrío, si un alma transmutada en una marioneta secuestró, torturó y asesinó a un oficial de la Garra en Nathilog, y qué información le habrá revelado el pobre diablo.
—No sabíamos que Mechones había hecho tal cosa, Puño Supremo.
—Te creo, Whiskeyjack. En todo caso, han quedado al descubierto bastantes de los planes de la emperatriz y, por supuesto, ella parece estar convencida de que el desarme de mi ejército me devolverá a su regazo, a tiempo de darme el mando de las guarniciones de Siete Ciudades y poner un sangriento punto final a la rebelión en ciernes. A ese respecto se equivoca en sus cálculos, porque si hubiera prestado un poco más de atención a los informes de Toc el Joven… En fin, ahora las intenciones de Laseen parecen centrarse en la Consejera Lorn y en Onos T’oolan. Han llegado al túmulo jaghut, Whiskeyjack.
Al reunirse Mazo con ellos, encontró la mirada pétrea de Kalam. Estaba claro que ni siquiera ellos sabían que el sargento estaba tan bien informado. La suspicacia asomó a la superficie de los ojos del asesino, y Paran pensó que, después de todo, todo sucedía como tenía que suceder.
Dujek prosiguió.
—Las legiones negras de Moranth están dispuestas para emprender la marcha; puro teatro, entre otras cosas para salir de la ciudad. Así que dime, amigo mío, ¿qué andamos buscando? El equilibrio del mundo se encuentra ahí, en Darujhistan. Si Lorn y Onos T’oolan logran desatar a ese tirano sobre la ciudad, puedes estar seguro de que tú y tu pelotón formaréis parte de la lista de bajas. Más cerca de casa tienes lo que quieres: estamos preparados para movernos. Tayschrenn desencadenará la serie de acontecimientos en cuanto anuncie la desbandada de los Abrasapuentes, el muy estúpido. De momento, me limito a esperar.
—Puño Supremo —empezó Whiskeyjack—, el capitán Paran lo ha logrado. Lo tengo aquí sentado, ante mí. Dice que Oponn actúa en su espada, no en él. —Cruzó la mirada con la del capitán—. Le creo.
—¿Capitán? —preguntó Dujek.
—¿Sí, Puño Supremo?
—¿Te fue Toc de ayuda?
Paran torció el gesto.
—Dio la vida por esto, Puño Supremo. La marioneta Mechones nos tendió una emboscada y arrojó a Toc a un… Bueno, a algún lugar.
Se hizo un silencio, que Dujek interrumpió con voz ronca.
—Lamento oír eso, capitán. Más de lo que crees. Su padre… En fin, basta. Adelante, Whiskeyjack.
—Aún no hemos logrado establecer contacto con la Guilda de asesinos de Darujhistan, Puño Supremo. Eso sí, hemos minado las encrucijadas. Esta noche pondré a mis hombres al corriente de la situación. La pregunta sigue siendo qué hacemos con el capitán Paran.
—Comprendido —respondió Dujek—. ¿Capitán Paran?
—¿Señor?
—¿Has llegado a alguna conclusión?
—Sí, señor. Eso creo —respondió mirando a Whiskeyjack.
—¿Y bien? ¿Qué decisión piensas tomar, capitán?
Éste se pasó la mano por el pelo y recostó la espalda en la silla.
—Puño Supremo —dijo lentamente—. Tayschrenn asesinó a Velajada. —Y fracasó, pero ese secreto voy a guardármelo—. El plan de la Consejera contemplaba traicionarme, y también, probablemente, acabar conmigo en el proceso. No obstante, debo admitir que todo eso no tiene tanta importancia para mí como lo que ha hecho Tayschrenn. —Al levantar la mirada, encontró los ojos de Whiskeyjack fijos en él—. Velajada cuidó de mí, y yo de ella después de lo del Mastín. Eso… —titubeó—, eso significó algo para mí, Puño Supremo. —Se enderezó—. De modo que por lo que veo pretendes desafiar a la emperatriz. Y luego ¿qué? ¿Desafiaremos a los centenares de legiones del Imperio con sus diez millares de hombres? ¿Proclamaremos un reino independiente y aguardaremos a que Laseen nos haga servir de ejemplo? Necesito conocer más detalles, Puño Supremo, antes de decidir si quiero unirme a tu empresa. Personalmente, señor, busco venganza.
—La emperatriz pierde Genabackis, capitán. En eso contamos con el apoyo necesario. Para cuando la infantería de marina de Malaz llegue para reforzar la campaña, ya habrá terminado. La Guardia Carmesí no permitirá el desembarco. Lo más probable es que Nathilog se levante en armas, seguida de Genabaris. La alianza con los moranthianos está a punto de perder fuerza, aunque me temo que no puedo darte detalles a ese respecto.
»Me preguntas por mis planes, capitán. Puede que no tengan sentido, porque no tengo mucho tiempo para explicarme. Pero nos estamos preparando para aceptar a un nuevo jugador en la partida, a alguien completamente ajeno a todo esto; créeme, ese alguien es una mala bestia. Lo conocen como el Vidente Painita, y en este instante prepara sus huestes para emprender la guerra santa. ¿Quieres venganza? Deja que de Tayschrenn se encarguen adversarios más cercanos a él. En cuanto a Lorn, es toda tuya, si puedes con ella, claro. No puedo ofrecerte nada más, capitán. Puedes negarte. Nadie va a matarte si lo haces.
Paran tenía la mirada perdida.
—Querría que se me informara cuando el mago supremo Tayschrenn reciba su merecido.
—De acuerdo.
—Muy bien, Puño Supremo. En lo que concierne a la actual situación, no obstante, prefiero que el sargento Whiskeyjack permanezca al mando.
—¿Whiskeyjack? —preguntó Dujek con cierta sorna en el tono de voz.
—De acuerdo —respondió el sargento, que acto seguido sonrió a Paran—. Bienvenido a bordo, capitán.
—¿Ya está? —preguntó Dujek.
—Volveremos a hablar cuando hayamos terminado con esto —dijo Whiskeyjack—. Hasta entonces, Puño Supremo, te deseo suerte.
—Suerte, Whiskeyjack.
La urdimbre luminosa se apagó. En cuanto se hubo extinguido del todo, Kalam se encaró con el sargento.
—¡Serás cabrón! ¡Violín me contó que Dujek no estaba por la labor de escuchar nada que oliera a motín! No sólo eso, además el Puño Supremo te pidió que desertaras tras la misión.
Whiskeyjack se encogió de hombros mientras arrancaba de la mesa la punta de aquel peculiar ingenio.
—Las cosas cambian, cabo. Cuando la Consejera dio su palabra de que Dujek recibiría refuerzos el año que viene, resultó obvio que alguien se estaba asegurando de que la campaña genabackeña terminara en una debacle. Ni siquiera Dujek está dispuesto a permitir que suceda tal cosa. Obviamente, habrá que revisar los planes. —Se encaró a Paran, con mirada inflexible—. Lo siento, capitán, pero Lorn tendrá que vivir.
—Pero si el Puño Supremo acaba de…
—La Consejera se dirige a la ciudad, eso si ella y ese imass han logrado liberar al jaghut. El tirano necesitará un motivo para acercarse a Darujhistan, y sólo podemos dar por sentado que, de algún modo, Lorn será dicho motivo. Ella nos encontrará, capitán. En cuanto eso suceda, decidiremos qué vamos a hacer con ella; dependerá de lo que nos diga. Si la desafías abiertamente, te matará. Si es necesario, ella tendrá que morir, pero su desaparición de escena será sutil. ¿Algo de todo esto supone algún problema para ti?
Con una exhalación, Paran respondió:
—¿Podrías explicarme, al menos, por qué seguiste adelante y minaste la ciudad?
—Ahora mismo —respondió Whiskeyjack levantándose—. Pero antes —añadió—, ¿quién es el herido?
—Ya no está herido —apuntó Mazo sonriendo a Paran—. Tan sólo duerme.
Paran también se levantó.
—En tal caso, os lo explicaré todo. Dejadme bajar un momento a por la espada. —Se detuvo bajo el dintel de la puerta y se volvió a Whiskeyjack—. Una cosa más, ¿dónde está esa recluta, Lástima?
—Desaparecida —respondió Kalam—. Sabemos qué es, capitán. ¿Y tú?
—Yo también. —Pero puede que no sea lo que fue, siempre y cuando confíe en la palabra de Tronosombrío. Pensó en contarles también esa parte de la historia, pero decidió no hacerlo. Después de todo, no podía estar seguro de nada. Mejor esperar a ver cómo se resolvían las cosas.
La sala mortuoria resultó ser diminuta, una tumba mediocre, cuya baja bóveda era de piedra desnuda. El pasillo que conducía allí era muy estrecho, el techo tenía una altura inferior a la vara y media, y discurría en una leve pendiente. El suelo de la estancia era de tierra compacta y en el centro se alzaba una pared de piedra circular, rematada por un enorme dintel de una sola talla de piedra. En su superficie llana había algunos objetos cubiertos de escarcha.
Tool se acercó a la Consejera.
—El objeto que buscas se llama finnest. En su interior permanecen almacenados los poderes del tirano jaghut. Quizá una descripción más adecuada fuera decir que se trata de una senda Omtose Phellack independiente. Descubrirá que ha desaparecido en cuanto despierte del todo, y entonces se dedicará a buscarla.
Lorn se calentó las manos congeladas con el aliento y luego se acercó lentamente al dintel.
—¿Y mientras obre en mi poder? —preguntó.
—La espada de otaralita debilitará su aura. No por completo. De todos modos, el finnest no deberá permanecer en tu poder mucho tiempo, Consejera.
Ésta observó los objetos repartidos en la superficie de piedra. El imass se reunió con ella. Lorn cogió un cuchillo envainado, pero enseguida lo soltó. Tool no podía ayudarla en ese momento. Sólo podía confiar en su propia intuición, aguzada por los efectos extraños e impredecibles de la otaralita. Un espejo engarzado en una cornamenta atrajo su atención. La superficie de mica tenía como una rejilla, una telaraña de escarcha que parecía brillar con luz propia. Lo alcanzó con la mano pero titubeó. A su lado, casi perdido entre la helada cristalina, había un objeto redondo, pequeño. Yacía en un pliegue de piel. Lorn frunció el entrecejo y finalmente lo tomó.
Al fundirse la capa de hielo, vio que no era perfectamente redondo. Limpió la superficie negruzca y lo estudió con atención.
—Creo que es una bellota —dijo Tool.
—Y es el finnest. —Recaló su mirada en el montículo de rocas—. Qué extraña decisión.
El imass se encogió de hombros, lo que le hizo crujir los huesos.
—Los jaghut son un pueblo extraño.
—Tool, no eran guerreros, ¿verdad? Me refiero a antes de que tu pueblo se empeñara en destruirlos.
El imass tardó en responder.
—Aun entonces —dijo finalmente—. La clave consistía en hacerlos enfadar, porque entonces lo destruían todo de forma indiscriminada, incluso a los suyos. Lorn cerró los ojos un instante y guardó el finnest en el bolsillo.
—Salgamos de aquí.
—Sí, Consejera. En este preciso instante, el tirano jaghut se despereza.