Capítulo 16

Dessembrae conoce las penas

de nuestras almas.

Camina junto a cada mortal,

nave de lamentos en los fuegos

de la venganza.

Dessembrae conoce las penas

y las compartiría ahora con todos nosotros.

El señor de la Tragedia.

Plegaria del Libro Sagrado.

Canónigo de Kassal

La herida que acusaba Lorn en el hombro izquierdo no era profunda. Sin ayuda mágica, no obstante, debía preocuparse por el riesgo de que se produjera una infección. Volvió al campamento y encontró a Tool en el mismo lugar donde lo había dejado al amanecer.

La Consejera ignoró al imass y buscó la selección de hierbas que llevaba en una de las alforjas. Luego, se sentó y recostó la espalda en la silla, dispuesta a curarse la herida.

Había sido un ataque insensato e innecesario. Habían sucedido demasiadas cosas últimamente, demasiadas ideas confusas, demasiada influencia de la mujer llamada Lorn, que interfería con los deberes contraídos en virtud del cargo de Consejera de la emperatriz. Cometía errores que no hubiera cometido hacía un año.

Tool le había dado más motivos de preocupación de los que podía manejar. Las palabras que el imass le había brindado, como si no tuvieran importancia, la habían alcanzado en lo más hondo y se habían aferrado con fuerza en su interior; no parecían dispuestas a ceder un ápice. Las emociones de la Consejera se enturbiaban, volvían niebla todo cuanto la rodeaba. Hacía tiempo que había abandonado la pena, junto al arrepentimiento. La compasión era anatema para la Consejera. No obstante, ahora todos esos sentimientos la azotaban como el oleaje, empujándola más y más, unas veces hacia un lado, otras hacia otro. Descubrió que se aferraba al título de Consejera y a todo cuanto significaba, como si fuera su único salvoconducto a la cordura, la estabilidad y el control.

Terminó de limpiar la herida tan bien como pudo, luego preparó un emplasto. Control. La palabra encontró un eco en sus pensamientos. Era segura. ¿Qué constituía el corazón del Imperio sino el control? ¿Qué motivaba todos los actos de la emperatriz Laseen, todos sus pensamientos? ¿Y qué había habido en el corazón del mismísimo Primer Imperio, las grandes guerras que llevaron a los t’lan imass hasta este tiempo?

Lanzó un suspiro y observó la tierra del suelo. Es lo mismo que todos buscamos, se dijo. Desde una joven que lleva bramante al padre, hasta el poder inmortal que la había poseído para utilizarla con sus propios fines. «En la vida aspiramos a ejercer el control, como medio de dar forma al mundo que nos rodea, búsqueda eterna y fútil por el privilegio de ser capaz de predecir la forma que adoptará nuestra existencia».

El imass, y sus palabras de trescientos mil años, habían dejado en Lorn el poso de la futilidad. Esa sensación la había abrumado por completo, no podía librarse de ella y amenazaba con sepultarla.

Había perdonado la vida al muchacho, cosa que no sólo le había sorprendido a él, sino también a ella. Lorn sonrió con tristeza. La predicción se había convertido en un privilegio que había perdido. Ya no por todo cuanto la rodeaba, puesto que ni siquiera ella era capaz de intuir el rumbo que tomarían sus acciones, o sus pensamientos.

¿Será ésta la auténtica naturaleza de la emoción?, se preguntó. El gran desafío a la lógica, al control; los caprichos de ser humano. ¿Qué había más allá?

—Consejera.

Lorn dio un respingo y levantó la mirada. Ahí estaba Tool, de pie a su lado. El guerrero tenía una capa de escarcha, que despedía vaho debido al calor.

—Estás herida.

—Fue una escaramuza —dijo de mal humor, casi molesta—. Ya está solucionado. —Presionó el emplasto en la herida y, a continuación, se vendó el hombro. Le costó lo suyo, ya que sólo disponía de una mano.

Tool se arrodilló.

—Te ayudaré, Consejera.

Sorprendida, Lorn observó el rostro muerto del guerrero. No obstante, las palabras que éste pronunció a continuación fueron a despejar cualquier atisbo de compasión en su comportamiento.

—Tenemos poco tiempo, Consejera. La brecha nos aguarda.

Lorn adoptó una expresión indescifrable. Al terminar Tool logró inclinar la cabeza un poco. Las manos curtidas del guerrero, con sus uñas largas, marrones y curvas, hicieron un nudo al vendaje.

—Ayúdame a levantarme —ordenó ella.

Vio que el mojón se había partido cuando el imass la llevó a él. Aparte de ese detalle, todo parecía seguir en el mismo lugar.

—¿Dónde está esa brecha? —preguntó. Tool se detuvo ante unas piedras quebradas.

—Yo te conduciré a ella, Consejera. Sígueme de cerca. Cuando estemos en la tumba, desenvaina la espada. Su efecto será mínimo, pero bastará para aminorar el proceso de recuperación de conciencia del jaghut. Con eso nos bastará para terminar lo que hemos venido a hacer.

Lorn aspiró con fuerza. Se deshizo de las dudas. Ya no había vuelta atrás. Pero ¿cuándo había tenido oportunidad de dar marcha atrás? Comprendió que aquella pregunta era discutible, puesto que habían escogido el rumbo que debía seguir.

—Muy bien —dijo—. Adelante, Tool.

El imass extendió los brazos a ambos lados. La ladera de la colina se tornó borrosa, como si una cortina de arena arrastrada por el viento se hubiera alzado ante ella. Un ventarrón enturbió aquella peculiar niebla. Tool dio un paso hacia ella.

Iba a seguirle, cuando Lorn retrocedió ante el hedor que la envolvió, un apestoso olor a aire emponzoñado por siglos de hechicería latente, de innumerables salvaguardas dispersadas por los poderes Tellann de Tool. Avanzó, no obstante, con la mirada puesta en la espalda ancha y andrajosa del imass.

Entraron en la ladera de la colina. Apareció ante ambos un accidentado corredor que se desdibujaba en la oscuridad. La escarcha recubría los cantos rodados que formaban las paredes y el techo. A medida que fueron adentrándose en su interior, el ambiente se enfrió mucho, carente de olores; en las paredes discurrían gruesas columnas de hielo verdes y blancas. El suelo, que en la entrada era de tierra congelada, se volvió adoquinado, traicionero a causa del hielo que lo cubría.

A Lorn se le entumecieron el rostro y las extremidades. El penacho blanco que formaba su propio aliento se perdía en la oscuridad. El corredor se estrechó y pudo ver extraños símbolos de color rojo pardo pintados tras el hielo que cubría las paredes. Esos signos despertaron algo en su interior, algo muy hondo, y tuvo la sensación de estar a punto de reconocerlos, pero en cuanto quiso concentrarse en ellos la sensación de familiaridad desapareció.

—Mi pueblo ha visitado antes este lugar —dijo Tool, que redujo un poco el paso para mirar de reojo a la Consejera—. Añadieron sus propias salvaguardas a las de los jaghut que encerraron a ese tirano.

—¿Y qué te parece eso? —preguntó Lorn, irritada.

El imass la contempló en silencio y luego replicó:

—Consejera, creo conocer el nombre de ese tirano jaghut. Ahora me acosa la duda. No deberíamos liberarlo, pero, al igual que tú, me veo obligado a ello.

Lorn se quedó sin aliento.

—Consejera —añadió el imass—. Reconozco la ambivalencia que has estado sintiendo. La comparto. Cuando hayamos terminado con esto, me iré.

—¿Te irás? —preguntó confundida.

—Dentro de esta tumba, y con lo que haremos, daré por concluidas mis promesas solemnes. Ya no me atarán. Tal es el poder residual de ese jaghut durmiente. Y por ello doy las gracias.

—¿Por qué me cuentas todo esto?

—Consejera, te ofrezco la posibilidad de acompañarme. Lorn abrió la boca, pero no se le ocurrió nada que decir, de modo que la cerró.

—Te pido que consideres mi oferta, Consejera. Viajaré en busca de una respuesta y daré con ella.

¿Respuesta? ¿A qué?, quiso preguntarle. Algo se lo impidió, un pavor súbito que la inundó con estas palabras: no quieres saberlo. En este asunto, es preferible la ignorancia.

—Sigamos con esto —se limitó a contestar.

Tool reanudó la marcha en la oscuridad.

—¿Cuánto nos va a llevar? —preguntó Lorn poco después.

—¿Te refieres al tiempo? —A juzgar por el tono de voz, aquella pregunta parecía divertirle—. Dentro del túmulo, Consejera, el tiempo no existe. Los jaghut que enterraron a uno de los suyos trajeron una edad de hielo a esta tierra, último sello del túmulo. Consejera, media legua de hielo se alza sobre esta cámara mortuoria. Hemos venido a un tiempo y un lugar anterior al hielo jaghut, antes de la llegada del gran mar interior que los imass llamamos Jhagra Til, antes del paso de incontables edades…

—¿Y cuánto tiempo habrá transcurrido cuando volvamos? —interrumpió Lorn.

—No sabría decirlo, Consejera. —El imass hizo una pausa y se volvió hacia ella. En las cuencas de los ojos ardía una luz fantasmagórica—. Jamás había hecho nada parecido.

A pesar de la repujada armadura de cuero, el hecho de tener a una mujer apretada a la espalda había causado más sudor a Azafrán que el calor de la tarde. Era una mezcla de sensaciones por lo que el corazón golpeaba con tanta fuerza su pecho. Por un lado, el simple hecho de que la niña tenía casi su edad, y además era atractiva, poseía unos brazos sorprendentemente fuertes con los cuales le rodeaba la cintura y un aliento cálido que él recibía en la nuca.

Por otro, aquella mujer había asesinado a un hombre, y la única razón que se le ocurría para justificar su presencia en las montañas era que había ido ahí con intención de matarle a él. De modo que estaba demasiado tenso como para disfrutar de compartir la silla con ella.

Prácticamente no habían cruzado palabra desde que se despidieron de Coll. Azafrán era consciente de que en cuestión de un día las murallas de Darujhistan se perfilarían en el horizonte. Se preguntó si ella recordaría la ciudad. Entonces, una voz que resonó en su interior parecida a la de Coll le dijo: ¿Y por qué no se lo preguntas, idiota? Azafrán frunció el ceño. Ella se le adelantó:

—¿Itko Kan queda lejos de aquí?

Estuvo a punto de romper a reír, pero algo, instintivo quizá, se lo impidió. Trátala con suavidad, se dijo.

—No he oído hablar de ese lugar —respondió—. ¿Pertenece al Imperio de Malaz?

—Sí. ¿No estamos en el Imperio?

—No, aún no —gruñó Azafrán, que se hundió de hombros—. Nos encontramos en un continente llamado Genabackis. Los del Imperio de Malaz vienen de los mares de oriente y poniente. Ahora controlan todas las Ciudades Libres al norte, al igual que la confederación de Nathilog.

—Oh —respondió la muchacha en un tono apenas audible—. Entonces, estáis en guerra con el Imperio.

—Más o menos, aunque nunca lo dirías por lo que respecta a Darujhistan.

—¿Es el nombre del pueblo donde vives?

—¿Pueblo? Darujhistan es una ciudad. Es la ciudad más grande y próspera de toda la Tierra.

—Una ciudad —casi exclamó ella, animada y asombrada a partes iguales—. Nunca he estado en una ciudad. Te llamas Azafrán, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabías?

—Así es como te llamó tu amigo el soldado.

—Ah, claro. —¿Por qué el hecho de que ella supiera su nombre le había acelerado tanto el pulso?

—¿No vas a preguntarme mi nombre? —preguntó la mujer en voz baja.

—¿Lo recuerdas?

—No —admitió ella—. Extraño, ¿no te parece?

Hubo cierto patetismo en aquella respuesta, y algo en su interior se fundió, lo cual le hizo enfadarse aún más.

—Pues no creo que pueda ayudarte a ese respecto.

Ella pareció apartarse tras él, al tiempo que relajaba un poco la tensión de los brazos con que se agarraba a su cintura.

—No, no puedes.

De pronto cedió la rabia. Azafrán estaba dispuesto a lanzar un grito de protesta ante el caos que se había desatado en su interior. En lugar de ello, rebulló en la silla, lo cual obligó a la muchacha a abrazarle con más fuerza. Ah —sonrió—, eso está mejor. Abrió mucho los ojos, sorprendido: Pero ¿qué estoy diciendo?

—¿Azafrán?

—¿Qué?

—Ponme un nombre de Darujhistan. Escoge uno. Tu favorito.

—Cáliz —respondió de inmediato—. ¡No, espera! No puede ser Cáliz, ya conozco a una. Tendrás que llamarte de otra forma.

—¿Es tu novia?

—¡No! —Tiró de las riendas y el caballo detuvo su andadura. Azafrán clavó las uñas en las crines, y después cruzó la pierna por el cuello de la montura para saltar al suelo. Una vez ahí pasó las riendas hacia el bocado.

—Quiero caminar —dijo.

—Sí. A mí también me gustaría caminar.

—Bueno, es posible que acabe corriendo.

Ella se volvió a él para mirarlo con expresión preocupada.

—¿Correr? ¿Huyendo de mí, Azafrán?

Éste vio en aquella mirada todo un mundo que se venía abajo. ¿Qué estaba sucediendo? Sintió una desesperada necesidad de averiguarlo, aunque preguntárselo sin tapujos quedaba descartado. No sabía por qué era así, pero así era. Clavó la mirada en el suelo y dio una patada a una roca.

—Lástima —se lamentó—, veo que no hay modo de hacerme entender. Créeme, no pretendía decir eso.

Ella abrió los ojos como platos.

—¡Ése era mi nombre! —exclamó—. Lástima, Azafrán, tú mismo acabas de decirlo.

—¿Qué? —preguntó ceñudo—. ¿Lástima?

—¡Sí! —Apartó la mirada—. Sólo que no siempre ha sido ése mi nombre. No lo creo. No. No fue el nombre que me puso mi padre.

—¿Ése lo recuerdas?

Ella negó con la cabeza y se acarició con la mano el cabello largo y oscuro.

Azafrán echó a andar, y la joven lo siguió a un paso de distancia. El camino serpenteaba por entre las colinas bajas. En una hora llegarían al puente de Catlin. Menguaba el pánico que se había apoderado de él, consumido quizá. Se sentía relajado, lo cual le sorprendía, puesto que no recordaba la última vez que se había sentido así estando en compañía de una mujer.

Caminaron un rato en silencio. Al frente, el sol se hundía tras un velo dorado, y relucía sobre una línea azul y verde en el horizonte, tras las colinas. Azafrán señaló aquella línea.

—Es el lago Azur. Darujhistan se encuentra en la orilla sur.

—¿Aún no has pensado en mi nombre? —preguntó ella.

—El único que me viene a la mente es el de mi matrona.

—¿El de tu madre?

Azafrán rió.

—No, no esa clase de matrona. Me refiero a la Dama de los Ladrones, Apsalar. Sólo que no es bueno adoptar esa clase de nombre, puesto que pertenece a una diosa. ¿Qué te parece Salar?

Ella arrugó la nariz.

—No, me gusta Apsalar. Me quedaré con Apsalar.

—Acabo de decirte…

—Ése es el nombre que quiero —insistió la joven, cuyo rostro se ensombreció.

Oh, oh —pensó Azafrán—. Será mejor no insistir más.

—De acuerdo —dijo con un suspiro.

—O sea, que eres ladrón.

—¿Y qué tiene de malo?

Apsalar sonrió.

—Dado mi nuevo nombre, nada en absoluto. Nada de nada, Azafrán. ¿Cuándo acamparemos?

Él se sonrojó. No había pensado en ese detalle.

—Quizá deberíamos continuar —dijo sin demasiada convicción, rehuyendo su mirada.

—Estoy cansada. ¿Por qué no acampamos en ese puente de Catlin?

—Bueno, sólo tenemos un petate. Duerme tú en él, que yo haré guardia.

—¿Toda la noche? ¿Por qué tienes que montar guardia?

Azafrán se acercó a ella.

—¿A qué viene tanta pregunta, si puede saberse? —preguntó encendido—. ¡Este lugar es peligroso! ¿No viste que Coll estaba herido? ¿Y cómo saber si la guarnición sigue en su lugar?

—¿Qué guarnición?

Azafrán se maldijo a sí mismo, todo ello evitando mirarla.

—La guarnición que hay al otro lado del puente —respondió—. Aunque el puente es largo, y…

—¡Oh, vamos, Azafrán! —Apsalar rió y hundió el hombro en sus costillas—. Compartiremos el petate. No me importa, siempre y cuando tengas las manos quietas.

Azafrán no le quitó ojo mientras se frotaba las costillas.

Kruppe se volvió hacia Murillio.

—¡Maldición! ¿No puedes azuzar más a ese animal?

La mula hacía honor a su reputación y se negaba a aumentar el paso, que no iba más allá de un andar lento. Murillio sonrió con timidez.

—¿Qué prisa tienes, Kruppe? Ese muchacho es perfectamente capaz de cuidar de sí mismo.

—¡Fue deseo explícito de maese Baruk que lo protegiéramos, y debemos protegerlo!

—No dejas de repetirlo. —Murillio entornó los ojos—. ¿Se trata de un favor a Mammot? ¿De pronto se preocupa el tío del muchacho? ¿Por qué a Baruk le interesa tanto Azafrán? Nos das las órdenes del alquimista, Kruppe, pero sin acompañarlas de las debidas explicaciones.

Kruppe tiró de las riendas.

—Oh, muy bien —dijo—. El motín en las filas empuja la astuta mano de Kruppe. Oponn ha escogido a Azafrán, para cualquier propósito que tan intrigante deidad tenga en mente. Baruk quiere que vigilemos al muchacho y, además, que impidamos que caiga en manos de otros intereses.

Murillio acarició el corte de la frente y contrajo el gesto en una mueca.

—Maldito seas. —Suspiró—. Tendrías que habernos explicado todo esto desde el principio, Kruppe. ¿Lo sabe Rallick?

—Pues claro que no —replicó Kruppe con acritud—. Después de todo está demasiado ocupado, es incapaz de librarse ni siquiera por un momento de sus diversas responsabilidades. Eso explica la ausencia del asesino en este viaje —explicó Kruppe, cuya expresión había adoptado un matiz taimado—. Aunque, ahora que lo pienso, ¿informa Murillio a Kruppe de esos asuntos? Está claro que Murillio sabe mucho más de los quehaceres de Rallick que el pobre e ignorante Kruppe.

Murillio puso los ojos en blanco.

—¿Qué quieres decir?

Kruppe soltó una risilla, luego hincó los talones en los costados de la mula, que retomó el paso. Murillio lo siguió.

—Y por lo que concierne a nuestra actual misión —continuó Kruppe con aire jovial—, que parece un tremendo fracaso, sobre todo por lo que respecta a Coll, es en realidad un asombroso éxito. Maese Baruk debe estar al corriente de las nefandas actividades que tienen por marco las colinas Gadrobi.

—¿Un éxito? ¿De qué diantre estás hablando?

—Querido mío, aunque apenas mantuve la conciencia un instante durante el suceso, era obvio que esa mujer guerrera poseía una espada de otaralita… Lo que significa, como cualquier niño podría suponer, que viene de Malaz.

Murillio lanzó un silbido.

—Y no se nos ocurre otra cosa que dejar ahí a Coll. ¿Estás loco, Kruppe?

—No tardará en reponerse lo necesario para seguirnos —se excusó Kruppe—. Nuestras prisas abruman cualquier otra posible consideración.

—Exceptuando los tratos cerrados con el capataz de cierto establo —gruñó Murillio—. De modo que hay gente de Malaz en las colinas Gadrobi. ¿Qué hace ella ahí? Y ni se te ocurra responder que no lo sabes. Si no sospecharas nada, no tendrías tanta prisa.

—Sospechas, sí… —admitió Kruppe encogiéndose de hombros—. ¿Recuerdas eso que masculló Azafrán cuando dejamos la encrucijada? ¿Eso de que perseguíamos un rumor o algo así?

—Aguarda —gruñó Murillio—. ¿No me vendrás otra vez con esa leyenda del túmulo? No hay…

—Lo que nosotros creamos es irrelevante, Murillio —le interrumpió Kruppe—. El hecho es que los de Malaz buscan cuanta verdad pueda haber en ese rumor. Y tanto Kruppe como maese Baruk sospechan, por ser de igual inteligencia, que podrían dar con él. De ahí la misión, mi emperifollado amigo. Otaralita en manos de un maestro de la espada del Imperio; un t’lan imass que acecha en los alrededores…

—¿Cómo? —explotó Murillio abriendo los ojos desmesuradamente. Hizo ademán de volver la mula hacia Kruppe, pero la bestia se quejó y no quiso moverse un ápice. Tiró de las riendas maldiciéndola—. Coll hecho pedazos ahí solo, en compañía de una asesina de Malaz y un imass. ¡Tú has perdido el juicio, Kruppe!

—Pero querido Murillio —graznó Kruppe—. ¡Kruppe te creía ansioso, no, desesperado por volver a Darujhistan tan rápido como fuera posible!

Eso detuvo en seco al otro. Se volvió a Kruppe, con expresión sombría.

—Vamos, escúpelo.

—¿Qué debo escupir? —preguntó con las cejas enarcadas.

—No has dejado de hacer insinuaciones de que sabes algo, de modo que si crees que sabes lo que quiera que sea, será mejor que lo sueltes. De otro modo, me daré la vuelta y volveré con Coll. —Al ver que Kruppe volvía raudo la mirada, sonrió—. Ah, querías distraerme, ¿verdad? Bueno, pues no lo conseguirás.

—Sin tener en cuenta qué cerebro ha podido ser el responsable de vuestro plan para devolver a Coll su auténtico título, Kruppe no puede hacer más que aplaudir la iniciativa.

Murillo se quedó sin habla. Por el nombre del Embozado, ¿cómo se habrá enterado Kruppe de…?

—Claro que todo eso no tiene mayores consecuencias frente al hecho de Azafrán —continuó Kruppe— y el grave peligro al que se enfrenta. Es más, si esa joven estuvo en verdad poseída, como sospecha Coll, el riesgo es horrible. ¿Era la única cazadora que andaba tras la frágil y desprotegida vida del muchacho? ¿Qué me dices del millar de dioses y demonios que de buena gana azorarían a Oponn a las primeras de cambio? Por tanto, ¿estará dispuesto Murillio, amigo desde antiguo de Azafrán, a abandonar tan insensiblemente al niño a su cruel destino? ¿Es Murillio hombre que sucumbe al pánico, a los «y si…», a una cohorte de pesadillas imaginarias que asoman por entre las sombras de su sobrecogida imaginación…?

—¡De acuerdo, de acuerdo! —aulló Murillio—. Ahora contén la lengua y cabalguemos.

Kruppe asintió bruscamente al escuchar tan sabio comentario.

Al cabo de una hora, cuando el anochecer se cernía en las colinas y a poniente, hacia el sol moribundo, Murillio dio un respingo y lanzó a Kruppe una mirada que se extravió en la oscuridad.

—Maldito sea —susurró—. Dije que no iba a permitir que me distrajera. ¿Y qué es lo primero que hace? Pues distraerme.

—¿Murmura algo Murillio? —preguntó Kruppe.

Murillio se frotó la frente.

—Estoy que me caigo de sueño —respondió—. Busquemos un lugar donde acampar. De cualquier modo, Azafrán y la joven no llegarán a la ciudad antes de mañana. Dudo que corra peligro en el camino, y lo encontraremos sin problemas mañana, antes de que anochezca. De día no tendrán contratiempos. Diantre, después de todo irán derechitos a ver a Mammot, ¿no?

—Kruppe admite también su propio cansancio. Debemos encontrar un lugar donde acampar, y Murillio procurará un fuego, quizá, y luego preparará la cena, mientras Kruppe pondera reflexiones vitales y demás.

—Excelente —suspiró Murillio—. Excelente.

No fue sino hasta un par de días tras su encuentro con el tiste andii y los sucesos ocurridos en el interior de la espada cuando el capitán comprendió que Rake no le había tomado por un soldado de Malaz. De otro modo, estaría muerto. Los descuidos le protegían. Su asesino en Pale debió de haberse asegurado de su muerte, y ahora resultaba que el propio hijo de la Oscuridad, al salvarle de las fauces de los Mastines, también le había dejado marchar. ¿Existiría una relación en todo aquello? Lo cierto era que olía a la legua a Oponn, aunque Paran no dudaba de la aseveración de Rake.

En tal caso, ¿su suerte dependía de la espada? ¿Todos aquellos caprichos de la fortuna habrían señalado momentos cruciales, momentos que perseguirían a quienes le habían perdonado? Por su propio bien, deseó que no fuera así.

Ya no recorría la senda del Imperio. Había caminado por ese camino ensangrentado y traicionero demasiado tiempo, y no volvería a hacerlo. Jamás. Ante él se erguía la tarea de salvar el pellejo de Whiskeyjack y los miembros del pelotón. Para lograrlo, estaba dispuesto a dar la propia vida, y no lo haría de mala gana.

Algunas cosas sobrevivían a la muerte de un hombre, y quizá existiera una justicia ajena a la mente humana, ajena incluso a los hambrientos ojos de los dioses y las diosas, algo puro, reluciente y decisivo. Algunos sabios, cuyos textos había leído en el tiempo que estuvo estudiando en la capital de Malaz, Unta, exponían lo que a él se le antojaba una idea absurda. La moral no era relativa, decían, ni siquiera existía como tal en el reino de la condición humana. No, consideraban la moral como imperativo de toda vida, una legislación natural que no obedecía a los actos salvajes de los animales ni a las altaneras ambiciones de los seres humanos, sino a otra cosa, a algo inexpugnable.

Una búsqueda más de la certidumbre, pensó Paran. Irguió la espalda en la silla, puesta la mirada en el sendero que serpenteaba ante él por entre las colinas bajas. Recordó haber discutido aquello con la Consejera Lorn, en una época en que ninguno de ellos se veía constreñido por el mundo exterior. «Otra búsqueda de la certidumbre», había dicho ella en tono bronco, cínico, poniendo punto y final a la discusión igual que si hubiera clavado un cuchillo en la mesa empapada en vino que los separaba.

Paran tuvo entonces la sospecha, sospecha que mantenía, de que para que tales palabras fueran pronunciadas por una mujer que apenas era mayor que él, no debían más que imitar a las de la emperatriz Laseen. No obstante, ésta tenía derecho a ellas. Lorn, no; al menos, en opinión de Paran. Si había alguien que tuviera derecho a hacer gala de ese cinismo, ésa era la emperatriz Laseen del Imperio de Malaz.

Estaba claro que la Consejera había hecho de sí misma la extensión de Laseen. Pero ¿a qué precio? En una ocasión, sorprendió a la joven que se ocultaba tras la máscara: fue cuando la vio observar el camino alfombrado con los cadáveres de los soldados, en busca de un modo de sortearlos. Lorn, la joven pálida y asustada, había asomado en aquel instante. No recordaba qué motivó el regreso de la máscara, probablemente algo que dijo, algún comentario que hizo para representar también el papel de duro soldado.

Paran suspiró. Demasiados reproches. Oportunidades perdidas, y con cada una que pasa menos humanos nos volvemos, y más, también, nos hundimos en la pesadilla del poder.

¿Era irrecuperable su vida? Quiso hallar respuesta a aquella pregunta.

Reparó en que había movimiento al sur; acto seguido escuchó un rumor que surgía del terreno en el que estaba. Se incorporó sobre los estribos. Se estaba formando una nube de polvo lejos, al frente. Tiró de las riendas para que la montura cabalgara a poniente. Al cabo de unos instantes, volvió a tirar de las riendas. La nube de polvo también asomaba en esa dirección. Maldijo entre dientes y se dirigió a la cresta de una pendiente cercana. Polvo. Polvo por todas partes. ¿Una tormenta? No, el estruendo es demasiado constante. Cabalgó de vuelta a la llanura y frenó el paso del caballo mientras se preguntaba qué hacer. La nube de polvo se convirtió en un muro. El rumor creció. Paran entrecerró los ojos para protegerlos del polvo. Había unos bultos gigantescos en movimiento, que iban derechos hacia él. En unos instantes se vio rodeado.

Bhederin. Había oído historias acerca de aquellas criaturas peludas que se desplazaban por las llanuras interiores, en manadas que contaban con miles de ellas. A su alrededor, Paran no veía más que el pelaje pardo rojizo y los lomos polvorientos de aquellos animales. No había lugar al que dirigir el caballo, ningún rincón donde refugiarse. Paran se recostó en la silla y aguardó.

Percibió un movimiento brusco por el rabillo del ojo, en el suelo. Quiso volverse, pero un objeto pesado lo alcanzó en el costado derecho y lo arrastró de la silla. Paran cayó en el polvo como un saco de patatas, maldiciendo, forcejeando con unas manos de dedos nudosos, con alguien de pelo negro. Levantó la rodilla y lo golpeó en el estómago. Su adversario cayó a un lado, falto de aire. Paran se puso rápidamente en pie y se encontró frente a un joven envuelto en pieles. El muchacho se incorporó también y fue hacia el capitán.

Paran se apartó y alcanzó de un golpe la sien del atacante, que cayó a un lado inconsciente.

Entonces se oyeron unos gritos agudos que provenían de todas partes. Los bhederin se apartaron, y por los huecos surgieron unas sombras que se acercaron a Paran. Eran los rhivi, enemigos declarados del Imperio, aliados en el norte de Caladan Brood y de la Guardia Carmesí.

Dos guerreros se acercaron al muchacho inconsciente. Lo sujetaron cada uno de un brazo y se lo llevaron a rastras.

La manada se había detenido.

Se acercó otro guerrero, que observó engallado a Paran. Su rostro cubierto de polvo lucía pinturas rojas y negras, cuya trayectoria partía de los pómulos, seguía a la mandíbula y, luego, alrededor de la boca. Llevaba a los anchos hombros una piel de bhederin. Se detuvo a menos de un brazo de distancia de Paran y agarró con los dedos la empuñadura de Azar. Paran apartó la mano. El rhivi sonrió, se alejó de él y lanzó un grito agudo, ululante.

Surgieron más por entre los bhederin, armados con lanzas en una mano, agazapados al pasar por los animales, que no les hicieron el menor caso.

Los dos rhivi que se habían llevado al muchacho volvieron para unirse al guerrero, que dirigió unas palabras al de la izquierda. Éste dio un paso hacia Paran. Antes de que el capitán pudiera reaccionar, golpeó con la pierna a Paran en el costado y hundió el hombro en su pecho.

El guerrero cayó sobre él. Paran sintió el frío tacto de la hoja de un cuchillo en la mandíbula cuando le cortaron la correa del yelmo. Se la quitaron de la cabeza y sintió entonces el tacto de los dedos que se crispaban alrededor de un puñado de cabello. Tirando del guerrero, Paran se puso en pie. Ya había tenido suficiente. Una cosa era morir, y otra muy distinta hacerlo sin dignidad. Al tirar el rhivi hacia atrás de su cabello, Paran tanteó las piernas del guerrero, le agarró de los testículos y apretó con fuerza.

El guerrero lanzó un grito y soltó el pelo de Paran. Apareció de nuevo el cuchillo, cerca del rostro del capitán. Cayó a un lado y con la mano libre atrapó la muñeca del cuchillo. De nuevo cerró con fuerza la otra mano. El rhivi gritó también en esa ocasión, y Paran lo soltó, dio la vuelta sobre sí y, con el hombro protegido por la hombrera de la armadura, golpeó al otro en la cara.

La sangre salpicó como la lluvia en el polvo. El guerrero trastabilló y, finalmente, se desplomó.

Alguien le golpeó la sien con el poste de una lanza. Se volvió por la fuerza del golpe. Una segunda lanza le alcanzó en la cadera con tal fuerza que parecía la coz de un caballo. Paran tuvo la impresión de que su pie izquierdo estaba clavado al suelo.

Paran desenvainó a Azar. Casi perdió el arma cuando estalló el zumbido. La levantó y de nuevo la sintió temblar. Medio cegado por el dolor, el sudor y el polvo, Paran tiró el cuerpo hacia atrás y, con ambas manos en la empuñadura, se puso en guardia. La hoja de la espada volvió a temblar, pero la mantuvo agarrada con fuerza.

Silencio. Entre jadeos, pestañeando, Paran levantó la barbilla y miró a su alrededor.

Los rhivi lo tenían rodeado. Nadie se movía. Sus ojos oscuros lo miraban fijamente.

Paran clavó los ojos en el arma, y luego, antes de observar de nuevo a Azar, volvió a pasear la mirada alrededor de los guerreros.

De la hoja de la espada surgían tres puntas de lanza como si de las hojas de un árbol se tratara, todas con la punta partida en dos; las astas habían desaparecido, sólo unas astillas de madera blanca asomaban de las puntas de lanza.

El pie, el pie que tenía clavado en el suelo. Alguien había atravesado la bota con una lanza, pero la ancha hoja de acero se había arrugado hasta el punto de hundirse plana sobre el pie. Estaba rodeado de madera astillada. Tampoco lo habían herido en la cadera, aunque la vaina de Azar acusaba una muesca.

El guerrero rhivi a quien había aplastado la cara yacía inmóvil a una vara de distancia. El capitán vio que la montura y los caballos de carga estaban incólumes y no se habían movido. Los otros rhivi habían retrocedido. Abrieron el cerco cuando una figura pequeña se acercó a él.

Era una niña, apenas habría cumplido los cinco años. Los guerreros se apartaron de ella de un modo que parecía reverencial o temeroso, o puede que una mezcla de ambas cosas. Llevaba una piel de antílope atada con una cuerda a la cintura y caminaba descalza.

Tenía un aire familiar: el modo de andar, la pose al plantarse ante él; algo, quizá, en los párpados. El hecho era que Paran se sintió incómodo.

La niña se detuvo a mirarle. Y en su carita redonda lentamente se reprodujo el fruncimiento de ceño que definía en ese momento la expresión del propio Paran. Levantó una mano, como si quisiera tocarle, y luego la bajó. El capitán sintió que no podía apartar los ojos de ella. Niña, ¿acaso te conozco?

Seguían en silencio cuando una anciana salió del corro y se acercó a la niña, en cuyo hombro apoyó una mano arrugada. Parecía cansada, irritada también, cuando observó al capitán. La niña le dijo algo en la lengua rápida y musical de los rhivi; lo hizo en un tono sorprendentemente grave para ser tan joven. La anciana se cruzó de brazos, y la niña volvió a hablar, en tono insistente.

Entonces la anciana se dirigió a Paran en lengua daru.

—Cinco lanzas aseguraron que eras nuestro enemigo. —Hizo una pausa—. Cinco lanzas que se equivocaron.

—Tenéis muchas más —dijo Paran.

—Así es, y el dios que favorece a tu espada no cuenta aquí con seguidores.

—Pues acabemos de una vez —gruñó Paran—. Estoy harto de este juego.

La muchacha intervino en un tono imperioso que sonaba como hierro que rasca la piedra.

La anciana se volvió hacia ella con visible expresión de sorpresa.

La niña continuó hablando; parecía dar explicaciones. La anciana la escuchó, y luego volvió su mirada oscura y febril al capitán.

—Vienes de Malaz, y los de Malaz han escogido tener por enemigos a los rhivi. ¿Compartes esa elección? Y que sepas que sé reconocer una mentira cuando la escucho.

—Soy de Malaz por nacimiento —respondió Paran—. No tengo interés en tener por enemigo a los rhivi. Preferiría no tener ningún enemigo.

La anciana pestañeó.

—Te ofrece palabras para aliviar tu pena, soldado.

—¿Qué quieren decir?

—Que vivirás.

Paran no acababa de confiar en aquel giro de la fortuna.

—¿Qué palabras tiene que ofrecerme? Si nunca antes la había visto.

—Tampoco ella a ti. No obstante, os conocéis.

—No, no nos conocemos.

La mirada de la anciana adquirió un matiz duro.

—¿Escucharás o no sus palabras? Te ofrece un regalo. ¿Se lo arrojarás a los pies?

—No, supongo que no —respondió él, muy incómodo.

—La niña dice que no tienes por qué afligirte. La mujer que conociste no ha cruzado el arco de las puertas de Muerte. Viajó más allá de las tierras que puedes ver, más allá del espíritu y los sentidos mortales. Ahora ha regresado. Debes tener paciencia, soldado. La niña te promete que os volveréis a encontrar.

—¿Qué mujer? —preguntó Paran con el corazón en la garganta.

—Aquella que tú crees muerta.

Volvió a mirar a la muchacha. Sintió de nuevo esa sensación de familiaridad, esta vez como un golpe en el pecho que lo empujó un paso atrás.

—No es posible —susurró.

La muchacha retrocedió en una nube de polvo. Entonces, desapareció.

—¡Aguarda!

Se oyó otro grito. La manada se puso en movimiento, cada vez más cerca, tapando a los rhivi. En apenas unos instantes, lo único que Paran pudo ver fueron los lomos de las bestias gigantescas. Pensó en abrirse paso entre ellas, pero comprendió que hacerlo supondría la muerte.

—¡Aguarda! —repitió el capitán. El ruido de centenares, de millares, de cascos resonó en la llanura, y ahogó su voz.

¡Velajada!

Transcurrió más de una hora hasta que la retaguardia de la manada pasó de largo. Cuando la última de las bestias hubo pasado, Paran miró a su alrededor. El viento arrastraba la nube de polvo al este, sobre los montecillos.

Paran montó y de nuevo volvió al caballo al sur. Las colinas Gadrobi se alzaron ante él. ¿Qué has hecho, Velajada? Recordó a Toc señalando el rastro de las pequeñas huellas que parecían salir de la ceniza, últimos restos de Bellurdan y Velajada. Por el aliento del Embozado, ¿tú lo planeaste? ¿Y por qué los rhivi? Has renacido, ya tienes cinco años, puede que seis… ¿Sigues siendo mortal, mujer? ¿Te has convertido en un Ascendiente? Has encontrado un pueblo, gente extraña y primitiva, ¿con qué objeto? Y cuando volvamos a encontrarnos, ¿qué edad aparentarás tener?

Pensó de nuevo en los rhivi. Conducían la manada hacia el norte, carne suficiente para alimentar… a un ejército en plena marcha. Caladan Brood va de camino a Pale. No creo que Dujek esté preparado para algo así. El viejo Unbrazo corre peligro.

Cabalgó durante otras dos horas antes del anochecer. Más allá de las colinas Gadrobi se extendía el lago Azur y la ciudad de Darujhistan. Y dentro de la ciudad, Whiskeyjack y el pelotón. Y en ese pelotón, la joven a la que llevo tres años preparándome para conocer. El dios que la poseyó… ¿será acaso mi enemigo?

La pregunta que le enfrió el corazón llegó sin avisar.

Dioses, menudo viaje éste, y eso que esperaba cruzar la llanura sin llamar la atención. Qué tontería. Los sabios y los magos escriben constantemente acerca de convergencias entre montañas, y diría que me hallo en una convergencia, una piedra imán que atrae a los Ascendientes. Y para ponerlos en peligro, según parece. Mi espada Azar respondió a esas cinco lanzas, a pesar del modo en que traté a uno de los Mellizos. ¿Cómo explicarlo? Lo cierto es que mi causa es sólo mía. No la de la Consejera ni la del Imperio. Dije que prefería no tener enemigos, y la anciana vio la verdad de mis palabras. Por tanto, según parece, son verdad.

»Sorpresa tras sorpresa, Ganoes Paran. Sigue cabalgando, a ver qué encuentras en tu camino.

El sendero ascendía por la ladera y el capitán espoleó al caballo colina arriba. Al alcanzar la cima, tiró con fuerza de las riendas. El caballo resopló indignado y ladeó la cabeza con la mirada desorbitada. No obstante, la atención de Paran se centraba en otra cosa. Se echó atrás en la silla y destrabó la espada.

Un hombre cubierto con armadura se esforzaba por ponerse en pie tras un modesto fuego. A su espalda había una mula. El hombre trastabilló, apoyando el peso más en una pierna que en otra, y desnudó la espada bastarda que ceñía, en la que a continuación se apoyó mientras observaba al capitán.

Paran azuzó la montura, observando a un lado y otro la zona en la que se hallaban. Por lo visto, el guerrero estaba solo; frenó al caballo cuando apenas los separaban diez varas.

El guerrero se dirigió a él en lengua daru.

—No estoy en condiciones de luchar, pero si quieres pelea, la tendrás.

De nuevo Paran se descubrió agradecido por la insistencia de la Consejera respecto a su educación. Respondió con la misma fluidez con la que hubiera respondido un nativo.

—No. He perdido el hábito. —Aguardó inclinado hacia delante en la silla, y luego sonrió al observar la mula—. ¿Es una mula de guerra?

El otro soltó una risotada.

—Estoy convencido de que cree serlo —respondió más relajado—. Tengo comida de sobra, viajero, si tienes algo de gazuza.

El capitán desmontó.

—Me llamo Paran —dijo al sentarse junto al fuego. El otro se acomodó también, con el fuego entre ambos.

—Coll —gruñó al estirar la pierna vendada—, ¿vienes del norte?

—De Genabaris. Hace poco pasé un tiempo en Pale.

—Tienes pinta de mercenario, de oficial. He oído que aquello fue un infierno.

—Llegué un poco tarde —admitió Paran—. Muchos escombros y cadáveres, y por eso me inclino a creer lo que cuentan. —Titubeó antes de añadir—: Corría un rumor en Pale. Decían que Engendro de Luna está ahora en Darujhistan.

Coll gruñó de nuevo al arrojar un puñado de ramas al fuego.

—Así es —respondió. Señaló con un gesto un caldero apoyado en las brasas—. Es caldo, por si traes hambre. Adelante, sírvete.

Paran se dio cuenta de que estaba hambriento. Aceptó el ofrecimiento de Coll muy agradecido. Mientras comía con una cuchara de madera que su anfitrión le prestó, pensó en preguntarle por la herida de la pierna, pero recordó el adiestramiento de la Garra. Cuando uno interpreta el papel de un soldado, debe hacerlo a fondo. Nadie pregunta por lo que resulta obvio. Si alguien te mira a los ojos, finges no verlo y te quejas del mal tiempo. Todo lo importante sucederá en su momento. Los soldados no tienen aspiraciones, la paciencia se convierte en ellos en una virtud, no sólo una virtud, sino una justa, la de la indiferencia. De modo que Paran vació la marmita. Entretanto, Coll aguardó silencioso, azuzando el fuego y añadiendo alguna que otra rama de las que había amontonado a su espalda, aunque era un misterio de dónde había sacado toda esa leña.

Finalmente, Paran se limpió la boca con la manga y frotó la cuchara hasta dejarla tan inmaculada como pudo sin recurrir al agua. Una vez recostado, eructó.

—De modo que te diriges a Darujhistan.

—Así es. ¿Y tú?

—En uno o dos días podré hacerlo, supongo, aunque no puede decirse que ande ansioso de entrar en la ciudad a lomos de una mula.

—En fin —dijo Paran mirando a poniente—. Está a punto de ponerse el sol. ¿Te importa si acampo aquí?

—En absoluto.

El capitán se levantó para atender a los caballos. Pensó en demorarse uno o dos días para que aquel tipo se recuperara un poco, y prestarle luego un caballo. Sería ventajoso entrar en la ciudad acompañado por uno de sus habitantes. Podría darle algunas indicaciones, incluso buscarle un lugar donde alojarse un par de días. No sólo eso, también averiguaría muchas cosas entre tanto. ¿Resultaría crucial ese día de retraso? Quizá, pero en ese momento parecía valer la pena. Ató los caballos de Wickan cerca de la mula, y luego llevó la alforja junto al fuego.

—He estado dando vueltas a tu problema —dijo Paran al dejar las alforjas en el suelo y recostarse luego en ellas—. Cabalgaré contigo, y así podrás subirte a mi caballo de carga.

Coll lo miró con cierta desconfianza.

—Una oferta generosa.

Al reparar en la suspicacia con que el otro había acogido la idea, sonrió.

—A los caballos no les vendrá nada mal un día más de descanso, por mencionar un motivo de peso. Además, nunca he estado en Darujhistan, de modo que a cambio de lo que tú consideras generosidad, te abrumaré a preguntas y más preguntas durante los próximos dos días. Después, recupero mi caballo y cada uno por su lado, de modo que si aquí hay alguien que saldrá ganando, diría que ese alguien soy yo.

—Mejor te aviso ahora, Paran, de que no soy muy hablador.

—Correré el riesgo.

Coll consideró la oferta unos instantes.

—Diablos —dijo—. Estaría loco si la rechazara. No pareces de esos que andan por ahí apuñalando por la espalda. No conozco tu historia, Paran. Si hay algo que quieras reservarte, es asunto tuyo. Pero eso no me impedirá hacerte preguntas. Dependerá de ti decirme o no la verdad.

—Diría que eso es mutuo, ¿no? —respondió Paran—. En fin, ¿quieres que te resuma mi historia? Estupendo, allá va, Coll. Soy un desertor del ejército de Malaz, en cuyas filas serví como capitán. También he trabajado estrechamente con la Garra, y si vuelvo la vista atrás te diré que ahí empezaron los problemas. En fin, lo hecho… hecho está. —Ah, sí, una cosa más: quienes se me acercan suelen acabar muertos, pensó Paran.

Coll guardó silencio mientras en sus ojos danzaba la luz del fuego.

—Tan desnuda me presentas la verdad, que más bien me planteas un desafío, ¿no crees? —Contempló el fuego, y luego se echó atrás, apoyado en los codos, y presentó el rostro a las estrellas que empezaban a asomar en el firmamento—. Pertenecía a la nobleza de Darujhistan; último hijo de una poderosa familia de rancio abolengo. Mi matrimonio estaba decidido, pero me enamoré de otra, una mujer ambiciosa, aunque yo no supe verlo. —Sonrió con ironía—. De hecho era una zorra, pero mientras que a las demás zorras que he conocido las he visto venir de lejos, ésta se comportó de un modo tan retorcido como quepa imaginar.

»En fin —continuó—, el caso es que renuncié a mi compromiso y anulé el matrimonio acordado. Creo que mi boda con Aystal acabó con mi padre. Así se llamaba entonces esa zorra, aunque ahora se ha cambiado el nombre. —La risa rasposa se alzó al cielo nocturno—. No tardó mucho. Aún no estoy del todo seguro de los detalles, de cuántos hombres se llevó al catre como pago por su influencia ni cómo lo logró. Lo único que sé es que un día me desperté sin título y sin el apellido de mi familia. La mansión pasó a considerarse de su propiedad, igual que el dinero. Todo era suyo, y ya no me necesitaba.

Entre ambos, las llamas mordían la madera. Paran no dijo nada. Tenía la sensación de que ahí no acababa la historia de aquel hombre, y que en esos momentos hacía un esfuerzo por reunir los detalles.

—Ésa no fue la peor de las traiciones, Paran —prosiguió finalmente mirando al capitán a los ojos—. Oh, no. Sucedió cuando abandoné. No podía luchar contra ella. Y eso que pude haber ganado. —Apretó la mandíbula, único indicio de la angustia que escapaba al control de sí mismo; entonces reanudó el relato con voz neutra, hueca—. Las amistades que conocía desde hacía décadas me rechazaron. Había muerto para todos. Decidieron no escucharme. Pasaban de largo o ni siquiera acudían a la puerta de sus mansiones cuando los visitaba. Estaba muerto, Paran, incluso figuraba así en los registros de la ciudad. De modo que estuve de acuerdo con ellos. Me alejé. Desaparecí. Una cosa es hacer que tus amigos lloren tu muerte en tu cara. Otra muy distinta, traicionar tu propia vida, Paran. Pero como tú bien has dicho lo hecho, hecho está.

El capitán apartó la mirada y entornó los ojos a la oscuridad. ¿A qué obedecía esa necesidad humana, se preguntó, por destruirlo todo?

—Los juegos de la alta sociedad —dijo en voz baja—, que abarcan el mundo. Nací en el seno de la nobleza, igual que tú, Coll. Pero en Malaz tuvimos que enfrentarnos a un rival de nuestra misma altura, el viejo emperador. Nos aplastó una y otra vez, hasta que inclinamos la cerviz como perros apaleados. Apaleados durante años. Claro que sólo era una cuestión de poder, ¿verdad? —preguntó, más para sí que para el hombre con quien compartía el fuego—. No hay lecciones lo bastante importantes para que un noble deba prestarles atención. Vuelvo la vista hacia los años que pasé en compañía tan retorcida y hambrienta de poder y los comparo con la vida que llevo ahora, Coll, y comprendo que aquello no era vida. —Guardó silencio un rato, luego una lenta sonrisa trazó una curva en su boca y volvió la mirada a Coll—. Desde que me alejé del Imperio de Malaz, y corté de una vez por todas los dudosos privilegios de mi sangre noble, qué diantre, jamás me he sentido tan vivo. Antes no tenía una vida, sólo la pálida sombra de lo que por fin he encontrado. ¿Acaso es esa verdad tan pavorosa para que la rehuyamos con tanto encono?

—No soy el tipo más inteligente del mundo, Paran, y tus reflexiones son demasiado profundas para mí, pero si te he entendido bien, ahí estás, sentado ante un tipo cojo como yo que ya no sabe ni quién es, diciéndole que está más vivo que nunca. Más vivo, más vivo en este momento. Tanto como puedas estarlo. Y que fuera lo que dejaras atrás, no era una vida, ¿me equivoco?

—Dímelo tú, Coll.

El otro torció el gesto y se pasó la mano por el cabello ralo.

—El caso es que la quiero recuperar. Quiero recuperarlo todo. Paran se puso a reír y siguió carcajeándose hasta que tuvo calambres en el estómago.

Coll siguió ahí sentado, mirándole, y poco a poco nació una risa ronca en su pecho. Se volvió para hacerse con más leña y arrojó al fuego todas las ramas que le quedaban.

—En fin, Paran, maldita sea —dijo con esas arrugas que se dibujan alrededor de los ojos de tanto reír—, has surgido del mar como un rayo enviado por un dios. Y lo agradezco. Lo agradezco más de lo que nunca podrías llegar a imaginar.

Paran secó las lágrimas que empañaban sus ojos.

—Por el aliento del Embozado —dijo—. Somos como un par de mulas cargadas de pertrechos de guerra y con ganas de hablar, ¿no te parece?

—Supongo que sí, Paran. Escucha, si hurgas un poco en las alforjas encontrarás un barril de vino de Congoja. Hará una semana que lo vendimiaron.

El capitán se levantó.

—¿Y qué significa eso?

—Significa que tiene el tiempo contado.