Ahí, aquí una araña.
En este rincón, en aquél…
sus tres ojos
andan de puntillas en la oscuridad,
sus ocho patas
recorren mi columna,
imita y se burla de mi paso.
Ahí, aquí una araña,
que todo lo sabe de mí.
En su telaraña toda mi historia está escrita.
En algún lugar de este extraño paraje
aguarda una araña
a que temeroso emprenda la huida…
La conspiración
Ciego Gallan (n. 1078)
En cuanto el asesino de la Guilda abandonó la estancia, Kalam apuró el último trago de cerveza, pagó la consumición y subió la escalera. Desde la barandilla del descansillo estudió a los parroquianos que atestaban el local, y al ver que nadie le prestaba atención recorrió el pasillo y entró en la última habitación de la derecha.
Cerró la puerta con llave. Ben el Rápido permanecía sentado, cruzado de piernas en el suelo, dentro de un círculo de cera azul fundida. El mago se hallaba inclinado hacia delante, desnudo el torso, con los ojos cerrados y goterones de sudor que discurrían frente abajo. El espacio que lo envolvía parecía brillar, como si lo hubieran barnizado.
Kalam rodeó el círculo de cera hasta llegar a la cama. Asió una bolsa de cuero colgada de un clavo en el poste de la cama y la colocó en la colcha. Tras hurgar en su interior, sacó el mecanismo de un mortero balista. Había añilado las zonas metálicas de la ballesta, y la culata de madera estaba embreada y apagada con arena negra. Kalam, muy despacio, con mucha calma, montó el arma.
Ben el Rápido rompió el silencio a su espalda.
—Hecho. Cuando quieras, amigo mío.
—Se fue por la cocina, pero volverá —dijo Kalam al incorporarse empuñando la ballesta. Colocó la correa y se colgó el arma del hombro. Luego se volvió al mago—. Listo.
Ben el Rápido se levantó también y se secó el sudor de la frente.
—Dos encantamientos. Podrás flotar y controlar la caída. El otro debería proporcionarte la habilidad de distinguir la magia… Al menos, casi toda la magia. Si hay un mago supremo en los alrededores, se nos habrá acabado la suerte.
—¿Y tú? —preguntó Kalam mientras examinaba la aljaba de virotes.
—No podrás verme, sólo distinguirás mi aura —respondió Ben el Rápido con una sonrisa torcida—, pero te acompañaré todo el tiempo.
—Estupendo, espero que no surjan problemas. Estableceremos contacto con la Guilda, ofreceremos el contrato del Imperio, ellos aceptarán y nos librarán de todas las amenazas de peso que puedan salirnos al paso en la ciudad. —Se envolvió en la capa negra y se cubrió con la capucha.
—¿Estás seguro de que no sería mejor acercarnos directamente a ese tipo y mostrarle nuestras cartas?
—Así no se hacen las cosas. —Kalam negó con la cabeza—. Lo hemos identificado, y él ha hecho lo propio con nosotros. Probablemente se haya puesto en contacto con su comandante, y a estas horas ya habrán tomado una decisión sobre cómo solucionar el asunto. Nuestro hombre tendría que conducirnos al lugar de reunión.
—¿No estaremos a punto de adentrarnos en una trampa?
—Más o menos, sí. Pero antes de tenderla, querrán saber qué es lo que queremos de ellos. En cuanto se pongan las cartas sobre la mesa, dudo de que al líder de la Guilda le interese acabar con nosotros. ¿Preparado?
Ben el Rápido señaló a Kalam con la mano y murmuró unas palabras en un tono de voz imperceptible.
De pronto, Kalam se sintió liviano. Envolvió su piel una frescura que se extendió por todo el cuerpo. Ante sus ojos, la silueta de Ben el Rápido se cubrió de un manto verde azulado, que emanaban los dedos largos del mago.
—Los tengo —dijo el asesino sonriendo—. Dos viejos amigos.
—Sí —suspiró Ben el Rápido—, aquí estamos otra vez, con la misma historia. —Miró a los ojos de su amigo—. El Embozado nos pisa los talones, Kal. Últimamente, siento su resuello en la nuca.
—Pues no eres el único. —Kalam se volvió a la ventana—. En ocasiones —dijo sin más— tengo la sensación de que nuestro Imperio se ha propuesto matarnos. —Se acercó a la ventana, abrió los postigos hacia dentro y apoyó ambas manos en el alféizar.
Ben el Rápido se acercó a su lado y le puso una mano en el hombro. Ambos contemplaron la oscuridad, compartiendo por un instante aquel desapacible presentimiento.
—Hemos visto demasiadas cosas —reflexionó en voz baja el mago.
—Por el aliento del Embozado —gruñó Kalam—, ¿tienes la menor idea de qué diantre hacemos aquí?
—Puede que si el Imperio obtiene lo que busca, o sea, Darujhistan, nos dejen marchar.
—Claro, pero ¿quién convencerá al sargento para desertar del Imperio?
—Le demostraremos que no hay muchas opciones que digamos.
Kalam se encaramó al alféizar.
—Me alegro de no pertenecer ya a la Garra. Sólo somos soldados, ¿verdad? A su espalda, Ben el Rápido se llevó la mano al pecho y desapareció. Su voz incorpórea tenía un matiz divertido.
—Verdad. Ya no más juegos de capa y espada para el bueno de Kalam. El asesino giró el rostro hacia la pared y procedió a subir al tejado.
—Claro, nunca me gustaron.
—Se acabaron los asesinatos —dijo a su espalda la voz de Ben el Rápido.
—Y el espionaje —añadió Kalam al llegar al alero.
—Y los hechizos asquerosos.
Una vez se hubo encaramado al tejado, Kalam permaneció inmóvil.
—Y las cuchilladas por la espalda —dijo en un susurro. Se sentó y observó los tejados colindantes. No vio nada; no había nadie agazapado, ni brillantes auras mágicas.
—Gracias a los dioses —susurró Ben el Rápido encima de él.
—Gracias a los dioses —repitió Kalam, como un eco, antes de asomarse por el alero. Abajo, una fuente de luz señalaba la entrada de la taberna—. Encárgate de la puerta trasera. Yo vigilaré ésta.
—Como quie…
—Ahí está —lo interrumpió Kalam en un susurro—. ¿Sigues aquí?
Observaron la figura de Rallick Nom, embozado, cruzar al otro lado de la calle y desaparecer en un callejón.
—Yo lo sigo —dijo Ben el Rápido.
Un fulgor azulado envolvió al mago. Se elevó en el aire y cruzó flotando la calle sin dilación, aunque cuando llegó al callejón frenó un poco la marcha. Kalam se puso en pie y recorrió silenciosamente el borde del tejado. Al llegar al extremo, observó el tejado del edificio contiguo y saltó.
Cayó lentamente, como si se zambullera en el agua, y aterrizó sin hacer un solo ruido. A su derecha, recorriendo una línea paralela, distinguió el aura mágica de Ben el Rápido. Kalam cruzó el tejado hasta el siguiente edificio. Su hombre se dirigía a los muelles.
Kalam siguió la luz que como un faro despedía Ben el Rápido. Se desplazó de tejado en tejado, saltando a veces, aunque en otras ocasiones se vio forzado a trepar. Kalam carecía de sutileza. Allá donde otros empleaban la delicadeza, él recurría a la fuerza de sus fuertes brazos y piernas. Era un asesino inverosímil, pero había aprendido a sacar provecho de sus dotes.
Se acercaron a la zona portuaria. Los edificios poseían una sola planta, eran espaciosos, y las calles estaban tenuemente iluminadas a excepción de las puertas dobles de los almacenes, donde había algún que otro vigilante. El aire de la noche arrastraba el olor del pescado y el alcantarillado.
Finalmente, Ben el Rápido se detuvo, flotando sobre el patio de un almacén. Luego se acercó a Kalam, que le aguardaba en el alero de una cámara de compensación, un edificio cercano de dos plantas.
—Parece que es ahí —informó Ben el Rápido flotando a una vara de Kalam—. ¿Y ahora?
—Quiero tener una buena línea de visión de ese patio.
—Sígueme.
Ben el Rápido lo condujo a otro edificio. Su hombre estaba visible, agazapado en el tejado de un almacén, atento al patio del mismo.
—Kal, ¿hay algo en esto que te huela mal?
—Diantre, no. Esto me huele como un jodido rosal. No descuides tu posición, amigo mío.
—De acuerdo.
Rallick Nom permanecía tumbado en el tejado, por cuyo borde asomaba la cabeza. Ante sus ojos se extendía el patio del almacén, vacío y gris. Las sombras resultaban impenetrables. El sudor discurría por todo su rostro.
—¿Puede verte? —preguntó la voz de Ocelote surgida de las sombras.
—Sí.
—¿Y permanece inmóvil?
—No. Escucha, estoy seguro de que hay más de uno. Me hubiera dado cuenta si alguien me hubiese seguido, y nadie lo ha hecho. Esto apesta a magia, Ocelote, y sabes qué opinión me merece la magia.
—Maldita sea, Nom. Si te decidieras a utilizar eso que te dimos, ahora estarías entre los mejores de nosotros. Pero a la puerta del Embozado con ello. Tenemos vigilantes, y a menos que se trate de un mago extraordinario detectaremos su magia. Admítelo —continuó Ocelote, cuya voz se riñó de malicia—, es mejor que tú. Te ha seguido todo el camino, y lo ha hecho sin ayuda.
—¿Y ahora? —preguntó Rallick.
Ocelote rió entre dientes.
—Mientras tú y yo hablamos, estamos estrechando el cerco. Tú ya has cumplido, Nom. Esta noche concluirá la guerra de asesinos. En unos instantes, podrás volver a tu casa.
Por encima de la ciudad había un demonio que batía sus correosas alas, mientras sus ojos de reptil observaban los tejados con una visión capaz de detectar la magia con la misma facilidad que detectaba el calor. Aunque el demonio no era mayor que un perro, tenía un inmenso poder, muy cercano al del hombre que lo había invocado y subyugado aquella misma noche. Distinguió en el tejado dos auras, cerca, muy cerca; una pertenecía a un hombre a quien habían ungido de hechizos, y otra a un mago, un mago excelente. En un círculo desigual demarcado por los tejados colindantes, vio que varios hombres y mujeres los acorralaban, delatados algunos por el calor que desprendían sus cuerpos, delatados otros por los objetos que portaban, impregnados de magia.
Hasta entonces, el demonio cabalgaba los altos vientos nocturnos hastiado y molesto con su señor. Un simple encargo de observación ¡para quien disfrutaba de tamaño poder! Se apoderó de él la sed de sangre. De haber sido menos poderoso su señor, lo bastante como para romper los lazos y abatirse sobre los tejados, la noche se hubiera teñido de rojo.
El demonio pensaba en esas cosas con la mirada clavada en la escena que se desarrollaba en la superficie cuando el tacón de una bota fue a estrellarse en la nuca de su redonda cabecita. La criatura, poseída por la rabia, dio un tumbo y se volvió hacia el atacante.
Al cabo de un instante, luchaba por salvar su vida. La figura que acechaba al demonio poseía un aura mágica invisible. Las energías de ambos se trabaron en combate, envolviéndose como tentáculos. El demonio se defendió del dolor lacerante que lo paralizaba, mientras la figura redoblaba sus esfuerzos. Un frío abrasador copó el cráneo del demonio, un frío ajeno al poder que lo caracterizaba, tan ajeno que el demonio no halló el medio de contrarrestarlo.
Ambos se precipitaron lentamente al vacío, luchando en un silencio sepulcral, armados de fuerzas invisibles a los habitantes de la ciudad; mientras, a su alrededor, otras figuras descendieron hacia el almacén con las capas extendidas como las velas de un barco, la culata de la ballesta apoyada en el hombro, el rostro embozado y la mirada en la superficie, ocultas las facciones bajo negras máscaras. Eran once en total, que pasaron de largo al demonio y a quien lo había atacado. Ninguno de los otros prestó la menor atención, y al reparar en ello por un instante el demonio experimentó una sensación que jamás había tenido. Miedo.
Sus pensamientos pasaron de concentrarse en el combate a la pura y simple supervivencia, y por ello se libró de las garras del enemigo. Soltó un chillido agudo y batió sus alas para remontar el vuelo.
La figura no lo siguió; en lugar de ello, se unió a sus compañeros en su mudo descenso sobre la ciudad.
Los doce asesinos embozados se abatieron sobre el círculo que hombres y mujeres formaban en la superficie, apuntaron cuidadosamente con las ballestas y dieron comienzo a la carnicería.
Kalam contempló al asesino que permanecía tumbado, mirando hacia el patio, y se preguntó qué debía hacer a continuación. ¿Esperarían a que fuera él quien contactara con ellos? Se le escapó un gruñido. Algo iba mal. Lo sentía claramente.
—Maldita sea, Ben. ¡Salgamos de aquí!
—¡Espera! —exclamó la voz incorpórea de Ben el Rápido—. Mierda, no —añadió a continuación, en voz baja.
Ante Kalam, dos formas brillantes cayeron sobre el tejado de abajo, justo detrás del hombre al que habían estado siguiendo.
—Pero ¿qué coño es…?
Sintió entonces un leve temblor en los adoquines en los que apoyaba las palmas de las manos. Al volverse, Kalam oyó el zumbido de un virote que pasó a escasos palmos de él. Reparó en la presencia de una figura arrodillada y embozada a unas diez varas de distancia. Después de fallar en aquel primer disparo, la figura echó a correr hacia él. Otra se posó a espaldas de la primera, cerca del extremo opuesto del tejado.
Kalam corrió a toda prisa y se precipitó por el borde del tejado.
Ben el Rápido flotó sobre él. El hechizo que había empleado para desviar la trayectoria del virote era propio de un gran mago, y estaba seguro de que los asaltantes no habían reparado en su presencia. Observó a la figura que detenía el paso y se acercaba con cautela al borde del tejado por el que había desaparecido Kalam. Brillaron las hojas de las dagas que empuñaban sus manos enguantadas cuando el asesino llegó al borde y se acuclilló. Ben el Rápido contuvo el aliento al mismo tiempo que la figura estiraba el cuello.
Kalam no había llegado demasiado lejos. Se aferraba a las tejas. Cuando el torso superior del atacante se recortó en su campo de visión, ocultando la luz de las estrellas que titilaban en el firmamento, se impulsó con la fuerza de un brazo y agarró al otro del cuello con todo su vigor. Kalam tiró del asesino, al mismo tiempo que levantaba la rodilla. El rostro del embozado produjo un chasquido seco al estamparse en la rodilla del antiguo miembro de la Garra. Kalam, sin soltar la teja a la que se aferraba con la otra mano, sacudió el cuerpo del otro y lo arrojó girando sobre sí mismo hacia abajo, a la calle.
Jadeaba. Volvió a ganar el tejado. En la otra punta vio dar vueltas al segundo asesino. Con un gruñido, Kalam se puso en pie y corrió hacia la sombra.
El asesino desconocido retrocedió un paso, sorprendido, luego bajó la mano y desapareció.
Kalam se detuvo y se agachó, con los brazos a los costados.
—La veo —susurró Ben el Rápido.
Con un siseo, Kalam dio un giro completo y, luego, se deslizó a un lado, dando la espalda al borde del tejado.
—Yo no.
—Está invirtiendo energía para evitarlo —explicó Ben el Rápido—. La estoy perdiendo. Espera, Kal. —El mago guardó silencio.
El cuello de Kalam despedía un crujido cada vez que oía algo. Crispaba los puños y respiraba con cierto sosiego. Espera. Un rumor bajo surgió de su pecho. ¿Esperar a qué? ¿A que un cuchillo le atravesara la garganta?
De pronto la noche estalló en un estruendo de fuego y ruido. El atacante se plantó ante Kalam, dirigiéndole una estocada al pecho. Humo y chispas llovieron sobre ella, pero se movió sin que parecieran afectarle. Kalam se apartó a un lado, en un intento por evitar la hoja de la daga. Ésta se hundió en su camisa, por debajo de las costillas, se hundió luego en su carne y se deslizó de lado hacia el costado más cercano. Sintió el regusto de la sangre al tiempo que hundía el puño en el plexo solar de la mujer. Ésta ahogó un grito, cayó hacia atrás la daga que empuñaba en la mano derecha y lanzó un chorro de sangre. Kalam se abalanzó sobre ella con un gruñido desafiante y, haciendo caso omiso del arma de la mujer, volvió a golpearla en el pecho. Se oyó el crujido de las costillas. Con la otra mano abierta, le golpeó la frente. La asesina cayó espatarrada e hizo un ruido seco sobre el tejado, donde su cuerpo quedó inmóvil.
Kalam hincó una rodilla en el suelo, tomando el aire a grandes bocanadas.
—¡Dijiste que esperara, maldita sea! ¿Qué coño te pasa, Ben? —hundió un jirón de la camisa en la caja torácica—. ¿Ben?
No hubo respuesta. Enderezado, se giró para observar los tejados cercanos. Había cuerpos por todas partes. El tejado del almacén, donde había visto aterrizar a dos sombras tras el hombre al que habían seguido, estaba vacío. Lanzó un leve gruñido e hincó la otra rodilla.
Al lanzarle la mujer aquella estocada creyó oír algo entre los fuegos y los demás ruidos. Un estruendo, no, dos estruendos, muy cercanos, seguidos. Un intercambio mágico. Contuvo el aliento. ¿Había un tercer asesino? ¿Un mago? Ben el Rápido había herido a aquél, pero algún otro había alcanzado a Ben el Rápido.
—Por el Embozado —susurró mientras miraba colérico a su alrededor.
La primera noción de peligro que sintió Rallick fue el golpe agudo que lo alcanzó entre los omóplatos. Le quitó el aliento de los pulmones y, con él, la capacidad de reaccionar. Le dolía la espalda, y comprendió que había sido alcanzado por un virote, mas la armadura brigantiana que llevaba bajo la camisa había amortiguado el impacto. Cierto que la punta del virote había mordido el hierro hasta atravesarlo, pero no se había hundido en la carne. A pesar del modo en que la sangre latía en su oído, pudo oír el leve rumor de unos pasos que se le acercaban por detrás.
Abajo, procedente de las sombras, escuchó la voz de Ocelote.
—¿Nom? ¿Qué pasa?
A su espalda, los pasos detuvieron su andadura y oyó el crujido metálico de la ballesta de nuevo amartillada. Rallick recuperó el aliento. Dicha recuperación trajo de la mano la desaparición del entumecimiento temporal que se había apoderado de su cuerpo. Sus propias armas yacían a su lado, dispuestas, y decidió esperar.
—Nom.
Oyó un paso detrás, a la izquierda. Con un solo gesto, Rallick se puso boca arriba, asió su propia ballesta, se incorporó y disparó. El asesino, situado a menos de seis varas de distancia, se vio empujado por la fuerza del virote y soltó el arma.
Rallick se apartó a un lado, pues sólo veía al otro agresor como una vaga sombra escudada tras el compañero. La sombra se agachó y abrió fuego con su propia ballesta. El virote alcanzó a Rallick bajo el hombro derecho, rebotó rozándole la cabeza y se perdió finalmente en la negrura de la noche. El golpe le inutilizó la diestra. Se puso en pie como pudo, y la hoja del cuchillo despidió un fulgor azulado cuando lo desenvainó.
Por su parte, el asesino dio un mesurado paso al frente, pero luego retrocedió hasta el borde del tejado y se descolgó.
—Por el aliento del Embozado —dijo Ocelote a la espalda de Rallick. Al volverse, no vio a nadie—. Distinguió mi magia —explicó Ocelote—. Hiciste un gran trabajo con el primero, Nom. Quizá podamos descubrir por fin quiénes son.
—No lo creo —replicó Rallick, cuya mirada reposaba en el cuerpo inmóvil. En ese momento, observó que lo recubría un fulgor incandescente.
Cuando el cadáver desapareció, Ocelote lanzó una maldición.
—Debe de tratarse de una especie de hechizo de retirada —aventuró. De pronto, el líder de su clan apareció ante Rallick. Torció el gesto para dibujar una mueca mientras miraba con ferocidad a su alrededor—. Tendimos una trampa y terminamos cayendo en ella.
Rallick no respondió. Giró la cintura, arrancó el virote de la espalda y lo arrojó a un lado. Habían tendido la trampa para luego caer en ella, cierto, pero tenía la completa seguridad de que el hombre que los había seguido no tenía nada que ver con aquellos recién llegados. Al volverse, miró hacia el tejado donde había visto por última vez al hombre negro. Vio un instante lo que le pareció un fulgor rojo y amarillo, seguido de sendos truenos amortiguados. En ese instante, Rallick distinguió una figura recortada sobre el alero del tejado, luchando a la defensiva de un ataque frontal. El destello se extinguió, y a su paso tan sólo quedó la oscuridad.
—Hechicería —susurró Ocelote—. De la poderosa, por cierto. Vamos, salgamos de aquí.
Se marcharon sin mayores demoras hacia el patio del almacén.
Una vez reconocidos, Lástima dio fácilmente con el hombrecillo gordo y el portador de la moneda. Aunque había tenido la intención de seguir al tal Kruppe después de dejar a Kalam y a Ben el Rápido en la choza, hubo algo que la atrajo hacia el muchacho. Una sospecha, quizá, la sensación de que sus actividades eran, al menos por el momento, más importantes que los paseos sin rumbo de Kruppe.
El portador de la moneda era el último representante de la influencia de Oponn, y la pieza más vital que el dios había puesto en juego. Hasta entonces, ella misma se había encargado de eliminar a otras piezas importantes, hombres como el capitán Paran, que había sido el edecán de la Consejera y, por extensión, había estado al servicio de la propia emperatriz. Por no mencionar a aquel líder de la Garra en Pale, a quien había tenido que estrangular. En su camino a los Abrasapuentes, muchos otros también habían caído, aunque sólo los necesarios.
Era consciente de que el muchacho tenía que caer, aunque algo en su interior parecía contradecir esa conclusión, una parte de su persona que ni siquiera era capaz de reconocer. Había sido poseída, convertida en asesina hacía dos años en un camino costero. El cuerpo en el que se alojaba resultaba conveniente, desligado por los sucesos de una vida dramática (un cuerpo de niña, cuya mente no tenía parangón con el inmenso poder que la había tomado y destruido).
¿Pero de veras había logrado destruirla? ¿Qué había sacudido en su interior la visión de aquella moneda? ¿Y qué voz era aquella que en ocasiones se pronunciaba con tanto poder y voluntad en su interior? La había oído antes, por ejemplo cuando Whiskeyjack murmuró la palabra «vidente».
Se esforzó en recordar si había conocido a algún o alguna vidente en los últimos dos años, pero lo cierto es que no recordaba haber tenido relación con nadie del ramo.
Se cubrió los hombros con la capa. Dar con el muchacho había resultado fácil, pero descubrir qué era lo que éste tramaba ya era otro asunto. A juzgar por las apariencias, no parecía ser más que un vulgar robo. Azafrán se había situado en el callejón, desde donde había observado la ventana iluminada de la tercera planta de una mansión, a la espera de que se apagara la luz. Envuelta en las sombras sobrenaturales como estaba Lástima, no la había visto al escalar la pared resbaladiza en la que ella recostaba la espalda. El ladrón había trepado por la pared con una agilidad pasmosa.
Tras perderlo de vista, Lástima buscó otro punto de observación que le permitiera disfrutar de una visión privilegiada del balcón de la habitación y la puerta corrediza. Eso supuso entrar en el jardín de la propiedad, aunque sólo encontró a un guardia patrullando el terreno. Lo mató como si nada y se situó tras un árbol, desde donde vigiló el balcón.
Azafrán ya había llegado, abierto la cerradura y penetrado en el interior de la habitación. Lástima tuvo que admitir que era bastante bueno. Pero ¿qué ladrón permanecía media hora en la estancia donde estaba robando? Más de media hora. No había oído dar la alarma, ni encenderse luz alguna tras las numerosas ventanas de la mansión, ni ninguna otra señal que pudiera indicar que algo se había torcido. ¿Qué diantre haría Azafrán ahí dentro?
Lástima se enderezó. La hechicería se había manifestado de pronto en otra parte de Darujhistan, y su aroma le resultaba de sobra conocido. Titubeó, incapaz de decidirse. ¿Dejar a su aire al muchacho e ir a investigar aquella nueva y mortífera emanación? ¿O seguir donde estaba, hasta que Azafrán abandonara la mansión o fuera descubierto?
Entonces vio algo tras las puertas corredizas del balcón que puso punto y final a su indecisión.
El sudor empañaba el rostro de Azafrán; tanto era así que tuvo que secarse repetidas veces los ojos. Había superado las nuevas medidas de seguridad hasta llegar al interior —la del balcón, por ejemplo, o la del picaporte— y ahora caminaba de puntillas hacia el tocador. Una vez allí, se quedó paralizado, incapaz de moverse. Seré idiota, pero ¿qué hago yo aquí?
Prestó atención a la suave y regular respiración que oía a su espalda, como aliento de dragón, pensó; estaba seguro de que podía sentirlo en la nuca. Azafrán levantó la mirada y arrugó el entrecejo al ver la imagen que devolvía el espejo. ¿Qué le estaba pasando? Si no salía de ahí pronto… Empezó a sacar lo que llevaba en la bolsa. Cuando terminó, volvió a mirarse en el espejo, sólo que… Había otro rostro ahí, una carita redonda que lo observaba desde la cama.
—Puesto que te has propuesto devolvérmelo —dijo la chica—, preferiría que lo colocaras como estaba. El maquillaje va a la izquierda del espejo —continuó en un susurro—. El cepillo para el pelo, a la derecha. ¿Has traído los pendientes? Si es así, déjalos en el tocador.
—No te muevas —gruñó Azafrán cayendo en la cuenta de que no llevaba cubierto el rostro—. Te lo he devuelto todo y ahora me marcharé. ¿Entendido?
La muchacha se cubrió con las sábanas y se movió hacia el pie de la cama.
—De nada sirven las amenazas, ladrón —dijo ella—. Lo único que debo hacer es gritar para que el maestro de armas de mi padre se presente aquí en unos latidos de corazón. ¿Estarías dispuesto a cruzar tu daga con su espada corta?
—No —admitió Azafrán—. Antes le rajaría la garganta con ella. Contigo como rehén, interponiéndote entre mi persona y el guardia, ¿crees que me atacaría? No es muy probable.
La muchacha palideció.
—Por ladrón te cortarían la mano. Pero por secuestrar a una hija de la nobleza te ahorcarían.
Azafrán se encogió de hombros. Echó un vistazo al balcón, calibrando lo rápido que podría llegar para luego encaramarse al tejado. Ese alambre que habían puesto era un fastidio.
—Quédate donde estás —ordenó la muchacha—. Voy a encender la luz.
—¿Para? —preguntó Azafrán, inquieto.
—Pues para verte mejor —respondió ella un instante antes de que la luz que despedía la linterna que reposaba en el regazo de ella iluminara la estancia.
Azafrán frunció el ceño. No había reparado en la linterna, tan a su alcance. Por lo visto, la muchacha se había propuesto arruinar sus planes a medida que éstos se le ocurrían.
—¿Y para qué quieres verme mejor? —espetó—. Llama a esos malditos guardias y haz que me arresten. Venga, acabemos de una vez. —Sacó el turbante de seda de la camisa y lo dejó en una mesilla—. Esto era lo último.
La muchacha observó el turbante y se encogió de hombros.
—Eso debía de formar parte de mi vestido para la fiesta —dijo—. Pero ya tengo uno más bonito.
—¿Qué quieres de mí? —susurró él.
El miedo asomó un momento a la expresión de la damita, que al instante compuso una sonrisa.
—Me gustaría saber por qué un ladrón que se ha llevado todas mis joyas quiere devolverlas. No es algo que acostumbren a hacer los ladrones.
—Y hacen bien —murmuró él, más para sí que para que lo escuchara ella. Dio un paso hacia la cama, pero se detuvo al ver que ella se echaba hacia atrás con los ojos abiertos como platos. Azafrán levantó la mano—. Lo siento, no quería asustarte. Sólo… quería verte mejor. Eso es todo.
—¿Por qué?
Lo cierto era que no sabía qué responder. Después de todo, no podía decirle que se había enamorado locamente de ella.
—¿Cómo te llamas? —balbuceó.
—Cáliz D’Arle. ¿Y tú? Cáliz.
—Por supuesto —dijo—. No podías tener otro nombre. ¿Que cómo me llamo? No es asunto tuyo. Que yo sepa, los ladrones no se presentan a sus víctimas.
—¿Víctima? —preguntó ella, enarcando ambas cejas—. Pero yo ya no soy tu víctima, ¿o sí? Eso queda olvidado desde que me has devuelto mis cosas. Yo diría —continuó con cierto recato— que estás más o menos obligado a decirme tu nombre, sobre todo considerando lo que estás haciendo. Tú debes de ser de ese tipo de personas que se toman muy en serio las obligaciones, por peculiares que puedan parecer.
Azafrán arrugó el entrecejo al oír aquello. ¿De qué estaba hablando? ¿Qué sabía ella del modo en que él se tomaba las obligaciones? ¿Y por qué había dado en el clavo?
—Mi nombre. —Suspiró dándose por vencido—. Me llamo Azafrán Jovenmano. Y tú eres la hija de los D’Arle de clase alta ante cuya puerta hacen cola todos esos pretendientes, ansiosos por serte presentados. Pero un día me verás a mí en esa cola, Cáliz, y sólo tú sabrás dónde me viste por última vez. Será una presentación formal, y te traeré un regalo como mandan las buenas maneras. —La contempló, horrorizado de oír aquellas palabras.
Ella sostuvo su mirada con la emoción a flor de piel, una emoción que él no podía comprender, y acto seguido se echó a reír. De inmediato se tapó la boca con la mano y luego dio un salto hacia el pie de la cama.
—Será mejor que te marches, Azafrán. Me habrán oído. ¡Rápido, y ten cuidado con el alambre!
Azafrán se acercó inexpresivo a las puertas corredizas del balcón. Aquella risa había coronado la cúspide de todos sus sueños. Se sintió muerto por dentro, excepto por la risilla cínica que muy bien pudo salir de él a juzgar por la mirada extrañada que ella le dedicaba en ese momento. Se le habían caído las sábanas y volvía a estar desnuda. Aunque se sentía como un mero observador, se asombró al pensar que ella ni siquiera parecía haber reparado en ese hecho.
Se oyó una voz al otro lado de la puerta del descansillo. No pudo distinguirla.
—¡Huye, insensato! —susurró la muchacha.
En el interior de su cabeza se dispararon todas las alarmas posibles. De algún modo, le debilitaban. Tenía que moverse y hacerlo rápido. Azafrán salvó el alambre y abrió la puerta. Se detuvo un instante para mirarla de nuevo, y sonrió al ver que ella se cubría con las sábanas hasta el cuello. En fin, al menos se había llevado eso.
Llamaron a la puerta.
Azafrán salió al balcón y se encaramó a la barandilla. Echó un vistazo fugaz abajo, al jardín, y estuvo a punto de caer. El guardia había desaparecido. En su lugar vio a una mujer y, aunque estaba embozada, hubo algo en ella que le permitió reconocerla. Era la de la barra, y le miraba sin tapujos, clavando en él aquellos ojos oscuros que le mordían por dentro.
La puerta de la habitación se abrió de par en par y Azafrán se zarandeó. ¡Maldita mujer! ¡Malditas las dos! Se aferró al alero y se impulsó hacia él hasta perderse de vista.
Kalam se agazapó inmóvil en mitad del tejado, con un cuchillo en cada mano. A su alrededor reinaba un silencio total, y el aire de la noche parecía contenido, cargado. Pasó un largo rato. A veces llegaba a convencerse de su soledad, de que Ben el Rápido y el otro mago habían abandonado el tejado, que se perseguían de un lado a otro en el cielo o abajo, por callejones y calles, o en algún otro tejado. Pero entonces oía algo, una exhalación, el frufrú de la ropa, o un soplo de viento que le acariciaba la mejilla en aquella noche de calma chicha.
Entonces, ante sus ojos, la oscuridad se quebró. Dos formas se dibujaron flotando sobre el tejado. El asesino había encontrado a Ben el Rápido, a quien había atacado con un proyectil ígneo que pareció aturdir al mago. Luego acortó la distancia que los separaba.
Kalam se arrojó hacia ambos para impedírselo. Ben el Rápido desapareció de nuevo y reapareció al cabo de un suspiro a espaldas del asesino. El destello azul del poder crepitaba en las manos del mago y alcanzó en la espalda a aquel asesino capaz de esgrimir la magia. La ropa se prendió fuego y el hombre dio tumbos en mitad del aire.
Ben el Rápido se volvió a Kalam.
—¡Vamos, no te quedes ahí quieto!
Kalam echó a correr mientras su amigo lo seguía volando. Cuando alcanzaron el extremo del tejado, se dio la vuelta para echar un postrer vistazo. El mago asesino había logrado de algún modo apagar las llamas que cubrían la ropa y recuperaba también el equilibrio. En el otro extremo, aparecieron dos de sus compañeros.
—Salta —dijo Ben el Rápido—. Yo los entretendré.
—¿Cómo? —quiso saber Kalam tambaleándose en el borde.
Ben el Rápido se limitó a sacar un frasquito. Giró en el aire y lo arrojó sobre ellos.
Kalam maldijo entre dientes y saltó.
El frasquito cayó sobre el tejado y se hizo añicos. Más allá, los tres asesinos se detuvieron en seco. Ben el Rápido siguió donde estaba, con la mirada en el humo blanco que se alzaba de los pedazos de cristal. Tomó forma una figura a partir del humo, cada vez más y más grande. Parecía insustancial; era como si el propio humo tejiera una forma más abultada en unos lugares más que otros. Lo único visible en su interior eran los ojos: dos rendijas negras, que el humo volvió hacia Ben el Rápido.
—Tú no eres el amo Tayschrenn —dijo con voz de niño.
—Así es —admitió Ben el Rápido—, pero pertenezco a los suyos. Tú sirves al Imperio. —Señaló al frente—. Ahí tienes a tres enemigos del Imperio, demonio. Tiste andii que han acudido a este lugar para oponerse al Imperio de Malaz.
—Me llamo Perla —dijo en voz baja el demonio korvalahí, que acto seguido se volvió hacia los tres asesinos, quienes se habían dispersado en el extremo opuesto del tejado—. No huyen —constató Perla, no sin cierto tono de sorpresa en la voz.
Ben el Rápido se secó el sudor de la frente. Miró hacia abajo. Apenas distinguía ya a Kalam, una silueta vaga que corría por el callejón.
—Lo sé —respondió a Perla. Esa observación también le inquietaba a él. Bastaba con uno de los korvalahí de Tayschrenn para allanar de un plumazo toda una ciudad.
—Aceptan mi desafío —dijo Perla mirando a Ben el Rápido de nuevo—. ¿Debo apiadarme de ellos?
—No —respondió el mago—. Tú mátalos y acabemos de una vez.
—Después volveré con el amo Tayschrenn.
—Sí.
—¿Cómo te llamas, mago?
—Ben Adaephon Delat —respondió tras titubear.
—Se supone que estás muerto —dijo Perla—. Tu nombre figura en los pergaminos entre aquellos magos supremos que cayeron en manos del Imperio en Siete Ciudades.
Ben el Rápido levantó la mirada.
—Vienen más, Perla. Debes luchar.
El demonio elevó también los ojos al cielo. Sobre ellos se abatían unas figuras brillantes, cinco en una primera oleada, una en la segunda. Esta última irradiaba tal poder que Ben el Rápido retrocedió un paso con la sangre paralizada en las venas. La figura llevaba colgado un objeto largo y estrecho a la espalda.
—Ben Adaephon Delat —dijo Perla con voz quejumbrosa—, mira al que se acerca en último lugar. Me envías a la muerte.
—Lo sé —confesó Ben el Rápido.
—Huye, pues. Los entretendré lo suficiente como para asegurar tu huida, pero no más.
Ben el Rápido descendió hasta perder de vista el tejado. Pero antes Perla habló de nuevo:
—Ben Adaephon Delat, ¿te doy lástima?
—Sí —respondió éste en voz baja cuando se precipitó en la oscuridad.
Rallick caminaba por el centro de la calle. A ambos lados de la amplia calzada se alzaban unas columnas de las cuales colgaban lámparas de gas; éstas dibujaban círculos de luz azulada en los húmedos adoquines. La llovizna había regresado y proporcionaba a todas las superficies una especie de brillo resbaladizo. A su derecha, y más allá, las casas se erigían unas junto a otras a ese lado de la calle, y las blancas cúpulas de Alto Thalanti relucían en la colina recortadas contra el cielo gris oscuro.
El templo se contaba entre los edificios más antiguos de la ciudad; sus cimientos se remontaban dos mil años en el tiempo. Los monjes thalantinos habían llegado, como tantos otros, atraídos por el rumor. Rallick sabía menos de historia que Murillio y Coll. Se creía que uno de los pueblos ancestrales había enterrado en las colinas a uno de sus próceres, un individuo de gran riqueza y poder, pero ignoraba los detalles.
No obstante, aquel rumor había tenido numerosas consecuencias. De no haber sido por los millares de pozos excavados en la tierra, jamás se hubieran hallado las bolsas de gas. Si bien muchos de aquellos pozos se habían derrumbado u olvidado con el paso de los siglos, otros seguían en pie, conectados unos con otros mediante túneles subterráneos.
En una de las diversas cámaras que hacían del terreno que sustentaba el templo un panal era donde aguardaba Vorcan, la Dama de los Asesinos. Rallick imaginó a Ocelote descendiendo a las profundidades, cargando a hombros la noticia del desastre, lo cual no pudo sino provocarle una sonrisa. No conocía a Vorcan, pero en opinión de Rallick Ocelote era carne de aquellas catacumbas, una más entre las muchas ratas que pasaban bajo sus pies.
Rallick era consciente de que algún día se convertiría en líder del clan, y se encontraría cara a cara con Vorcan abajo, en algún lugar. Se preguntó cómo le cambiaría conocerla, y mientras recorría el camino sus pensamientos no pudieron ser más desagradables.
No tenía otra opción. En otro tiempo, pensó mientras se acercaba a la manzana que ocupaba la taberna del Fénix, hacía mucho, mucho, cuando la vida estaba llena de decisiones que tomar, en que pudo haber escogido otros caminos. Aquellos tiempos pertenecían al pasado, ya no volverían, y el futuro era una negra noche perpetua, un brazo de oscuridad que conducía a la negrura eterna. Con el tiempo conocería a Vorcan y juraría por su vida ser fiel a la Dama de los Asesinos, y eso sería todo, como cerrar la última puerta.
Y la rabia que lo dominaba ante las injusticias que lo rodeaban, la corrupción del mundo, se marchitaría en los penumbrosos túneles que recorrían las entrañas de Darujhistan. En el camino hacia la perfección en los métodos del asesinato, él mismo se convertiría en su última víctima.
Esto, más que cualquier otra cosa, hacía del plan que compartía con Murillio el último acto de humanidad que llevaría a cabo. La traición era el mayor de los crímenes posibles en opinión de Rallick, puesto que tomaba todo cuanto de humano había en una persona para convertirlo en puro dolor. Comparado con eso, el asesinato era cosa fácil: era rápido, y ponía punto y final a la angustia y la desesperación de una vida sin esperanza. Si todo iba como estaba planeado, dama Simtal y aquellos hombres que habían conspirado con ella para traicionar a su marido, lord Coll, morirían. ¿Bastaría con eso para enmendar el error? ¿Serviría para compensar en algo todo el daño sufrido? No, pero podía devolver a un hombre su vida y su esperanza.
Para el propio Rallick, tales lujos pertenecían al pasado. Los había perdido hacía mucho tiempo, y no era el tipo de personas que gustan de remover en las cenizas. No había brasas, ninguna llama podría renacer. La vida pertenecía a otros, y lo único que exigía de ella era el poder de arrebatarla a otros. No reconocería la esperanza ni aunque la tuviera delante. Hacía tiempo que se había convertido en una extraña para él, llevaba demasiado siendo un fantasma.
Al acercarse a la entrada de la taberna, Rallick vio que Azafrán descendía por la calle. Apretó el paso.
—Azafrán —llamó.
El muchacho dio un respingo; luego, al reconocer a Rallick, se detuvo para esperar a que llegara a su altura.
Rallick lo asió del brazo y lo llevó hacia un callejón sin decir una palabra. En cuanto quedaron al amparo de las sombras, apretó aún más la mano, zarandeó a Azafrán y acercó el rostro al suyo.
—Escúchame —susurró con la cara a menos de un palmo de la expresión asombrada que le dedicaba el joven—, esta noche han asesinado a lo mejor de la Guilda. Esto no es un juego. Ni te acerques a los tejados, ¿me has oído?
Azafrán asintió.
—Y dile a tu tío lo siguiente: hay una Garra en la ciudad. El muchacho abrió los ojos desmesuradamente.
—Y hay alguien más —continuó Rallick—. Alguien que cayó del cielo y asesinó a todo cuanto tuvo al alcance de la vista.
—¿Quieres que le diga eso a tío Mammot?
—Tú hazlo. Y ahora presta atención, Azafrán. Lo que voy a decirte queda entre nosotros, entre tú y yo, ¿entendido?
Azafrán asintió de nuevo, pálido.
—Si sigues como hasta ahora acabarás muerto. Me importa una mierda lo emocionante que pueda parecerte, porque lo que para ti es emoción para otros es desesperación. Deja de alimentar la sangre vital de la ciudad, muchacho. No hay nada de heroico en desplumar a los demás. ¿Me explico?
—Sí —susurró Azafrán.
Rallick soltó el brazo del muchacho y se apartó de él.
—Y ahora, vete. —Empujó a Azafrán a la calle y observó al joven trastabillar y desaparecer al doblar la esquina. Llenó de aire los pulmones, sorprendido de cómo temblaba cuando fue a desabrocharse la capa.
Murillio surgió de las sombras.
—No creo que sirva de nada, amigo mío, pero ha sido un buen intento. —Puso una mano en el hombro del asesino—. Maese Baruk tiene un encargo para nosotros. Kruppe insiste en que Azafrán nos acompañe.
—¿Que nos acompañe? —preguntó, ceñudo, Rallick—. ¿Vamos a abandonar Darujhistan?
—Me temo que sí.
—Idos sin mí —dijo Rallick—. Di a Baruk que no me encontraste. Todo se halla en una encrucijada crucial, incluido nuestro plan.
—¿Ha pasado algo, Nom?
—Habrás escuchado el mensaje que acabo de confiar a Azafrán para su tío.
—Me temo que he llegado tarde. —Murillio negó con la cabeza—. Vi a lo lejos que arrastrabas al muchacho al callejón y me acerqué.
—Bien. Vamos dentro. Ésta es una de esas noches capaces de arrancar la sonrisa al Embozado, amigo mío.
Ambos salieron juntos del callejón. En la calle, frente a la taberna del Fénix, la luz del amanecer avanzaba con lentitud por entre la niebla que alumbraba la persistente lluvia.
En pleno tejado había un fragmento del terreno lleno de ceniza y hueso; crepitaba débilmente y despedía de vez en cuando unas chipas juguetonas. Anomander Rake hundió la espada en la vaina.
—He enviado a doce de vosotros —recordó a la figura envuelta por una capa negra que permanecía de pie a su lado—, y no veo más que a ocho. ¿Qué ha pasado, Serat?
La tiste andii estaba exhausta.
—Nos hemos empleado a fondo, señor.
—Los detalles —pidió con dureza Rake.
—Jekaral tiene el cuello roto, además de tres costillas —obedeció Serat tras lanzar un suspiro—. Boruld tiene la cara hecha un asco, la nariz rota, el pómulo, la mandíbula…
—¿A quién se enfrentaron? —preguntó Rake al tiempo que se volvía exasperado a su teniente—. ¿Acaso la Dama de los Asesinos ha abandonado su escondrijo?
—No, señor. Tanto Jekaral como Boruld cayeron ante el mismo hombre, que no pertenece al Gremio de la ciudad.
—¿Una Garra? —preguntó Rake con un súbito fulgor en la mirada.
—Es posible. Lo acompañaba un mago supremo. El mismo que nos arrojó al korvalahí para que jugáramos con él.
—Esto me huele al Imperio —murmuró Rake mientras observaba el manto de ascuas que empezaba a corroer el tejado—. Diría que se trata de uno de los conjuros de Tayschrenn. —Sonrió con ferocidad—. Lástima haber perturbado su sueño esta noche.
—A Dashtal lo alcanzaron con un virote emponzoñado —prosiguió Serat—. Fue uno de los asesinos de la Guilda. —La mujer titubeó—. Señor, lo dimos todo en la campaña de Brood. Necesitamos descanso. Esta noche se han cometido errores. Algunos de los miembros de la Guilda se nos escaparon de entre los dedos y, de no haber respondido tú a mi petición, hubiéramos sufrido más bajas al enfrentarnos al demonio.
Rake puso los brazos en jarras y contempló el cielo de la mañana. Al cabo de un instante, lanzó un suspiro.
—Ah, Serat. No me creas insensible, pero debemos hacernos con el maestre de la Guilda. Es necesario acabar con su organización. —Hizo una pausa para ver de reojo cómo reaccionaba la teniente—. Ese agente de la Garra con quien os habéis cruzado… ¿Crees posible que hubieran concertado una reunión aquí?
—No, una reunión no —respondió Serat—. Una trampa.
Rake asintió.
—Bien. —Su mirada compartió por un instante el tono violeta de los ojos de Serat—. Volved a Engendro de Luna, pues. Que la sacerdotisa suprema atienda en persona a Jekaral.
Serat inclinó la cabeza.
—Gracias, señor. —Se volvió y dirigió un gesto a sus hombres.
—Ah —recordó Rake, levantando la voz para proyectarla al cuadro de magos asesinos—, una última cosa. Os habéis empleado bien, excepcionalmente bien. Os habéis ganado un descanso: tres días con sus noches para hacer lo que os plazca.
—Lloramos su muerte, señor. —Serat se inclinó de nuevo ante él.
—¿Su muerte?
—El virote envenenado acabó con Dashtal. Ese veneno lo produjo un alquimista, señor. Un sabio de cierta habilidad. Contenía paraltina.
—Comprendo.
—¿Volverás con nosotros?
—No.
La teniente se inclinó por última vez. Todos a una, los ocho tiste andii levantaron las manos y se esfumaron.
Rake observó el manto de ceniza; acababa de corroer del todo el tejado y se perdía en la oscuridad. Procedente de la planta inferior llegó un leve estrépito. Lord Anomander Rake volvió a levantar la mirada al cielo y suspiró.
El sargento Whiskeyjack meció la silla hasta recostar el respaldo en la maltrecha pared. La pequeña y sucia estancia olía a orín y a humedad. Dos solitarias camas con dosel y colchones de arpillera rellenos de paja se alineaban pegadas a la pared, a su izquierda. Las otras tres mecedoras se hallaban colocadas alrededor de la mesa situada en mitad de la habitación. En la mesa, una lámpara de aceite iluminaba a Violín, Seto y Mazo, que jugaban a las cartas.
Cumplida la labor, habían terminado hacia el anochecer frente al Pabellón de la Majestad. Hasta la alianza con los moranthianos, el saboteador de Malaz no era sino un zapador, un cavatúneles experto también a la hora de quebrar los accesos a las ciudades. La alquimia moranthiana había descubierto al Imperio una gran variedad de explosivos de pólvora, muchos de los cuales detonaban al verse expuestos al aire. Aplicar un ácido de acción lenta bastaba para agujerear las granadas de barro. El sabotaje se había convertido en un arte: hallar la ecuación precisa entre el grosor del barro y la fuerza del ácido era tarea delicada, y pocos eran los que sobrevivían para aprender de sus errores.
En opinión de Whiskeyjack, Seto y Violín eran lamentables como soldados. Tenía que esforzarse para recordar la última vez que los había visto desnudar la espada corta. Los años pasados en campaña les habían hecho extraviar la poca disciplina que había formado parte de su adiestramiento básico. A pesar de ello, en lo tocante al sabotaje no tenían parangón.
Con ojos entornados observó a los tres hombres sentados a la mesa. Había transcurrido un rato desde que uno de ellos dijera una palabra o se moviera. Era uno de los juegos que ideaba Violín, supuso, ya que siempre estaba inventando nuevos juegos, improvisando reglas que le dieran cierta ventaja. A pesar de las interminables discusiones, a Violín nunca le faltaban jugadores.
Cualquier cosa con tal de combatir el aburrimiento, se dijo. Quizá no, pues no sólo se debía al tedio. La ansiosa espera, sobre todo cuando tiene que ver con los amigos de uno… Que ellos supieran, Ben el Rápido y Kalam podían estar tendidos en cualquier callejón. Eso era lo que hacía de la espera una experiencia tan difícil de sobrellevar.
Whiskeyjack dirigió la mirada a una de las camas, en la cual había extendido la armadura y la espada larga. La herrumbre que manchaba las perjudicadas mallas del plaquín parecían manchas de sangre seca. Faltaba malla en algunos lugares, y en otros se veía muy maltrecha. En los huesos y el cuerpo permanecía imborrable el recuerdo de todo aquel daño: cada corte y cada golpe lo perseguían en forma de dolores; le saludaban a diario, cada mañana, como si llevaran ahí toda la vida. La espada, con la empuñadura envuelta en una tira de cuero, estaba enfundada en la vaina de piel; los correajes y el cinto colgaban del borde de la cama.
Había encontrado esa arma en la primera batalla que libró, en un campo alfombrado de cadáveres. En aquellos tiempos, aún tenía en las botas las manchas de la cantera de su padre, y la promesa de todo un mundo nuevo en los pendones del Imperio que flameaban al viento. La espada había llegado a él reluciente, sin siquiera una mella en la hoja afilada. La había tomado como quien adopta para sí un estandarte.
Whiskeyjack extravió la mirada. Su mente se había adentrado en el terreno gris y pantanoso de la mocedad, de aquel tiempo en que recorría un camino familiar, tiempo perdido ahora, cegado por una pena indecible.
Se abrió la puerta y entró Trote, acompañado de un ventarrón vaporoso. Los ojos oscuros como carbón del barghastiano encontraron los del sargento.
Al poco rato, Whiskeyjack se levantó. Se acercó a la cama y aferró la espada.
En la mesa, los demás continuaron guardando silencio, concentrados en las cartas, y la única muestra de inquietud que dieron se tradujo en el modo en que rebulleron en la silla. Whiskeyjack apartó a Trote y entornó la puerta hasta no dejar más que una rendija, por la cual miró. En la calle, en la boca de un callejón, vio a dos figuras agazapadas, una de ellas (la de mayor constitución) apoyada en la otra.
—Mazo —susurró Whiskeyjack con apremio.
En la mesa, el sanador dedicó una mirada ceñuda a los dos saboteadores y dejó las cartas.
Las dos sombras del callejón cruzaron la calle. Whiskeyjack llevó la mano a la empuñadura de la espada.
—¿Cuál de ellos? —preguntó Mazo mientras cambiaba las sábanas de una de las camas.
—Kalam —respondió el sargento. Llegaron a la puerta y el sargento la abrió de par en par para dejarlos pasar; después, la cerró. Hizo un gesto con la cabeza a Trote, que se acercó a la ventana y corrió una punta de la cortina para vigilar la calle.
Kalam estaba muy pálido, con un brazo en el hombro de Ben el Rápido. La camisa gris oscuro del asesino estaba empapada de sangre. Mazo se acercó para ayudar al mago; ambos llevaron a Kalam a la cama. En cuanto el sanador lo hubo tumbado, apartó con un gesto a Ben el Rápido y procedió a desabrochar la camisa de Kalam.
Ben el Rápido dedicó una mirada vencida a Whiskeyjack y tomó asiento en la misma silla que hasta el momento había ocupado Mazo.
—¿A qué jugáis? —preguntó al tiempo que recogía las cartas de Mazo, las cuales inspeccionó ceñudo.
Pero ni Seto ni Violín respondieron.
—Vete a saber —dijo Whiskeyjack, que se acercó a Mazo hasta situarse a su espalda—. Se sientan ahí, callados.
Los labios de Ben el Rápido dibujaron una sonrisa torcida.
—Ah, el juego de la espera, ¿no, Violín? —Se recostó para ponerse cómodo y estiró las piernas.
—Causará baja una temporada —informó el sanador al sargento—. Es una herida limpia, pero ha perdido mucha sangre.
Tras agacharse un poco, Whiskeyjack observó el rostro macilento del asesino. Kalam lo miró a su vez con atención, sin que su mirada se viera nublada.
—Bueno —dijo el sargento—. ¿Qué ha pasado?
—Hubo una riña entre magos ahí fuera —respondió a su espalda Ben el Rápido. Kalam corroboró las palabras del mago con un gesto.
—¿Y? —insistió Whiskeyjack, vuelto hacia el mago.
—La cosa se torció. Tuve que soltar a un demonio del Imperio para que pudiéramos salir de ahí con vida.
Todos en la estancia se quedaron paralizados. En la ventana, Trote se volvió e hizo uno de sus gestos de protección tribales, recorriendo con la yema del dedo los signos trazados en sus mejillas.
—¿Anda suelto por la ciudad? —preguntó Whiskeyjack en voz baja.
—No —respondió el mago—. Ha muerto.
—¿Se puede saber con quién os habéis topado? —preguntó furioso Whiskeyjack levantando ambas manos.
—No estoy del todo seguro. Fuera quien fuese, despachó al demonio en mucho menos de un centenar de latidos de corazón. Oí el grito de agonía cuando no nos habíamos distanciado ni una manzana. Magos asesinos, sargento. Cayeron del cielo. Parecían decididos a borrar del mapa a toda la Guilda de Darujhistan.
Whiskeyjack volvió a la silla; se dejó caer en ella, sin que el quejido que despidió la madera le afectara.
—Del cielo. Tiste andii.
—Sí —murmuró Ben el Rápido—. Eso fue lo que pensamos. La hechicería traía ese aroma a viejo, a oscuro. A frío gélido. Kurald Galain.
—A juzgar por lo que pudimos ver —añadió Kalam—, hicieron un magnífico trabajo. No pudimos entablar contacto, sargento. Aquello era un hervidero.
—De modo que Luna ya trabaja en la zona. —Whiskeyjack descargó un golpe en el brazo de la silla—. Peor aún, el señor de Luna nos ha sacado cierta ventaja. Supuso que intentaríamos contactar con la Guilda, ¿y qué es lo que hace?
—Pues acabar con la Guilda —dijo Kalam—. ¿No os parece que es un poco arrogante?
—Tenga la arrogancia que tenga ese Anomander Rake —continuó Whiskeyjack con una mueca—, lo cierto es que se ha ganado la reputación. Eso se lo reconozco. Me pregunto cuán bueno es el maestre de la Guilda de esta ciudad, si lo será tanto como para derrotar a esos tiste andii. No es muy probable.
—Respecto a lo otro… —añadió Ben el Rápido—. Funcionó.
El sargento observó fijamente al mago unos instantes.
—También nos encontramos a Lástima —informó Kalam, que torció el gesto cuando Mazo le presionó la herida y pronunció unas palabras en voz muy baja.
—¿Cómo? La envié detrás de un gordo que ella consideraba importante. ¿Cómo pudisteis cruzaros con ella?
Ben el Rápido había enarcado ambas cejas.
—De modo que nos dijo la verdad. No sabemos cómo se las ingenió para dar con nosotros, pero nos contó que había encontrado al hombre que andábamos buscando y nos lo entregó.
Mazo levantó la mano. En el lugar donde estaba la herida no quedaba más que una cicatriz de color rosa. Kalam gruñó en señal de agradecimiento y se incorporó.
Whiskeyjack tamborileó en el brazo de la silla.
—De haber sabido quién manejaba los hilos de esta jodida ciudad, nosotros mismos podríamos intentarlo.
—Si empezamos a liquidar a los concejales, quizá salgan a la luz los auténticos gobernantes.
—No es mala idea —admitió el sargento poniéndose en pie—. Trabajemos en ello. Después de sacar a pasear a ese demonio, el señor de Luna sabe que estamos aquí. Habrá que ponerse en marcha.
—Podríamos hacer saltar por los aires el Pabellón de la Majestad —sugirió Violín, que dedicó una sonrisa afectada a Seto.
—¿Tenéis suficiente munición para hacer tal cosa? —preguntó Whiskeyjack.
—Tenemos suficiente para volar una mansión, más o menos. Pero si desenterramos algunas de las minas que plantamos…
—Todo esto es cada vez más absurdo. —Whiskeyjack suspiró—. No, dejemos las cosas como están. —Luego observó con atención la partida de cartas. Por lo visto, requería una total inmovilidad. Guardar las distancias. El sargento entornó los ojos. ¿Acaso intentaban decirle algo?
Tonos anaranjados y amarillos iluminaban el horizonte a oriente y bañaban de un lustre cobrizo los tejados y los adoquines de la ciudad. Aparte del goteo del agua las calles permanecían en silencio, aunque apenas faltaba un rato para que asomaran los primeros ciudadanos. Los granjeros que habían agotado las reservas de grano, fruta y semillas asirían el carro de mano o subirían al carromato y partirían de la ciudad. Las tiendas de mercancías y los puestos ambulantes abrirían para atender las necesidades de la primera oleada de clientes.
En toda la ciudad de Darujhistan, los Carasgrises se dispusieron a cerrar las válvulas que suministraban gas a las lámparas alineadas en las calles mayores. Se movían en pequeños grupos y se reunían en los cruces para finalmente dispersarse con la primera campanada de la mañana.
Lástima observó a Azafrán bajar la escalera de una casa del vecindario. Se había apostado a media manzana de distancia calle abajo, oculta en unas sombras que a pesar de la creciente luz se negaban a desaparecer.
Un poco antes, había percibido la muerte del demonio imperial como un golpe casi físico, localizado en lo más hondo del pecho. Por lo general, los demonios huían a su reino en cuanto sufrían daños, al menos una cantidad de dolor suficiente para cortar los lazos que los unían a quien los hubiera invocado. Pero el korvalahí no se había liberado ni había huido. Aquél había sido su final, en toda la extensión de la palabra. Una muerte total. Aún recordaba el grito silencioso y desesperado que reverberaba en su cabeza.
Toda la ambivalencia que rodeaba al portador de la moneda había desaparecido. Ahora sabía que lo mataría. Tenía que hacerlo, y pronto. Lo único que debía resolver antes de matarlo era el misterio de sus acciones. ¿Hasta qué punto utilizaba Oponn al muchacho?
Sabía que la había visto en el jardín de los D’Arle, justo antes de escapar por el tejado de la propiedad. Al ver la luz que se encendía tras las puertas corredizas del balcón, decidió que debía continuar siguiendo a Azafrán. La familia D’Arle era poderosa en Darujhistan. Que el muchacho tuviera un lío amoroso clandestino con la hija de los D’Arle quizá era aventurar demasiado, pero ¿qué otra cosa podía pensar? De modo que la pregunta seguía ahí: ¿Obraba Oponn directamente a través del muchacho, con intención de convertirlo en una influencia directa en el concejo de la ciudad? ¿Qué poder, qué influencia poseía en realidad la joven dama?
Tan sólo era cuestión de posición, del posible escándalo. Aun así, ¿qué talla política tenía el concejal Estraysian D’Arle? Lástima comprendió que si bien había descubierto lo suyo acerca del panorama político de Darujhistan, aún no sabía lo suficiente para contrarrestar los movimientos de Oponn. El concejal D’Arle constituía el mayor opositor a la política de Turban Orr en cuanto al asunto de la proclamación de neutralidad, pero ¿qué importancia podía tener ese detalle? Al Imperio de Malaz no podía importarle menos. Pero ¿y si la proclamación no era más que una finta? Quizá lo único que pretendía Turban Orr era poner los cimientos de un golpe de Estado respaldado por el Imperio.
Las respuestas a estas preguntas llegarían lentamente, con el tiempo. Sabía que tenía que ejercer la paciencia. Por supuesto, la paciencia era su mejor cualidad. Había confiado en que bastaría con mostrarse a Azafrán una segunda vez, ahí en el jardín, para que el muchacho sintiera pánico o, al menos, incomodar a Oponn, siempre y cuando el control que ejercía sobre él fuera tan directo.
Lástima había seguido vigilándolo desde las sombras con las que se envolvió cuando aquel asesino llamado Rallick encomendó una tarea al joven. Se acercó lo bastante como para escuchar la conversación que mantuvo Rallick con Murillio. Por lo visto el joven contaba con gente que lo protegía, tipos raros todos, sobre todo si daba por sentado que el hombrecillo gordo, Kruppe, ejercía de líder del grupo. Al escuchar que se proponían sacar de la ciudad a Azafrán por orden de su «señor» toda aquella situación resultaba aún más intrigante.
Era consciente de que no podía tardar en actuar. Confiaba en que la protección ofrecida por el tal Kruppe y por ese Murillio no le impediría hacerlo. Cierto que Kruppe era más de lo que aparentaba, pero la violencia no parecía precisamente una de sus grandes virtudes.
Mataría a Azafrán fuera de la ciudad. En cuanto hubiera descubierto la naturaleza de su misión y quién era su señor. En definitiva, en cuanto hubiera reunido todas las piezas.
De modo que el sargento Whiskeyjack tendría que esperar un poco más a que regresara Lástima. Sonrió al pensarlo, consciente de lo aliviados que se sentirían todos los miembros del pelotón al ver que no asomaba por ningún lado. Respecto a eso, la amenaza que constituían Ben el Rápido y Kalam… En fin, todo a su tiempo.
La feroz migraña que mortificaba al alquimista Baruk iba en aumento. Fuera cual fuese la presencia que había sido desatada en la ciudad, lo cierto era que había desaparecido. Se sentó en su sillón de lectura, apretando contra la frente y con fuerza el hielo envuelto en tela. Había sido un conjuro. Estaba seguro de ello. Las emanaciones hedían a un ejercicio invocatorio de naturaleza demoníaca. Sin embargo, ahí no acababa todo. Un instante antes de que la presencia se desvaneciera, Baruk había experimentado un cerco mental que a punto estuvo de dejarlo inconsciente.
Había compartido el grito agónico de la criatura, y su propio chillido reverberó en toda la casa hasta el punto que atrajo la atención de los hombres de armas, que acudieron a su dormitorio dando voces.
Baruk sentía en lo más profundo de su ser una especie de rabia ante la injusticia; era como si le hubieran dañado el alma. Por un instante se había asomado a un mundo poblado por un vacío absoluto, un vacío del que surgían los sonidos, el crujir de las ruedas de un carro, el choque metálico de las cadenas, los gruñidos de millares de almas prisioneras. Entonces desapareció, y de pronto se vio sentado en el sillón, con Roald arrodillado a su lado, con un balde en la mano con hielo traído de la bodega.
Se hallaba sentado en el estudio, a solas, con el hielo en la frente, que le proporcionaba una sensación de gran calidez comparada con la que había invadido su corazón.
Llamaron a la puerta y entró Roald, a cuyo rostro asomaba la preocupación.
—Señor, tiene visita.
—¿De veras? ¿A estas horas? —Inquieto, se puso en pie—. ¿Quién es?
—Lord Anomander Rake. —Roald titubeó—. Y otro…
—Que entren —ordenó Baruk, ceñudo.
—Sí, señor.
Entró Rake, que tenía asida de la cerviz a una criatura alada del tamaño de un perro. La criatura forcejeó entre siseos, antes de mirar suplicante a Baruk.
—Esta cosa me ha estado siguiendo hasta aquí —dijo Rake sin más—. ¿Es tuya?
Baruk asintió sobresaltado.
—Ya me parecía. —Rake soltó al demonio, que aleteó por la estancia hasta posarse a los pies del alquimista.
Baruk lo miró. El demonio temblaba.
—Qué noche tan ajetreada —explicó Rake tras sentarse en un sillón y estirar las largas piernas.
Baruk hizo un gesto y el demonio desapareció con un leve sonido burbujeante.
—Había enviado a mi sirviente a una misión —dijo no sin cierta dureza en la voz—. No tenía ni idea de que te verías involucrado. —Se acercó al tiste andii—. ¿Qué hacías en mitad de una guerra entre asesinos?
—¿Y por qué no? —respondió Rake—. Yo fui quien la empezó.
—¿Cómo?
—No conoces a la emperatriz tan bien como yo. —Y sonrió a Baruk.
—Explícate, por favor. —El alquimista se había sonrojado.
—Dime algo, Baruk —dijo Rake, volviéndose al alquimista—. ¿Quién en esta ciudad es más probable que sepa de tu cábala secreta? ¿Y quién podría beneficiarse más si tú desaparecieras? Es más, ¿quién en toda la ciudad puede asesinarte?
Baruk no se apresuró a responder. Caminó lentamente hacia la mesa, donde había desplegado un nuevo mapa coloreado. Se inclinó sobre éste y apoyó las manos en la superficie de la mesa.
—Sospechas que la emperatriz podría andar tras Vorcan —dijo—. Para ofrecerle un contrato.
—Por ti y el resto de los magos supremos —añadió Rake a su espalda—. La emperatriz ha enviado a una Garra a este lugar, no tanto para incordiar a las defensas de la ciudad, sino para establecer contacto con la Dama de los Asesinos. No estaba seguro del todo pero quería evitar ese contacto.
Baruk no apartó la mirada de la mancha roja pintada en el mapa.
—De modo que despachaste a tus propios asesinos para eliminar al Gremio de un plumazo y hacer que Vorcan se delatara. —Se volvió a Rake—. Y después, ¿qué pretendías? ¿Matarla? ¿Todo por uno de tus pálpitos?
—Esta noche —respondió Rake sin alterarse—, impedimos que la Garra estableciera contacto. Tu demonio te informará de ello. Además, supongo que la muerte de Vorcan y la diezma de los asesinos de la ciudad no te parecerá algo muy negativo, ¿me equivoco?
—Me temo que sí. —Baruk iba de un lado a otro esforzándose por contener la furia que sentía—. Puede ser que no conozca tan bien como tú a la emperatriz, Rake —continuó—, pero sí conozco esta ciudad, mucho mejor de lo que tú lograrás conocerla nunca. —Miró a los ojos al tiste andii—. Para ti, Darujhistan sólo es otro campo de batalla donde librar tu guerra particular con la emperatriz. No te importa un comino si la ciudad sobrevive o no, y así es como has logrado sobrevivir durante tres mil años.
—Ilumíname con tu sapiencia.
—El concejo de la ciudad cumple con una función… vital. Es la maquinaria local. Cierto, el Pabellón de la Majestad es un lugar repleto de mezquindad, corrupción, interminables disputas y, a pesar de ello, también es un lugar donde se acuerda sacar las cosas adelante.
—¿Y qué tiene eso que ver con Vorcan y su panda de asesinos?
—Como sucede con cualquier carro atestado —continuó Baruk—, las ruedas necesitan que alguien las engrase. Sin la opción del asesinato, hace tiempo que las familias nobles se habrían destruido entre sí, llevándose consigo a toda la ciudad en una guerra civil. Segundo, la eficacia de la Guilda constituye una medida de control para los feudos de sangre, para las disputas y demás. Es la garantía del derramamiento de sangre, un derramamiento de sangre que siempre supone un incordio. Por lo general, es demasiado molesto para las sensibilidades de la nobleza.
—Curioso —admitió Rake—. De todos modos, ¿no crees que Vorcan atendería con los cinco sentidos una oferta hecha por la emperatriz? Después de todo, Laseen ya tiene el precedente de haber entregado el gobierno de una ciudad conquistada a un asesino. De hecho, al menos una tercera parte de los Puños Supremos que la sirven fueron antes asesinos.
—¡No lo has entendido! —exclamó Baruk, cruzado—. No nos has consultado, y eso no se puede tolerar.
—Y tú no me has respondido —reprendió a su vez Rake en voz baja, gélida—. ¿Aceptará Vorcan el contrato? ¿Podrá hacerlo? ¿Acaso es tan buena, Baruk?
El alquimista se volvió de espaldas.
—No lo sé. Ésa es mi respuesta a las tres preguntas.
Rake clavó en el alquimista su mirada perdida.
—Si no fueras más que un alquimista, puede que te creyera.
—¿Y por qué ibas a creerme otra cosa?
—Hay pocas personas que sean capaces de discutir conmigo sin alterarse —respondió Rake, sonriente—. No estoy acostumbrado a que los demás se dirijan a mí como a un igual.
—Son muchos los caminos que llevan a la ascendencia, algunos son más sutiles que otros. —Baruk se acercó a la repisa de la chimenea, tomó una jarra y luego se dirigió a un anaquel tras el escritorio, del que sacó dos copas de cristal—. Es una hechicera suprema. Todos tenemos defensas mágicas, pero que puedan oponerse a ella… —Llenó de vino ambas copas.
Rake se levantó para reunirse con el alquimista. Aceptó la copa que éste le tendía y la elevó entre ambos.
—Me disculpo por no haberte informado. Lo cierto es que no me pareció importante hacerlo. Hasta esta noche, he actuado en base a teorías, nada más. No me detuve a pensar en las consecuencias que podrían derivar de la desaparición de la Guilda.
Baruk sorbió el vino.
—Dime algo, Anomander Rake. Hubo una presencia esta noche en nuestra ciudad. Un conjurado.
—Era uno de los demonios korvalahí de Tayschrenn —respondió Rake—. Lo invocó un mago de la Garra. —Tomó un largo sorbo del néctar, lo paladeó un instante y lo tragó gustoso—. Se fue.
—¿Se fue? —preguntó Baruk en voz baja—. ¿Adónde?
—Fuera del alcance de Tayschrenn. —Rake tenía una sonrisa en los labios—. Fuera del alcance de nadie.
—Tu espada —dijo Baruk, que contuvo un escalofrío cuando el recuerdo de la visión acudió a su mente. El crujir de las ruedas, el rumor metálico de las cadenas, los gruñidos de un millar de almas extraviadas. Y la oscuridad.
—Oh, sí. Recibí las cabezas de los dos magos de Pale, tal como me prometiste. Admiro tu eficacia, Baruk. ¿Protestaron?
—Les expliqué con todo detalle las opciones —respondió el alquimista, pálido—. No, no protestaron.
La risa suave de Rake logró que a Baruk se le helara la sangre en las venas.
Kruppe se levantó al oír el sonido lejano. El fuego llameaba ante sus ojos, sin dar ya el mismo calor.
—Ah —suspiró—, Kruppe tiene las manos casi insensibles, pero el oído sigue tan agudo como siempre. Escucha ese leve rumor en las mismísimas regiones de su actual sueño. ¿Conoce acaso su procedencia?
—Quizá —dijo a su lado K’rul.
Con un respingo, Kruppe se volvió con las cejas enarcadas.
—Kruppe te creía ido hacía tiempo, Ancestral. No obstante, agradece tu compañía.
El dios embozado inclinó la cabeza.
—Todo va bien con la pequeña Velajada. Los rhivi la protegen y crece llena de confianza, como corresponde a la naturaleza de soletaken. La acoge un poderoso caudillo.
—Excelente. —Kruppe sonrió. De nuevo los sonidos que provenían de la distancia llamaron su atención. Quiso penetrar la oscuridad, pero no vio nada.
—Dime, Kruppe, ¿qué es lo que oyes?
—El paso de un gigantesco carromato o algo por el estilo —respondió ceñudo—. Oigo las ruedas, las cadenas y los gruñidos de los esclavos.
—Se llama Dragnipur —aclaró K’rul—. Y es una espada.
—¿Cómo un carromato y los esclavos pueden ser una espada?
—Forjada en la oscuridad, encadena almas a un mundo que existió antes del devenir de la luz. Kruppe, quien la esgrime se encuentra entre vosotros.
A la mente de Kruppe acudió la baraja de los Dragones. Vio la imagen de aquel que era parte hombre, parte dragón, el caballero de la Gran Casa de Oscuridad, también conocido como hijo de la Oscuridad. Empuñaba en alto una espada negra que dibujaba una estela de cadenas humeantes.
—¿El caballero? ¿En Darujhistan? —preguntó conteniendo un escalofrío de temor.
—En Darujhistan —confirmó K’rul—. O cerca de Darujhistan. Sobre Darujhistan. Su presencia es una losa de poder, y grande es el peligro. —El dios ancestral encaró a Kruppe—. Está aliado con maese Baruk y con la cábala de T’orrud; los gobernantes secretos han encontrado a un aliado de quien tienen tantas razones para guardarse como para confiar. Esta noche, Dragnipur probó el alma de un demonio, Kruppe, en tu ciudad. Nunca permanece hambrienta mucho tiempo, y volverá a probar la sangre antes de que esto acabe.
—¿Hay alguien que pueda resistirla? —preguntó Kruppe.
—Nadie pudo cuando fue forjada por primera vez, aunque de eso hace ya mucho tiempo, antes incluso de mis tiempos. No puedo responder por el tiempo presente. Tengo otra información que darte, Kruppe, una información insignificante, me temo.
—Kruppe atiende.
—Se trata del viaje en que maese Baruk te envía a las colinas Gadrobi. La magia ancestral se prepara de nuevo, después de mucho tiempo. Es Tellan, de los imass, pero lo que pretende tocar es Omrose Phellack, magia ancestral jaghut. Kruppe, mantente al margen de su camino. Sobre todo, protege al portador de la moneda. Lo que está a punto de sobrevenir constituye una amenaza tan seria como la que pueda suponer el caballero y su espada; igual de antigua, también. Mira dónde pisas, Kruppe.
—Kruppe siempre mira dónde pisa, Ancestral.