Capítulo 9

¿Has visto a aquel

que se halla separado,

maldecido en un ritual

que sella a su especie

más allá de la muerte? Hueste

amasada que gira en remolinos

como plaga de polen.

Aparte se halla

el primero entre todos.

Siempre velado en el tiempo,

descastado aun así, solo.

Tú, t’lan imass que vagas

como semilla extraviada.

Balada de Onos T’oolan

Toc el Joven

Toc el Joven se inclinó sobre la perilla y escupió al suelo. Llevaba tres días fuera de Pale, y echaba de menos verse abrigado por las elevadas murallas que rodeaban la ciudad. La llanura de Rhivi se extendía en todas direcciones, cubierta por la hierba ocre que flameaba con la caricia del viento del atardecer, pero que por lo demás carecía de peculiaridades.

Arañó el borde de la herida que le había costado el ojo izquierdo y masculló un juramento. Algo iba mal. Debía de haberse reunido con ella hacía dos días. En aquellos tiempos, nada salía como estaba planeado. Claro que teniendo en cuenta lo que se decía acerca de que el capitán Paran había desaparecido antes incluso de conocer a Whiskeyjack, o lo que se comentaba acerca del Mastín que había atacado a la última hechicera superviviente del Segundo Ejército (ataque en el cual habían perecido catorce infantes de marina), Toc comprendió que no debía sorprenderle que aquella cita se hubiera torcido también.

El Caos parecía haberse convertido en el signo de los tiempos. Toc se enderezó en la silla. Si bien no había camino alguno que pudiera considerarse tal, las caravanas de los mercaderes habían trazado la ruta de un sendero practicado, que discurría de norte a sur a lo largo del margen occidental. El comercio había cesado desde entonces, pero el paso de generaciones y generaciones de carros y carromatos había dejado su huella. El centro de la llanura servía de hogar a los rhivi, pueblo de gente pequeña y de piel marrón que trasladaba sus rebaños en un ciclo estacional. Aunque no eran belicosos, el Imperio de Malaz los había obligado a implicarse, y ahora luchaban y exploraban como parte de las legiones de tiste andii de Caladan Brood, de modo que lo hacían en contra del Imperio.

Los informes moranthianos situaban a los rhivi lejos, al nordeste, cosa que Toc agradeció. Se sentía muy solo en aquel desolado rincón, aunque en su caso podía considerar la soledad como un mal menor.

Pero por lo visto no estaba solo. A una legua, los cuervos volaban en círculo. Maldijo y destrabó la cimitarra que ceñía alrededor de la cintura. Luego contuvo el impulso de picar espuelas y emprender el galope, y se acomodó a un rápido trote.

Al acercarse, vio hierba aplastada a un lado del sendero de los mercaderes. El graznido de los cuervos era lo único que rompía la quietud. Habían empezado a alimentarse. Toc tiró de las riendas y permaneció inmóvil en la silla, inclinado sobre la perilla. Ninguno de los cadáveres que vio parecía muy dispuesto a moverse, y las encendidas riñas de los cuervos eran la mejor prueba de que no había supervivientes. No obstante, tenía un mal presentimiento. Había algo en el ambiente, algo a medio camino entre el olor y el sabor.

Aguardó; no estaba seguro de qué estaba esperando, pero se resistía a moverse. De pronto identificó la extrañeza que sentía: era magia. Ahí se había desatado la magia.

—Odio esto —masculló antes de desmontar.

Los cuervos le hicieron un sitio, no mucho. Ignoró sus graznidos contrariados y se acercó a los cadáveres. Eran doce en total. Ocho llevaban uniforme de la infantería de marina malazana, aunque no eran propios de soldados de reemplazo. Entornó los ojos al reparar en los sellos de plata de los yelmos.

—Jakatakanos —dijo. Élite. Los habían despedazado.

Dirigió la atención a los demás cadáveres y sintió un inesperado temblor fruto del miedo. No era de extrañar que los jakatakanos hubieran encajado semejante paliza. Algo sabía respecto a las marcas de clan entre los barghastianos, de cómo cada partida de caza se identificaba mediante el uso de los tatuajes. Apretó los dientes y extendió la mano para volver hacia él el rostro del salvaje; luego asintió. Pertenecían al clan Ilgres. Antes de que la Guardia Carmesí los reclutara, el territorio al que llamaban su hogar se hallaba a ciento cincuenta leguas al este, entre las montañas situadas al sur de Porule. Lentamente Toc se levantó. Los Ilgres se contaban entre los más fuertes de los que se habían alistado a la Guardia Carmesí en el bosque de Perrogrís, aunque dicho lugar se hallara a cuatrocientas leguas al norte. ¿Qué los habría llevado hasta aquí?

El hedor de la magia flotó en el aire hasta él; al volverse, reparó enseguida en un cadáver que antes había pasado por alto. Yacía junto a dos palmos de hierba chamuscada.

—Vaya, vaya —dijo—, he aquí la respuesta a mi pregunta.

Un chamán barghastiano era quien había liderado a aquella banda. De algún modo, habían dado con un rastro y aquel chamán había reconocido a qué pertenecía. Toc estudió el cadáver. Tajo de espada en la garganta. El rastro de hechicería era responsabilidad del chamán, que no había tenido que afrontar la oposición de magia alguna. Eso de por sí resultaba extraño, ya que era el chamán quien había muerto, en lugar de aquél a quien había atacado.

—Dicen de ella que es la pesadilla de los magos. —Caminó trazando un lento círculo alrededor del lugar de la matanza, y encontró el rastro sin mayor dificultad.

Algunos de los jakatakanos habían sobrevivido, y a juzgar por las huellas del par de botas más pequeñas, también la persona a la que escoltaban. Por encima de este rastro había media docena de huellas de mocasín. El rastro giraba un poco a poniente desde el sendero de los comerciantes, pero aun así iba en dirección sur.

Toc regresó al caballo, montó y volvió grupas. Sacó de la alforza el arco corto y lo encordó. Después, lo armó con una flecha. Era imposible acercarse a los barghastianos sin ser detectado. En aquella llanura, podrían verle mucho antes de llegar a distancia de tiro de arco, distancia que lamentablemente se había reducido mucho desde que perdiera el ojo. De modo que le estarían esperando, armados con esas dichosas lanzas. Sin embargo, sabía que no tenía otra elección; tan sólo confiaba en llevarse por delante a uno o dos de ellos, antes de que lograran ensartarlo.

Toc escupió de nuevo, luego aferró las riendas alrededor del antebrazo izquierdo y ajustó el modo en que sujetaba el arco. Quiso rascarse la amplia cicatriz roja que le cruzaba el rostro, pero comprendió que era imposible pues tenía las manos ocupadas. De todos modos, no lograría burlar el picor.

—Vaya —dijo antes de hundir las espuelas en los íjares del caballo.

La solitaria colina que se alzaba ante la Consejera Lorn no era de formación natural. La parte superior de unas piedras, hundidas en su mayor parte, formaba un círculo alrededor de su base. Se preguntó a qué podrían servir de tumba, y luego hizo a un lado sus recelos. Si aquellas piedras tenían el tamaño de las que ella había visto alrededor de los misteriosos túmulos que había a las afueras de Genabaris, entonces ésa en particular tenía miles de años. Se volvió a los dos infantes de marina extenuados que seguían su estela.

—Nos plantaremos aquí. Tú monta la ballesta, quiero que te sitúes en lo alto.

El hombre inclinó la cabeza a modo de respuesta y trastabilló hacia la cima herbosa del montículo. Tanto él como su compañero parecían casi aliviados de que ella hubiera ordenado hacer un alto, aunque supieran que la muerte les aguardaba a unos latidos de corazón.

Lorn observó al otro soldado. Éste había encajado un lanzazo en el hombro izquierdo, y la sangre chorreaba aún por la pechera de la coraza. Lorn era incapaz de comprender cómo había podido tenerse en pie durante la persecución. Respondió a su mirada con resignación, sin mostrar ni un ápice del dolor que debía de sentir.

—Yo defenderé su flanco izquierdo —dijo cambiando de mano la espada de hoja curva.

Lorn desnudó su propia espada larga y clavó la mirada al norte. Sólo alcanzaba a ver a cuatro de los seis barghastianos que se acercaban lentamente.

—Nos están flanqueando —voceó al ballestero—. Encárgate del de la izquierda.

—No es mi vida la que debe protegerse —gruño el soldado que la acompañaba—. Nos encargaron protegerla, Consejera…

—Cállate —ordenó Lorn—. Cuanto más tiempo pases en pie, mejor protegida estaré —dijo.

El soldado gruñó de nuevo.

Los cuatro barghastianos se detuvieron a distancia de la ballesta. Dos seguían empuñando sus lanzas; los otros empuñaban hachas. Entonces gritó una voz situada a la derecha de Lorn. Esta, al volverse, vio acercarse una lanza y, tras ésta, al barghastiano que la empuñaba.

Lorn se agazapó al tiempo que trazaba con la espada un arco ascendente. El acero mordió el asta de la lanza, pero Lorn ya giraba sobre sí tirando de la espada. La lanza, apartada de su trayectoria, pasó de largo y se hundió en la ladera, a su derecha.

A su espalda oyó al ballestero disparar un virote. Al girarse hacia los cuatro barghastianos que cargaban hacia ellos, oyó un aullido de dolor procedente del lado opuesto del montículo. Por lo visto, el soldado que protegía su flanco izquierdo había olvidado por completo su herida, y ahí estaba, esgrimiendo a dos manos la espada de hoja curva, bien plantados los pies.

—Atenta, Consejera —dijo.

El barghastiano de la derecha lanzó un grito y Lorn se volvió a tiempo de verlo girar sobre sí, alcanzado por un virote.

Los cuatro guerreros que se les acercaban no distaban más de diez pasos. Los dos que empuñaban lanzas se arrojaron a la carga sobre ellos. Lorn no se movió, pues había calculado que quien se le echaba encima fallaría por cuatro palmos. El soldado que luchaba al lado cayó a su izquierda, pero no lo bastante rápido como para evitar la lanza que se le hundió en el muslo derecho. Lo alcanzó con tal fuerza que lo ensartó contra el suelo. A pesar de que el soldado se veía clavado, tan sólo escapó un gruñido de sus labios y levantó la espada para parar el golpe de hacha que el adversario dirigía a su cabeza.

En ese momento, Lorn se había lanzado sobre el barghastiano que se le echaba encima. El hacha era un arma corta, de modo que la Consejera aprovechó esta ventaja para lanzarse a la estocada, antes de que su oponente lograra reducir distancias. Este quiso interponer el mango forrado en cobre, mas Lorn ya había girado la muñeca para completar la finta y herirlo antes de que el mango del hacha pudiera serle de alguna utilidad. Gracias a la estocada, logró morder el pecho del barghastiano con la punta de la espada larga, que rasgó el peto de cuero como si fuera mantequilla.

Pero este ataque la había dejado en una posición comprometida, y cuando el salvaje cayó hacia delante a punto estuvo de hacerle soltar la espada. Comprometido el equilibrio, Lorn trastabilló un paso, esperando encajar la hoja del hacha. Pero no sucedió. Recuperó el equilibrio, giró sobre sus talones y descubrió que el ballestero, que ahora empuñaba su espada de hoja curva, se había trabado en combate cerrado con el otro barghastiano. Lorn volcó su atención en el otro soldado, el que había prometido guardar su flanco izquierdo.

Seguía vivo, no sabía cómo pero seguía con vida, aunque se enfrentaba a dos barghastianos. Se las había apañado para arrancar la lanza de la tierra, aunque ahí seguía el arma, en su muslo, del que asomaba parte del asta. El hecho de que aún pudiera moverse, e incluso defender su pellejo, constituía una muestra más que elocuente de la disciplina y adiestramiento que caracterizaban a los jakatakanos.

Lorn se apresuró a trabarse en combate con el barghastiano que se hallaba a la derecha del soldado, el más cercano a ella. En ello estaba cuando una de las hachas superó la guardia del valiente y se hundió en su pecho. Las escamas metálicas se quebraron cuando la hoja del arma desgarró la armadura. El soldado gruñó al tiempo que caía sobre una rodilla y a sus pies se formaba un charco de sangre.

Lorn no estaba en posición de defenderlo, tan sólo pudo asistir horrorizada al movimiento ascendente del hacha, que el barghastiano descargó a continuación sobre la cabeza del soldado. El yelmo cedió y se escuchó el ruido seco que hizo el cuello del soldado al partirse. Cayó de lado, a los pies de Lorn; como ésta iba corriendo, tropezó con él.

Maldijo entre dientes al precipitarse de bruces y topar con el barghastiano que se hallaba ante ella. Aferrada a él, quiso herirle con la espada en la espalda, pero el barghastiano giró sobre sí, cayó a un lado y se apartó. Lorn lanzó un tajo al aire al tiempo que caía. Tuvo la sensación de haberse dislocado el hombro cuando golpeó el duro suelo y perdió la espada.

Ahora, morir es lo único que me queda, pensó al tiempo que giraba sobre su propio cuerpo para situarse boca arriba.

El barghastiano soltó un gruñido, de pie ante ella, con el hacha en alto.

Lorn se hallaba en una posición óptima para ver la mano esquelética que asomó a la superficie de la tierra, a los pies del barghastiano, a quien aferró del tobillo. El guerrero profirió un grito cuando la mano le partió los huesos. Mientras observaba lo sucedido, se preguntó qué habría sido de los otros dos salvajes. Todo el estruendo del combate parecía haber cesado, aunque el suelo rugía como un trueno.

El barghastiano bajó la mirada a la mano crispada alrededor de su tobillo. Volvió a gritar cuando una espada de sílex de hoja ondulada se hundió entre sus piernas. El hacha cayó de las manos del guerrero cuando éste quiso, desesperado, desviar la trayectoria del arma enemiga retorciendo el cuerpo y tirando de la pierna trabada. Pero fue demasiado tarde. La espada lo ensartó, se hundió en el hueso de la cadera y lo levantó del suelo. Su último chillido se alzó al cielo.

Lorn se puso en pie con cierta dificultad; su brazo derecho colgaba inútil del costado. Identificó el rumor del trueno como perteneciente al galope de un caballo, y se volvió en la dirección de la que provenía. Era un malazano. Al constatarlo, miró a su alrededor. Sus dos guardias habían muerto y dos cadáveres enemigos habían sido asaeteados.

Tomó una bocanada de aire, abrió todo cuanto pudo los pulmones a pesar del dolor que sentía en el pecho y observó a la criatura que había surgido de la tierra. Iba envuelta en pieles raídas y se alzaba sobre el cadáver del guerrero con el tobillo de éste en la mano. La otra mano empuñaba una espada, cuya hoja atravesaba el cuerpo del barghastiano hasta la punta, que asomaba por su cuello.

—Te esperaba hace días —dijo Lorn a la figura.

Esta se volvió para mirarla fijamente, oculto el rostro bajo la sombra proyectada por el visor del yelmo de amarillento hueso. Vio que el yelmo era el cráneo de una bestia cornuda, aunque uno de los cuernos se había roto por la base.

—¡Consejera! —exclamó el jinete al acercarse y desmontar. Se acercó a su lado, con el arco en la mano y la flecha aprestada. Su único ojo reparó primero en Lorn y, satisfecho al parecer al comprobar que la herida no era fatal, se centró en la figura impresionante que los encaraba—. ¡Por el aliento del Embozado! ¡Pero si es un t’lan imass!

Lorn no apartó la mirada del t’lan imass.

—Sabía que estabas cerca. Es lo único que podría justificar que un chamán barghastiano se adentre, acompañado por unos cuantos cazadores escogidos, en esta zona. Debió de recurrir a una senda para llegar hasta aquí. ¿Dónde estabas?

Toc el Joven miró boquiabierto a la Consejera, asombrado por el arrebato. Luego volvió a centrarse en el t’lan imass. La última vez que había visto a uno fue en Siete Ciudades, hacía ocho años y a gran distancia; fue cuando las legiones de los no muertos marcharon a los eriales occidentales, embarcados en una misión de la que ni siquiera la emperatriz pudo averiguar nada. Pero estando como estaba tan cerca, Toc estudió con atención al t’lan imass. No quedaba mucho de él, concluyó. A pesar de la hechicería, trescientos mil años se habían cobrado su precio. La piel, de color avellana y con la textura del cuero, parecía estirada sobre los robustos huesos; en tiempos había cubierto aquel cuerpo, pero ya no era más que una serie de tiras marchitas cuya consistencia no distaba mucho de las raíces de un roble (la musculatura asomaba por todas partes a través de los jirones de piel). El rostro de la criatura, al menos lo que Toc alcanzó a ver, se caracterizaba por una fuerte mandíbula sin barbilla, pómulos marcados y un imponente mentón. Las cuencas de los ojos eran sendas fosas oscuras.

—Te he hecho una pregunta —insistió Lorn—. ¿Dónde estabas?

Crujió la cabeza cuando el imass se miró la punta de los pies.

—Exploraba —dijo una voz nacida de la piedra y el polvo.

—¿Cómo te llamas, t’lan? —exigió saber Lorn.

—Onos T’oolan, en tiempos del clan Tarad, de Logros T’lan. Fui alumbrado en el otoño del año Sombrío, noveno hijo del clan, madurado como guerrero tras la Sexta Guerra Jaghut…

—Basta —dijo Lorn.

Se dobló debido al cansancio, y Toc se llegó a su lado; se volvió a él y le dijo con el ceño fruncido:

—Te veo serio. —Entonces, sonrieron sus labios—: Pero me alegro de verte.

Toc también sonrió.

—Lo primero es lo primero, Consejera. Un lugar donde puedas descansar. —Ella no protestó cuando la condujo hasta una elevación del terreno cubierta de hierba que había cerca del túmulo, donde la hizo sentarse de rodillas. Volvió la mirada para ver al t’lan imass, que seguía de pie en el mismo lugar en el que había surgido de las profundidades. No obstante, se había vuelto hacia el túmulo, que por lo visto estudiaba con atención—. Debemos inmovilizar ese brazo —dijo Toc a la mujer cansada que permanecía de rodillas ante él—. Me llamo Toc el Joven —se presentó al acuclillarse.

—Conocí a tu padre —dijo la Consejera recuperando la sonrisa—. Era también un gran arquero.

Toc inclinó la cabeza a modo de respuesta.

—También era un buen comandante —continuó Lorn, estudiando al joven que inspeccionaba su brazo herido—. La emperatriz lamentó mucho su muerte…

—No estamos seguros de que haya muerto —la interrumpió Toc, en un tono tan cortante que evitó mirarla con su único ojo, mientras se disponía a quitarle el guantelete de la mano—. Ha desaparecido.

—Sí, desaparecido desde la muerte del emperador —replicó Lorn en voz baja. Cuando le quitó el guantelete y lo dejó en el suelo, la Consejera hizo una mueca de dolor.

—Voy a necesitar unas vendas. —Toc se levantó.

La Consejera lo vio acercarse a uno de los barghastianos muertos. Hasta el momento, ignoraba quién sería su contacto en la Garra, sólo que se trataba del único miembro superviviente de los destacados en las huestes de Dujek. Se preguntó por qué se habría apartado tanto del camino que su padre había seguido. No había nada placentero, nada que pudiera constituir motivo de orgullo en el hecho de formar parte de la Garra. Sólo el placer de la eficacia o infundir temor.

Toc sacó un cuchillo y acercó la hoja a la armadura de cuero curtido, que desabrochó para revelar la vasta camisa de lana que cubría y que procedió a cortar en largas tiras. Luego volvió a su lado con unas cuantas tiras en la mano.

—Ignoraba, Consejera, que te acompañara un imass —dijo cuando se arrodilló a su lado.

—Escogen su propia manera de viajar —repuso Lorn, enojada a juzgar por su tono de voz—. Y aparecen cuando les place. Pero sí, es un elemento importante de mi misión. —Guardó silencio mientras apretaba los dientes con fuerza y Toc le ponía el brazo en cabestrillo.

—Poco tengo que informar —dijo éste, que a continuación le puso al corriente de la desaparición de Paran, y también de que Whiskeyjack y su pelotón habían partido sin contar con su capitán. Para cuando hubo terminado, había colocado en condiciones el cabestrillo y volvió a ponerse de cuclillas con un suspiro.

—Maldita sea —susurró Lorn—. Ayúdame a ponerme en pie.

Una vez levantada, se tambaleó un poco y puso una mano en su hombro hasta que recuperó el equilibrio.

—Alcánzame la espada —ordenó.

Toc se acercó al lugar que le señalaba. Después de mirar a su alrededor, encontró la espada larga en la hierba, momento en que entrecerró su único ojo al reparar en la herrumbrosa hoja rojiza.

—Una espada de otaralita, Consejera, el mineral que mata la magia.

—Y a los magos —afirmó Lorn, tomando el arma con la mano izquierda y envainándola como pudo.

—Di con el chamán muerto —dijo Toc.

—Bien. La otaralita no supone un misterio para vosotros, los de Siete Ciudades, pero aquí pocos la conocen, y preferiría que siguiera siendo así.

—Entendido. —Toc se volvió a observar al inmóvil imass.

Fue como si Lorn le leyera el pensamiento.

—La otaralita no puede extinguir su magia, créeme porque lo he intentado. Las sendas de los imass son similares a las de los jaghut y los forkrul assail (ligadas a la magia ancestral, sanguínea y de tierra). Esa espada de sílex que empuña jamás se quebrará, y atraviesa el hierro con tanta facilidad como la carne o el hueso.

Estremecido, Toc escupió al suelo.

—No te envidio la compañía, Consejera.

—Pues vas a compartirla durante los próximos días, Toc el Joven —sonrió Lorn—. Nos separa una larga caminata de Pale.

—Seis o siete días —calculó Toc—. Di por sentado que vendrías a caballo.

El suspiro de Lorn no fue precisamente fingido.

—El chamán barghastiano ejerció sus destrezas sobre ellos. Un mal se apoderó de todas las monturas, incluso de mi garañón, al que traje por la senda. —De pronto se ablandaron un poco las facciones de su rostro, lo cual dio a entender a Toc que la Consejera sentía de verdad la pérdida.

Eso le sorprendió. Todo lo que había oído de la Consejera le había servido para pintar el retrato de un monstruo de sangre fría, cuya mano enfundada en un guantelete podía llover del cielo en el momento menos esperado. Quizá existía esa parte de ella, pero esperaba no tener que verla. Claro que, después de todo, ni siquiera se había molestado en asegurarse de que sus soldados estuvieran realmente muertos.

—Puedes montar mi yegua, Consejera —dijo Toc—. No es un caballo de guerra, pero es bastante rápida y resistente.

Caminaron hacia donde había dejado al caballo. Lorn sonrió.

—Es de casta wickana, Toc el Joven —dijo al tiempo que acariciaba el cuello de la yegua—, de modo que déjate de modestias, o tendré que dejar de confiar en ti. Espléndido animal.

Toc la ayudó a montar.

—¿Vamos a dejar al t’lan imass donde está? —preguntó.

—Encontrará su camino —asintió la Consejera—. Ahora daremos a esta yegua la oportunidad de ponerse a prueba. Se dice que la sangre wickana huele igual que el hierro. —Se inclinó sobre la silla y le tendió el brazo izquierdo—. Vamos, monta.

Toc apenas logró ocultar la sorpresa. ¿Compartir la silla con la Consejera del Imperio? La sola idea resultaba tan absurda que estuvo a punto de reírse.

—Puedo caminar, Consejera —dijo con cierta descortesía—. Con tan poco tiempo que perder, mejor será que cabalgues sola y que lo hagas a galope tendido. En cuestión de tres días divisarás las murallas de Pale. Yo puedo correr despacio durante diez horas, entre descanso y descanso.

—No, Toc el Joven. —El tono de Lorn no daba pie a ninguna discusión—. Te necesito en Pale, y necesito saber todo lo que sepas acerca de las legiones de ocupación, Dujek y Tayschrenn. Será preferible llegar unos días tarde a hacerlo sin ninguna preparación. Vamos, acepta mi brazo y no perdamos más tiempo.

Toc obedeció.

Al sentarse en la silla detrás de Lorn, la yegua resopló y dio un rápido paso lateral. Tanto él como la Consejera estuvieron a punto de caerse. Luego, ambos se volvieron para mirar al t’lan imass, de pie detrás de ellos, que levantó la cabeza hacia Lorn.

—El túmulo ha procurado una verdad, Consejera —dijo Onos T’oolan.

Toc sintió que Lorn se envaraba.

—¿Y cuál es?

—Vamos por el buen camino —respondió el t’lan imass.

Toc intuyó que el camino al que se refería la criatura no tenía nada que ver con el sendero de los mercaderes que conducía al sur, hacia Pale. Dedicó una última mirada al túmulo cuando Lorn, en silencio, tiró de las riendas para volver grupas. Luego miró a Onos T’oolan. Ninguno parecía muy dispuesto a revelar sus secretos, pero la reacción de Lorn le hizo sentir un escalofrío, y había aumentado también el hormigueo del ojo perdido. Toc masculló una maldición y empezó a rascárselo.

—¿Te pica algo, Toc el Joven? —preguntó Lorn sin volver la mirada.

El agente de la Garra meditó la respuesta.

—Es el precio de ser ciego, Consejera —respondió—. Nada más.

El capitán Paran no podía estarse quieto en la habitación. ¡Aquello era una locura! Sólo sabía que lo estaban ocultando, pero las únicas respuestas a sus preguntas provenían de una hechicera, que guardaba cama debido a una fiebre extraña, y una marioneta feísima cuyos ojos pintados parecían mirarle con fijeza y un odio extraordinario.

Tenía vagos recuerdos que lo acosaban; el tacto frío de la piedra bajo las uñas cuando toda su fuerza fue absorbida de su cuerpo; luego, la neblinosa visión de un perro enorme (¿un Mastín?) en la estancia, un perro que parecía exhalar muerte. Pretendía matar a la mujer, y él se lo había impedido de algún modo, aunque no estaba muy seguro de los detalles.

Tenía la sospecha de que el perro no había muerto, y de que regresaría. La marioneta hacía oídos sordos a sus preguntas, y cuando se dirigía a él era para amenazarle. Por lo visto, aunque la hechicera estaba enferma, su sola presencia, su perpetua presencia, bastaba para impedir que Mechones cumpliera sus amenazas.

¿Dónde estaba Whiskeyjack? ¿Se había marchado sin él el sargento? ¿En qué afectaría eso al plan de la Consejera Lorn?

Dejó de caminar y se volvió a mirar a la hechicera, que yacía tumbada en la cama. Mechones había dicho a Paran que de algún modo logró ocultarle cuando Tayschrenn hizo acto de presencia. El mago supremo había percibido la presencia del perro. Paran no recordaba nada de eso, pero se preguntaba cómo aquella mujer habría logrado hacer nada después de la paliza que recibió. Burlón, Mechones le había explicado que no sabía cómo, pero que ella había recurrido a su senda una última vez; que lo hizo como por instinto. Paran tenía la sensación de que la marioneta se había espantado ante aquella revelación de poder. Mechones parecía desear la muerte de aquella mujer, pero o bien era incapaz de matarla por sí mismo o temía demasiado hacerlo. La criatura masculló algo acerca de unas protecciones que ella había trenzado alrededor de su persona.

A pesar de todo esto, Paran no encontró impedimentos cuando atendió a la hechicera en el punto álgido de la fiebre. Se había declarado la noche anterior, y ahora Paran sentía que su impaciencia estaba a punto de atravesar una especie de portal. La hechicera dormía, pero si no despertaba pronto quizá saliera a buscar a Toc el Joven, siempre y cuando pudiera burlar a Tayschrenn y a todos los oficiales presentes en aquel edificio.

Mientras sus pensamientos discurrían como el agua de los rápidos, Paran clavó una mirada hueca en la hechicera. Lentamente empezó a cobrar conciencia de algo que había pasado por alto. La mujer tenía los ojos abiertos y con ellos lo estudiaba.

Dio medio paso al frente, mas las primeras palabras de ella le hicieron parar en seco.

—He oído caer la moneda, capitán.

Paran palideció. Un eco se abrió paso en su recuerdo.

—¿Una moneda? —preguntó en un hilo de voz—. ¿Una moneda que gira? Las voces de los dioses, de los muertos, aullidos de los Mastines, todas piezas del desgarrado tapiz de mi memoria.

—Ya no gira —respondió la mujer. A continuación se incorporó en la cama—. ¿Hasta dónde recuerdas?

—Muy poco —admitió el capitán, sorprendido de sí mismo por decir la verdad—. La marioneta ni siquiera ha querido decirme tu nombre —añadió.

—Velajada. Conozco a… Mmm. A Whiskeyjack y a su pelotón. —Cierta cautela pareció velar su mirada somnolienta—. Debía cuidar de ti hasta que te recuperaras.

—Y creo que así lo hiciste —dijo Paran—. Y que luego te devolví el favor, lo que equilibra las cosas, hechicera.

—Así es. ¿Y ahora?

—¿No lo sabes? —preguntó Paran.

Velajada negó con la cabeza.

—Pero esto es ridículo —protestó Paran—. No sé nada de lo que está pasando aquí. Me despierto y descubro que estoy en compañía de una bruja medio muerta y de una marioneta parlanchina; eso sí, de mis nuevos subordinados, ni rastro. ¿Han partido a Darujhistan sin mí?

—La verdad es que no puedo ayudarte mucho si lo que buscas son respuestas —murmuró Velajada—. Lo único que puedo decirte es que el sargento te quería vivo, porque necesita saber quién intentó asesinarte. De hecho, a todos nos gustaría saberlo. —Y guardó silencio, expectante.

Paran estudió su rostro redondo, cuya piel era de una fantasmagórica blancura. Había algo indefinido en ella que parecía no encajar con aquel físico vulgar, que de hecho lo superaba, de modo que el capitán se encontró respondiendo de un modo que lo sorprendió. Era, comprendió, el rostro de una amiga, y no podía recordar cuándo había sido la última vez que había experimentado algo semejante. Lo desequilibró, y sólo Velajada podía enderezarle. Y eso le hizo sentirse como si cayera en una espiral en la que la hechicera ocupaba el centro. Pero ¿caía de veras? ¿O se trataba más bien de un ascenso? No estaba seguro, y la inseguridad le hizo recelar.

—No recuerdo nada —dijo. Y no era del todo una mentira, aunque con la mirada de la hechicera en el rostro sintió que mentía.

—Creo que eran dos —añadió Paran, a pesar de los recelos—. Recuerdo una conversación, aunque ya estaba muerto. Creo.

—Pero oíste cómo giraba una moneda —dijo Velajada.

—Sí —respondió desconcertado. Y más cosas… Fui a un lugar de amarilla luz infernal, donde un coro de gemidos, donde la cara de la muerte

Velajada asintió como si confirmara una sospecha.

—Intervino un dios, capitán Paran. Te devolvió la vida. Puedes pensar que fue en beneficio tuyo, pero me temo que no se trató precisamente de un gesto altruista. ¿Me sigues?

—Me están utilizando —expresó Paran sin más.

—¿Eso te preocupa?

—No es nada nuevo —masculló el oficial tras encogerse de hombros.

—Comprendo. Por lo visto Whiskeyjack tenía razón. No solamente eres el nuevo capitán, sino mucho más que eso.

—Eso es cosa mía —replicó Paran, que siguió rehuyendo su mirada hasta que la miró a la cara—. ¿Y cuál es tu papel en todo esto? Tú me cuidaste. ¿Por qué? Servías a tu dios, ¿no es así?

—Nada de eso —respondió Velajada tras soltar una auténtica risotada—. Tampoco he hecho gran cosa por ti, la verdad. Oponn se encargó de ello.

—¿Oponn? —preguntó Paran, envarado. Los Mellizos, hermano y hermana, los Mellizos del azar. El señor empuja, la dama tira. ¿Han poblado mis sueños? Voces, la mención a mi… espada. Permaneció inmóvil un instante, luego se dirigió a la cómoda. Sobre ella descansaba su espada, enfundada en la vaina, y puso la mano en la empuñadura—. La compré hace tres años, aunque la primera vez que la esgrimí fue hace unas noches… contra ese perro.

—¿Recuerdas lo que sucedió?

Hubo algo en el tono de Velajada que le hizo girar sobre sus talones. En sus ojos reconoció el miedo, un miedo que ella no hizo nada por ocultar.

—Le puse un nombre a la espada el día que la compré.

—¿Nombre?

Azar. —Paran sonrió como si aquello fuera una broma pesada.

—Hace tiempo que se urdió esta trama —aseguró Velajada, que antes de lanzar un suspiro cerró los ojos—. Aunque sospecho que ni Oponn pudo imaginar que tu acero arrancaría su primera sangre a un Mastín de Sombra.

—El perro era un Mastín.

—¿Conoces a Mechones? —preguntó Velajada tras asentir.

—Sí.

—Ten cuidado con él —advirtió ella—. Él desató una senda de Caos, lo que me provocó esta fiebre. Si las sendas cuentan de veras con una estructura, entonces la de Mechones es diametralmente opuesta a la mía. Está loco, capitán, y ha prometido matarte.

—¿Qué pinta él en todo esto? —preguntó Paran ciñendo la espada.

—No estoy segura —dijo Velajada.

Aunque su respuesta parecía mentira, Paran no insistió.

—Se acercaba cada noche, para ver cómo andabas —explicó el capitán—. Pero el caso es que estas dos últimas noches no lo he visto.

—¿Cuántos días llevo inconsciente?

—Seis, creo. Me temo que no puedo estar más seguro del paso del tiempo de lo que tú puedas estarlo. —Se dirigió a la puerta—. Lo único que sé, es que no puedo ocultarme aquí toda la vida.

—¡Espera!

—Muy bien —sonrió Paran al volverse a ella—. Dame una razón para que no me marche.

La hechicera titubeó antes de responder.

—Aún te necesito aquí —dijo.

—¿Por qué?

—No es a mí a quien teme Mechones —respondió como si dar con las palabras adecuadas le resultara harto difícil—. Sino a ti, a tu espada; eres tú quien me ha mantenido con vida. Mechones vio lo que le hiciste al Mastín.

—Maldición. —Aunque seguía siendo una extraña para él, había logrado conmoverlo con su sinceridad. Intentó contener la compasión que crecía en su interior. Se dijo que la misión tenía prioridad ante cualquier otra consideración, que había pagado ya su deuda con ella (si es que le había debido algo), que no le había dado las razones que sospechaba existían para mantenerlo oculto, lo que sin duda suponía que no confiaba en él. Todo esto se dijo, pero no bastó.

—Si te vas, Mechones me matará —aseguró Velajada.

—¿Y qué me dices de las protecciones mágicas? —preguntó al borde de la desesperación—. Mechones dijo que te habías protegido por medios mágicos.

—¿Crees que se habría plantado ante ti para admitir lo peligroso que eres en realidad? ¿Protecciones? —rió—. Apenas tengo fuerzas para incorporarme. Si intentara abrir mi senda en este estado el poder me consumiría, me reduciría a un montón de ceniza. Mechones no quiere que sepas demasiado acerca de nada. La marioneta mintió.

Incluso aquello sonó como una mentira a medias a oídos de Paran. Sin embargo, bastaba para darle sentido, para justificar el odio que Mechones sentía hacia él, así como el evidente temor de la marioneta. El engaño con mayúsculas provenía de Mechones, no de Velajada, o eso creía, ya que no tenía a qué aferrarse para sostener dicha creencia. Claro que… al menos Velajada era humana. Suspiró.

—Tarde o temprano —dijo librándose de la espada y volviendo a colocarla en la cómoda—, tú y yo tendremos que prescindir de todo este juego de engaños. Ande Oponn de por medio o no, tenemos un enemigo común.

—Gracias. —Velajada suspiró—. ¿Capitán Paran?

—¿Qué? —preguntó al tiempo que la miraba con cautela.

Ella sonrió.

—Es un placer conocerte.

Paran arrugó el entrecejo. Ya estaba otra vez.

—Parece un ejército desdichado —dijo Lorn mientras esperaban frente a la puerta norte de Pale. Uno de los guardias había entrado en la ciudad, en busca de otro caballo, mientras los otros tres permanecían agrupados, cuchicheando a corta distancia.

Toc el Joven había desmontado. Se acercó al caballo y dijo:

—Así es, Consejera. Muy desdichado. De la mano de la disolución de los ejércitos Segundo y Sexto llegaron los cambios en los mandos. Nadie sirve donde lo hacía antes, ni el recluta más novato. Hay pelotones divididos en todas partes. Y ahora circula el rumor de que se retirará en breve a los Abrasapuentes. —Miró de reojo a los tres infantes de marina—. A los de por aquí no les gusta todo eso —concluyó.

Lorn se echó atrás en la silla. El dolor del hombro se había convertido en una punzada continua, y se alegró de que el viaje hubiera concluido, al menos de momento. No habían vuelto a ver al t’lan imass desde el túmulo, aunque a menudo ella percibía su presencia, en la brisa polvorienta, bajo la llanura agrietada. Mientras estuvo en compañía de Toc el Joven, había percibido la furia incesante que bullía en los miembros de las fuerzas malazanas destacadas en aquel continente.

En Pale había diez mil soldados al borde de la revuelta —los espías que había destinado a mezclarse entre ellos habían acabado brutalmente asesinados—, a la espera de una sola orden del Puño Supremo Dujek Unbrazo. Lo cierto, además, era que el mago supremo Tayschrenn no facilitaba las cosas, pues contradecía abiertamente todas las órdenes que Dujek daba a sus oficiales. Pero lo que más preocupaba a la Consejera era aquella confusa historia de que un Mastín de Sombra la había tomado con la única superviviente del cuadro de magos del Segundo Ejército; ahí había un misterio, y tenía la sospecha de que era crucial. Del resto podría encargarse, siempre y cuando tomara las riendas de inmediato.

La Consejera deseaba reunirse con Tayschrenn y con esa hechicera, Velajada. El caso era que el nombre le resultaba familiar, como si despertara un eco en su memoria de cuando era pequeña. A estos indicios huidizos los envolvía el manto del miedo. No obstante, estaba dispuesta a resolverlo llegado el momento.

Se abrió la puerta. Al levantar la mirada, vio al infante de marina con un caballo de la rienda; tenían compañía. Toc el Joven saludó, y lo hizo de forma tan enérgica que Lorn no pudo evitar sospechar de su lealtad. La Consejera desmontó lentamente e inclinó la cabeza para saludar al Puño Supremo Dujek.

Éste parecía haber envejecido doce años desde la última vez que lo vio, trece meses atrás en Genabaris. Una sonrisa tímida se dibujó en los labios de Lorn al comprender la ironía de la situación: el Puño Supremo era un hombre cansado y manco; la Consejera de la emperatriz llevaba el brazo hábil en cabestrillo, y Toc el Joven, último representante de la Garra en Genabackis, era tuerto y tenía quemada la mitad del rostro. Ahí estaban, los representantes de tres de los cuatro poderes del Imperio en el continente, todos ellos con un aspecto lamentable.

Dujek malinterpretó aquella sonrisa y respondió con una propia, torcida.

—Yo también me alegro de verte, Consejera. Supervisaba el reaprovisionamiento cuando este guardia me avisó de tu llegada. —Su mirada se volvió pensativa al estudiarla, y su sonrisa desapareció—. Te buscaré un sanador denuliano, Consejera.

—La hechicería no me afecta, Puño Supremo. Hace tiempo de la última vez que pude servirme de ella, de modo que bastará con un sanador normal. —Entornó los ojos al mirar a Dujek—. Siempre y cuando no tenga que desenvainar la espada tras las murallas de Pale.

—No te garantizo nada, Consejera —replicó Dujek—. Ven, demos un paseo.

—Gracias por la escolta, soldado —dijo Lorn a Toc el Joven.

Dujek rompió a reír.

—No es necesario, Consejera. Sé quién y qué es Toc el Joven, como la práctica totalidad de mis hombres. Si es tan bueno como Garra que como soldado, harás muy bien en mantenerlo con vida.

—¿A qué te refieres?

Dujek hizo un gesto para invitarla a caminar.

—Me refiero a que su reputación de soldado del Segundo Ejército es lo único que le impide topar con un cuchillo clavado en el cuello. Me refiero a que lo saques de Pale.

—Te veré después —dijo la Consejera a Toc.

Se reunió con Dujek, que había atravesado el enorme arco que servía de entrada a la ciudad; al cabo de unos instantes llegó a su altura. Los soldados atestaban las calles de la ciudad, dirigiendo tanto los carromatos de los mercaderes como los de los propios habitantes. Las pruebas de la mortífera lluvia sufrida por la urbe eran visibles aún en la mayoría de las fachadas, aunque las brigadas de trabajo habían puesto manos a la obra, dirigidas por infantes de marina.

—Se procederá en breve a separar a la nobleza —informó Dujek a su lado—. Tayschrenn quiere hacerlo de forma concienzuda, públicamente.

—Es la política del Imperio —replicó Lorn—. Lo sabes perfectamente, Puño Supremo.

—¿Nueve de cada diez nobles ahorcados, Consejera? ¿Niños incluidos?

—Eso parece excesivo —repuso ella mirándole a la cara.

Dujek guardó silencio un rato, mientras la conducía por la avenida principal y, luego, colina arriba en dirección al cuartel general del Imperio. Muchos rostros se volvieron para mirarlos al pasar, todos ellos inescrutables. Parecía que los ciudadanos de Pale conocían la identidad de Dujek. Lorn intentó percibir la atmósfera que irradiaba su presencia, pero no pudo estar segura de si era temor o respeto. O ambos.

—Mi misión —explicó Lorn cuando se acercaron a un edificio de piedra de tres plantas, cuya entrada estaba vigilada por una docena de atentos infantes de marina— me llevará pronto lejos de la ciudad…

—No quiero detalles, Consejera —la interrumpió Dujek—. Haz lo que debas hacer, y limítate a no interponerte en mi camino.

A pesar de la agresividad de sus palabras, el tono de su voz no era amenazador, sino casi agradable, aunque Lorn sintió que se tensaban todos los músculos de su cuerpo. Aquel hombre estaba al límite, y quien lo había puesto así era Tayschrenn. ¿Qué pretendía el mago supremo? Toda aquella situación olía a pura y simple incompetencia.

—Como iba diciendo —continuó Lorn—, no pasaré mucho tiempo aquí. No obstante, mientras dure mi estancia —y ahí su voz adquirió un matiz duro— me ocuparé de dejar bien claro al mago supremo que su interferencia en el gobierno de la ciudad no será tolerada. Si necesitas respaldo, cuenta con él, Dujek.

Se detuvieron justo frente a la entrada del edificio, y el veterano la miró largamente, como valorando su sinceridad. Sin embargo, sus palabras habrían de sorprenderla.

—Puedo ocuparme de mis problemas, Consejera. Haz lo que quieras, pero que conste que no te pido nada.

—¿Permitirás entonces esa exagerada diezma de la nobleza?

Dujek adoptó una expresión tozuda.

—Las tácticas de combate pueden aplicarse a cualquier situación, Consejera. Y el mago supremo no es un experto en táctica. —Se volvió y la condujo escaleras arriba. Dos guardias abrieron las puertas, que parecían nuevas y estaban fajadas en bronce. El Puño Supremo y la Consejera entraron.

Recorrieron un vestíbulo largo y amplio que contaba con puertas a ambos lados cada tres o cuatro pasos. Los infantes de marina hacían guardia ante todas estas puertas, aprestada el arma. A Lorn no le cabía ninguna duda de que el incidente del Mastín había aumentado el nivel de alerta hasta un grado que rayaba el absurdo. De pronto se le ocurrió algo.

—Puño Supremo, ¿has sufrido algún atentado?

—Cuatro en la última semana, Consejera —respondió divertido—. Uno termina por acostumbrarse a ello. Todos esos infantes de marina se han prestado voluntarios; ni siquiera parecen estar dispuestos a escucharme. Despedazaron de tal modo al último asesino, que ni siquiera fui capaz de distinguir si era hombre o mujer.

—Tienes a muchos soldados originarios de Siete Ciudades en tus huestes, Puño Supremo.

—Ay, sí. Leales hasta la muerte, al menos cuando quieren serlo.

Leales a qué, se preguntó Lorn, y a quién. En los tiempos que corrían, a los reclutas de Siete Ciudades los destinaban a otros frentes. La emperatriz no quería que los soldados de Dujek fueran conscientes de que su tierra natal se hallaba a punto de levantarse en armas. Tales noticias podrían muy bien inclinar la balanza en Genabackis, lo que a su vez podía incitar a Siete Ciudades. Tanto Lorn como la emperatriz eran muy conscientes de lo peligrosas que se habían vuelto las cosas, y ambas debían andarse con tiento en su empeño de reparar el daño causado. Cada vez resultaba más y más obvio que Tayschrenn suponía una gran amenaza.

Comprendió que necesitaba el apoyo de Dujek más de lo que éste necesitaba del suyo.

Llegaron al extremo del vestíbulo, donde encontraron una imponente puerta doble. Los soldados que hacían guardia a ambos lados de la puerta saludaron al Puño Supremo y, a continuación, la abrieron. Al cruzarlas entraron en una amplia estancia, en cuyo centro destacaba una mesa de madera recia. Mapas, pergaminos, tinta y tarros de pintura poblaban su superficie. Una vez dentro, las puertas fueron cerradas de nuevo.

—Tayschrenn ha sido informado de tu llegada, pero tardará un poco en llegar —la informó Dujek mientras se sentaba en la cabecera de la mesa—. Si tienes alguna duda respecto a los recientes sucesos en Pale, ahora es el momento de plantearla.

Sabía que le estaba dando la oportunidad de recibir respuestas que no provendrían de labios de Tayschrenn. Claro que de ella dependía cuál de ambas versiones iba a aceptar. Lorn empezó a entender el comentario que Dujek había hecho acerca de la táctica.

—De acuerdo, Puño Supremo. Primero los detalles. ¿Has tenido alguna dificultad con los moranthianos?

—Es curioso que lo preguntes —comentó ceñudo—. Se les están subiendo algunas cosas a la cabeza. Tuve que emplearme a fondo para que las legiones doradas, sus guerreros de élite, lucharan contra Caladan Brood. Por lo visto, lo consideran demasiado honorable como para tenerlo como enemigo. Llegados a ese punto, nuestra alianza estuvo pendiente de un hilo, pero al final marcharon al combate. Pronto despacharé a las legiones negras a reunirse con ellos.

—Tuvimos problemas similares con las verdes y las azules en Genabaris —admitió Lorn—, lo que explica por qué vine por tierra. La emperatriz sugiere que saquemos todo el partido posible a la alianza, dado que no durará.

—No tenemos elección —gruñó Dujek—. ¿De cuántas legiones dispondré en primavera?

Lorn titubeó antes de responder.

—Dos. Y un regimiento de lanceros wickanos. Los wickanos y la Decimoprimera Legión desembarcarán en Nathilog. La Novena lo hará en Nisst y se reunirá con las fuerzas de leva. La emperatriz confía en que los últimos refuerzos bastarán para romper la Guardia Carmesí en el paso del Zorro, y abrirán de ese modo el flanco de Brood.

—Entonces la emperatriz es una insensata —acusó Dujek—. Los reclutas de leva son prácticamente inútiles, Consejera, y el año que viene, por estas fechas, la Guardia Carmesí habrá liberado Nisst, Treet, Gato Tuerto, Porule, Garalt y…

—Conozco la lista —Lorn se levantó de pronto—. Recibirás dos nuevas legiones el próximo año, Puño Supremo. Eso es todo.

Dujek lo meditó unos instantes, con la mirada en el mapa clavado a la superficie de la mesa. Lorn esperó. Sabía que el Puño Supremo estaba pensando en el reordenamiento de tropas, en la evaluación de sus planes para la campaña de la próxima estación, y que se hallaba inmerso en el mundo de los pertrechos y las divisiones, en las cábalas referentes a los movimientos de Caladan Brood y el comandante de la Guardia Carmesí, el príncipe K’azz.

—Consejera, ¿sería posible invertir el orden de los desembarcos? La Decimoprimera y los lanceros de Wickan desembarcarían en la costa oriental, al sur de Manzana. La Novena en la costa de poniente, para marchar a Tulipanes.

Lorn se acercó a la mesa y estudió atentamente el mapa. ¿Tulipanes? ¿Por qué allí? No tenía ningún sentido.

—La emperatriz sentirá curiosidad por saber a qué obedece este cambio en tus planes, Puño Supremo.

—Lo que significa que «quizá». —Dujek se rascó la incipiente barba de la mandíbula, y luego asintió—. De acuerdo, Consejera. Primero, los reclutas de leva no podrán mantener el paso del Zorro. La Guardia Carmesí cruzará a las tierras del norte para cuando lleguen nuestros refuerzos. La mayor parte de la zona está constituida por granjas y tierras de pastos. Cuando nos retiremos, cuando llevemos a los de leva de vuelta a Nisst, asolaremos el terreno a nuestro paso. Ni ganado ni grano. Sean cuales sean los suministros que necesite K’azz, tendrá que llevarlos consigo. Veamos, Consejera, cualquier ejército en movimiento, cualquier ejército que hostiga a una hueste en retirada, tiene por fuerza que dejar atrás al tren de suministros, debido a la premura con que debe alcanzar al enemigo y darle el golpe de gracia. Ahí es donde los lanceros wickanos entran en juego.

Los de Wickan eran jinetes de nacimiento. Lorn lo sabía. En un terreno así, resultarían escurridizos, golpearían rápidamente y con mortíferas consecuencias.

—¿Y la Decimoprimera? ¿Dónde se encontraría mientras?

—Un tercio de la legión, estacionada en Nisst. El resto en marchas forzadas hacia el paso del Zorro.

—¿Mientras Caladan Brood permanece al sur del bosque de Perrogrís? No tiene sentido, Puño Supremo.

—Tú misma sugeriste sacar todo el provecho posible de los moranthianos, ¿o no? Bien, desde Tulipanes, los moranthianos y sus quorl llevarán a cabo un transporte masivo. —Dujek entornó la mirada mientras estudiaba el mapa—. Quiero a la Novena al sur del pantano de Perrogrís para cuando lleve mis huestes desde aquí y las sitúe al sur de Brood. Un esfuerzo concertado por parte de las legiones doradas y negras debería empujarlo a sentarse en nuestro regazo, mientras sus aliados, la Guardia Carmesí, se hallan atorados en el lado equivocado del paso del Zorro.

—¿Pretendes transportar una legión entera por el aire?

—¿Quiere la emperatriz ganar esta guerra en vida o no? —Se apartó de la mesa—. Fíjate bien —dijo como asaltado por una duda repentina—, todo podría quedar en nada. Si fuera Brood, yo… —Calló de pronto, y se giró hacia la Consejera—. ¿Las órdenes de transporte serán abolidas?

Lorn lo miró a los ojos. Algo le decía que el Puño Supremo acababa de dar un salto intuitivo que tenía relación con Caladan Brood, y que en lo que a Dujek concernía, podía quedar en nada. También comprendió que no lo compartiría con ella. Volvió a repasar el mapa con la mirada, intentando ver lo que Dujek había visto. Era inútil, ella no era experta en táctica. El esfuerzo de imaginar lo que discurría por la mente de Dujek era ya bastante complicado; pero intentar hacer lo propio con la de Caladan Brood era imposible.

—Tu plan, aunque temerario, queda aceptado en beneficio de la emperatriz, y se satisfará tu petición.

Dujek asintió sin demasiado entusiasmo.

—Una cosa, Puño Supremo, antes de que llegue Tayschrenn. ¿Vino aquí un Mastín de Sombra?

—Sí —respondió—. No estaba en la ciudad en ese momento, pero vi el estropicio que causó esa bestia a su paso. De no haber sido por Velajada, la cosa habría sido mucho peor.

Lorn atisbó el brillo de horror en la mirada de Dujek, y a su mente acudió la escena que había presenciado hacía dos años en el camino de la costa occidental de Itko Kan.

En ese momento, cruzada la mirada, ambos compartieron una sensación muy profunda.

—Esa Velajada —dijo Lorn para ocultar una punzada de dolor— debe de ser una hechicera muy capacitada.

—La única que sobrevivió del cuadro de magos tras el asalto orquestado por Tayschrenn sobre Engendro de Luna —explicó Dujek.

—¿De veras? —Para Lorn, aquello era si cabe más asombroso. Se preguntó si Dujek sospechaba algo, mas sus siguientes palabras despejaron cualquier duda al respecto.

—Ella lo achacó a la suerte, en ambos casos, y es posible que tuviera razón.

—¿Hace mucho que sirve como hechicera de cuadro? —se interesó Lorn.

—Desde que asumí el mando. Puede que ocho o nueve años.

En ese momento, Lorn volvió a tener la sensación de que un puño envolvía su corazón. Tomó asiento de nuevo; Dujek había dado un paso hacia ella, muy preocupado a juzgar por su expresión.

—Tu herida necesita cuidados —dijo con cierta aspereza—. Ya tendría que haber llamado al sanador.

—No, no, estoy bien. Un poco cansada, eso es todo.

—¿Te apetece una copa de vino, Consejera?

Lorn asintió. «Velajada, ¿cómo era posible?». Lo sabría cuando la tuviera delante.

—Nueve años —murmuró—. El Ratón.

—¿Perdón?

Al levantar la mirada, vio a Dujek ante ella. Éste le tendía la copa de vino.

—Nada, nada —respondió mientras aceptaba la copa—. Gracias.

Ambos se volvieron al abrirse la puerta doble. Entró a buen paso Tayschrenn, airado su rostro cuando se encaró a Dujek.

—Maldito seas. Si has tenido algo que ver con esto lo descubriré, eso te lo prometo.

Dujek enarcó una ceja.

—¿Algo que ver en qué, mago supremo? —preguntó con frialdad.

—Acabo de estar en la sala del registro. ¿Un incendio? Pero si ese lugar parece un horno.

Lorn se levantó y se interpuso entre ambos.

—Mago supremo Tayschrenn —dijo solemne, en un hilo de voz y con un deje de peligro en ella—, quizá puedas contarme por qué un incendio en una estancia dedicada a las labores burocráticas es tan importante como para que irrumpas aquí de esta guisa.

Tayschrenn pestañeó varias veces.

—Te ruego que me perdones, Consejera —dijo, tenso—, pero en la sala del registro se encontraba el censo de los habitantes de la ciudad. —Pasó la oscura mirada de Lorn a Dujek—. Donde hubiera podido encontrar los nombres de los miembros de la nobleza de Pale.

—Qué lástima —dijo el Puño Supremo—. ¿Has iniciado una investigación al respecto? Por supuesto, puedes considerar a los miembros de mi Estado Mayor a tu entera disposición.

—No será necesario, Puño Supremo. —El mago arrastró las palabras—. ¿A qué iban a dedicarse tus otros espías si acepto la propuesta? —Tayschrenn hizo una pausa, retrocedió un paso y se inclinó ante Lorn—. Saludos, Consejera. Mis disculpas por este reencuentro tan inapropiado…

—Ahórrate las disculpas para después —repuso ella—. Gracias por el vino y la conversación —agradeció a Dujek, consciente del modo en que Tayschrenn se envaraba al oír aquello—. Confío en que podamos disfrutar de una cena formal esta noche.

—Por supuesto, Consejera —aceptó Dujek.

—¿Tendrás la amabilidad de solicitar la presencia de Velajada? —De nuevo, creyó ver por el rabillo del ojo el gesto sorprendido del mago supremo, y observó en los ojos de Dujek una muestra del nuevo respeto con que la miraba, como si reconociera su habilidad en aquel aspecto concreto de la táctica.

—Consejera —interrumpió Tayschrenn—. La hechicera ha estado enferma de resultas de su enfrentamiento con el Mastín de Sombra —se volvió con una sonrisa a Dujek—, que estoy seguro el Puño Supremo te habrá relatado.

No tan detalladamente como hubiera querido, —pensó Lorn— pero dejemos que Tayschrenn crea lo peor.

—Me interesa conocer la opinión de un mago respecto a lo sucedido, Tayschrenn —dijo.

—Pues en breve la tendrás.

Dujek se inclinó.

—Me interesaré por la salud de Velajada, Consejera. Si me disculpas, será mejor que me acerque ahora. —Se volvió a Tayschrenn, a quien saludó con una seca inclinación de cabeza.

El mago supremo observó al veterano manco abandonar la estancia, y aguardó a que las puertas se hubieran cerrado.

—Consejera, esta situación es…

—Absurda —le interrumpió Lorn, encendida—. Maldita sea, Tayschrenn, ¿has perdido el juicio? La has tomado con el comandante más cabrón y astuto que el Imperio haya tenido jamás el privilegio de contar en sus filas, y se te está comiendo vivo. —Se volvió a la mesa para llenar de nuevo su copa—. Y te lo mereces.

—Consejera…

—No. Escucha, Tayschrenn. Te hablo en nombre de la emperatriz. Ella aprobó con ciertas reservas que tú encabezaras el asalto a Engendro de Luna, aunque de haber conocido tu manifiesta carencia de sutileza jamás lo habría permitido. ¿De veras nos tomas a todos por idiotas?

—Dujek es sólo un hombre —dijo Tayschrenn.

Lorn tomó un buen trago de vino, y luego dejó la copa y se acarició la frente.

—Dujek no es el enemigo —dijo—. Dujek jamás ha sido el enemigo.

—Fue uno de los hombres de confianza del emperador, Consejera —protestó Tayschrenn.

—Poner en duda su lealtad para con el Imperio es insultante, y precisamente un insulto así bastaría para volverlo en contra. Dujek no sólo es un hombre. Ahora mismo es diez mil hombres, y dentro de un año será veinticinco mil. No cede un palmo cuando le empujas, ¿verdad? No, porque no puede. Cuenta con el respaldo de diez mil soldados, y créeme, cuando éstos se enfaden lo bastante como para devolver el empujón, no habrá modo de que puedas levantarte. En cuanto a Dujek, al final se verá arrastrado por la corriente.

—Entonces es un traidor.

—No. Lo que sucede es que se preocupa por los suyos. Es lo mejor del Imperio. Si se viera obligado a volverse en contra nuestra, Tayschrenn, seríamos nosotros los traidores. ¿Me estoy explicando con claridad?

—Sí, Consejera —respondió el mago supremo, en cuya frente se dibujaron profundas arrugas de preocupación—. Así es. —Levantó la mirada—. Esta labor que me ha ordenado llevar a cabo la emperatriz pesa mucho, Consejera. No me muevo en mi terreno. Sería conveniente que me sustituyeras.

Lorn lo meditó seriamente. Por naturaleza los magos jamás se granjeaban la lealtad. Temor, sí, y el respeto nacido del temor, pero la única cosa que a un mago le costaba comprender y despertar era la lealtad. Aunque en tiempos, hacía mucho, había habido un mago que despertó lealtad: el emperador.

—Mago supremo —dijo finalmente—, todos estamos de acuerdo en algo. La Vieja Guardia debe desaparecer. Todo aquel que formó parte del círculo del emperador y que aún lo recuerde es susceptible de actuar en contra nuestra, ya sea de forma consciente o sin reparar en ello. Dujek es una excepción, y hay un puñado más como él. A ésos no debemos perderlos. Respecto a los otros, tienen que morir. El riesgo estriba en obrar de tal modo que los advirtamos de ello. Si nos manejamos de forma demasiado abierta, podríamos enfrentarnos a un levantamiento de tal magnitud que podría destruir el Imperio.

—Aparte de Dujek y Velajada —dijo Tayschrenn—, hemos limpiado a todos los demás. En cuanto a Whiskeyjack y a su pelotón, que sepas que es todo tuyo, Consejera.

—Con suerte —dijo Lorn, que frunció entonces el entrecejo al ver que el mago supremo se sobresaltaba—. ¿Qué sucede?

—Cada noche, leo con atención la baraja de los Dragones —explicó—. Estoy seguro de que Oponn ha entrado en el mundo de los asuntos mortales. La lectura de Velajada vino a confirmar mis sospechas.

—¿Es una adepta?

—Mucho más de lo que pueda serlo yo —admitió Tayschrenn.

—¿Qué puedes contarme relacionado con la intervención de Oponn?

—Darujhistan —replicó Tayschrenn.

—Temía que ibas a decir eso. —Lorn cerró los ojos—. Necesitamos Darujhistan… desesperadamente. Con ella dispondríamos de toda su riqueza; bastaría con conquistarla para romper el espinazo de todo el continente.

—Lo sé, Consejera. Pero el asunto es aún peor de lo que piensas. También creo que, de algún modo, Whiskeyjack y Velajada están conchabados.

—¿Se sabe algo de lo sucedido al capitán Paran?

—Nada. Alguien lo mantiene oculto, a él o a su cadáver. Me inclino a creer que ha muerto, Consejera, aunque su alma aún ha de pasar por la puerta del Embozado, y eso sólo puede impedirlo un mago.

—¿Velajada?

—Posiblemente —respondió Tayschrenn encogiéndose de hombros—. Tendría que conocer algún detalle acerca del papel que representa el capitán en todo esto.

Titubeó Lorn, que finalmente decidió responder:

—Llevaba a cabo una búsqueda ardua y muy larga.

—Pues puede que encontrara lo que andaba buscando —gruñó Tayschrenn.

—Puede. Dime, ¿cuán capacitada está Velajada?

—Lo bastante como para ser mago supremo —respondió Tayschrenn—. Lo bastante capacitada como para sobrevivir al ataque de un Mastín y rechazarlo, por mucho que me siga pareciendo algo increíble. Incluso yo hubiera tenido muchas dificultades para lograr algo semejante.

—Puede que alguien la ayudara —murmuró Lorn.

—No se me había ocurrido.

—Piénsalo —dijo Lorn—. Pero antes de hacerlo, la emperatriz te conmina a continuar con tus esfuerzos, aunque no contra Dujek. Se te necesita aquí como intermediario, por si fracaso en mi misión en Darujhistan. No te entrometas en lo que atañe a la ocupación de Pale. Es más, debes hacer partícipe a Dujek de los detalles de la intervención de Oponn. Si resulta que un dios ha entrado en la liza, el Puño Supremo tiene derecho a saberlo y a planificar las cosas en consecuencia.

—¿Cómo va uno a planificar nada, si Oponn toma parte en el juego?

—Deja eso en manos de Dujek. ¿Alguna de estas órdenes supone para ti algún problema?

—En confianza, Consejera —respondió Tayschrenn con una sonrisa—. No podría sentirme más aliviado.

—Estupendo. Ahora, necesito un sanador mundano y alojamiento.

—Por supuesto. —Tayschrenn se dirigió a la puerta; antes de abrirla, se detuvo y añadió—: Consejera, me alegra tenerte aquí.

—Gracias, mago supremo. —Cuando éste hubo salido, Lorn se dejó caer en la silla y dejó que su recuerdo se remontara a nueve años atrás, a lo que veía y oía de niña, a una noche en concreto en el Ratón, cuando todas las pesadillas que pudiera concebir la imaginación de una jovencita podían demostrar ser reales. Recordó la sangre, la sangre que se extendía por todas partes, y los rostros vacíos de su madre, de su padre y de su hermano mayor, en cuyas expresiones entumecidas podía leerse la comprensión de que se habían salvado, de que aquella sangre no les pertenecía. A medida que los recuerdos volvieron a manifestarse como un torbellino en su mente, un nombre montaba los vientos, y murmuraba en el aire como dando un zarpazo en hojas muertas. Lorn separó los labios.

—Velajada —murmuró.

La hechicera había reunido fuerzas para levantarse de la cama. Se encontraba ante la ventana, apoyada y con la mano en el marco, observando la calle atestada de carromatos del ejército. El saqueo sistemático que los oficiales de intendencia denominaban «reaprovisionamiento» estaba en marcha. El desahucio de la nobleza y la clase acomodada de sus haciendas familiares, donde se había apostado a la oficialidad imperial, de la que ella formaba parte, había concluido hacía días, mientras que las reparaciones en las murallas exteriores, así como las de las puertas hundidas y las labores de limpieza de la «lluvia de Luna» continuaban a buen ritmo.

Se alegró de haberse ahorrado el torrente de cadáveres que llenaron las calles de la ciudad durante la primera fase de limpieza; carro tras carro gruñendo bajo el peso de los cuerpos amontonados, la piel blanca chamuscada por el fuego, abierta por la espada, mordida por las ratas y picoteada por los cuervos; hombres, mujeres, niños… Era una escena que ya había presenciado antes y que no deseaba volver a ver en toda la vida.

La consternación y el terror se habían diluido y se hallaban lejos de su vista. Un mundo cotidiano reaparecía a medida que granjeros y comerciantes salían de sus escondites para responder tanto a las necesidades de los ocupantes como a las de los sometidos a la ocupación. Los sanadores malazanos habían recorrido la ciudad para erradicar la propagación de la peste, así como para tratar males comunes a todo aquel a quien tocaran. Ningún ciudadano sería rechazado. Y los sentimientos emprendieron el largo giro, perfectamente planeado.

Velajada sabía que pronto se produciría la diezma de la nobleza, un castigo que llevaría a la horca a los nobles menos queridos y más avaros. Las ejecuciones serían públicas. Probada táctica que fomentaba el reclutamiento, que aumentaba gracias a la marea de la vil venganza emprendida en un lugar donde todos paseaban regocijados de haber hecho justicia. Una espada en tales manos completaba la conspiración y sumaba a la causa (la causa del Imperio) a todos aquellos nuevos cazadores en la partida de caza que se celebraría por la siguiente víctima.

Así había sido en un centenar de ciudades como aquélla. No importaba lo benévolos que hubieran sido sus anteriores gobernantes, ni generosa su nobleza, pues la palabra del Imperio, cargada por el poder de la fuerza, transformaba el pasado en la peor de todas las tiranías. Triste reflexión sobre el ser humano, amarga lección que si acaso resultaba aún más insoportable por el papel que había representado en ella.

Su mente evocó de nuevo el recuerdo de los Abrasapuentes, extraño contrapunto al prisma de cinismo a través del cual veía todo cuanto la rodeaba. Whiskeyjack, un hombre llevado al límite o, más bien, el límite que cerraba sobre él por todos lados, la desintegración de las creencias, el fracaso de la fe, un hombre para quien su pelotón era el testamento hecho a la humanidad, el puñado de la única gente que le importaba. Pero seguía adelante, y retrocedía también, retrocedía mucho. A ella le gustaba pensar —mejor dicho: le gustaba creer— que al final él ganaría la mano, y que viviría para ver a sus hombres librarse del Imperio.

Ben el Rápido y Kalam, que asumían enormes responsabilidades para librar parte del peso que su sargento cargaba a hombros. Era el único medio que tenían de quererlo, aunque ninguno de ellos lo expondría jamás en dichos términos. En los demás, exceptuando a Lástima, veía lo mismo, aunque en ellos era la desesperación lo que encontraba tan cautivador, ese ansia infantil por aliviar a Whiskeyjack de todo lo que su grotesco mundo le había impuesto.

Les había correspondido de un modo mucho más profundo de lo que hubiera creído posible, viniendo de un corazón que hacía tiempo consideraba consumido, esparcidas las cenizas en silencioso lamento, un corazón que ningún mago podía permitirse poseer. Velajada reconocía el peligro, lo cual no hacía sino aumentar el atractivo que tenía su compromiso.

Lástima era otro asunto, e hizo un esfuerzo para evitar siquiera pensar en la joven.

Y eso la llevó a Paran. ¿Qué haría con el capitán? En ese momento se hallaba en la estancia, sentado en la cama a su lado, lubricando su espada, Azar. No habían hablado mucho desde que ella se había despertado hacía cuatro días, quizá porque existía aún mucho terreno para la desconfianza.

Tal vez fuera ese misterio, esa incertidumbre, lo que les hacía sentirse tan atraídos el uno por el otro. Y la atracción resultaba obvia: incluso en ese momento en que le estaba dando la espalda, percibía un nexo entre ambos. Ignoraba qué clase de energía crepitaba entre ellos, pero tenía la sensación de que era peligrosa, lo cual aún lo hacía más excitante.

Velajada suspiró. Mechones había aparecido aquella misma mañana, entusiasmado e inquieto por algo. La marioneta no respondió a sus preguntas, pero la hechicera tenía la sospecha de que Mechones había hallado un sendero, una vía que quizá podría llevar a la marioneta lejos de Pale, a Darujhistan.

Perspectiva que no podía sino hacerla feliz.

Se sobresaltó cuando la protección que había erigido ante la puerta cedió. Velajada se volvió a Paran.

—Tenemos visita —dijo.

El capitán se levantó, empuñando a Azar.

La hechicera le hizo un gesto con la mano.

—Ya no eres visible, capitán. Nadie podría tampoco captar tu presencia. No hagas ruido y espera aquí. —Se dirigió a la estancia que hacía las veces de recibidor en el preciso momento en que llamaron a la puerta.

Al abrirla, encontró a un joven infante de marina en el corredor.

—¿Qué sucede?

El infante de marina se inclinó ante ella.

—El Puño Supremo Dujek desea interesarse por el estado de su salud, hechicera.

—Estoy mucho mejor —respondió—. Qué amable por su parte. Ahora, si me discul…

—Como ha respondido de la manera en que lo ha hecho —la interrumpió el infante de marina—, debo comunicarle la petición del Puño Supremo de que acuda a la cena que se celebrará esta noche en la casa mayor.

Velajada maldijo para sus adentros. No debió decir la verdad. No obstante, ya era demasiado tarde. Una «petición» de su comandante no era algo que pudiera rechazar.

—Informa al Puño Supremo de que para mí será un honor disfrutar de su compañía durante la cena. —De pronto, tuvo una idea—. ¿Puedo preguntar quién más asistirá?

—El mago supremo Tayschrenn, un mensajero llamado Toc el Joven y la Consejera Lorn.

—¿Está aquí la Consejera Lorn?

—Ha llegado esta misma mañana, hechicera.

Oh, por el aliento del Embozado.

—Comunica mi respuesta —ordenó Velajada, que hizo un esfuerzo para contener un miedo que iba en aumento. Cerró la puerta y luego escuchó los pasos del infante de marina alejarse por el corredor.

—¿Qué sucede? —preguntó Paran bajo el dintel de la puerta.

—Guarda esa espada, capitán. —Se acercó al armario y empezó a revolverlo—. Debo acudir a una cena.

—Una reunión oficial —dijo Paran.

Velajada asintió con aire distraído.

—También asistirá la Consejera Lorn, como si no tuviera suficiente con Tayschrenn.

—De modo que al fin ha llegado —murmuró el capitán.

Paralizada, Velajada se volvió a él muy lentamente.

—La estabas esperando, ¿verdad?

Paran la miró, con ojos azorados.

Velajada comprendió que el capitán no había querido que ella escuchara lo que acababa de murmurar.

—Maldición —susurró—. ¡Trabajas para ella!

Al darle la espalda Paran, fue como si le respondiera. Ella lo miró mientras salía del dormitorio, mientras sus pensamientos se volvían tormenta y furia. Los hilos de la conspiración tamborileaban en su mente. Por lo visto, las sospechas de Ben el Rápido eran acertadas: se había puesto en marcha un plan para acabar con el pelotón. ¿También corría peligro su vida? Tuvo la sensación de que estaba a punto de tomar una decisión. No estaba muy segura de cuál era, pero al menos sus pensamientos discurrían en una dirección concreta, y lo hacían con la inexorable inercia de una avalancha.

Tañía la séptima campanada en una torre lejana cuando Toc el Joven entró en el cuartel general del Imperio.

Enseñó la invitación a otro guardia de mirada suspicaz, que lo dejó pasar como a regañadientes; cruzó el salón principal hasta el comedor. Toc se sentía muy incómodo. Sabía que la Consejera estaba detrás de aquella invitación, y que podía ser tan impredecible y manipuladora como los demás. Más allá de las puertas a las que se acercaba podía encontrar una fosa repleta de víboras hambrientas, aguardando su llegada.

Toc se preguntó si lograría pasar desapercibido y, conociendo el estado de la herida de su rostro, se preguntó melancólico si existiría alguien capaz de pasar desapercibido. Entre sus compañeros de armas las cicatrices apenas resultaban visibles: pocos soldados había en las huestes de Dujek que no lucieran una o tres cicatrices. Los pocos amigos que tenía sencillamente parecían agradecer que siguiera con vida.

En Siete Ciudades, decía la superstición que la pérdida de un ojo conllevaba el nacimiento de una visión interior. Había tenido ocasión de recordar esa creencia al menos una docena de veces en las últimas dos semanas. No le había sido entregado ningún obsequio secreto en compensación por la pérdida del ojo. Cada dos por tres unos destellos de intensa luz inundaban su mente, aunque tenía la sospecha de que aquello no era sino el recuerdo de lo último que había visto su ojo: el fuego.

Y ahí estaba, a punto de sentarse a la mesa con lo más selecto del Imperio, exceptuando a la propia emperatriz. De pronto, su herida era un estigma. Su presencia a la mesa serviría de testamento a los horrores de la guerra. Toc se envaró ante la puerta que daba al comedor. ¿Le habría invitado la Consejera por ese motivo? Titubeó, mas luego se encogió de hombros sin haber dado con la respuesta y entró en la sala.

Dujek, Tayschrenn y la Consejera se volvieron a una para mirarle. Toc el Joven se inclinó ante ellos.

—Gracias por venir —dijo la Consejera Lorn. Se encontraba entre los dos hombres, cerca del mayor de los fuegos que ardían en la sala, situado en la pared opuesta a la entrada—. Acércate, por favor. Sólo nos queda esperar a un invitado.

Toc se acercó a ellos, menos cohibido quizá, al ver la sonrisa torcida de Dujek. El Puño Supremo dejó la copa de cristal en el mantel y, sin hacer nada por disimularlo, se rascó el muñón del brazo izquierdo.

—Apuesto a que te está volviendo medio loco —dijo el veterano, más sonriente si cabe, señalando con una inclinación de cabeza el rostro de Toc.

—Al menos me rasco a dos manos —replicó Toc.

Dujek soltó una risotada.

—¿Una copa de vino?

—Gracias. —Al aceptar la copa vacía de manos de Dujek, reparó en la mirada de Lorn. Fue a por la jarra que descansaba en una mesa cercana y cruzó la mirada con el mago supremo, aunque Tayschrenn parecía más pendiente del fuego que ardía en la chimenea, detrás de Lorn.

—¿Se ha recuperado tu yegua? —preguntó la Consejera.

—Ya era capaz de hacer el pino la última vez que fui a visitarla —respondió Toc mientras llenaba la copa.

Lorn sonrió algo cohibida, como si no supiera muy bien si se estaba burlando de ella.

—Le he contado que representaste un papel vital a la hora de mantenerme con vida, Toc el Joven, y cómo disparaste cuatro flechas sin bajar del caballo, con las cuales derribaste a cuatro barghastianos.

—No sabía que las últimas dos flechas también corrieran de mi cuenta —dijo, mirándola fijamente. Tomó un sorbo de vino e hizo un esfuerzo para no rascarse la herida.

—También tu padre tenía por costumbre sorprender al prójimo —gruñó Dujek—. A ése sí que lo echo de menos.

—Yo también —admitió Toc con la mirada gacha.

El silencio incómodo que siguió a este intercambio se vio por suerte roto con la llegada del último de los invitados. Toc se volvió al igual que el resto cuando se abrió la puerta. Observó a la mujer que se hallaba bajo el dintel y dio un respingo. ¿Era Velajada? Jamás la había visto llevar nada que no fuera la indumentaria de batalla, y se llevó una sorpresa. Vaya —pensó—, no está nada mal, si te gustan grandotas, claro. Y sonrió para sí.

La reacción de Lorn a la entrada de Velajada se hallaba más cerca del grito ahogado que del saludo.

—No es la primera vez que nos vemos, aunque dudo que lo recuerdes —dijo finalmente la Consejera.

—Creo que no me olvidaría de algo así —repuso la hechicera, a la vez sorprendida y cauta.

—No estoy tan segura de ello. En aquel momento, apenas tenía once años.

—Entonces debes confundirme. No suelo frecuentar la compañía de los niños.

—Prendieron fuego al arrabal del Ratón una semana después de que pasaras por ahí, Velajada. —El tono de voz de Lorn envaró a todos los presentes con la fuerza de su rabia controlada—. Los supervivientes, los que tú dejaste atrás, fueron instalados en el Agujero de Mock. Y en esas cavernas pestilentes fue donde murieron mi madre, mi padre y mi hermano.

La sangre pareció abandonar el rostro redondo de Velajada.

Aturdido, Toc miró a los demás. Dujek mantenía una expresión enigmática, aunque se percibía la tormenta en aquellos ojos con los cuales estudiaba a Lorn. En el rostro de Tayschrenn, vuelto éste a la hechicera, parecía haberse encendido una inesperada luz.

—Fue nuestra primera misión —dijo Velajada.

Toc vio que Lorn temblaba y contenía la respiración. Pero cuando habló, su tono de voz le pareció bajo control, y precisas las palabras.

—Exijo una explicación. —Y, encarada al Puño Supremo Dujek, añadió—: Eran reclutas, un cuadro de magos. Se hallaban en Ciudad Malaz, en espera de su nuevo comandante, cuando la Garra emitió un edicto contra la hechicería. Fueron despachados al Casco Viejo, al arrabal del Ratón, para limpiarlo. Se comportaron de manera… —su voz tembló— indiscriminada. —Entonces volcó de nuevo su atención en Velajada—. Esta mujer era uno de esos magos. Hechicera, aquella noche fue la última que pasé en compañía de mi familia. Al día siguiente fui entregada a la Garra. Las noticias de la muerte de mi familia me fueron ocultadas durante años. Aun así —dijo en un susurro—, recuerdo muy bien aquella noche. Recuerdo la sangre, los chillidos.

Velajada parecía incapaz de hablar. El ambiente en la estancia se había vuelto denso, irrespirable. Finalmente, la hechicera apartó la mirada de la Consejera y dijo a Dujek:

—Puño Supremo, fue nuestra primera misión. Perdimos el control. Al día siguiente renuncié al empleo de oficial y me destinaron a otro ejército. —Recuperó un poco la compostura—. Si la Consejera desea formar un consejo de guerra, no presentaré defensa y aceptaré mi ejecución como justo castigo.

—Eso es aceptable —opinó Lorn, que cerró los dedos de la mano izquierda para asir la empuñadura de la espada, dispuesta a desenvainarla.

—No —intervino el Puño Supremo—. No es aceptable.

—Pareces olvidar mi posición —dijo Lorn al veterano.

—No, no la he olvidado, Consejera, siempre y cuando sea tu voluntad que todos aquellos que hayan cometido crímenes en el Imperio en nombre del emperador sean ejecutados —dio un paso al frente—, entonces debes incluirme a mí. Claro que también estoy convencido de que el mago supremo Tayschrenn, aquí presente, ha hecho asimismo su parte en beneficio del emperador. Y, finalmente, no podemos olvidar a la propia emperatriz. Laseen, después de todo, era la Garra del emperador; de hecho, fue ella quien la creó. Es más, el edicto fue obra suya, y por suerte no duró mucho. —Se volvió a Velajada—. Estuve allí, Velajada. Servía bajo el mando de Whiskeyjack; me enviaron a refrenaros, y lo logré.

—¿Whiskeyjack estaba al mando? —preguntó Velajada, que negaba con la cabeza como si fuera incapaz de creerlo—. Todo esto huele a la jugarreta de un dios.

Dujek se volvió a la Consejera.

—El Imperio tiene su historia, y nosotros tomamos parte en ella.

—En esto —intervino Tayschrenn—, debo coincidir con el Puño Supremo, Consejera.

—No hay ninguna necesidad de hacerlo por la vía oficial —dijo Velajada sin quitar ojo a Lorn—. Te reto a duelo. En beneficio propio recurriré a todas mis destrezas mágicas con tal de destruirte. Tú puedes defenderte con la espada, Consejera.

Toc fue a abrir la boca, pero luego la cerró. Estaba a punto de decirle a Velajada que Lorn llevaba una espada de otaralita, y que un duelo planteado así sería del todo injusto, que ella moriría en unos instantes, cuando la espada devorase hasta el último de sus hechizos. Entonces, comprendió que la hechicera ya sabía todo aquello.

Dujek acercó su rostro a un palmo de Velajada.

—¡Diantre, mujer! ¿Crees que todo depende de las palabras que uno emplee para expresarlo? Ejecución. Duelo. ¡Nada de todo eso importa un rábano! Todo cuanto hace o dice la Consejera, todo, es en beneficio de la emperatriz Laseen. —Y a Lorn—: Estás aquí para dar voz a Laseen, para representar su voluntad, Consejera.

—La mujer llamada Lorn, la mujer que fue en tiempos una niña, que tuvo una familia —dijo por su parte Tayschrenn, con voz melosa, observando a la Consejera con angustia en la mirada—, esa mujer ya no existe. Dejó de existir el día en que se convirtió en Consejera.

Lorn miró a ambos con los ojos abiertos como platos.

Allí de pie, Toc escuchó estas palabras y comprendió que su objeto era servir de ariete contra su voluntad, aplastar su furia, hacer añicos hasta el último vestigio de su identidad. Asistía a la gélida sumisión de la Consejera a la emperatriz. Toc sintió que el corazón latía con fuerza en su pecho. Acababa de presenciar una ejecución. La mujer llamada Lorn se había rebelado, surgida de la turgente bruma del pasado, dispuesta a enderezar un entuerto, a hacer justicia y, de paso, a aprovechar esa última oportunidad que se le brindaba para recuperar las riendas de su vida, pero se lo habían impedido. Y no fueron las palabras de Tayschrenn o de Dujek, sino aquella cosa conocida como «la Consejera».

—Por supuesto —dijo al tiempo que apartaba la mano de la empuñadura de la espada—. Entra, por favor, hechicera Velajada, y cena con nosotros.

El tono llano de su voz advirtió a Toc que ofrecer la invitación no le había costado ni un ápice, lo cual no pudo sino horrorizarlo y estremecerlo en lo más hondo. Un rápido vistazo le mostró una reacción similar por parte de Tayschrenn y Dujek, más disimulada, quizá, en este último.

Velajada parecía muy indispuesta, pero asintió temblorosa en respuesta a la invitación ofrecida por la Consejera.

Toc dio con la jarra y tomó una copa de cristal limpia. Seguidamente, se acercó a la hechicera.

—Soy Toc el Joven —se presentó con una sonrisa—, y tú necesitas un buen trago. —Sirvió la copa hasta el borde y se la ofreció—. A menudo, cuando acampábamos en la marcha, te veía acarreando esa indumentaria de batalla de un lado a otro. Ahora veo por fin qué era lo que ocultaba. Hechicera, eres todo un espectáculo para un ojo necesitado.

Velajada le miró con cierta gratitud.

—No sabía que mi ropa de viaje levantara tanto revuelo —respondió enarcando una ceja.

—Me temo que has servido de inspiración a una especie de chiste recurrente en los soldados del Segundo. Cualquier cosa sorprendente, ya sea una emboscada o una escaramuza inesperada… Bueno, el caso es que siempre se dice que el enemigo había salido de tu indumentaria de viaje, hechicera.

A su espalda, Dujek soltó una risotada.

—Cuántas veces me habré preguntado de dónde había salido esa frase y, maldición, la habré escuchado cientos de veces. Incluso entre mis oficiales.

La atmósfera en la estancia se relajó un poco; si bien aún circulaban las corrientes de tensión, parecían tener por protagonistas a Velajada y al mago supremo Tayschrenn. La hechicera volvía la mirada a Lorn siempre que la Consejera parecía olvidarse de ella, y Toc observó la compasión en los ojos de Velajada, y su respeto hacia ella aumentó de forma considerable. Cualquier otro en su situación hubiera dirigido una mirada a Lorn empañada por el miedo. Cualquier amenaza de tormenta entre Velajada y Tayschrenn parecía el fruto de una diferencia de opinión y de la suspicacia; no parecía algo personal.

Y, de nuevo, Toc pensó que la firme presencia de Dujek podía muy bien servir de balanza. Su padre había hablado mucho de Dujek, del hombre que nunca perdía su toque, ya fuera con los menos poderosos o con los más influyentes. Al tratar con los primeros, siempre procuraba hacer patentes sus propias carencias; con los segundos, tenía un ojo infalible para cortar de raíz cualquier ambición personal con la precisión de un cirujano que sustrae sustancia séptica, para luego poner en su lugar a alguien que tratara la confianza y la honestidad como hechos reconocidos.

Al estudiar la facilidad en el trato que Dujek dispensaba a los allí presentes, incluido él mismo, y después a los sirvientes que traían las bandejas de comida, le sorprendió a Toc comprobar que aquel hombre no había cambiado sustancialmente de aquél a quien Toc el Viejo había llamado amigo. Eso impresionó profundamente a Toc, consciente como era de las presiones que soportaba el Puño Supremo.

En cuanto todos se hubieron sentado y se sirvió el primer plato, fue la Consejera Lorn quien asumió, no obstante, el mando. Dujek renunció a él sin una palabra o un gesto, pues confiaba en que el anterior incidente hubiera terminado en cuanto a lo que a la Consejera concernía.

Lorn se dirigió a Velajada en un tono neutro y peculiar.

—Hechicera, permíteme felicitarte por el modo en que te enfrentaste a un Mastín de Sombra, y por tu pronta recuperación. Sé que Tayschrenn te ha interrogado al respecto del incidente, pero el caso es que me gustaría escucharlo con tus propias palabras.

Velajada dejó la copa y observó fugazmente el plato antes de buscar la mirada firme de la Consejera.

—Tal como el mago supremo debe de haberte contado, resulta obvio que los dioses han entrado en liza. Concretamente, se han visto envueltos en los planes que tiene el Imperio en Darujhistan…

—Creo —interrumpió Toc tras levantarse rápidamente— que deberíais disculparme, ahora que lo que se tratará aquí excede…

—Siéntate, Toc el Joven —ordenó Lorn—. Has acudido a la cena en calidad de representante de la Garra, y como tal tienes la responsabilidad de hablar en su nombre.

—¿De veras?

—Así es.

Toc volvió a sentarse lentamente.

—Por favor, continúa, hechicera.

—Oponn es crucial en esta jugada. La jugada de apertura de los Bufones Mellizos ha levantado un oleaje (estoy segura de que el mago supremo coincidirá conmigo en esto) capaz de despertar la curiosidad de otros dioses.

—Tronosombrío —aventuró Lorn dirigiéndose a Tayschrenn.

El mago supremo asintió.

—Podría esperarse algo así. Yo, sin embargo, no he percibido nada que señale que Tronosombrío haya podido reparar en nosotros, por mucho que investigué con ahínco dicha posibilidad tras el ataque del Mastín.

Lorn exhaló lentamente.

—Continúa, hechicera, te lo ruego.

—La presencia del Mastín fue fruto de un accidente —dijo Velajada, que dedicó una mirada fugaz a Tayschrenn—. Llevaba a cabo una lectura de mi baraja de los Dragones, cuando di con la carta del Mastín. Como nos sucede a todos los adeptos, encontré la imagen animada hasta cierto punto. Cuando volqué sobre ella toda mi atención, sentí como… —se aclaró la garganta antes de continuar— si se abriera un portal, creado enteramente al otro lado de esa carta; desde la propia Casa de Sombra. —Levantó ambas manos y miró fijamente al mago supremo—. ¿Es posible? El reino de Sombra es nuevo entre las casas, y jamás ha mostrado su poder en toda su extensión. En fin, no sé qué sucedería exactamente. El caso es que se abrió un portal, del que surgió el Mastín Yunque.

—Entonces, ¿por qué apareció en plena calle? —preguntó Tayschrenn—. ¿Por qué no lo hizo en tu habitación?

—Puedo especular, si eso es lo que quieres —sonrió Velajada.

—Hazlo, por favor —pidió la Consejera.

—He erigido protecciones mágicas en mi alojamiento —dijo Velajada—. Las más secretas pertenecen al Alto Thyr.

Al oír aquello, Tayschrenn abrió los ojos desmesuradamente.

—Tales protecciones —continuó la hechicera— crean un flujo, una corriente de poder que late como un corazón, un corazón que late muy deprisa. Sospecho que estas protecciones bastaron para rechazar al Mastín lejos de las inmediaciones de mi habitación, puesto que en su estado de transición, a medio camino entre su reino y el nuestro, el Mastín no podía recurrir del todo a sus poderes. En cuanto hubo llegado, sin embargo, pudo, y lo hizo.

—¿Cómo te las apañaste para rechazar a un Mastín de Sombra? —preguntó Tayschrenn.

—Suerte —respondió Velajada, sin titubear. La respuesta quedó flotando en el aire, hasta tal punto que Toc tuvo la impresión de que todos los presentes habían olvidado la cena.

—En otras palabras —dijo lentamente Lorn—, crees que Oponn intervino.

—Eso creo.

—¿Por?

Velajada rompió a reír.

—Si pudiera saberlo, Consejera, sería una mujer muy feliz. Tal como están las cosas —continuó, ya sin tanto humor—, diría que nos están utilizando. El Imperio se ha convertido en un mero peón.

—¿Hay un modo de salir de esta situación? —preguntó Dujek, cuyas últimas palabras se hallaban a medio camino del gruñido, de tal forma que todos dieron un brinco.

—Si lo hay —respondió la hechicera tras encogerse de hombros—, se encuentra en Darujhistan, puesto que es allí donde parece centrarse la estratagema de Oponn. Piénsalo, Puño Supremo, puede que arrastrarnos a Darujhistan sea precisamente lo que pretende lograr Oponn.

Distraído, Toc recostó la espalda y se rascó la herida. Sospechaba que aquello no era todo, aunque no había nada que hiciera concebir dicha sospecha. Se rascó con mayor encono. Velajada podía mostrarse muy elocuente cuando quería; su relato era de una claridad sospechosa. Las mejores mentiras acostumbran a ser las más sencillas. A pesar de ello, nadie más parecía recelar. La hechicera había desviado la atención de su relato para centrarla en las implicaciones que tendría en el futuro. Había procurado que todos vieran más allá de lo que ella se había mostrado capaz, y cuanto más rápido discurrían sus pensamientos, más atrás dejaban las dudas que pudieran haber concebido acerca de ella.

No le quitó ojo mientras estuvo atento a las reacciones de los demás, y fue el único que reparó en el brillo triunfal y aliviado que relució en su mirada cuando finalmente Lorn se pronunció.

—Oponn no es la primera deidad que busca manipular el Imperio de Malaz —dijo la Consejera—. Otros han fracasado, y no han salido precisamente indemnes. Desdichadamente, Oponn no ha aprendido la lección, y tampoco Tronosombrío, de hecho. —Suspiró—. Velajada, sean cuales sean las diferencias que tienes con el mago supremo, es necesario, no, vital, que colaboréis para descubrir los pormenores de la intervención de Oponn. Entretanto, el Puño Supremo Dujek continuará preparando a su legión, tanto para emprender la marcha, como para asegurar nuestra posesión de Pale. En lo que a mí respecta, debo partir en breve. No os preocupéis que mi misión tiene objetivos idénticos a los vuestros. Una última cosa —dijo volviéndose a Toc—. Deseo escuchar cómo evalúa la Garra las palabras hoy pronunciadas aquí.

El agente la miró sorprendido. Había asumido el papel que ella esperaba de él sin siquiera reparar en ello. Enderezó la espalda y miró a Velajada. Parecía inquieta, se retorcía las manos bajo la mesa. Aguardó a que sus miradas se cruzaran y después se volvió a la Consejera.

—Hasta donde alcanzan sus conocimientos, la hechicera dice la verdad. Sus especulaciones eran auténticas, aunque ando perdido en lo que concierne a las dinámicas de la magia. Quizá el mago supremo Tayschrenn pueda hacer algún comentario al respecto.

Lorn parecía algo decepcionada con la evaluación de Toc, pero asintió de todos modos y dijo:

—Aceptado, entonces. ¿Mago supremo?

—Atinadas —dijo—. La especulación cuenta con una base sólida.

Toc llenó su copa. Se retiró el primer plato prácticamente intacto, pero en cuanto llegó el segundo, todos volcaron la atención en él y cesó la conversación. Toc comió lentamente, evitando la mirada de Velajada, aunque la notaba pendiente de él de vez en cuando. Se preguntó por lo que acababa de hacer: engañar a la Consejera de la emperatriz, al mago supremo y al Puño Supremo, a todos de un plumazo en una actuación que se le antojaba arrojada, si no suicida. Y sus motivos para haber hecho tal cosa no eran muy racionales, lo que aún le perturbaba más.

El Segundo Ejército arrastraba una larga y sangrienta historia. En más ocasiones de las que Toc podía contar, alguien había salvado el pellejo a un compañero por mal que pintara la situación. Y, por lo general, ese alguien había sido el cuadro de magos. Había estado ahí, en la llanura que se extendía ante Pale, y había visto junto a un millar de compañeros cómo despedazaban al cuadro, superado más allá de toda esperanza. El Segundo no encajaba bien esa clase de pérdidas. Por mucho que fuera una Garra, los rostros que le rodeaban, los rostros que le miraban con esperanza y desesperación y, en ocasiones, resignación ante la fatalidad, esos rostros habían servido de espejo al suyo y habían desafiado abiertamente a la Garra. Los años en la organización en que los sentimientos y la compasión se habían visto sistemáticamente atacados, esos años no habían podido con el día a día, con la realidad que se respiraba en el Segundo Ejército.

Aquella noche, y con esas palabras, Toc había devuelto algo a Velajada, no sólo por ella sino por quienes habían compuesto el cuadro. No importaba si lo había entendido o no, y sabía que ella debía sentirse desconcertada por lo que acababa de decir; pero nada de eso importaba. Lo que había hecho, lo había hecho por sí mismo.

Esto sí es extraño —pensó al levantarse—. Mira por dónde, ya no me pica la herida.

Algo mareada, Velajada se tambaleó al caminar por el corredor en dirección a la puerta de su habitación. Era consciente de que no debía culpar al vino. Con los nervios tan raídos como estaban, aquel excelente néctar le había sabido a agua, y ése era el efecto que le había causado.

La Consejera Lorn había removido en la mente de la hechicera unos recuerdos que había tardado años en sepultar. Para Lorn, aquél fue un suceso crucial. Pero para Velajada, no era sino la primera de una larga serie de pesadillas. A pesar de todo, la había empujado a donde otros crímenes no la habían llevado, y de resultas de ello se vio asignada al Segundo Ejército, el ejército al que la habían asignado de recluta, para cerrar así el círculo. En todo aquel tiempo había cambiado.

Esa relación, aquellos años de servicio activo, le habían salvado la vida aquella noche. Sabía que Toc el Joven mintió por ella, y la mirada que le había dedicado antes de llevar a cabo su valoración constituyó un mensaje que ella supo entender. Aunque llegó al Segundo Ejército como agente de la Garra, como un espía, ni siquiera todos los años de adiestramiento en aquella organización secreta habían demostrado ser suficientes para aguantar aquel nuevo mundo en el cual se vio inmerso.

Velajada lo entendía perfectamente, dado que a ella le había pasado lo mismo. A la hechicera en un cuadro de magos que había entrado en el arrabal del Ratón hacía tanto tiempo no le importaba nada el prójimo. Incluso su intento por distanciarse de los horrores en los cuales tomó parte había nacido de su deseo de huir, de absolver su propia conciencia. No obstante, el Imperio se lo había negado. Un soldado veterano se acercó a ella al día siguiente de la matanza en el arrabal del Ratón. Viejo, sin nombre, lo habían enviado para convencer a la hechicera de que aún la necesitaban. Recordaba perfectamente sus palabras. «Si sucede algún día que logras dejar atrás la culpa de tu pasado, hechicera, también habrás dejado atrás el alma. Y cuando ésta te encuentre, te matará». Entonces, en lugar de negar sus necesidades, la destinaron a un ejército veterano, al Quinto, hasta que llegara el momento de que pudiera regresar al Segundo, bajo el mando de Dujek Unbrazo. De este modo se le ofreció una segunda oportunidad.

Velajada se acercó a la puerta, donde se detuvo mientras repasaba el estado de las protecciones mágicas. Todo en orden. Con un suspiro, entró en la habitación, apoyó la espalda en la puerta y la cerró.

El capitán Paran salió del dormitorio con expresión cautelosa y apocada.

—¿No te han arrestado? Vaya, menuda sorpresa.

—Yo también estoy sorprendida.

—Mechones anduvo por aquí —informó Paran—. Me dio instrucciones para que te diera un mensaje.

Velajada observó atentamente a Paran, en busca de un indicio de lo que estaba a punto de entregarle. El capitán rehuyó su mirada y permaneció junto a la puerta del dormitorio.

—¿Y bien? —preguntó la hechicera.

—Primero —respondió Paran, que antes se aclaró la garganta—, me pareció… mmm… inquieto. Estaba al corriente de la llegada de la Consejera, y dijo que no estaba sola.

—¿Que no estaba sola? ¿Te explicó a qué se refería?

—Dice que el polvo camina con ella, que la tierra cambia bajo sus botas, y que el viento susurra palabras de escarcha y fuego. —Enarcó ambas cejas—. ¿Significa eso algo para ti? El caso es que yo no tengo idea de lo que habla.

Velajada se acercó a la cómoda, ante la cual procedió a quitarse las pocas joyas que se había puesto para la cena.

—Creo que sí —respondió lentamente—. ¿Dijo alguna cosa más?

—Sí. Dijo que la Consejera y su acompañante partirían pronto de Pale, y que había decidido seguirlos. Hechicera…

Comprendió que Paran libraba una lucha interna, como si se esforzara por reprimir su instinto. Velajada apoyó un brazo en la cómoda y esperó. Cuando el capitán levantó la mirada, se quedó sin aliento.

—Ibas a decirme algo —dijo, y sintió que su cuerpo respondía como si actuara por propia voluntad. Era imposible malinterpretar la mirada que había visto en sus ojos.

—Sé algo acerca de la misión de la Consejera —dijo—. Se suponía que yo era su contacto en Darujhistan.

Fuera lo que fuese que se había erigido entre ambos, se desintegró al endurecerse la mirada de Velajada, cuyo rostro adquirió una expresión furiosa.

—Se dirige a Darujhistan, ¿me equivoco? Y los dos teníais que supervisar el largamente esperado óbito de los Abrasapuentes. Juntos creíais ser capaces de matar a Whiskeyjack y desintegrar el pelotón una vez cortada la cabeza.

—¡No! —Paran dio un paso al frente, aunque al ver que Velajada extendía la mano, con la palma vuelta hacia él, se quedó paralizado—. Espera —susurró—. Antes de que hagas nada, escúchame.

La senda Thyr emergía de su mano, dispuesta a verse liberada.

—¿Por qué? ¡Maldito sea Oponn por salvarte la vida!

—¡Velajada, por favor!

—Está bien, habla.

Paran retrocedió hasta una silla cercana con las manos en alto; tomó asiento y la miró.

—Mantén ahí esas manos —ordenó Velajada—. Lejos de la espada.

—Desde el principio, ésta ha sido la misión personal de la Consejera. Hace tres años estaba destacado en Itko Kan, en el Estado Mayor. Un día se reunió a todos los soldados disponibles y se ordenó emprender la marcha a un tramo determinado del camino costero. —A Paran habían empezado a temblarle las manos, y no dejaba de apretar los músculos de la mandíbula—. No creerías lo que vimos allí, Velajada.

—Una matanza —dijo ésta, que recordó la historia de Kalam y de Ben el Rápido—. Todo un escuadrón de caballería.

El rostro de Paran servía de imagen al estupor.

—¿Cómo lo sabes?

—Sigue, capitán —gruñó.

—La Consejera Lorn llegó procedente de la capital y asumió el mando. Supuso que aquella masacre había sido orquestada a modo de… distracción. Empezamos por una pista. Al principio no resultó ser muy clara. Hechicera, ¿puedo bajar los brazos?

—Lentamente, y apóyalos en los brazos de la silla, capitán.

Éste suspiró agradecido y colocó los temblorosos brazos en la silla, tal como ella le había ordenado que hiciera.

—En fin, el caso es que la Consejera decidió que esa niña había sido tomada… poseída por un dios.

—¿Qué dios?

—¡Por favor! Conociendo como conoces los hechos, la naturaleza de aquella matanza, ¿crees que es muy difícil aventurar una suposición? —preguntó Paran, sarcástico—. El escuadrón cayó asesinado por Mastines de Sombra. ¿Me preguntas qué dios? Pues Tronosombrío me viene a la mente. La Consejera cree que Tronosombrío estaba involucrado, aunque el dios que poseyó a esa cría fue la Cuerda, no sé si tiene otro nombre, el patrón de los asesinos, compañero de Tronosombrío.

Velajada bajó el brazo. Había cerrado el acceso a la senda hacía unos instantes, desde que había empezado a contenerla con tal fuerza que temió no tener fuerzas para resistir mucho más su empuje.

—Encontraste a la niña —afirmó ella.

—¡Sí!

—Se llama Lástima.

—Entonces ya lo sabes —dijo Paran recostándose en la silla—, lo que significa que Whiskeyjack también. ¿Quién más podría habértelo dicho? —La miró a los ojos con expresión inescrutable—. Ahora me siento muy confuso.

—Pues no eres el único —aseguró Velajada—. De modo que todo esto: tu llegada, la visita de la Consejera… ¿Todo tiene que ver con la caza de esa chica? —Negó con la cabeza—. No me basta, capitán, no puede ser sólo por eso.

—Es todo lo que sé, Velajada.

—Te creo —dijo ella—. Dime, ¿cuáles son los detalles de la misión de la Consejera?

—No los conozco —respondió Paran—. No sé cómo, pero yo era a quien debía encontrar, de modo que mi presencia en el pelotón le permitía dar con la niña.

—La Consejera cuenta con muchos talentos —meditó Velajada en voz alta—. Aunque parece la antítesis de la magia, puede muy bien poseer la habilidad de establecer un vínculo contigo, sobre todo si has pasado estos dos últimos años con ella.

—Entonces, ¿por qué no ha irrumpido aún por esa puerta?

Velajada no quitaba ojo a las joyas dispersas en la cómoda.

—Oponn escindió ese vínculo, capitán.

—No me gusta nada la idea de cambiar unos grilletes por otros —refunfuñó Paran.

—Es más que eso —insistió Velajada, más para sí que para el capitán—. A Lorn la acompaña un t’lan imass.

Paran se sobresaltó.

—Las viles insinuaciones de Mechones… —explicó—. Creo que la misión posee dos vertientes. Matar a Lástima, sí, pero también a Whiskeyjack y su pelotón. El t’lan no se habría visto envuelto si el plan de la Consejera sólo te concerniera a ti. Su espada de otaralita es suficiente para destruir a Lástima, y posiblemente también para acabar con la Cuerda, siempre y cuando sea él quien posea a la niña.

—Prefiero pensar que te equivocas —admitió Paran—. Están bajo mis órdenes. Son mi responsabilidad. La Consejera no me la jugaría de ese modo, si…

—¿No? ¿Y por qué no?

El capitán pareció incapaz de responder, aunque en sus ojos relucía el brillo de la tozudez.

Velajada tomó la decisión cuya proximidad había percibido, y hacerlo la dejó fría.

—Mechones se ha marchado demasiado pronto. Demasiado deseaba la marioneta perseguir a la Consejera y a ese t’lan imass. Debe de haber descubierto algo acerca de ellos, acerca de lo que traman.

—¿Quién es el amo de Mechones? —preguntó Paran.

—Ben el Rápido, el mago de Whiskeyjack. —Le miró—. Es de lo mejor que he visto. No el más poderoso, pero sí muy listo. A pesar de ello, si el t’lan imass se les acerca sin estar avisados, no podrán hacer nada. —Hizo una pausa, en la que sostuvo la mirada del capitán—. Debo abandonar Pale —dijo de pronto.

—No te irás sola.

—Sola —insistió Velajada—. Debo encontrar a Whiskeyjack, y si tú me acompañas, Lorn dará contigo.

—Me niego a creer que la Consejera constituya un riesgo para el sargento —dijo Paran—. Dime, ¿podrás acabar con Lástima? ¿Aun con la ayuda de Ben el Rápido?

La hechicera titubeó.

—No estoy segura de querer hacerlo —respondió lentamente.

—¿Qué?

—La decisión corresponde a Whiskeyjack, capitán. Y no creo que pueda darte una buena razón para convencerte de ello. Simplemente creo que es lo correcto. —A ese respecto, comprendió que se estaba dejando guiar por el instinto, y se hizo la promesa de no traicionarlo.

—Aun así —dijo Paran—, no puedo seguir aquí escondido. ¿Qué voy a comer? ¿Y dónde dormiré?

—Puedo sacarte a la ciudad —propuso Velajada—. Nadie te reconocerá. Tomas una habitación en una fonda y dejas el uniforme en el armario, bien guardadito. Si todo sale bien, estaré de vuelta en dos semanas. Supongo que podrás esperar todo ese tiempo, ¿verdad, capitán?

Paran la miró boquiabierto.

—¿Y qué pasaría si salgo por esa puerta y me presento ante Dujek Unbrazo?

—Pues que el mago supremo Tayschrenn hará trizas tu mente con la magia de la verdad, capitán. Posees el toque de Oponn, y desde esta misma noche Oponn se ha convertido en enemigo declarado del Imperio. Y cuando Tayschrenn haya terminado contigo dejará que te mueras, lo que siempre es preferible a la locura que se apoderaría de ti si te mantuviera con vida. Creo que al menos te hará ese favor. —Velajada se adelantó a los pensamientos de Paran, al añadir—: Quizá Dujek pudiera protegerte, pero en esto Tayschrenn tiene más poder que él. Te has convertido en un instrumento de Oponn, y para Dujek la seguridad de sus soldados tiene preferencia al placer de frustrar a Tayschrenn. De modo que, de hecho, podría muy bien no protegerte en absoluto. Lo siento, capitán, pero en esto estás solo.

—También lo estaré cuando te vayas, hechicera.

—Lo sé, pero no será para siempre. —Al mirarle, no sólo sintió compasión por él—. Paran —dijo—, no es tan malo. A pesar de la desconfianza mutua que existe entre nosotros, siento también cosas por ti que no sentía por nadie desde… Bueno, desde hace algún tiempo. —Sonrió con tristeza—. No sé qué valor pueda tener lo que acabo de decirte, capitán, pero en todo caso me alegra haberlo hecho.

Paran la miró largamente.

—De acuerdo, Velajada, haré lo que dices. ¿Una fonda? ¿Tienes moneda local?

—No será difícil conseguirla. —Se hundió de hombros—. Lo siento, pero estoy exhausta. —Al volverse hacia el dormitorio, reparó de nuevo en el tablero de la cómoda. Entre la pila de ropa interior vio la baraja de los Dragones. Sería una estupidez no llevar a cabo una lectura, teniendo en cuenta la decisión que había tomado.

—Velajada —dijo Paran muy cerca de ella—, ¿hasta qué punto estás exhausta?

Percibió cierta calidez en aquellas palabras, una calidez que encendió las ascuas que ardían bajo su estómago. Apartó la mirada de la baraja de los Dragones y se volvió al capitán. Aunque no respondió a aquella pregunta, su respuesta era clara. Él la tomó de la mano, sorprendiéndola con un gesto tan inocente. Es tan joven —pensó—. Míralo, ahora me lleva al dormitorio. Se hubiera reído de no haber sido porque aquel gesto la enterneció.

El falso amanecer jugueteaba en el horizonte cuando la Consejera Lorn guió su montura y la mula de carga a través de la puerta oriental de Pale. Tal como había dicho Dujek, no había guardias y encontró las puertas abiertas. Quiso que las pocas miradas somnolientas que la habían seguido a su paso por las calles tan sólo sintieran una leve curiosidad. En cualquier caso, vestía una armadura de cuero que no era nada del otro mundo y que carecía de adornos; su rostro quedaba prácticamente oculto a la sombra de la visera del yelmo de bronce. Incluso sus caballos eran de crianza local, recios y mansos, mucho más pequeños que los caballos de guerra malazanos con los que estaba familiarizada, aunque igualmente cómodos a la hora de cabalgar. Parecía improbable que atrajera la atención de nadie. Más de un mercenario desempleado había abandonado Pale desde la llegada del Imperio.

El horizonte al sur era una línea mellada de montañas cubiertas de nieve. Las montañas Tahlyn permanecerían a su derecha durante un tiempo, antes de que la llanura de Rhivi desfilara ante ellos hasta convertirse en la llanura Catlin. Pocas granjas rompían la uniformidad de la llanura a su alrededor, y las que sí lo hacían pertenecían a propietarios de la ciudad. El pueblo rhivi no toleraba el intrusismo, y puesto que todas las rutas comerciales que conducían, y que partían, de Pale cruzaban por el territorio que les pertenecía desde tiempos inmemoriales, los de la ciudad se cuidaban muy mucho de hacerles frente.

Ante su mirada, mientras marchaba a caballo, el alba mostraba su rostro cubierto de vetas rojizas. La lluvia había caído hacía unos días, y el cielo aparecía despejado, azul y plateado, con unas pocas estrellas que titilaban mientras la luz se extendía por el mundo.

Prometía ser un día caluroso. La Consejera aflojó las tiras de cuero que cruzaban sus pechos para airear la delicada cota de malla que ocultaba el cuero. A mediodía llegaría al primer manantial, donde reabastecería el agua. Pasó la mano por la superficie de uno de los pellejos que colgaban de la silla. La retiró húmeda de la condensación y se humedeció los labios con ella.

La voz que habló a su espalda le hizo dar un brinco tan brusco en la silla que la montura hizo una cabriola y resopló de miedo.

—Caminaré contigo —dijo Onos T’oolan—, por un tiempo.

Lorn miró fijamente al t’lan imass.

—Preferiría que anunciaras de algún modo tu llegada —dijo tensa—, desde cierta distancia.

—Como desees. —Onos T’oolan se hundió en la tierra como si fuera una montaña de polvo.

La Consejera lanzó una maldición. Luego lo vio esperando a unas cien varas adelante, recortada su figura contra el sol naciente. El cielo carmesí parecía haber arrojado sobre el guerrero una llamarada roja. Aquel efecto alteró sus nervios, fue como si observara una escena que de algún modo agitaba recuerdos muy antiguos, recuerdos que se remontaban más allá de su vida. El t’lan imass permaneció inmóvil hasta que Lorn llegó a su altura, momento en que igualó su paso.

La Consejera apretó los muslos y tiró de las riendas hasta que la yegua se calmó.

—¿Siempre tienes que actuar de forma tan literal, Tool? —preguntó.

El guerrero reseco pareció considerar la respuesta y luego asintió.

—Acepto ese nombre. Toda mi historia ha muerto. La existencia empieza de nuevo, y con ella también lo hace mi nuevo nombre. Es adecuado.

—¿Por qué te escogieron para que me acompañaras? —preguntó Lorn.

—En las tierras a poniente y al norte de Siete Ciudades, fui el único de mi clan que sobrevivió a la Vigesimooctava Guerra Jaghut.

—Creía que sólo se habían producido veintisiete guerras —comentó Lorn al tiempo que abría mucho los ojos—. Cuando vuestras legiones nos abandonaron tras conquistar Siete Ciudades y marchasteis a vuestros eriales…

—Nuestros invocahuesos percibieron un enclave de supervivientes jaghut —explicó Tool—. Nuestro comandante, Logros T’lan, decidió que debíamos exterminarlos. Y eso hicimos.

—Lo que explica que al volver fuerais tan pocos —concluyó Lorn—. Podríais haber expresado vuestra decisión a la emperatriz. El hecho es que se vio privada de su más poderosa hueste, sin saber cuándo podría volver a disponer de ella.

—No se había garantizado el regreso, Consejera —dijo Tool.

—Ya veo. —Lorn observó a la desharrapada criatura.

—El fin de mi jefe de clan, Kig Aven, fue acompañado por el de toda mi parentela. Puesto que estoy solo, me veo desligado de Logros. El invocahuesos de Kig Aven era Kilava Onass, que se halla perdido desde mucho antes de que el emperador nos despertara.

En el Imperio de Malaz, a los t’lan imass se les conocía también como a la hueste silenciosa. Jamás había conocido a uno tan locuaz como Tool. Quizá tenía algo que ver con el hecho de que se hubiera «desligado». Entre los imass, sólo el comandante Logros hablaba con los humanos con cierta regularidad. En lo concerniente a los invocahuesos, a los chamanes de los imass, éstos se mantenían fuera de la vista. El único que había dado la cara alguna vez fue el llamado Olar Ethil, que permaneció junto al jefe de clan Eitholos Ilm durante la batalla de Kartool, la cual se convirtió en tal intercambio de hechicería, que habría hecho que Engendro de Luna pareciera un truco de magia infantil.

De cualquier modo, gracias a aquella breve conversación con Tool había aprendido de los imass algo más de lo que figuraba escrito en las crónicas del Imperio. El emperador había sabido mucho más, pero dejar constancia de tales conocimientos no había sido nunca algo propio de él. El que hubiera despertado a los imass había constituido una teoría que los estudiosos habían argüido durante años. Ahora, ya sabía que era cierta. ¿Cuántos secretos le revelaría aquel t’lan imass a lo largo de una conversación normal y corriente?

—Tool —dijo—. ¿Conociste personalmente al emperador?

—Desperté antes de Galad Ketan y después de Onak Shendok y, como todos los t’lan imass, hinqué la rodilla ante el emperador cuando se sentó en el primer trono.

—¿Estaba solo el emperador? —preguntó Lorn.

—No. Lo acompañaba uno llamado Danzante.

—Vaya —susurró Lorn. Danzante había muerto junto al emperador—. ¿Dónde está ese primer trono, Tool?

El guerrero guardó silencio unos instantes, antes de responder.

—A la muerte del emperador, los Logros t’lan imass reunieron mentes (algo raro de ver, y que se hizo por última vez antes de la diáspora), de lo que resultó un vínculo. Consejera, la respuesta a tu pregunta se halla contemplada en ese vínculo. No puedo responderte. Ni yo ni ningún otro Logros t’lan imass o Kron t’lan imass.

—¿Quiénes son los Kron?

—Ya vienen —respondió Tool.

Lorn reparó en que una capa de sudor bañaba su frente. Las legiones de Logros, cuando irrumpieron en escena, sumaban alrededor de diecinueve mil. Se creía ahora que se habían reducido a catorce mil, y que la mayoría de estas bajas se había producido allende las fronteras imperiales, en aquella última guerra contra los jaghut. ¿Estaban a punto de llegar otros diecinueve mil imass? ¿Qué era lo que había desatado el emperador?

—Tool —preguntó lentamente, casi lamentando su necesidad de insistir en hacerle preguntas—, ¿qué supone la llegada de esos Kron?

—Se acerca el año del tricentésimo milenio —respondió el guerrero.

—¿Y qué sucederá entonces?

—Consejera, es el año en que termina la diáspora.

El gran cuervo llamado Arpía montó los vientos que soplaban a gran altura sobre la llanura de Rhivi. El horizonte adquiría una aureola verde al norte, más consistente a medida que pasaban las horas de vuelo. El cansancio lastraba sus alas, pero el aliento del cielo era fuerte. Y más aún, pues nada podía con la certeza de que aquel mundo se encontraba a punto de sufrir grandes cambios, y aspiró una y otra vez sobre sus vastas reservas de poder mágico.

Si alguna vez se había producido una confluencia de grandes fuerzas, era aquélla, y aquél el lugar. Los dioses descendían para presentar batalla, se modelaban formas de la carne y el hueso, y la sangre de la hechicería bullía con una locura nacida de una inercia imparable. Jamás Arpía se había sentido tan viva.

A estos poderes descubiertos se habían vuelto las miradas. Y a una de estas miradas acudía Arpía, en respuesta a una llamada que le resultaba imposible ignorar. Lord Anomander Rake no era su único amo, lo que para ella hacía las cosas aún más interesantes. Respecto a sus propias ambiciones, prefería guardárselas. Por el momento, el conocimiento constituía su mayor poder.

Y si había un secreto más atrayente que cualquier otro que pudiera ambicionar, era el que rodeaba al guerrero medio humano llamado Caladan Brood. El deseo de desvelarlo hizo que sus alas recobraran su vigor.

Poco a poco, el bosque de Perrogrís extendía al norte su manto verde.