Entonces renunció
entre hombres y mujeres,
por tierra el sello
en su corrupta purificación.
Allí, en la arena teñida de sangre
derramadas las vidas
del emperador y la Primera Espada.
Ay, trágica traición…
él, de la Vieja Guardia,
comandante del aguzado filo
de la furia imperial,
y así, al renunciar
pero no marcharse,
permaneció en el recuerdo
ante la mirada de ella, la maldición
de la conciencia que no podía soportar.
Se le ofreció un precio,
que miró de reojo al pasar por primera vez,
ignorante, tan poco preparado
al renunciar entre mujeres
y hombres; descubrió a qué había renunciado,
y maldijo que eso mismo pudiera despertar…
Los Abrasapuentes
Toc el Joven
A poco del alba, el cielo lucía un color de hierro, surcado de vetas de herrumbre. El sargento Whiskeyjack permanecía agazapado en un domo de roca viva que había a la entrada de la playa de guijarros, mirando la superficie calma y brumosa del lago Azur. Lejos, al sur, en la costa opuesta del lago, emergía como en un sueño el fulgor leve que desprendía Darujhistan.
El cruce de montaña realizado durante la noche había sido un infierno, puesto que los quorl toparon con nada menos que tres bancos de nubes negras. Fue un milagro no haber perdido a nadie. Había dejado de llover desde entonces, y soplaba un viento frío y húmedo.
A su espalda oyó el rumor de unos pasos, acompañado por un sonido metálico. Tras volverse, Whiskeyjack se incorporó. Se acercaba Kalam, acompañado por un moranthiano negro. Caminaban con tiento, saltando de roca en roca y cuidando de no resbalar con el musgo que las recubría al pie de la ladera. A su espalda se alzaba un sombrío bosque de pinos, cuyos troncos semejaban barbudos centinelas recortados contra la montaña. El sargento llenó sus pulmones del frío aire matinal.
—Todo en orden —informó Kalam—. Los moranthianos verdes han cumplido como se ordenó, y más. Cabe considerar a Violín y Seto como a dos satisfechos zapadores.
Whiskeyjack enarcó una ceja y se volvió al moranthiano negro.
—Tenía entendido que andabais faltos de municiones.
El rostro de la criatura seguía ensombrecido tras el yelmo. Las palabras que surgieron de él parecían manar de las profundidades de una caverna; eran huecas y reverberaban como el eco.
—Selectivos, Ave que Roba. Nos sois bien conocidos, Abrasapuentes. Pisáis la sombra del enemigo. De nosotros los Moranth nunca os faltará la ayuda.
Sorprendido, Whiskeyjack apartó la mirada; su piel se tensó en las comisuras de los ojos.
—Preguntaste por el sino de uno de los nuestros —continuó—. Un guerrero manco que luchó a tu lado en las calles de Nathilog hace muchos años. Aún está vivo.
El sargento tomó otra bocanada del aire fresco que soplaba del bosque.
—Gracias —dijo.
—Deseamos que la sangre que encuentres la próxima vez en tus manos sea la de tu enemigo, Ave que Roba.
Arrugó el entrecejo, inclinó la cabeza con cierta brusquedad y volvió su atención a Kalam.
—¿Qué más?
El asesino adoptó una expresión impávida.
—Ben el Rápido está listo —respondió.
—Bien. Reúne a los demás. Expondré mi plan.
—¿Tu plan, sargento? —preguntó Kalam haciendo hincapié en el posesivo.
—Mi plan, sí. A partir de ahora, consideraremos anulado el plan concebido por la emperatriz y sus estrategas. Vamos a hacerlo a mi manera. En marcha, cabo.
Tras saludar, Kalam se retiró.
Whiskeyjack descendió de la roca; sus botas se hundieron en el musgo.
—Dime, moranthiano, ¿podría uno de vuestros pelotones negros patrullar esta zona dentro de dos semanas?
El moranthiano volvió la cabeza al lago.
—Tales patrullas no programadas son habituales. Dentro de dos semanas tengo intención de encabezar una personalmente.
Whiskeyjack observó con atención al guerrero de negra armadura que se hallaba a su lado.
—No sé exactamente cómo interpretar eso —dijo, al cabo.
—No somos tan distintos —replicó el guerrero—. A nuestros ojos, las hazañas tienen un valor. Juzgamos. Actuamos sobre los juicios que tomamos. Como en Pale, hermanamos alma con alma.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el sargento.
—Dieciocho mil setecientas treinta y nueve almas partieron en la purga de Pale. Una por cada víctima confirmada moranthiana en la historia de la hostilidad que Pale sostuvo con nuestro pueblo. Alma con alma, Ave que Roba.
Whiskeyjack no supo qué responder a eso. Las siguientes palabras del moranthiano le estremecieron profundamente.
—Hay gusanos en la carne de tu imperio. Pero tal degradación es propia de todos los cuerpos. La infección de tu gente aún no tiene por qué ser fatídica. Puede limpiarse. Los moranthianos tenemos mano en estos asuntos.
—Y ¿cómo, exactamente, pretendéis llevar a cabo esa limpieza? —preguntó Whiskeyjack, que escogió cuidadosamente las palabras. Recordó los carromatos llenos de cadáveres rodar por los sinuosos caminos de Pale, e hizo un esfuerzo por contener un escalofrío.
—Alma con alma —respondió el moranthiano, que de nuevo volcó su atención en la ciudad que se alzaba en la orilla sur—. Nos despedimos por ahora. Dentro de catorce lunas nos encontrarás aquí, Ave que Roba.
Whiskeyjack vio alejarse al moranthiano negro; éste se abrió paso entre la maleza que rodeaba el claro donde le aguardaban sus jinetes. Al cabo de un instante oyó el restallido de las alas, y los quorl se alzaron sobre las copas de los árboles. Los moranthianos volaron en círculo sobre su posición, luego viraron al norte, se deslizaron entre los troncos barbudos y remontaron después la ladera.
El sargento se sentó de nuevo en el lecho rocoso, la mirada puesta en el suelo mientras llegaban los miembros de su pelotón, que fueron acuclillándose a su alrededor. Permaneció en silencio, como si no supiera que estaban ahí, fruncido el entrecejo, sumido en la reflexión de la que daba fe el modo en que apretaba los dientes y se marcaba su mandíbula con lenta y rítmica precisión.
—¿Sargento? —preguntó Violín en voz baja.
Sobresaltado, Whiskeyjack levantó la mirada. Tomó una buena bocanada de aire. Todos se hallaban presentes, a excepción de Ben el Rápido. Luego ordenaría a Kalam que fuera a buscar al mago.
—Muy bien. El plan original queda descartado, puesto que su objetivo es lograr que nos maten a todos. No me gusta esa parte, de modo que lo haremos a mi manera y confiaremos en salir de ésta con vida.
—¿No vamos a minar las puertas de la ciudad? —preguntó Violín mirando a Seto.
—No —respondió el sargento—. Daremos un uso mejor a la munición moranthiana. Dos objetivos, dos equipos. Kalam encabezará uno, y con él irán Ben el Rápido y… —titubeó— Lástima. Yo lideraré el otro equipo. La primera tarea consiste en entrar en la ciudad sin ser vistos. Nada de uniformes. ¿Supongo que los verdes cumplieron? —preguntó a Mazo.
El sanador asintió.
—De factura local, todo correcto. Barca de pesca de cuatro remos; debería bastar para cruzar el lago sin problemas. Incluso incluye un par de redes.
—Ya veo que habrá que pescar —dijo Whiskeyjack—. Entrar en puerto sin pesca podría levantar sospechas. ¿Alguno de los presentes ha pescado alguna vez?
Se produjo un silencio que Lástima rompió.
—Yo, hace mucho tiempo.
Whiskeyjack la observó largamente, antes de decir:
—De acuerdo. Coge todo lo que necesites para ello.
Lástima sonrió burlona.
El sargento contuvo un juramento mientras apartaba la mirada y la dirigía a sus dos saboteadores.
—¿De cuánta munición disponéis?
—Dos cajas —respondió Seto al tiempo que se ajustaba el casco de cuero—. Desde las explosivas a las de humo.
—Podríamos hornear un palacio entero —añadió Violín.
—Bien, bien —dijo Whiskeyjack—. De acuerdo, prestad todos atención, o no saldremos de ésta con vida…
En un claro aislado del bosque, Ben el Rápido vertió arena blanca en un círculo y se sentó en medio. Tomó cinco varillas afiladas, que colocó en fila ante sí y hundió a distintas profundidades en la tierra. La varilla del centro, la más alta, se alzaba casi a una vara de altura; las situadas a ambos lados de ésta, a media vara y, finalmente, las exteriores a un palmo del suelo.
El mago desenrolló una aduja de fina cuerda de tripa de una vara de longitud. Tomó un extremo e hizo un nudo, que cerró sobre la varilla del medio, cerca del extremo. Luego estiró la cuerda a la izquierda, enrollándola alrededor de la siguiente varilla, y después cruzó a la derecha para hacer lo propio allí. Finalmente estiró de la cuerda a la varilla situada en el extremo izquierdo, mascullando a un tiempo unas palabras. Dio dos vueltas a la varilla, para después acercar el extremo de la cuerda a la varilla derecha, alrededor de la cual hizo un nudo antes de cortar la cuerda sobrante.
Ben el Rápido, con las manos entrelazadas en el regazo, enderezó la espalda.
—¡Mechones! —Una de las varas exteriores sufrió un leve tirón, luego se dobló un poco y, finalmente, quedó quieta—. ¡Mechones! —llamó de nuevo. Las cinco varas dieron una sacudida. La central se dobló hacia el mago. La cuerda se tensó y un zumbido muy bajo surgió de ella.
El viento fresco que acarició el rostro de Ben el Rápido secó las gruesas gotas de sudor que se habían formado en su frente durante aquellos últimos instantes. Un sonido martilleó en el interior de su cabeza, momento en que se precipitó, o sintió que se precipitaba, por oscuras cavernas cuyas paredes invisibles campanilleaban en sus oídos como el golpeteo de un coro de martillos sobre la roca. Unos destellos de cegadora luz argéntea deslumbraron sus ojos, y el viento pareció tirar de la piel y la carne de su rostro.
En un rincón protegido de su mente mantenía el sentido de la distancia, el control. En aquella calma podía pensar, observar, analizar.
—Mechones —susurró—, has ido demasiado lejos. Demasiado hondo. Esta senda te ha engullido y nunca te escupirá. Estás perdiendo el control, Mechones. —Pero estos pensamientos eran sólo para sí, pues sabía que la marioneta se hallaba muy lejos.
Se vio continuar, girar sobre sí, girar como un torbellino hacia las Cavernas del Caos. Mechones se vio obligado a mirarle, sólo hacia arriba. De pronto se encontró de pie. A sus pies la roca negra parecía girar, quebrada aquí y allí en sus lentas convulsiones por un intenso fulgor rojizo.
Miró a su alrededor y vio que estaba en un palo hecho de roca, que asomaba en ángulo recto, y cuyo extremo puntiagudo distaba tres varas. Al volverse, su mirada siguió el largo del palo a medida que éste se hundía hasta perderse de vista entre ondulantes nubes amarillas. Ben el Rápido sufrió un repentino acceso de vértigo. Se tambaleó y, entonces, al recuperar el equilibrio, se volvió para encontrar a Mechones montado a horcajadas en el extremo del mástil, con el cuerpo de madera enmugrecido y chamuscado, descosida y deshilachada la ropa que lo cubría.
—Es el mástil de Andii, ¿verdad?
—Medio camino —asintió Mechones con su cabeza redonda—. Ahora ya sabes hasta dónde he llegado, mago. Hasta el mismo pie de la senda, donde el poder encuentra su forma primigenia y todo es posible.
—Sólo que no muy probable —replicó Ben el Rápido sin quitar ojo a la marioneta—. ¿Cómo se siente uno, de pie en mitad de toda la creación, pero incapaz de tocarla, de utilizarla? Es demasiado… ajeno, ¿no te parece? Te consume cada vez que intentas aprehenderlo.
—Ya me impondré —siseó Mechones—. No sabes nada. Nada.
—He estado aquí antes, Mechones —sonrió Ben el Rápido. Observó las nubes de gas formadas a su alrededor deslizarse a merced de vientos encontrados—. Has tenido mucha suerte —dijo—. Aunque son pocas en número, hay criaturas que llaman hogar a estos confines. —Hizo una pausa y se volvió para sonreír a la marioneta—. No gustan de intrusos. ¿Has visto qué les hacen? ¿Qué dejan a su paso? —La sonrisa del mago se hizo más pronunciada al ver que Mechones no pudo evitar dar un respingo—. Veo que sí lo has visto —se limitó a decir.
—Eres mi protector —soltó Mechones—. ¡Estoy ligado a ti, mago! Tuya es la responsabilidad, cosa que no ocultaré si me alcanzan.
—Ligado a mí, en efecto. —Ben el Rápido se acuclilló—. Me alegra comprobar que vas recuperando la memoria. Dime, ¿cómo le va a Velajada?
La marioneta apartó la mirada.
—La suya es una difícil recuperación.
—¿Recuperación? —preguntó Ben el Rápido—. ¿De qué?
—El Mastín Yunque dio con mi rastro. —Incómodo, Mechones sorbió de forma ruidosa—. Hubo una refriega.
El mago no podía arrugar más el entrecejo.
—Yunque logró huir, muy malherido por una espada mundana que esgrime ese capitán vuestro —explicó la marioneta tras encogerse de hombros—. Tayschrenn llegó entonces, pero Velajada cayó inconsciente, de modo que su necesidad de obtener respuestas se vio frustrada. Pero en su interior anida el fuego de la suspicacia. Ha despachado a sus sirvientes a recorrer las sendas. Buscan pistas de quién y qué soy. Y el porqué. Tayschrenn sabe que tu pelotón anda de por medio, sabe que intentáis salvar vuestro pellejo. Os quiere muertos a todos, mago. Y respecto a Velajada, quizá confía en que la fiebre la matará, de modo que él no tenga que verse obligado a hacerlo, aunque perdería mucho si muriera sin haber podido interrogarla antes… Sin duda iría en busca de su alma, de las cosas que sabe, hasta el mismo reino del Embozado, pero ella sabe cómo escabullirse.
—Calla un instante —ordenó Ben el Rápido—. Volvamos al principio. ¿Dices que el capitán Paran hirió a Yunque con su espada?
—Eso he dicho —afirmó la marioneta, ceñuda—. Un arma mortal, lo cual no debería ser posible. Es muy probable que lo hiriera de muerte. —La marioneta hizo una pausa, para gruñir a continuación—: No me lo has dicho todo, mago. Hay dioses metidos en esto. Si me mantienes en tal estado de ignorancia, es posible que cualquier día de éstos me tope con uno de ellos. —Escupió—. Ser tu esclavo ya es una cerdada. ¿Crees que podrías desafiar a un dios para continuar siendo mi dueño? Me llevarían, me zarandearían y puede que entonces… me utilizaran contra ti. —Dio un paso al frente, con un brillo oscuro en la mirada.
Ben el Rápido enarcó una ceja. En su interior, sentía el corazón a punto de salir del pecho. ¿Acaso era posible? ¿No habría percibido algo? ¿Una huella, una pista de la presencia inmortal?
—Una última cosa, mago —murmuró Mechones, que dio otro paso hacia él—. Justo anoche la fiebre de Velajada la hizo hablar. Dijo algo acerca de una moneda. Una moneda que había girado, pero que por fin había caído, rebotado hasta terminar en manos de alguien. Debes hablarme de esa moneda. Debo hacerme con tus pensamientos, mago. —De pronto, la marioneta se detuvo y bajó la mirada hasta el cuchillo que empuñaba. Mechones titubeó, parecía confuso; luego envainó el arma y preguntó—: ¿Qué importancia tiene esa moneda? Ninguna. La muy zorra deliraba… Era más fuerte de lo que había pensado.
Ben el Rápido se sentía paralizado. Era como si la marioneta hubiera olvidado la presencia del mago. Los pensamientos que escuchaba pronunciados de viva voz eran los de Mechones. Comprendió que miraba a través de una ventana rota la perturbada mente de la marioneta. Ahí residía el peligro. El mago contuvo el aliento al continuar Mechones, cuya mirada permanecía clavada en las nubes de sulfuro.
—Yunque debió matarla, debió hacerlo, si no llega a ser por ese idiota entrometido. Menuda ironía que desde ese momento cuide de ella y lleve la mano a la espada cada vez que se me ocurre acercarme. Sabe que le arrebataría la vida en un instante. Pero menuda espada. ¿Qué deidad andará jugueteando con ese estúpido noble? —siguió diciendo la marioneta hasta que sus palabras se tornaron murmullos ininteligibles.
Ben el Rápido guardó silencio, pues confiaba oírle decir más, aunque lo cierto era que ya había escuchado lo bastante como para que el corazón latiera en su pecho con fuerza. Aquella criatura lunática era impredecible, y lo único que la mantenía bajo control era el tenue dominio, los hilos de poder que había anudado alrededor del cuerpo de madera de Mechones. No obstante, esa clase de locura solía ir acompañada de fuerza, ¿suficiente para deshacerse de los hilos? El mago ya no estaba tan seguro como antes del control que ejercía.
Mechones permanecía en silencio. En sus ojos pintados seguían ardiendo sendas llamaradas negras, el goteo del poder del Caos. Ben el Rápido dio un paso hacia ella.
—Averigua qué trama Tayschrenn —ordenó antes de descargar una fuerte patada. La suela de la bota alcanzó el pecho de Mechones, que salió volando desmañado. Mechones superó el borde y se precipitó al vacío. Su grito de rabia menguó a medida que su diminuta figura desaparecía en aquellas nubes amarillentas.
Ben el Rápido tomó una bocanada de aire cargado. Confiaba que su violenta reacción bastara para poner punto y final a las reflexiones que Mechones había manifestado en voz alta. Aun así, tenía la sensación de que los hilos se tensaban un poco más. Cuanto más desvirtuara esa senda a Mechones, de mayor poder dispondría éste.
El mago sabía qué tenía que hacer. De hecho, había sido el propio Mechones quien se lo había revelado. De todos modos, a Ben el Rápido no le entusiasmaba la idea. El sabor de la bilis subió por su garganta y escupió más allá del borde. El ambiente hedía a sudor, y entonces reparó en que era su propio sudor. Masculló una maldición.
—Ha llegado el momento de largarse —dijo al tiempo que levantaba los brazos.
El viento regresó con un rugido, y sintió que tiraba hacia arriba de su cuerpo, arriba hacia una caverna, y luego a otra. A medida que las cavernas desfilaban borrosas por su campo de visión, una sola palabra se aferró a sus pensamientos, una palabra que parecía enroscarse como una serpiente alrededor del problema que constituía Mechones.
Ben el Rápido sonrió, pero su sonrisa era más bien consecuencia del terror. La palabra seguía ahí. El nombre, más bien. Yunque. Y gracias a dicho nombre, el terror que atenazaba al mago adquirió un rostro.
Whiskeyjack se levantó en mitad del silencio. Quienes le rodeaban mantenían una expresión grave, la mirada en el suelo o fija en alguna otra parte, cerrados en ocasiones los ojos para sumirse en un lugar particular donde nadaban las más sesudas reflexiones. Lástima era la única excepción, pues miraba con un brillo de aprobación al sargento. Whiskeyjack se preguntó quién le aprobaba desde aquella mirada, y luego sacudió la cabeza, molesto al comprobar que una parte de las sospechas que tenían Ben el Rápido y Kalam se hubiera hecho un hueco en sus propios pensamientos.
Al apartar la mirada, vio acercarse al mago. Ben el Rápido parecía cansado, y su rostro se veía revestido de cierta palidez. Whiskeyjack se volvió a Kalam, y el asesino asintió.
—A ver, con brío todos —dijo—. Vamos a cargar la barca y a prepararlo todo.
Los miembros del pelotón se dirigieron a la orilla, con Mazo a la cabeza.
—El pelotón parece abatido, sargento —comentó Kalam mientras esperaban a que llegara Ben el Rápido—. Violín, Trote y Seto removieron suficiente tierra como para enterrar a todos los muertos del Imperio. Me preocupan. Mazo… Parece llevarlo bien, al menos hasta el momento. Aun así, no sé si realmente Lástima sabrá pescar, pero dudo mucho que los demás podamos salir por nuestro propio pie de una bañera. Y eso que nos disponemos a cruzar un lago que es casi tan ancho como un mar.
Primero Whiskeyjack apretó con fuerza la mandíbula, y después se encogió de hombros como si la cosa no fuera con él.
—Sabes jodidamente bien que detectarían cualquier senda abierta en los alrededores de la ciudad. No tenemos elección, cabo. Habrá que remar. A menos que podamos envergar una vela.
—¿Desde cuándo sabe pescar esa chica? —gruñó Kalam.
—Lo sé —suspiró el sargento—. Parece sacado de la manga, ¿verdad?
—Qué conveniente.
Ben el Rápido alcanzó el domo de roca. Al ver la expresión de su rostro, los otros dos guardaron silencio.
—Estoy a punto de proponer algo que vais a odiar —dijo el mago.
—Escuchémoslo —replicó Whiskeyjack en un tono carente de sentimiento.
Poco rato después, llegaron a la playa de guija; tanto Whiskeyjack como Kalam parecían impresionados. A una docena de varas de la orilla había una barca de pesca. Trote tiraba de un cabo anudado a la proa y gruñía debido al esfuerzo.
El resto de los miembros del pelotón se apiñaban a un lado, comentando los fútiles esfuerzos de Trote. Violín volvió la mirada y, al ver que Whiskeyjack se acercaba a ellos, palideció.
—¡Trote! —rugió el sargento.
La cara del barghastiano, con los tatuajes azules tan borrosos que era imposible entender lo que decían o representaban, se volvió a Whiskeyjack con los ojos abiertos como platos.
—Suelta ese cabo, soldado.
Kalam resopló divertido a espaldas de Whiskeyjack, que miró a los otros fijamente.
—A ver —dijo ronco—, puesto que alguno de vosotros, idiotas, ha logrado convencer al resto de que lo mejor era cargarlo todo en la barca mientras ésta seguía en tierra, será mejor que echéis una mano para arrastrarla al lago. No, tú no, Trote. Tú embarca y ponte cómodo… Sí, ahí en la popa. —Whiskeyjack hizo una pausa, que aprovechó para estudiar la impávida expresión de Lástima—. De Violín o de Seto podía esperarme esto, pero creí haberte encomendado a ti los preparativos.
Lástima se encogió de hombros.
—¿Podrías envergar una vela? —preguntó el sargento.
—No hay viento.
—¡Ya, pero quizá refresque! —exclamó Whiskeyjack, exasperado.
—Sí —respondió entonces Lástima—. Tenemos lona. Sólo necesitaremos un palo.
—Llévate a Violín y haced uno. A ver, en cuanto a los demás, a arrastrar la barca al agua.
Trote embarcó y tomó asiento en popa. Allí estiró sus largas piernas y apoyó un brazo en la regala. Luego mostró los dientes en lo que podría haber pasado por una sonrisa.
Whiskeyjack se volvió a Kalam y a Ben el Rápido; ambos habían presenciado la escena con la sonrisa torcida.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Puede saberse a qué estáis esperando?
Y dejaron de sonreír.