Veo a un hombre,
agazapado en el fuego,
que me deja frío,
preguntándome qué
hace aquí el muy atrevido,
en mi hoguera agazapado…
Epitafio Gadrobi
Anónimo
En esa ocasión, el sueño de Kruppe lo condujo por la puerta de la Marisma, luego a recorrer el camino del Sur y, finalmente, a tomar a la izquierda el camino del lago Cúter. El cielo había adquirido una desagradable tonalidad entre plateada y verde claro.
—Todo está cambiando —dijo Kruppe, mientras sus pies lo llevaban apresuradamente por el camino polvoriento—. La moneda ha caído en manos de un niño, aunque él no lo sepa. ¿Es para Kruppe este camino de monos? Suerte que el cuerpo perfectamente redondeado de Kruppe sirve de epítome a la perfección en cuanto a la simetría se refiere. Uno no sólo nace con el don del equilibrio, sino que es necesario aprenderlo mediante una práctica ardua. Por supuesto, Kruppe es único en cuanto a que no requiere de práctica alguna… Para absolutamente nada.
Frente a los campos, a su izquierda, en un círculo de árboles jóvenes, un modesto fuego despedía un brumoso fulgor rojizo. La aguda mirada de Kruppe distinguió a una solitaria figura allí sentada que parecía tener las manos envueltas en las llamas.
—Demasiadas piedras bajo los pies como para volverlas sobre este rocoso camino lleno de surcos —protestó—. Kruppe probaría la tierra pelada, que aguarda aún el verdor que acompaña a la estación. Claro que ese fuego parece llamarme.
Mientras caminaba entre dos delgados troncos y se asomaba al claro iluminado, la figura encapuchada se volvió lentamente para estudiarle con su rostro, oculto a la sombra a pesar del fuego. Aunque tenía las manos sobre las llamas, parecían aguantar el calor, y los largos dedos sinuosos se movían con soltura.
—Me encantaría compartir este calor —dijo Kruppe, que acompañó sus palabras de una leve inclinación de cabeza—. Es muy peculiar en los sueños que tiene Kruppe de un tiempo a esta parte.
—Los extraños vagan por ellos —dijo la figura en voz baja y de peculiar acento—. Como yo, por ejemplo. ¿Me has convocado, pues? Hacía mucho que no recorría estas tierras.
—¿Convocado? —preguntó Kruppe, enarcadas las cejas—. No, en absoluto, Kruppe no, pues también es víctima de sus propios sueños. Imagina, después de todo, que Kruppe descansa en este instante bajo suaves sábanas, a salvo en su humilde morada. Mas permíteme, extranjero; tengo frío. No, mejor dicho, estoy helado.
El otro rió entre dientes y le indicó mediante un gesto que se acercara al fuego.
—Busco de nuevo el tacto —dijo—, pero mis manos nada sienten. Ser adorado consiste en compartir el dolor del suplicante. Mucho me temo que ya no quedan seguidores míos.
Kruppe guardó silencio. No le agradaba el tono sombrío de aquel sueño. Puso las manos ante el fuego, pero a pesar de ello poco calor sintió. Un dolor gélido se había hecho un hueco en sus rodillas. Finalmente, observó por encima de las llamas a la figura encapuchada sentada ante él.
—Kruppe cree que eres un dios ancestral. ¿Tienes nombre?
—Me llaman K’rul.
Kruppe dio un respingo. Había acertado en su suposición. Pensar que un dios ancestral se hubiera despertado y adentrado en su sueño hizo correr a toda prisa sus pensamientos, igual que si fueran conejos asustados.
—¿Cómo ha sido que has venido aquí, K’rul? —preguntó con voz temblorosa. De pronto hacía mucho calor. Sacó el pañuelo de la manga y se lo llevó a la frente.
K’rul pareció considerar la respuesta antes de satisfacer la curiosidad de Kruppe, quien percibió un tono de duda en su voz.
—Se ha derramado sangre tras las murallas de esta resplandeciente ciudad, Kruppe, sobre la piedra que tiempo ha fue consagrada a mi nombre. Esto… Esto es nuevo para mí. Hace tiempo reiné en las mentes de muchos mortales, quienes me agasajaron con sangre y huesos. Mucho antes de que se erigieran las primeras torres de piedra a la altura de los caprichos humanos, yo caminé entre los cazadores. —La capucha se movió hacia arriba, y Kruppe sintió el peso de aquella mirada inmortal—. Se ha derramado de nuevo la sangre, aunque eso de por sí no basta. Creo que mi presencia en este lugar obedece a que debo esperar a aquel que ha de despertar. Aquel a quien conocí hace tiempo, hace mucho tiempo.
Kruppe encajó la noticia como hubiera encajado una mala digestión.
—¿Y qué tienes para Kruppe?
—Un fuego antiguo que te solazará en tiempos de necesidad —respondió el dios ancestral, que se levantó de pronto—. Pero te retengo por nada. Debes buscar a los t’lan imass que liderarán a la mujer. Ellos son quienes se encargan de despertar. Debo prepararme para el combate, creo. Un combate que perderé.
Kruppe abrió los ojos como platos, como si de pronto comprendiera.
—Te están utilizando —aventuró.
—Es posible. En ese caso, los dioses niños han cometido un grave error. Después de todo, perderé una batalla. —Una sonrisa espectral pareció perfilarse en los labios que pronunciaron aquellas palabras, aunque Kruppe no la viera dibujada en su rostro—. Pero no moriré. —K’rul se apartó del fuego—. Sigue jugando, mortal. Todos los dioses mueren a manos de los mortales. Tal es el único final posible para la inmortalidad.
Kruppe no pasó por alto la desilusión del dios ancestral. Sospechaba que en aquellas últimas palabras le había sido revelada una gran verdad, una verdad que le era permitido aprovechar.
—Y Kruppe la aprovechará —susurró.
El dios ancestral había abandonado el círculo de luz para dirigirse hacia el nordeste, a través de los campos. Kruppe observó el fuego, que hacía crepitar la leña con ansia, a pesar de lo cual no la consumía hasta convertirla en cenizas; así había ardido desde que llegara Kruppe, y así, también, seguía despidiendo la misma intensa luz. Kruppe sintió un escalofrío.
—En manos de un niño —murmuró—. Esta noche, Kruppe está solo en el mundo. Solo.
Una hora antes del alba, Rompecírculos fue relevado de su vigilia en la Barbacana del Déspota. Aquella noche no se había presentado nadie en la puerta. El relámpago jugueteó entre los desiguales picos de las montañas Tahlyn, al norte, mientras descendía a solas por la serpenteante calle Encantos de Anís, en el barrio de la Especia. Ante su mirada, al pie de la ciudad, relucían las aguas de Antelago, y los barcos mercantes provenientes de las lejanas ciudades de Callows, Elingarth y Rencor de Kepler seguían fondeados, como encogidos por los rayos crepusculares en los muelles de piedra iluminados por la luz de gas.
La fresca brisa procedente del lago le trajo el aroma de la lluvia, aunque en lo alto las estrellas brillaban con asombrosa claridad. Se había quitado el tabardo, que llevaba plegado en la bolsa de cuero colgada de uno de sus hombros. Sólo la sencilla espada corta que ceñía en la cadera delataba su condición de soldado, un soldado sin procedencia.
Se había librado de sus deberes oficiales y, mientras descendía hacia el lago, sintió arrinconados todos los años de servicio. Recordaba con gran claridad su niñez en aquellos muelles, a los que se había visto arrastrado por la atracción de los comerciantes extranjeros, quienes dormían en sus coyes como héroes cansados de librar una guerra capital a su regreso. No era infrecuente divisar las galeras de los corsarios embocando la bahía, los metales bruñidos, hundido el casco algunas tracas a causa del botín estibado en la bodega. Procedían de puertos tan misteriosos como Filman Orras, Fuerte Por Un Medio, Historia del Muerto y Exilio, puertos cuyos nombres llevaban consigo el eco de la aventura para un muchacho que jamás había visto su propia ciudad natal desde el exterior de las murallas que la rodeaban.
Redujo el paso al llegar al pie de la escalera del embarcadero. Los años que mediaban entre él y aquel muchacho desfilaron por su mente, y las imágenes marciales se hicieron cada vez más sombrías. Si buscaba en las muchas encrucijadas a las que había llegado en el pasado, veía cielos cargados de tormenta, tierras desastradas y azotadas por el viento. Las fuerzas de la edad y de la experiencia trabajaban en ese momento sobre todos aquellos recuerdos, y no importaba las decisiones que hubiera tomado, ya que todas le parecían desesperadas, condenadas de antemano.
¿Sólo los jóvenes conocen la desesperación?, se preguntó mientras se sentaba en una piedra del muelle. Ante él resplandecían las aguas negras de la bahía. A tres varas de profundidad, la costa rocosa quedaba sumida en tinieblas, y el brillo del cristal roto y de la loza guiñaba un ojo como parecen hacer las estrellas.
Se volvió un poco a la derecha. Recorrió con la mirada la loma de la colina hasta la cumbre, en la cual se alzaba el rechoncho bulto del Pabellón de la Majestad. Nunca quieras abarcar demasiado. Era una lección sencilla de la vida que había aprendido hacía tiempo en la cubierta incendiada de un corsario, cuyo casco tragaba mar mientras andaba a la deriva frente a las fortificaciones de una ciudad llamada Mandíbula Rota. Orgullo, llamarían los estudiosos al violento final de los corsarios.
Nunca quieras abarcar demasiado. Sus ojos seguían pendientes del Pabellón de la Majestad. El atolladero que había resultado del asesinato del concejal Lim aún se libraba entre aquellas paredes. El concejo corría en círculos, desperdiciando unas horas preciosas en la especulación y el cotilleo, horas que debieron dedicarse a asuntos de Estado. Turban Orr, arrancada su victoria en la votación en el último momento, había arrojado a sus sabuesos en todas direcciones, buscando a los espías que estaba seguro de que se habían infiltrado en su nido. El concejal no era precisamente estúpido.
En lo alto, una bandada de gaviotas voló hacia el lago, clamando al frío cielo nocturno. Aspiró con fuerza y dirigió con cierto esfuerzo la mirada hacia la colina de la Majestad.
Era tarde para preocuparse por abarcar demasiado. Desde el día en que el agente de la Anguila se acercó a él, su futuro había quedado sellado; algunos lo habrían considerado traición. Y quizá al fin y al cabo se trataba de una traición. ¿Quién podía decir lo que pretendía la Anguila? Incluso su principal agente, su contacto, profesaba una total ignorancia al respecto de los planes de su señor.
Volvió a centrar sus pensamientos en Turban Orr. Se había enfrentado a un hombre astuto y poderoso. Su única defensa contra Orr era el anonimato. No duraría.
Aguardó al agente de la Anguila sentado en el muelle. Le entregaría en mano un mensaje para la Anguila. ¿Qué cambiaría tras la entrega de la misiva? ¿Era erróneo por su parte buscar ayuda, poner en peligro la fragilidad del anonimato que tanta fuerza interior le daba, que endurecía su decisión? A pesar de todo, enfrentarse en un duelo de ingenio a Turban Orr… En fin, no creía ser capaz de hacerlo sin ayuda.
Sacó del jubón un pergamino. Se encontraba en una encrucijada, eso sí lo reconocía. En respuesta a su temor desmedido, había escrito la petición de ayuda en aquel pergamino.
Resultaría fácil rendirse en ese momento. Sopesó el liviano pergamino en la mano; apenas pesaba, y sentía al tacto la difusa capa de aceite, la rugosa textura del cordel que lo mantenía enrollado. Sería fácil, y también desesperado.
Levantó la cabeza. El cielo empezaba a palidecer, y el viento del lago se ungía de la inercia del día. Llegaría la lluvia del norte como solía suceder a esas alturas del año. Limpiaría la ciudad con su aliento especiado, refrescante. Desató la cuerda del pergamino y lo desenrolló.
Tan fácil.
Con ademanes lentos y deliberados, el hombre hizo añicos el pergamino. Dejó que el viento se llevara los restos, que se dispersaron arrastrados a la playa del lago, aún cubierta por las sombras. Luego las olas los arrastraron lago adentro, hasta convertirlos en puntos sobre las turgentes olas, igual que si fueran motas de cenizas.
En un rincón de la mente creyó oír el eco metálico que hacía una moneda al girar sobre sí misma. Pensó que era un sonido triste.
Al cabo abandonó el muelle. El agente de la Anguila, durante el paseo matutino, observaría a su paso la ausencia del contacto y, sencillamente, seguiría su camino.
Al recorrer la calle Antelago, la cumbre de la colina de la Majestad menguó a su espalda. A su paso surgieron los primeros comerciantes de seda, que colocaban sus productos en el amplio paseo adoquinado. Entre las sedas que alcanzó a reconocer, estaban las prendas teñidas de lavanda de Illem, los amarillos claros de Setta y Lest —dos ciudades que el Vidente Painita se había anexionado al sudeste de allí el pasado mes—, así como las atrevidas prendas de Sarrokalle. Poca cosa, pues todo el comercio procedente del norte había terminado tras la invasión de Malaz.
Dejó atrás el lago a la entrada del bosque Fragranté y se adentró en la ciudad. Cuatro calles más allá le esperaba su solitaria habitación, situada en el segundo piso de una propiedad decadente, gris y silenciosa con la llegada del alba, su débil y arqueada puerta cerrada con picaporte. En esa habitación no había lugar para los recuerdos; nada que pudiera identificarle a los ojos de un mago, o que pudiera revelar al cazador de espías detalle alguno acerca de su propia vida. En esa habitación era un hombre anónimo, incluso para sí mismo.
Dama Simtal caminaba arriba y abajo. Aquellos últimos días habían mermado mucho el depósito de oro que tantos esfuerzos le había costado ganar, y todo para apaciguar las aguas. La esposa de Lim, la muy zorra, no había dejado que el luto se interpusiera a su avaricia. Apenas dos días vestida de negro y, después, a los paseos del brazo de ese petimetre de Murillio, emperifollada como el pastel de un banquete.
Las cejas perfiladas de Simtal se arquearon levemente. Murillio… Ese joven tenía gracia para dejarse ver. Pensándolo bien, quizá valdría la pena cultivar su amistad.
Dejó de caminar y se volvió al hombre que yacía tumbado en la cama.
—De modo que no has descubierto nada —dijo con una leve nota de desprecio, para después preguntarse si el concejal habría reparado en ello.
Turban Orr, con el antebrazo cubierto de cicatrices sobre la frente, no se inmutó al replicar:
—Ya te lo he dicho. No se conoce la procedencia del virote envenenado, Simtal. ¡Veneno, diantre! ¿Qué asesino utiliza veneno en estos tiempos? Vorcan los tiene tan tachonados de magia, que cualquier otro método se antoja obsoleto.
—Divagas —dijo ella, satisfecha al comprobar que el otro no había reparado en su descuido.
—Ya te dije que Lim estaba envuelto en más de una… aventura. Lo más probable es que el asesinato no tenga nada que ver contigo. Pudo haber sucedido en cualquier otro balcón, pero fue en el tuyo.
Dama Simtal se cruzó de brazos.
—No creo en las coincidencias, Turban. Dime, ¿fue una coincidencia que su muerte acabara con tu mayoría la noche antes de celebrarse la votación? —El concejal torció el gesto; Simtal comprendió que aquello le había dolido. Sonrió y se acercó al lecho. Allí se sentó y, tras extender su mano, procedió a acariciar el muslo de Orr—. Por cierto, ¿lo has controlado últimamente?
—¿A quién? ¿A él?
Simtal arrugó el entrecejo, apartó la mano y se puso en pie.
—A mi despechado favorito, idiota.
Los labios de Turban Orr dibujaron una sonrisa.
—Siempre he cuidado de él por ti, querida. No ha cambiado un ápice en ese aspecto. Aún no ha recuperado la sobriedad desde que lo largaste de una patada en el trasero. —El concejal se incorporó con intención de hacerse con su ropa, que colgaba de uno de los postes de la cama. Luego empezó a vestirse.
—¿Se puede saber qué haces? —preguntó Simtal, en un tono más elevado de lo normal.
—¿A ti qué te parece que hago? —Turban se puso los calzones—. Hay un debate en marcha en el Pabellón de la Majestad que requiere de mi influencia.
—¿Para qué? ¿Para doblegar a tu voluntad a otro concejal más?
Turban Orr se puso la camisa de seda sin dejar de sonreír.
—Para eso, y para otras cosas.
Simtal puso los ojos en blanco.
—Oh, claro: el espía. Me había olvidado de él.
—Personalmente, creo que se aprobará la declaración de neutralidad para con Malaz; mañana, quizá, o puede que pasado.
—¡Neutralidad! —rió ella—. Empiezas a creerte tus propios embustes. Tú lo que quieres, Turban Orr, es el poder, el poder absoluto que conllevaría convertirse en Puño Supremo de Malaz. Crees que éste es el primer paso que cimentará tu carrera hacia los brazos de la emperatriz. ¡A costa de la ciudad, aunque eso no te importe una mierda!
Turban miró con desprecio a Simtal.
—Mantente al margen de la política, mujer. Darujhistan caerá ante el Imperio, eso es inevitable. Mejor procurar que sea una ocupación pacífica, antes que violenta.
—¿Pacífica? ¿Acaso ignoras lo que le ha sucedido a la nobleza de Pale? Oh, los cuervos han disfrutado de días enteros de carne fresca, te lo aseguro. Este Imperio devora la carne de la nobleza.
—Lo que sucedió en Pale no es tan simple como tú haces que parezca —replicó Turban—. Hubo un ajuste de cuentas por parte de los moranthianos, una cláusula en el acuerdo escrito para sellar la alianza. Aquí no ocurrirá eso, ¿y qué más daría si eso sucediera? En lo que a mí concierne, podríamos sacar provecho de ello. —Recuperó su sonrisa torcida—. No me vengas con ese interés súbito por lo que pueda ser de esta ciudad. Lo único que a ti te preocupa eres tú misma. Guárdate la conciencia ciudadana para cuando tengas que fingir ante alguien, Simtal. —Y se abrochó los calzones.
Simtal se acercó al poste de la cama y extendió la mano para tocar el pomo plateado del espadín de Orr.
—Deberías matarlo y acabar de una vez por todas con esto —sugirió.
—Y dale con él. —El concejal rompió a reír al tiempo que se levantaba de la cama—. Tu cerebro trabaja con la misma sutileza de un niño malicioso. —Recogió el arma, que ciñó a la cintura—. Me pregunto cómo lograste arrebatarle algo a ese idiota que tenías por marido, considerando que ambos os halláis en igualdad de condiciones en lo que a la astucia respecta.
—El corazón de un hombre es lo más quebradizo del mundo —dijo Simtal, que sonrió para sus adentros. Se tumbó en la cama, estiró los brazos y arqueó la espalda antes de añadir—: ¿Qué me dices de Engendro de Luna? Aún sigue ahí, suspendida.
Mientras observaba el perfil de su cuerpo, el concejal respondió distraído:
—Aún tenemos que dar con un método de entregarles un mensaje. Hemos acampado a su sombra, y algunos representantes nuestros aguardan en la tienda, pero ese misterioso señor de momento nos ignora.
—Quizá haya muerto —sugirió Simtal, que se relajó con un suspiro—. Puede que Luna esté ahí quieta porque no queda nadie dentro con vida. ¿Se os había pasado eso por la cabeza, querido concejal?
—Sí, ya lo habíamos pensado. ¿Te veré esta noche?
—Lo quiero muerto —dijo Simtal.
El consejero asió el tirador de la puerta.
—Quizá. ¿Te veré esta noche? —repitió.
—Quizá.
Turban Orr abrió la puerta y salió de la habitación.
Tumbada en la cama, dama Simtal lanzó un suspiro. Sus pensamientos se centraron en cierto dandi, cuya pérdida para una desconsolada viuda constituiría un delicioso golpe.
Murillio sorbió un trago de vino.
—Los detalles son imprecisos —dijo torciendo el gesto cuando el alcohol mordió su paladar.
Abajo, en la calle, un elegante carruaje pintado traqueteó al pasar, arrastrado por tres caballos blancos con riendas negras. El conductor iba envuelto en una túnica negra, cubierta la cabeza con una capucha. Los caballos sacudieron la cabeza, con las orejas hacia atrás, medio enloquecidos del esfuerzo, pero el cochero, con sus fuertes manos surcadas de venas, logró mantenerlos a raya. A ambos lados del coche caminaban mujeres de mediana edad. Sobre la cabeza afeitada llevaban tazas de bronce que desprendían un humo aromático.
Murillio se inclinó sobre la barandilla y observó el cortejo.
—Llevan en carro a esa zorra de Fander —dijo—. Si quieres mi opinión, me parece una ceremonia de lo más lúgubre. —Se sentó en el sillón y sonrió a su acompañante levantando la copa—. La diosa loba del invierno acaba de morir con su estación, sobre una alfombra blanca, nada menos. Y dentro de una semana, con la fiesta de Gedderone se llenarán las calles de flores, que pronto obstruirán los desagües de toda la ciudad.
La joven sonrió, puestos los ojos en su propia copa de vino, que sostenía entre ambas manos como si de una ofrenda se tratara.
—¿A qué detalles te referías? —preguntó ella, dirigiéndole una mirada fugaz.
—¿Detalles?
—Los que acusabas de ser imprecisos —apuntó ella con una sonrisa tímida.
—Ah. —Murillio hizo un gesto con la mano enguantada para quitarle importancia—. La versión de dama Simtal sostenía que el concejal Lim se hallaba de visita, invitado formalmente por ella.
—¿Invitado? ¿Te refieres a la fiesta que organizará con motivo de la víspera de Gedderone?
—Pues claro. Supongo que tu Casa habrá recibido la invitación.
—Oh, sí. ¿Y tú?
—Ay, no —respondió Murillio, sonriendo.
La mujer, pensativa, guardó silencio con los ojos cerrados.
Murillio devolvió la mirada a la calle. Esas cosas, después de todo, actuaban por cuenta propia, y ni siquiera él podía imaginar el paso o la velocidad a la que discurrían los pensamientos de una mujer, sobre todo en lo relativo al sexo. Aquél era, casi con toda seguridad, un juego de favores, el favorito de Murillio, que siempre jugaba hasta las últimas consecuencias. Nunca decepcionarlas, ésa era la clave. El secreto más bien guardado es aquel que nunca se marchita con la edad.
Había pocas mesas ocupadas en la terraza, puesto que los parroquianos del establecimiento preferían el perfumado comedor que guardaba el interior. Murillio se sentía cómodo en el ajetreo de la calle, y sabía que su invitada compartía su mismo parecer, al menos en ese caso. Con todo el ruido que había, existían escasas probabilidades de que alguien pudiera escucharles.
Al pasear sin rumbo la mirada por la calle de las Joyas de Morul, dio un respigo e irguió la espalda, abiertos, muy abiertos los ojos cuando vio una figura de pie en un umbral cercano. Rebulló en la silla y dejó caer la mano izquierda bajo la barandilla de piedra, apartándola de la vista de la dama. Luego la sacudió con fuerza, mirando a la figura.
La sonrisa de Rallick Nom se hizo más pronunciada. Se apartó del umbral y enfiló la calle, deteniéndose a inspeccionar un conjunto de perlas expuesto sobre una mesa de ébano, frente a una tienda. El propietario dio un paso adelante y, al ver que Rallick seguía por su camino, se relajó.
Murillio lanzó un suspiro, recostado de nuevo, tomando un buen trago de licor. ¡Idiota! El rostro del hombre, sus manos, sus andares, todo el conjunto revelaba una sola cosa: asesino. Diantre, incluso su vestuario tenía la misma calidez y vitalidad que el uniforme de un verdugo.
Cuando se trataba de sutileza, Rallick Nom era un desastre. Lo cual hacía que aquello fuera aún más extraño, que tan compleja trama hubiera sido urdida por la mente geométrica, rígida, de un asesino. A pesar de ello, fuera cual fuese su origen, era el fruto de un genio.
—¿Te gustaría ir, Murillio? —preguntó la mujer.
Murillio le ofreció la más tierna de sus sonrisas.
—Es una hacienda grande, ¿verdad? —preguntó tras apartar la mirada.
—¿La de dama Simtal? Claro que sí, repleta de habitaciones. —La mujer humedeció uno de sus dedos en el licor, y luego se lo llevó a los labios, introduciéndolo en la boca como si acabara de reparar en algo. Continuó estudiando la copa que sostenía en la otra mano—. Es de suponer que un buen número de las habitaciones destinadas al servicio, aunque carezcan de los lujos más simples, permanezcan vacías durante buena parte de la noche.
Murillio no necesitaba una invitación más evidente. El plan de Rallick dependía de aquel preciso instante, así como de sus consecuencias. Aun así, el adulterio tenía una desventaja. Murillio no deseaba cruzarse en el campo del honor con el marido de aquella mujer. Hizo a un lado aquellos inquietantes pensamientos tomando otro sorbo de vino.
—Me encantaría acudir a la fiesta de la dama, con una condición. —Cruzó la mirada con la de la mujer—. Que me obsequies con el placer de tu compañía esa noche; es decir, durante una o dos horas. —En su ceño se dibujó la preocupación—. Claro que no querría perjudicar las exigencias que de tu compañía tendrá tu marido. —Aquello era, precisamente, lo que sucedería, cosa de la que ambos eran conscientes.
—Por supuesto —respondió la mujer con un inesperado recato—. Eso sería inapropiado. ¿Cuántas invitaciones necesitarás?
—Dos —respondió—. Mejor será que me vean acompañado.
—Sí, mejor será.
Murillio observó su propia copa vacía con cierto pesar. A continuación, lanzó un suspiro.
—Ay, me temo que debo marcharme.
—Admiro lo disciplinado que eres contigo mismo —admitió la mujer.
No lo harás en la víspera de Gedderone, replicó Murillio para sus adentros al levantarse de la silla.
—La dama de la Fortuna me ha sonreído al proporcionarnos esta cita —dijo, inclinándose ante la mujer—. Hasta la víspera, dama Orr.
—Hasta entonces —respondió la mujer del concejal, qué ya parecía haber perdido todo su interés por él—. Adiós.
Murillio se inclinó de nuevo y abandonó la terraza. Entre las mesas, con disimulo, más de un noble le vio marcharse.
La calle de las Joyas de Morul moría en la puerta de la Hoz. Rallick sintió el peso de la mirada de la pareja de guardias asignados a la rampa, un peso que lo siguió mientras cruzaba el pasadizo formado entre las enormes piedras de la muralla de la Tercera Grada. Ocelote le había ordenado hacerse notar, y si bien Murillio era de la opinión de que sólo un ciego le hubiera tomado por otra cosa que no fuera un asesino, Rallick se había tomado la molestia de constatar lo obvio.
Los guardias no hicieron nada, por supuesto. Tener aspecto de ser un asesino no equivalía a serlo. La legislación de la ciudad era muy estricta al respecto. Sabía que quizá descubriría que lo estaban siguiendo mientras recorría las opulentas calles del distrito de las Haciendas, pero le daba lo mismo, de modo que no hizo el menor esfuerzo por despistar a nadie. La nobleza de Darujhistan pagaba una buena suma de dinero para mantener a diario a un montón de espías en las calles. No tenía nada que objetar a que se ganaran el sueldo.
Rallick no sentía la menor simpatía por ellos. No obstante, tampoco compartía el desprecio del pueblo por la nobleza. Después de todo, sus constantes aires de grandeza, los altercados interminables, las disputas e intrigas proporcionaban grandes oportunidades de hacer negocio.
Aquello terminaría cuando se instalara el Imperio de Malaz, eso al menos sospechaba él. En el Imperio, los Gremios de asesinos eran ilegales, y quienes estaban metidos en el negocio acababan reclutados por la Garra, siempre y cuando fueran buenos elementos, mientras que aquellos a los que no se consideraba buenos elementos simplemente desaparecerían. A los nobles no les iba mucho mejor, si los rumores que provenían de Pale eran ciertos. Todo cambiaría cuando el Imperio se apoderara de la ciudad, y Rallick no estaba muy seguro de querer verlo.
Pero daba lo mismo porque aún tenía que lograr algunas cosas. Se preguntó si Murillio habría conseguido hacerse con un par de invitaciones. Todo dependía de ello. Habían discutido largo y tendido al respecto la noche anterior. Murillio prefería a las viudas. El adulterio nunca había sido lo suyo, pero Rallick había insistido hasta lograr que el dandi cediera.
El asesino aún se preguntaba por los reparos de su amigo. Lo primero en lo que pensó fue que Murillio temía la posibilidad de un duelo con Turban Orr.
Pero Murillio no era precisamente inofensivo empuñando la espada ropera. Rallick había practicado con él en lugares solitarios el suficiente número de veces como para sospechar que era un experto, cosa que ni siquiera Turban Orr podía afirmar ser.
No, no era el miedo lo que le hacía tener reparos a Murillio por su parte del plan. Rallick se olía un asunto moral en juego. Una faceta desconocida de Murillio se revelaba a ojos de Rallick.
Sopesaba las consecuencias cuando su mirada reparó en un rostro familiar entre el gentío. Se detuvo a estudiar los edificios circundantes, y de pronto abrió los ojos como platos al comprender adonde le habían llevado sus pasos. Volcó su atención en la figura familiar que aparecía de vez en cuando al otro lado de la calle, y el asesino entrecerró los ojos, pensativo.
Bajo la cúpula azul y plata que ofrecía el cielo al mediodía, Azafrán caminaba por la calle Antelago, entre el bullicio de los mercaderes y los tenderos. A una docena de calles se alzaban las colinas de la ciudad, tras la muralla de la Tercera Grada. En la colina situada más al este asomaba el campanario de K’rul, en cuyas escalas color de bronce relucía la luz del sol.
Pensó que de algún modo aquella torre desafiaba la fachada del Pabellón de la Majestad, pues miraba sobre las propiedades y los edificios agazapados en las colinas inferiores con ojos ancianos y un rostro repleto de las cicatrices de la historia, un cierto aire cínico a su brillo burlón.
Azafrán no era ajeno a la sardónica reserva que atribuía a la torre con respecto a la ostentación generalizada en la colina de la Majestad, sentimiento que le había contagiado su tío con el paso de los años. Y para arrojar leña a ese fuego, experimentaba una saludable dosis de resentimiento propio de la juventud hacia cualquier cosa que oliera a autoridad. Y aunque pensaba poco en ello, éstos eran los impulsos principales que justificaban sus actividades delictivas. Claro que no comprendía el insulto más sutil e hiriente que resultaba de sus latrocinios: la invasión y la violación de la intimidad. Una y otra vez, en sus paseos, día y noche, volvía a recordar a la joven durmiendo plácidamente en su cama.
Con el tiempo, Azafrán comprendió que aquella imagen estaba relacionada con absolutamente todo. Había entrado en su dormitorio, un lugar que los pardillos nobles que babeaban a sus pies no soñaban siquiera con ver, un lugar donde ella podía hablar con sus muñecas de trapo de la niñez, cuando la inocencia no sólo era una flor que aguardaba el momento de ser arrancada. Su refugio. Azafrán había acabado con él, lo había echado a perder; había privado a esa joven de su posesión más preciada: la intimidad.
No importaba que fuera hija de los D’Arle, que hubiera nacido en el seno de una familia noble, de sangre pura (linaje que no había tocado jamás la dama de los Mendigos), que dicha sangre fluyera por sus venas durante toda la vida, protegida, escudada de las degradaciones propias del mundo real. Todo aquello no tenía importancia, pues para Azafrán aquel crimen suyo podía compararse al de la violación. Haber irrumpido con tal despreocupación en su mundo…
El joven ladrón tomó la calle Encantos de Anís, abriéndose paso entre la multitud, todo ello mientras en sus pensamientos se desataba un diluvio de recriminaciones por su comportamiento.
En su mente, se tambaleaban los muros del justo ultraje que siempre había sentido. La odiada nobleza le había mostrado un rostro que ahora le perseguía con su belleza, y que le empujaba en un centenar de direcciones inesperadas. Los suaves aromas de las tiendas de especias, que flotaban como nubes de perfume arrastradas por la cálida brisa, habían acunado un sentimiento inclasificable en su garganta. El griterío de los niños de Daru que jugaban en las calles le hizo sentir añoranza.
Azafrán atravesó puerta Clavillo y entró en Osserc Angosto. Justo enfrente se hallaba la rampa que conducía a las Haciendas. Al acercarse tuvo que apartarse rápidamente a un lado para evitar un carruaje que marchaba a su espalda. No tuvo necesidad de ver el escudo de armas que adornaba el costado del carruaje para reconocer a qué Casa pertenecía. Los caballos tiraron de él sin preocuparse por quién pudieran hallar a su paso. Azafrán se detuvo para observar el paso del carruaje rampa arriba, mientras la gente se arracimaba a ambos lados. Por lo que había oído del concejal Turban Orr, parecía que los caballos del duelista estaban a la altura del desprecio que sentía éste por aquéllos a quienes supuestamente servía.
Para cuando llegó a la hacienda de Orr, el carruaje ya había franqueado la puerta exterior. Cuatro guardias corpulentos volvieron a ocupar sus puestos a ambos lados. El muro se alzaba a su espalda unas cinco varas, coronado por afiladas virutas de hierro herrumbroso sobre arcilla horneada al sol. Había una serie de antorchas de piedra pómez en la pared, colocadas a intervalos de tres o cuatro varas. Azafrán atravesó la puerta, ignorando a los guardias. El muro parecía poseer un grosor superior a una vara, y los ladrillos toscos eran los habituales cuadrados de un tercio de vara. Continuó calle arriba, y luego dobló a la derecha para comprobar el muro que daba al callejón. Una única puerta de servicio, roble embreado, fajada en bronce, puesta en ese tramo de muro, en la esquina más próxima.
Y ni un guardia. Las sombras de la hacienda edificada enfrente constituían un pesado manto sobre el angosto pasadizo. Azafrán se dejó arropar por la húmeda oscuridad. Llevaba recorrida la mitad del callejón cuando una mano se cerró sobre su boca por la espalda y la afilada hoja de una daga se hundió en un costado sin herirlo. Azafrán quedó inmóvil, luego gruñó cuando la mano tiró de su cara para que se diera la vuelta. Entonces, de pronto, se encontró mirando a unos ojos que no le resultaban desconocidos.
Rallick Nom retiró la daga y dio un paso atrás con el ceño muy, muy fruncido. Azafrán ahogó una exclamación y se humedeció los labios.
—¡Rallick! ¡Por el corazón de Beru, menudo susto me has dado!
—Bien —repuso el asesino al tiempo que se acercaba a él—. Escúchame con atención, Azafrán. No tienes nada que hacer en la hacienda de Orr. Ni siquiera vuelvas a acercarte.
El ladrón se encogió de hombros.
—Se me había ocurrido que quizá…
—Pues borra esa ocurrencia.
—De acuerdo. —Se volvió hacia la franja de luz solar que señalaba la siguiente calle. Sintió a su espalda el peso de la mirada de Rallick, al menos hasta que salió al camino del Traidor. Se paró. A su izquierda ascendía la colina Altashorcas, cuya ladera alfombrada de flores era un arco iris de colores que discurría a ambos lados de los cincuenta y tres peldaños. Las cinco sogas que había en la cima se movían de forma imperceptible a tenor de la brisa, y sus sombras se proyectaban caprichosas y negras por la ladera hasta la calle adoquinada. Hacía mucho tiempo de la última vez que se ahorcó en ellas a un criminal de categoría, al contrario de lo que sucedía en el distrito de Gadrobi, donde era necesario remplazar las sogas de Bajashorcas debido al uso. Curioso contraste aquél, signo de los tensos tiempos que corrían.
De pronto, negó con la cabeza. Evitar el torrente de preguntas suponía un esfuerzo sobrehumano. ¿Le habría seguido Nom? No, era improbable que el asesino hubiera escogido a Orr o a cualquier otra persona que viviera en la hacienda para el asesinato. Sería un contrato arriesgado. Se preguntó quién habría tenido las agallas para ofrecerlo: otro noble, sin duda. Pero el coraje de ofrecer el contrato palidecía en comparación al de Rallick para aceptarlo.
En cualquier caso, el recuerdo de la advertencia del asesino había bastado para acabar de raíz con cualquier intención que pudiera tener de robar en la hacienda de Orr, al menos por el momento. Azafrán hundió las manos en los bolsillos. Mientras caminaba, sus pensamientos se extraviaron en un laberinto de callejones sin salida, y frunció el ceño al reparar en que una de sus manos, hurgando y hurgando en el bolsillo, se había cerrado sobre una moneda.
La sacó. Sí, era la moneda que había hallado la noche de los asesinatos. Rememoró la inexplicable aparición, el rumor metálico a sus pies un instante antes de que el virote arrojado por la ballesta del asesino pasara por encima de su cabeza. A la intensa luz de la mañana, Azafrán la examinó con calma. La primera cara que observó mostraba el perfil de un joven de expresión divertida que llevaba una especie de sombrero blando. Había una inscripción formada por diminutas runas en el borde de la moneda, una inscripción en una lengua que el ladrón no reconoció, pues era muy distinta de la escritura daru cursiva con la que estaba familiarizado.
Azafrán dio la vuelta a la moneda. ¡Qué extraño! Otra cara, ésta perteneciente a una mujer que miraba hacia el lado opuesto al del hombre. En esa cara, la inscripción obedecía a un estilo distinto, inclinada a la izquierda. La mujer se veía más joven, con facciones similares a las del hombre; su expresión nada tenía que ver con la diversión: al ladrón sus ojos le parecieron fríos e inflexibles.
El metal era antiguo; asomaban algunas vetas de cobre puro y, alrededor de los rostros, tenía picaduras de estaño. Era sorprendentemente pesada, aunque concluyó que su único valor estribaba en su singularidad. Había visto monedas de Callows, Genabackis, Amat El y, en una ocasión, las barras surcadas de Seguleh, pero nada de todo aquello guardaba el menor parecido con esa moneda.
¿De dónde habría caído? ¿La había arrastrado prendida en la ropa? ¿O le habría dado una patada mientras cruzaba el tejado? Quizá había formado parte del tesoro de la joven D’Arle. Azafrán se encogió de hombros; en todo caso, su llegada no podía haber sido más oportuna.
Para entonces, el paseo le había llevado a la puerta oriental. Justo fuera de la muralla de la ciudad, y a lo largo del camino llamado Congoja de Jatem, se amontonaba el puñado de casuchas conocido por el nombre de Congoja, lugar al que se encaminaba el ladrón. La puerta permanecía abierta durante las horas de luz, y una línea de pesados carros repletos de verduras atestaba el estrecho paso. Distinguió al abrirse paso por uno de los lados que entre ellos llegaban los primeros carros de refugiados de Pale, aquellos que habían logrado burlar el asedio durante la batalla, y cruzado la llanura de Rhivi para ascender las colinas Gadrobi y, finalmente, llegar a Congoja de Jatem. Al observar aquellos rostros vio la rabia y la desesperación, templadas por el cansancio. Miraban la ciudad con escepticismo por sus exiguas murallas, conscientes de que no habían hecho sino lograr un poco más de tiempo para huir, demasiado cansados también como para dejar que eso les preocupara.
Inquieto por lo que veía, Azafrán cruzó apresuradamente la puerta y se acercó a la construcción más grande de Congoja, una especie de taberna ambulante de madera. Sobre el dintel de la puerta colgaba un tablón en el que hacía décadas alguien había pintado un carnero con tres patas. El ladrón pensó que nada tenía que ver aquel tablón con el nombre de la taberna, que era Lágrimas de Jabalí. Azafrán, que seguía con la moneda en una mano, entró y se detuvo una vez estuvo dentro del local.
Un puñado de rostros se volvieron para dedicarle una mirada fugaz, antes de devolver su atención a la bebida. En una mesa situada en una esquina oscura del establecimiento, Azafrán reconoció una figura que le resultaba familiar, que tenía las manos levantadas y gesticulaba como un loco. Los labios del ladrón dibujaron una sonrisa y se acercó a la mesa.
—… Entonces Kruppe se ungió de una agilidad tan musitada que pasó desapercibido a todos los de la corona y del cetro del rey de la tapa del sarcófago. Demasiado sacerdote en esta tumba, piensa Kruppe entonces, uno menos sería un alivio para todos menos para el rancio aliento del cadáver del rey, acortado y despertado así su espectro. Muchas veces antes se había enfrentado Kruppe a la ira de un airado y sañudo aparecido en algún pozo perdido de D’rek, canturreando su lista particular de crímenes cometidos en vida y gimiendo lo necesario que era para él devorar mi alma… ¡Bravo! Kruppe siempre se mostró muy escurridizo ante semejante surtido de espíritus y para su enojosa y balbuceante cháchara, que…
Azafrán puso la mano en el húmedo hombro de Kruppe, que volvió su redondo rostro perlado en sudor para observarle.
—¡Ah! —exclamó Kruppe, señalando con la mano a la única persona que compartía su mesa—. ¡Un aprendiz de antaño que ha venido a zalamear como es debido! Azafrán, siéntate donde buenamente puedas. ¡Moza! ¡Una jarra más de tu mejor vino, aprisa!
Azafrán observó al hombre que se sentaba ante Kruppe.
—Tendréis cosas de qué hablar.
La esperanza iluminó el semblante del desconocido, que se levantó como empujado por un resorte invisible.
—Oh, no —protestó—. No pretendo interrumpir. —Paseó fugaz la mirada entre Kruppe y Azafrán—. Además, debo irme, ¡os lo aseguro! Que tengas un buen día, Kruppe. Hasta otro momento, pues. —Inclinó la cabeza y se marchó.
—Ay, ¿qué prisa tendrá, la criatura? —se preguntó Kruppe, alcanzando la jarra de vino que el otro había dejado huérfana—. Vaya, mira esto —dijo a Azafrán, frunciendo el ceño—, sólo se ha bebido una tercera parte. ¡Menudo desperdicio! — Kruppe la apuró de un largo y rápido trago, y luego suspiró—. Evitado el desperdicio, ¡alabado sea Dessembrae!
—¿Era ése tu contacto en el mercado? —preguntó Azafrán tras tomar asiento.
—¡Cielos, no! —Kruppe pareció restarle importancia con el gesto que hizo—. Era un pobre refugiado de Pale, que andaba perdido. Por suerte para él apareció Kruppe, cuya brillante perspicacia le ha hecho…
—Salir derechito por la puerta —terminó Azafrán, riendo.
Kruppe le miró ceñudo.
Llegó la camarera con una garrafilla de barro, llena de un vino que olía a agrio. Kruppe llenó las jarras.
—Y ahora, se pregunta Kruppe, ¿qué querrá este diestro muchacho de éste en tiempos maestro de todas las artes nefandas? ¿O acaso has triunfado de nuevo y llegas lastrado de botín, buscando un dispendio apropiado y demás?
—Bueno, sí… Es decir, no, no exactamente. —Azafrán miró a su alrededor, y luego se inclinó hacia su interlocutor—. Es por lo de la última vez —susurró—. Te supuse por aquí, vendiendo lo que te traje.
Kruppe se inclinó también hacia el muchacho, hasta que sus rostros estuvieron a escasa distancia.
—¿Lo adquirido a los D’Arle? —susurró a modo de respuesta, subiendo y bajando las cejas.
—¡Exacto! ¿Lo has colocado ya?
Kruppe sacó un pañuelo de la manga y secó el sudor de la frente.
—Con todos estos rumores de una guerra, las rutas comerciales aún parecen extraviadas. De modo que, para responderte te diré que… Mmm. Que no, que aún no, admite Kruppe…
—¡Estupendo!
Kruppe se sobresaltó al escuchar el grito del joven, y luego cerró los ojos con fuerza. Cuando volvió a abrirlos, apenas permitió más de una rendija para mirarle.
—Ah, Kruppe comprende. El muchacho desea que sus posesiones le sean devueltas, de modo que pueda buscar una recompensa más sustancial en otra parte.
—No, claro que no. Bueno, sí, quiero recuperarlas. El caso es que no pretendo colocarlas en otra parte. Vamos, que aún sigo dependiendo de ti para todo lo demás. Es sólo que se trata de un caso especial. —A medida que así hablaba, Azafrán sintió que sus mejillas se cubrían de arrebol hasta tal punto que agradeció la penumbra que reinaba en aquel rincón—. Se trata de un caso especial, Kruppe.
El redondo rostro de Kruppe dibujó una amplia sonrisa.
—Vamos, pues claro, muchacho. ¿Quieres que te los entregue esta noche? Excelente, pues, considera resuelto el asunto. Por favor, dime, ¿qué guardas ahí en tu mano?
Azafrán le miró confundido hasta que recordó.
—Ah, sólo es una moneda —explicó mostrándosela a Kruppe—. La recogí la misma noche que robé en la mansión de los D’Arle. Tiene dos caras, ¿lo ves?
—¿De veras? ¿Podría Kruppe examinar este peculiar objeto más de cerca?
Azafrán accedió a ello y luego se llevó la jarra a los labios.
—Pensaba en que mi próximo golpe podría ser en la hacienda de los Orr —dijo como si no tuviera importancia, con la mirada atenta a la reacción de Kruppe.
—Mmm. —Kruppe volvió la moneda en su mano una y otra vez—. Qué mala factura —masculló—. Y mal acuñada. ¿En lo de Orr, dices? Kruppe recomienda precaución. La casa está bien protegida. El metalurgista que fundió ésta debió de acabar ahorcado, y supongo que así fue, o eso cree Kruppe. Cobre negro, nada menos. Estaño del barato, temperaturas demasiado frías. ¿Me haces un favor, Azafrán? Echa un vistazo a la calle desde la puerta. Si ves bambolearse ciudad adentro un vagón rojo y verde de mercader, Kruppe te agradecería mucho la información.
Tras levantarse, Azafrán cruzó la estancia en dirección a la puerta. Una vez en el exterior, miró a su alrededor. No había ningún carromato a la vista, de modo que volvió a entrar en el establecimiento.
—No hay ningún carromato.
—Ah, bueno —dijo Kruppe. Dejó la moneda en la mesa—. No tiene ningún valor, juzga el perspicaz Kruppe. Puedes librarte de ella cuando te venga en gana.
Azafrán cogió la moneda y la deslizó en el interior del bolsillo.
—No, la guardaré. Me da buena suerte.
Kruppe levantó una mirada febril, que pasó desapercibida a Azafrán, más pendiente de la jarra que tenía en las manos. El gordo lanzó un suspiro y miró hacia otro lado.
—Kruppe debe irse de inmediato, si se pretende que esta cita nuestra de la víspera sea fructífera para todas las partes implicadas.
Azafrán apuró el vino.
—Podemos volver juntos.
—Excelente. —Kruppe se levantó quitándose las migas de la pechera—. ¿Vamos, pues? —Azafrán se miraba extrañado la mano—. ¿Hay algo que preocupe al muchacho? —se apresuró a preguntar.
Azafrán rehuyó su mirada con aire culpable, y de nuevo volvió a arrebolarse.
—No —murmuró con los ojos puestos en la mano—. Me habré manchado de cera en alguna parte —explicó. A continuación, frotó la mano en el pantalón y sonrió con timidez—. Vamos.
—Hace un día espléndido para pasear, opina Kruppe, que es sabio en todo.
La ronda de Oroblanco cercaba una torre abandonada con una panoplia de toldos teñidos de vivos colores. Las joyerías, cada una con su correspondiente guardia rondando en el exterior, daban a la calle circular, y los espacios que mediaban entre éstas formaban estrechos pasadizos que discurrían en dirección al patio en ruinas de la torre.
Las diversas historias de muerte y locura que rodeaban la torre del Insinuador y sus alrededores la mantenían vacía y, por encima de todo en las mentes de los joyeros, lejos de convertirse en una probable ruta de aproximación a sus preciosos negocios.
A medida que la tarde se acercaba al crepúsculo, las gentes que paseaban por la ronda fueron retirándose, y los guardias particulares se volvieron más precavidos. Aquí y allí se procedió a cubrir con rejas los escaparates, y en los pocos que permanecieron abiertos se encendieron las antorchas.
Murillio llegó a la ronda por el camino de Tercerafila, y aprovechó para detenerse de vez en cuando a examinar los productos de los tenderos. Murillio iba envuelto en una reluciente capa azul de erial de Malle, consciente de que su alarde de ostentación contribuiría a evitar probables recelos.
Llegó a una tienda en particular, flanqueada a ambos lados por almacenes sin luz. El joyero, de rostro chupado y nariz aguileña, se apoyaba en el mostrador, y sus manos callosas lucían cicatrices grises, parecidas a las pisadas de un cuervo en el fango. Con uno de los dedos tamborileaba una incesante melodía. Murillio se acercó y miró los ojos de escarabajo del hombre.
—¿Es la tienda de Krute de Talient?
—Soy Krute —respondió el joyero con voz rasposa, como descontento con el papel que le había tocado representar en la vida—. No encontrará nada en todo Darujhistan que pueda compararse a las perlas de Talient, engarzadas en oro rojo de las minas de Moap y Fajo. —Se inclinó hacia delante y escupió tras los talones de Murillio, que de forma involuntaria se apartó a un lado.
—¿No ha tenido mucha clientela hoy? —preguntó al tiempo que sacaba un pañuelo de la manga, para llevárselo después a los labios.
—Sólo uno —respondió Krute, mirándole fijamente—. Estuvo examinando un conjunto de joyas de Goaliss, peculiares como leche de dragón, criadas en una roca aún peor. Un centenar de esclavos perdidos por cada piedra, arrancada a la fuerza de venas coléricas. —Krute sacudió los hombros—. Ahí atrás las guardo, para evitar que la tentación salpique de sangre y demás la calle.
—Me parece una buena práctica. ¿Le compró alguna?
La sonrisa torcida de Krute dejó al descubierto las fundas negras que tenía por dientes.
—Una, pero no la mejor. Venga, se las mostraré. —Se acercó a una puerta lateral, que abrió—. Por aquí, sígame.
Murillio entró en la tienda. Negras cortinas cubrían las paredes, y el ambiente olía a rancio, a sudor. Krute le condujo a la trastienda, que como estancia era si cabe más hedionda que la primera. El joyero corrió la cortina entre ambas habitaciones y se encaró a Murillio.
—¡Muévete rápido! Tengo colocado un montón de oro falso y de alhajas en el mostrador. Si algún cliente con buen ojo lo descubre, habrá que buscarse otro agujero. —Dio una patada a la pared del fondo, y un panel giró sobre sus goznes—. Arrástrate por ahí, maldita sea, y dile a Rallick que la Guilda no está muy satisfecha con la generosidad con que comparte nuestros secretos. ¡Vamos!
Murillio se arrodilló y pasó por el portal, arrastrando el peso en las palmas de las manos y en las rodillas, lo cual le costó el disgusto de manchárselas de tierra húmeda. Gruñó enfadado al cerrarse la puerta a su espalda, y luego se puso en pie. Ante él se alzaba la torre del Insinuador, cuyas molduras relucían a la luz moribunda del atardecer. Un sendero adoquinado invadido por las malas hierbas conducía a la entrada en forma de arco, que carecía de una puerta y estaba envuelta en sombras. En su interior, Murillio no distinguía más que la oscuridad.
Las raíces de los robles chaparros, alineados a lo largo del sendero, se habían abierto paso por los adoquines, a los que había levantado de la tierra, lo cual volvía traicionero el paso. Al cabo, Murillio llegó al portal, entornó los ojos e intentó penetrar la oscuridad.
—¿Rallick? —susurró—. ¿Dónde coño estás?
—Llegas tarde —respondió una voz a su espalda.
Murillio giró sobre sus talones, movimiento al que acompañó la rapidez con que desenvainó la espada ropera con la zurda, para adoptar finalmente la guardia mientras desnudaba con la derecha una daga rompepuntas.
—¡Maldición, Rallick!
El asesino gruñó divertido, atento al extremo afilado de la ropera que hacía unos instantes había pasado muy cerca de su plexo solar.
—Me alegra comprobar que tus reflejos no han dejado de ser lo que eran, amigo mío. Todo ese vino y los bizcochos no parecen haberte perjudicado… mucho.
—Esperaba encontrarte en la torre —dijo Murillio, devolviendo las armas a sus vainas.
—¿Estás loco? —preguntó Rallick al tiempo que abría los ojos como platos—. Ese lugar está encantado.
—¿Quieres decir que no se trata de uno de esos cuentos que os inventáis los asesinos para mantener a la gente lejos de un lugar?
Rallick se dio la vuelta sin responder y avanzó a la terraza que en tiempos se había enseñoreado sobre el jardín. Había algunos bancos de piedra blanca sobre la hierba; se alzaban como los huesos de una bestia inmensa. Bajo la terraza, Murillio distinguió al reunirse con el asesino un estanque de agua sucia, lleno de algas. Las ranas cantaban, y los mosquitos zumbaban en la oscuridad.
—Hay noches en que los espectros se reúnen en la entrada —explicó Rallick mientras sacudía las hojas muertas de uno de los bancos—. Puedes acercarte a ellos, escuchar sus ruegos y amenazas. Todos quieren salir. —Y se sentó.
Murillio permaneció en pie, con la mirada en la torre.
—¿Y qué me dices del Insinuador? ¿Se encuentra su espectro entre ellos?
—No. El loco duerme ahí dentro, o eso se dice. Los espectros están atrapados en las pesadillas del hechicero, que se aferra a ellos, e incluso el Embozado no puede atraerlos a su frío seno. ¿Quieres saber de dónde proceden esos espectros, Murillio? —sonrió Rallick—. Entra en la torre y lo descubrirás personalmente.
Murillio estaba a punto de entrar en la torre cuando había sido sorprendido por Rallick.
—Gracias por la advertencia —replicó sarcástico recogiendo la capa antes de sentarse.
Rallick hizo lo posible por quitarse de encima a los mosquitos que zumbaban a su alrededor.
—¿Y bien?
—Las tengo —aseguró Murillio—. El sirviente de mayor confianza de dama Orr me las entregó esta tarde. —Del interior de la capa sacó un tubo de bambú atado con una cinta azul—. Dos invitaciones para la fiesta de dama Simtal, tal como prometió.
—Estupendo. —El asesino miró fugazmente a su amigo—. ¿No habrás visto por casualidad a Kruppe arrugar la nariz?
—Aún no. Esta tarde tropecé con él. Parece ser que Azafrán ha hecho algunas peticiones extrañas. Claro que ¿cómo saber cuándo se ha olido algo ese Kruppe? —añadió, ceñudo—. De cualquier modo, no he visto nada que pueda sugerir que ese enano escurridizo sospeche en qué andamos metidos.
—¿A qué te referías cuando has dicho eso de que Azafrán andaba por ahí haciendo peticiones extrañas?
—Es muy curioso, pero cuando esta tarde pasé por la taberna del Fénix, Kruppe hacía entrega al muchacho del botín que había reunido en su último trabajito. A ver, quiero decir que no es posible que Azafrán haya abandonado a Kruppe como intermediario, de modo que quizá esté tramando algo.
—Entró en una hacienda, ¿verdad? ¿En cuál? —preguntó Rallick.
—En la de los D’Arle —respondió Murillio, que acto seguido enarcó ambas cejas—. ¡Por el beso de Gedderone! ¡La damita D’Arle! Esa jovencita insolente a la que están paseando en todas y cada una de las fiestas y reuniones que se organizan en la ciudad, la que deja a su paso el reguero formado por la baba de sus pretendientes. ¡Oh, vaya! Menudo castigo el que ha ido a caerle a nuestro ladronzuelo, que por lo visto prefiere guardar para sí las fruslerías de la damita. De todos los sueños irrealizables que podía concebir el muchacho, diría que ha ido a escoger el peor.
—Quizá —opinó Rallick—. O puede que no. Si habláramos con su tío…
—¿Un codazo en la dirección apropiada? —preguntó Murillio, que mudó la expresión dolida por una de alegría—. Sí, claro. Mammot estará encantado…
—Paciencia —interrumpió Rallick—. Convertir a un inmaduro ladrón en un hombre de posición y conocimientos requerirá más trabajo del que lograría un corazón enamorado.
Murillio arrugó el entrecejo.
—En fin, disculpa si me he dejado llevar por la alegría de salvarle la vida al muchacho.
—Jamás te arrepientas de sentir semejante alegría —sonrió Rallick.
Consciente del tono en que esto último había sido dicho, Murillio suspiró.
—Apenas recuerdo cuándo fue la última vez que tuvimos ilusión por algo —reflexionó en voz alta.
—Pues el camino para lograr uno de nuestros sueños estará teñido de sangre, no lo olvides. Pero, sí, hace mucho tiempo. Me pregunto si Kruppe recuerda aquellos tiempos.
—La memoria de Kruppe se revisa cada hora. Lo único que lo mantiene entero es el temor a ser descubierto.
—¿Descubierto? —preguntó Rallick.
Su amigo parecía muy lejos, pero al poco sonrió.
—Ah, es que me vuelvo suspicaz, nada más. Es escurridizo, así es Kruppe.
Rallick rió entre dientes ante la peculiar construcción sintáctica de Murillio. Luego observó el estanque.
—Sí —admitió al cabo—, él es el escurridizo, de acuerdo. —Se levantó—. Krute querrá cerrar. La ronda duerme a estas alturas.
—Cierto.
Ambos abandonaron la terraza cuando la neblina de gas se extendía a ras de suelo. Al llegar al sendero, Murillio se volvió para mirar la entrada de la torre, preguntándose si podría ver a los farfullantes espectros, pero lo único que vio tras el arco fue un muro de oscuridad. En cierto modo, consideró aquello más perturbador que cualquier horda de almas extraviadas que pudiera imaginar.
El sol de la mañana penetró por las amplias ventanas del estudio de Baruk, y una brisa cálida barrió la habitación, arrastrando los aromas y ruidos de la calle. El alquimista, vestido aún con el camisón, permanecía sentado en un taburete alto a la mesa donde se hallaban desplegados los mapas. Tenía un pincel en una mano, cuya punta mojaba una y otra vez en un tintero de plata.
Había aguado la tinta roja. La pintura cubría las zonas sometidas al Imperio de Malaz. En total, la mitad del mapa, la norte, cubierta de tinta roja. Una pequeña franja al sur del bosque de Perrogrís señalaba las fuerzas al mando de Caladan Brood, flanqueadas a ambos lados por dos motas, correspondientes a la Guardia Carmesí. El baño rojo rodeaba estos puntos y se extendía a Pale, para terminar en el extremo norte de las montañas Tahlyn.
Los ruidos procedentes de la calle aumentaron, creyó percibir Baruk, cuando se inclinó sobre el mapa para extender la mancha roja hasta el extremo sur. Menudo estruendo hace esa obra, pensó al oír el chirrido de manivelas y una voz que aullaba a los transeúntes. El ruido cesó para dar paso a un crujido audible. Baruk dio un salto, y con el codo derecho volcó el tintero. La mancha roja se extendió por toda la superficie del mapa.
Maldijo Baruk mientras se volvía a sentar, atento a la mancha que se extendía hasta cubrir Darujhistan y seguir al sur, a Catlin. Bajó del taburete, se hizo con un trapo para limpiarse las manos, algo agitado por lo que no pudo evitar considerar una especie de señal. Luego recorrió la estancia hasta llegar a la ventana, por la cual se asomó.
Un grupo de trabajadores se afanaba en arrancar de cuajo la misma calle. Dos forzudos esgrimían picos, mientras otros tres formaban una cadena para pasarse los adoquines y amontonarlos en el pavimento. El capataz se encontraba cerca, apoyada la espalda en un carromato, estudiando un pergamino.
—¿Quién está al mando del mantenimiento de los caminos? —se preguntó en voz alta.
Unos suaves golpes en la puerta distrajeron su atención.
—¿Sí?
Su sirviente, Roald, entró en la estancia.
—Ha llegado uno de sus agentes, señor.
—Que espere un poco, Roald —ordenó Baruk tras dirigir una mirada fugaz al mapa.
—Sí, señor. —El sirviente retrocedió un paso, el mismo que había dado para entrar, y cerró la puerta.
El alquimista se acercó a la mesa y enrolló el maltrecho mapa. Desde el corredor llegó el estruendo de un vozarrón, seguido de un murmullo. Baruk deslizó el mapa en un estante y se volvió a la puerta, a tiempo de ver entrar al agente, seguido de cerca por un ceñudo Roald.
Después de señalar mediante un gesto al sirviente que se retirara, Baruk observó al agente, que iba vestido de forma ostentosa.
—Buenos días, Kruppe.
Roald salió y cerró la puerta sin hacer ruido.
—Más que buenos, Baruk, amigo querido de Kruppe. ¡Maravillosos en realidad! ¿Has participado del aire fresco de la mañana?
Baruk dirigió una mirada a la ventana.
—Desdichadamente —respondió— el aire que penetra por mi ventana es más bien algo polvoriento.
Kruppe calló. Volvió a pegar los brazos a los costados, luego hundió una mano en la manga, de cuyo interior sacó su habitual pañuelo, con el que procedió a secarse el sudor de la frente.
—Ah, sí, los trabajadores del camino. Kruppe ha pasado junto a ellos viniendo hacia aquí. Kruppe los tiene por una panda de hombres más bien beligerantes. Chabacanos, claro, pero muy fuertes.
Baruk señaló una silla, invitación que Kruppe aceptó con sonrisa beatífica.
—Menudo día caluroso —protestó con la mirada en la garrafa de vino que descansaba sobre el mantel.
El alquimista se acercó a la ventana y recostó los riñones en el alféizar. Observó atentamente a aquel hombre, preguntándose si lograría algún día atisbar siquiera lo que fuera que ocultara el infantil comportamiento de Kruppe.
—¿Qué has oído por ahí? —preguntó en voz baja.
—¿Que qué ha oído Kruppe? ¡Qué no ha oído, será!
—Me pregunto qué tienes en contra de la brevedad —replicó Baruk, enarcando una ceja.
El otro rebulló en la silla y se secó de nuevo el sudor de la frente.
—¡Qué calor! —Al ver que Baruk endurecía la expresión, añadió—: Veamos, respecto a las noticias. —Se inclinó hacia delante y su tono de voz mudó hasta convertirse en un susurro—: Se rumorea en las esquinas de las tabernas, en los oscuros portales de las húmedas callejuelas, en las nefandas sombras de la noche nocturna, que…
—¡Ve al grano!
—Sí, claro. En fin, Kruppe ha echado el lazo a un rumor. Nada más y nada menos que una guerra de asesinos. La Guilda está sufriendo bajas, al menos eso se dice.
Baruk se volvió a la ventana y observó la calle.
—¿Y los ladrones?
—Los tejados se han vuelto muy concurridos. Se abren gargantas. Los beneficios han caído en picado.
—¿Y Rallick?
—Ha desaparecido —respondió Kruppe, pestañeando—. Kruppe no lo ha visto desde hace unos días.
—¿No tiene un carácter interno esta guerra entre asesinos?
—No.
—¿Y se ha identificado esta nueva facción?
—No.
Abajo, los hombres que trabajaban en la calle parecían pasar más tiempo discutiendo que trabajando. Una guerra de asesinos podía constituir un problema. La Guilda de Vorcan era fuerte, pero el Imperio aún lo era más, si es que aquellos recién llegados pertenecían a la Garra. No obstante, había algo muy raro en todo aquello. En el pasado, la emperatriz aprovechó estos Gremios; a menudo había reclutado a buena parte de sus miembros para que entraran a su servicio. Al alquimista no se le ocurría qué podía motivar aquella guerra, lo que aún resultaba más inquietante que la propia guerra en sí. Al oír ruido a su espalda, recordó la presencia de su agente.
—Ya puedes irte —le dijo al volverse.
Los ojos de Kruppe relampaguearon y Baruk dio un respingo. El gordo se levantó de la silla con cierta agilidad.
—Kruppe tiene más cosas que contar, maese Baruk.
Divertido, el alquimista hizo un gesto a Kruppe para que continuara.
—Ay, la historia es a la par confusa y ardua —obedeció Kruppe mientras se acercaba a Baruk en la ventana. Había desaparecido el pañuelo—. Kruppe sólo es capaz de llegar a conjeturas tan acertadas como cualquier otro hombre de innumerables talentos. En momentos de ocio, en plenos juegos de azar y similares. En el aura de los Mellizos alcanza a oír un experto, a ver, a oler y a tocar cosas tan insustanciales como el viento. Un pedacito de la dama de la Fortuna, la amarga advertencia que supone la risa del señor. —Kruppe clavó su mirada en el alquimista—, ¿me sigues?
—Te refieres a Oponn —dijo Baruk en voz baja.
—Puede —respondió Kruppe observando la calle—. Puede que fuera una finta destinada a despistar a un insensato como Kruppe…
¿Insensato? Baruk se sonrió. Éste no tiene un pelo de insensato.
—¿Quién sabe? —Kruppe levantó una mano, mostrando en su palma un disco de cera—. Un objeto —continuó en voz baja, con la mirada puesta en él— que pasa sin procedencia, perseguido por muchos que ansían su frío beso, en el que la vida y todo lo que en su interior yace a menudo se convierte en una apuesta. Solo, la corona de un mendigo. En gran número, la locura de un rey. Lastrado con la ruina, aunque la sangre lo limpie con la más leve lluvia, y al siguiente ni rastro de su coste. Es como es, dice Kruppe, sin valor excepto para quienes insisten en ver lo contrario.
Baruk contenía el aliento. Le ardían los pulmones, a pesar de lo cual hizo un esfuerzo por soltar el aire. Las palabras de Kruppe le habían arrastrado a… a un lugar, un atisbo de vastas salas repletas de conocimiento, y la firme, implacable y precisa mano que lo había reunido, que lo había grabado en un pergamino. Una biblioteca, estantes y estantes de madera oscura, tomos encuadernados en cuero brillante, pergaminos que amarilleaban, un escritorio lleno de hoyos y con manchas de tinta… Baruk sintió que apenas había echado un vistazo a aquella estancia. La mente de Kruppe, el lugar secreto cuya puerta permanecía cerrada a todos excepto a uno.
—Te refieres a una moneda —dijo Baruk, que en su esfuerzo por volver a la realidad centró la mirada en el disco de cera que Kruppe tenía en su mano.
Kruppe crispó los dedos de la mano. Se volvió y depositó el disco de cera en el alféizar de la ventana.
—Examina estos rasgos, maese Baruk. Marca ambos lados de la misma moneda. —De pronto reapareció el pañuelo y Kruppe retrocedió un paso, secándose el sudor de la frente—. ¡Menudo calor hace!
—Sírvete una copa de vino —murmuró Baruk. Cuando el hombrecillo se apartó de su lado, el alquimista abrió su senda. En respuesta a un gesto, el disco de cera se alzó en el aire y se dirigió flotando lentamente ante él, a la altura de sus ojos. Estudió las marcas—. La dama —dijo entre dientes. Dio la vuelta al disco y ante él apareció el señor. De nuevo giró el disco, y Baruk abrió unos ojos como platos al ver que empezaba a girar sobre el canto. Un sonido metálico se instaló en el fondo de su mente. Sintió que su senda resistía una presión que aumentaba con el sonido, y luego su fuente se derrumbó.
A lo lejos, como si se hallara a una gran distancia, oyó la voz de Kruppe.
—Incluso en este rasgo, maese Baruk, sopla el aliento de los Mellizos. Ninguna senda abierta por un mago es capaz de resistir semejante viento.
El disco seguía girando en el aire frente a Baruk como un borrón de color plateado. Una neblina se extendía a su alrededor. Unas gotas cálidas rociaban su rostro, y dio un paso atrás. El fuego azulado parpadeó en la cera derretida, mientras el disco giraba y giraba cada vez más rápido. Al cabo de un instante había desaparecido, y el sonido metálico y la presión que lo acompañaban cesaron de pronto. El silencio súbito produjo un intenso dolor de cabeza a Baruk. Apoyó una mano temblorosa en el alféizar de la ventana y cerró los ojos.
—¿Quién lleva la moneda, Kruppe? —preguntó con la voz áspera del dolor—. ¿Quién?
De nuevo Kruppe se hallaba a su lado.
—Un muchacho —respondió en un tono que parecía quitarle importancia al hecho—. Un conocido de Kruppe, sin duda, al igual que del resto de tus agentes: Murillio, Rallick y Coll.
—Algo así no puede ser una coincidencia —susurró Baruk, abriendo de nuevo los ojos, mientras hacía un esfuerzo desesperado por sobreponerse al terror que sentía. Oponn había entrado en el gambito, y para semejante poder la vida de una ciudad y de quienes la habitaban no tenía ningún valor—. Reúne a tu grupo. A todos los que me has nombrado. Hace mucho tiempo que sirven a mis intereses, y también deben hacerlo ahora por encima de todas las cosas. ¿Me entiendes?
—Kruppe comunicará tu insistencia. Es probable que Rallick tenga que atender asuntos de la Guilda, mientras que Coll, si cuenta de nuevo con un propósito en la vida, es posible que pueda aguzar la vista y aceptar con la cabeza bien alta esta misión. ¿Maese Baruk? Dime, por cierto, ¿en qué consiste?
—Hay que proteger al portador de la moneda. Vigiladlo, fijaros en quién lo mira cruzado, en quién lo trata con benevolencia. Debo saber si la dama lo tiene, o si es el señor. Ah, Kruppe, y busca a Rallick para esto. Si el señor reclama al portador de la moneda, será necesario contar con las habilidades del asesino.
—Entendido —respondió Kruppe—. Ay, espero que la compasión sonría al pobre Azafrán.
—¿Azafrán? —Baruk arrugó el entrecejo—. Diría que me suena ese nombre.
Kruppe mantuvo una expresión inescrutable.
—En fin. Muy bien, Kruppe. —Se volvió de nuevo a la ventana—. Mantenme informado.
—Como siempre, Baruk, amigo de Kruppe. —Y se inclinó ante él—. Gracias por el vino, que es delicioso.
Baruk oyó que la puerta se abría y luego se cerraba. Observó de nuevo la calle; había logrado controlar su miedo. Oponn tenía mano para arruinar los planes más cuidadosamente trazados. Baruk despreciaba la perspectiva de arriesgarse a entrometerse en sus asuntos. Ya no podía confiar en su habilidad para la predicción, para prepararse ante posibles contingencias, para cuidar de todas y cada una de las posibles variantes y dar con aquella que mejor encajara en sus planes. Tal como gire la moneda, lo hará la ciudad.
A todo esto había que añadir la peculiar forma de actuar de la emperatriz. Tendría que ordenar a Roald que le sirviera un poco de ese té relajante. El dolor de cabeza empezaba a debilitarle. Mientras se frotaba las sienes vio por el rabillo del ojo una especie de resplandor rojizo. Levantó las palmas de las manos a la altura de los ojos. Se las había manchado de tinta roja. Se inclinó sobre el alféizar de la ventana. A través de la nube de polvo que habían levantado en la calle se distinguían los tejados de Darujhistan y, más allá, el puerto.
—Y tú, emperatriz —susurró—. Sé que estás aquí, en algún lugar. Puede que tus peones se muevan invisibles, al menos de momento, pero los encontraré. Puedes estar segura de ello, con o sin la jodida suerte de Oponn.