Hay una cábala que respira
más hondo que los mugidos.
Atrae fuegos de esmeralda
bajo los radiantes adoquines de lluvia.
Aunque puedas escuchar el gemido,
procedente de las profundas cavernas,
el susurro de la hechicería
es más bajo que el postrer suspiro
de un ladrón que, sin quererlo,
da un paso en falso
en la secreta trama de Darujhistan…
Cábala (fragmento)
Lodazal (n. 1122?)
La punta extendida del ala derecha rozó la negra roca rugosa cuando Arpía remontó las silbantes corrientes de aire de Engendro de Luna. Desde las cuevas y las cornisas iluminadas por la luz de las estrellas, sus intranquilos hermanos y hermanas la llamaron al pasar. «¿Volamos?», preguntaron. Mas Arpía nada respondió. Sus rutilantes ojos negros seguían fieles en la bóveda celeste. Sus enormes alas batían con estruendoso poder. Tensa, inhibida, implacable. No tenía tiempo para el ansioso graznido de los jóvenes; no había tiempo para atender sus necesidades simplistas con la sabiduría que había acumulado a lo largo de sus mil años de vida.
Aquella noche, Arpía volaba para su señor.
Al remontar el vuelo por los quebrados picos que recorrían la cresta de Luna, un viento fuerte barrió sus alas, un viento frío y seco que sintió en las plumas untosas. A su alrededor, las corrientes nocturnas arrastraban minúsculas volutas de humo que parecían almas en pena. Arpía trazó un círculo completo mientras su mirada atenta percibía el fulgor de los pocos fuegos encendidos que quedaban en los riscos; luego alabeó un ala y se dejó llevar por el viento en dirección norte, al lago Azur.
Sobrevolaba una superficie que carecía de rasgos interesantes; era la llanura del Asentamiento, cuya monótona extensión de hierba grisácea no interrumpían ni colinas ni casas. Justo delante se extendía la reluciente capa enjoyada de Darujhistan, que proyectaba al cielo un fulgor color zafiro. A medida que se acercaba a la ciudad, su sobrenatural visión reparó, aquí y allá, entre las mansiones levantadas en la parte alta, en la emanación aguamarina de la hechicería.
Arpía graznó. La magia era como ambrosía para los grandes cuervos. Les atraía por el olor a sangre y poder, y al amparo de su aura la esperanza de vida se medía en siglos. Su aroma también ejercía otros efectos. Arpía volvió a graznar. Clavó la mirada en una de las mansiones en particular, envuelta por una profusión de magia protectora. Su señor le había dado una descripción minuciosa de la firma mágica que debía buscar, y ahí estaba, la había encontrado. Plegó sus alas y cayó en picado sobre la mansión.
Tierra adentro del puerto, situado en el distrito de Gadrobi, el terreno se elevaba formando cuatro terrazas al este. Las calles de adoquines, gastados hasta verse reducidos a un mosaico resbaladizo, eran representativas de la zona comercial del distrito de Gadrobi, y eran cinco en total, únicas rutas que llevaban al distrito del Cenagal y, de ahí, al siguiente barrio, llamado Antelago. Más allá de los tortuosos pasillos que en Antelago pasaban por calles, doce puertas de madera daban al distrito de Daru, y, desde éste, otras doce puertas —controladas éstas por la guardia de la ciudad, y atrancadas con un rastrillo de hierro— comunicaban la parte alta con la parte baja de la ciudad.
La cuarta hilera de casas, la situada en terreno más elevado, contaba con las mansiones de la nobleza de Darujhistan, al igual que con sus hechiceros, conocidos públicamente. En el cruce entre el paseo del Viejo Rey y la calle Vista se alzaba una colina de cima llana, sobre la cual se asentaba el Pabellón de la Majestad, donde a diario se reunía el concejo. Un parque angosto rodeaba la colina, cuyos caminos de arena serpenteaban a la sombra de centenarias acacias. En la entrada del parque, cerca de la colina del Cadalso, se encontraba la imponente puerta toscamente trabajada, única superviviente del castillo que en tiempos dominó la colina de la Majestad.
Hacía mucho desde que a Darujhistan lo gobernó un rey. La puerta, conocida como Barbacana del Déspota, se alzaba lúgubre y desangelada, y su entramado de grietas parecía un vestigio escrito de la pasada tiranía.
A la sombra del único e imponente dintel de piedra de la Barbacana se hallaban dos hombres. Uno de ellos, con el hombro apoyado en la roca, llevaba una cota de malla y un casco de cuero con la insignia de la guardia de la ciudad. Ceñía a la cintura una espada corta, envainada, con la empuñadura envuelta en cuero sudado, y apoyaba el poste de la pica en el hombro. Se acercaba el final de su turno de medianoche, y aguardaba armado de paciencia la llegada del hombre que lo relevaría en el puesto. De vez en cuando miraba al segundo hombre, con quien había compartido aquel lugar durante más de una noche a lo largo del año pasado. Las miradas que dedicaba al elegante caballero eran subrepticias, carentes de expresión.
Como solía suceder siempre que el concejal Turban Orr se acercaba a la puerta a esa hora de la noche, el noble apenas dedicaba un saludo al guardia; tampoco nunca había dicho o hecho nada que pudiera dar a entender que lo reconocía por haberlo visto ahí en otras ocasiones.
Turban Orr parecía un hombre falto de paciencia y siempre andaba de un lado a otro. Del tipo de personas que se incomodan por nada. Se paraba de vez en cuando para ajustarse la capa color vino, y sus lustradas botas chasqueaban al andar, despidiendo un leve eco al pie de la Barbacana. Desde las sombras, la mirada del guardia recalaba en la mano enguantada de Orr, que éste apoyaba en el pomo de plata de su espadín, consciente de que daba golpecitos con el índice al compás de sus propios pasos.
Al principio de la guardia, mucho antes de la llegada del concejal, caminaba lentamente por la Barbacana, extendiendo la mano de vez en cuando para tocar la antigua y sombría piedra. Seis años de guardias nocturnas en aquella puerta habían establecido una estrecha relación entre el hombre y el basalto. Conocía cada hendidura, cada una de sus cicatrices de escoplo. Sabía el lugar donde se había debilitado, donde el tiempo y los elementos habían estrujado la argamasa entre las piedras para después morderla hasta convertirla en polvillo. También sabía que su aparente debilidad no era más que un engaño. La Barbacana, y todo por lo que se erguía, aguardaba paciente, inmóvil, como un espectro del pasado, ansiosa por renacer una vez más.
Y eso, había jurado el guardia hacía mucho, jamás iba a permitirlo, siempre y cuando obrara en su poder hacerlo. La Barbacana del Déspota le proporcionaba todas las razones necesarias para ser quien era, Rompecírculos, un espía.
Tanto él como el concejal aguardaban la llegada de un tercero, que nunca faltaba a una cita. Turban Orr gruñiría como tenía por costumbre, molesto por el retraso; después aferraría al otro del brazo y caminarían juntos bajo el sombrío dintel de la Barbacana. Y, con ojos ya acostumbrados a la oscuridad, el guardia señalaría el rostro del otro, grabándolo de forma indeleble en la soberbia memoria que ocultaban sus facciones vulgares.
Para cuando ambos concejales volvieran de su paseo, el guardia habría sido relevado y se hallaría de camino al lugar donde debía entregar el mensaje, según las instrucciones de su señor. Si a Rompecírculos no le traicionaba la suerte, podría sobrevivir a la guerra civil en la que Darujhistan, al menos eso pensaba él, estaba a punto de sumirse. No le preocupaba la amenaza de Malaz. Las pesadillas, de una en una, se decía a sí mismo a menudo, sobre todo en noches como aquélla, cuando la Barbacana del Déspota parecía encarnar su promesa de resurrección con burlona seguridad.
—«Lo cual podría redundar en interés nuestro» —leyó en voz alta el alquimista supremo Baruk en el pergamino que sostenía con sus manos gordezuelas. Siempre la misma frase inicial, que apuntaba un conocimiento turbador. Una hora antes, su sirviente Roald le había entregado la nota, la cual, como todas las otras notas que le habían llegado a lo largo del año anterior, la habían encontrado en la buhedera de la puerta posterior de la propiedad.
Al reconocer la caligrafía, Baruk había leído inmediatamente la misiva y, después, había despachado a sus mensajeros a la ciudad. Tales nuevas exigían una acción, y él era uno de los pocos poderes secretos de Darujhistan capaces de encargarse de ello.
Se hallaba sentado en el sillón de felpa de su estudio, pensativo. Su engañosa mirada somnolienta pestañeó ante las palabras escritas en el pergamino. «El concejal Turban Orr pasea en el jardín con el concejal Feder. Tan sólo me conocen por Rompecírculos, un sirviente de la Anguila, cuyos intereses siguen coincidiendo con los de Baruk». De nuevo Baruk sintió la tentación. Con sus destrezas poco le costaría descubrir la identidad de quien la había escrito, pero no la de la Anguila, claro; ésa era una identidad que muchos ansiaban conocer, sin éxito. Como siempre, hubo algo que le contuvo.
Cambió de postura en el sillón y suspiró.
—Muy bien, Rompecírculos, continuaré respetándote, aunque está claro que sabes más que yo, y afortunado es, cómo no, que los intereses de tu señor coincidan con los míos. Al menos, de momento. —Arrugó el entrecejo, pensando en la Anguila, en los intereses no revelados de ese hombre (o esa mujer). Disponía de la información suficiente como para reconocer la existencia de demasiadas fuerzas en juego, una amalgama de poderes ancestrales que no era nada despreciable. Cada vez resultaba más difícil salir en defensa de la ciudad de modo que nadie reparara en su intervención. Quizá por ello volvió a plantearse la eterna pregunta: ¿también la Anguila, fuera quien fuese, le estaba utilizando?
Por extraño que pudiera parecer, no le preocupaba demasiado esa posibilidad. Ya había pasado mucha información vital por sus manos.
Enrolló cuidadosamente el pergamino y murmuró un sencillo hechizo. La nota, que desapareció con un plaf al caer por el aire, fue a reunirse con las demás en un lugar seguro.
Baruk cerró los ojos. A su espalda, el embate de un viento que no tardó en caer hizo temblar los amplios postigos de la ventana. Al cabo, se produjo un golpecito en el cristal ahumado. Baruk dio un respingo y abrió unos ojos como platos. Un segundo golpe, más audible que el primero, le hizo darse la vuelta con una velocidad sorprendente para alguien con una barriga como la suya. Se puso en pie, de cara a la ventana. Había algo agazapado en el alféizar, algo que a través de los postigos tan sólo se veía como una sombra negra.
Baruk arrugó el entrecejo. Imposible. No había nada capaz de burlar las barreras mágicas que había impuesto sin ser detectado. El alquimista gesticuló con una mano y los postigos se abrieron. Tras la ventana aguardaba un gran cuervo, que primero inclinó el cuello para mirar a Baruk con uno de sus ojos, y luego con el otro. Empujó el fino cristal con el pecho. Finalmente, el vidrio cedió y se hizo pedazos.
Abierta la senda, Baruk levantó ambas manos con un violento hechizo en la punta de la lengua.
—¡No malgastes tu aliento! —espetó el cuervo, sacando pecho y encrespando el plumaje para librarse de los restos del cristal—. Has llamado a tus guardias. No es necesario, mago. —Con un salto, el enorme pájaro se posó en el suelo—. Te traigo noticias que agradecerás conocer. ¿Tienes algo de comer?
Baruk estudió a la criatura.
—No tengo por costumbre invitar a ningún gran cuervo a mi morada —replicó—. Tampoco eres un demonio disfrazado.
—Pues claro que no. Me llamo Arpía. —Inclinó la cabeza en un gesto burlón—. Es un placer, señor.
Baruk titubeó, reflexivo. Al cabo, suspiró y dijo:
—De acuerdo. He ordenado a mis guardias que vuelvan a sus puestos. Mi sirviente Roald se acercará con los restos de la cena, si eso te acomoda.
—¡Excelente! —Arpía anadeó por el suelo hasta posarse en la alfombra, ante la chimenea—. Aquí estamos, sí, señor. Mmm. ¿Y qué me dices a una relajante copa de vino?
—¿Quién te ha enviado, Arpía? —preguntó Baruk cuando se acercó a la jarra del escritorio. Por lo general, no solía beber tras la puesta de sol (trabajaba de noche), pero tenía que reconocer el discernimiento de Arpía. Una copa de vino era precisamente lo que necesitaba para calmar los nervios.
El gran cuervo titubeó antes de responder a la pregunta.
—El señor de Engendro de Luna.
Baruk levantó la jarra, inmóvil.
—Comprendo —dijo en voz baja, mientras se esforzaba por controlar los latidos de su corazón. Depositó de nuevo la jarra encima de la mesa y, con una gran concentración, se llevó la copa a los labios. Estaba fresco, y al pasar por su garganta notó, en efecto, que se calmaba—. En fin —dijo al volverse—, ¿y qué puede ofrecerle un pacífico alquimista a tu señor?
Arpía abrió el pico de tal modo que Baruk pudo reconocer que se trataba de una risa silenciosa. El pájaro clavó su brillante ojo en él.
—A juzgar por tu respuesta te falta el aliento, señor. Calma. Mi amo desea hablar contigo. Quiere venir aquí esta misma noche. Dentro de una hora.
—Y tú debes transmitirle mi respuesta.
—Sólo si tomas rápidamente una decisión. Tengo cosas que hacer, después de todo. Soy algo más que una simple mensajera. Quienes saben reconocer la sabiduría cuando reciben pruebas de ella me tienen por alguien valioso. Soy Arpía, la mayor de los grandes cuervos de Engendro de Luna, aquella cuyos ojos han presenciado un millar de años de locura humana. De ahí mi harapienta capa y el pico roto, pruebas de vuestro indiscriminado afán de destrucción. No soy sino el testigo alado de vuestra eterna locura.
—Algo más que un simple testigo —replicó Baruk con cierta burla en el tono de voz—. Es bien sabido que tú y los tuyos os alimentasteis en la llanura que se extiende ante las murallas de Pale.
—A pesar de ello, no fuimos nosotros los primeros en cebarnos de carne y sangre, señor, no lo olvides.
Baruk le dio la espalda.
—Lejos de mi intención defender a mi especie —murmuró, más para sí que para Arpía, cuyas palabras le habían herido. Reparó en los cristales que alfombraban el suelo, al pie de la ventana. Murmuró un hechizo reparador y observó cómo se recomponían—. Hablaré con tu señor, gran cuervo. —Asintió al ver que el cristal se levantaba del suelo y volvía a colocarse en el marco de la ventana—. Dime, ¿tu señor desdeñará mis protecciones tan fácilmente como lo has hecho tú?
—Mi señor es honorable y posee una gran cortesía —respondió Arpía con cierta ambigüedad—. Debo avisarle, ¿pues?
—Hazlo —cedió Baruk tomando otro sorbo de vino—. Abriré un paso para esta visita.
Llamaron a la puerta.
—¿Sí?
Entró Roald.
—Hay alguien esperando en la puerta que desea verle —informó el sirviente de pelo blanco mientras depositaba en la mesa un plato con una abundante ración de cerdo asado.
Baruk se volvió a Arpía con una ceja enarcada. Ésta batió sus alas.
—Tu invitado es mundano, un personaje azogado en cuyos pensamientos anidan la avaricia y la traición. Un demonio se aferra a su hombro, un demonio llamado ambición.
—¿De quién se trata, Roald? —preguntó Baruk.
El sirviente titubeó y lanzó una fugaz mirada al ave, que en ese momento parecía más pendiente del plato de cerdo.
Baruk rió.
—A juzgar por lo dicho por mi sabia invitada, creo que ella ya conoce la identidad de ese hombre. Habla sin reparos, Roald.
—Es el concejal Turban Orr.
—Me quedaré contigo —dijo Arpía—, si necesitas mi consejo.
—Hazlo, por favor —aceptó el alquimista—, y sí, agradeceré tu consejo.
—No soy más que un perro mascota —canturreó el gran cuervo con timidez, adelantándose a la siguiente pregunta de Baruk—, así es. Y mis palabras sonarán a su oído como suaves ladridos. —Ensartó un pedazo de carne y la engulló de un bocado.
A Baruk empezaba a gustarle aquella vieja bruja negra.
—Tráenos al concejal, Roald.
El sirviente abandonó la estancia.
Unas antorchas arcaicas iluminaban con luz temblorosa el jardín de altos muros, proyectando sombras vacilantes sobre las losas. El viento soplaba tierra adentro procedente del lago, y agitaba las hojas, de modo que las sombras danzaban como diablillos. En la segunda planta del edificio había un balcón que daba al jardín. Tras las cortinas del ventanal se movían dos siluetas.
Rallick Nom se encontraba agazapado en el muro del jardín, en un nicho de oscuridad bajo la cornisa de gablete. Estudió la silueta femenina con la paciencia de una serpiente. Era la quinta noche seguida que se situaba en aquel observatorio oculto. Numerosos amantes tenía dama Simtal, aunque él había identificado a dos en particular, merecedores de una atención especial. Ambos eran concejales de la ciudad.
La puerta de cristal se abrió y una figura salió al balcón. Rallick sonrió al reconocer al concejal Lim. El asesino modificó levemente la postura, deslizando una de sus manos enfundadas en un guante para tirar de la manivela engrasada. Sin apartar la vista del hombre que se apoyaba en la barandilla del balcón, Rallick introdujo cuidadosamente un virote. Una mirada a la punta de acero bastó para asegurarse. El veneno lanzó un húmedo destello a lo largo de los bordes afilados como cuchillas del proyectil. Devolvió la atención al balcón, donde vio que dama Simtal se había reunido con Lim.
No me extraña que no le falten amantes a ésa, pensó Rallick mientras la observaba atentamente. Su cabello negro, que en ese momento llevaba sin alfileres, caía liso y brillante hasta la parte donde se estrechaba la espalda. Llevaba un camisón de gasa, y las lámparas encendidas en la habitación transparentaban perfectamente sus curvas.
Desde el lugar donde se ocultaba, Rallick pudo escuchar su conversación.
—¿Por qué el alquimista? —preguntó dama Simtal, que parecía recuperar el hilo de una conversación que había empezado en el interior de la casa—. Ese viejo gordo, que apesta a sulfuro y azufre, no parece que tenga ningún peso político. Ni siquiera es miembro del concejo.
Lim rió en voz baja.
—Tu ingenuidad resulta encantadora, mi señora. Encantadora.
Simtal se apartó de la barandilla y se cruzó de brazos.
—Ilústrame, pues —dijo en tono cortante, apenas contenido.
—No tenemos más que sospechas, señora —explicó Lim tras encogerse de hombros—. Pero tan sólo el lobo que es sabio sigue hasta el último rastro, por despreciable que pueda parecer. Al alquimista no le importa que los demás lo consideren igual que lo haces tú, como a un viejo senil y chocho. —Lim pareció reflexionar, como si sopesara cuánto podía revelar—. Disponemos de fuentes entre los magos —continuó con cautela—. Nos informan de un hecho cargado de significado. Muchos de los magos de la ciudad temen al alquimista, a quien se refieren con un título… que de por sí sugiere la existencia de algún tipo de cábala secreta. Un parlamento de hechiceros, señora, es cosa mala.
Dama Simtal había vuelto al lado del concejal. Ambos se inclinaron sobre la barandilla y observaron el oscuro jardín. La mujer permaneció un rato en silencio.
—¿Tiene vínculos con el concejo? —preguntó finalmente la dama.
—Si los tiene, ha ocultado muy bien las pruebas —respondió Lim con sonrisa lobuna.
Política —pensó Rallick con desprecio—. Y poder. Esa zorra se abre de piernas al concejo, al que ofrece un vicio que pocos pueden ignorar. Rallick crispó las manos. Mataría esa noche. No se trataba de un contrato; la Guilda no tenía nada que ver. Su venganza era un asunto personal. La mujer hacía acopio de poder, aislándose, y Rallick creía saber por qué. Los fantasmas de la traición no la dejarían en paz.
Paciencia, se recordó al apuntar el arma. Durante los últimos dos años, dama Simtal había llevado una existencia indolente, y las riquezas que había robado le habían servido para aguzar aún más su avaricia, mientras que el prestigio de ser la única propietaria de la hacienda había contribuido mucho a engrasar los goznes de la puerta que conducía a su dormitorio. El crimen que había cometido no era contra Rallick, pero, al contrario que la persona contra la que había atentado, Rallick no tenía orgullo para detener la venganza.
Paciencia, se repitió Rallick, cuyos labios pronunciaron en silencio la palabra mientras observaba a su víctima con un ojo entrecerrado. Aquélla era una cualidad definida por su recompensa, recompensa de la que tan sólo le separaban unos instantes.
—Menudo perrazo —alabó el concejal Turban Orr al entregar la capa a Roald.
En aquella habitación, Baruk era el único capaz de distinguir el aura de ilusión que envolvía por completo al negro perro de caza, hecho un ovillo en la alfombra, ante el fuego del hogar. El alquimista sonrió y señaló un sillón.
—Pero siéntese, por favor, concejal.
—Lamento molestarle a estas horas de la noche —dijo Orr, mientras se acomodaba en el sillón de felpa. Baruk se sentó frente al invitado, y Arpía se encontraba entre ambos—. Se dice que la alquimia florece mejor en la profunda oscuridad.
—Por eso supo que me encontraría despierto —dijo Baruk—. Ha demostrado que sabe cuándo apostar, concejal. ¿Qué se le ofrece?
Orr extendió la mano para acariciar la cabeza de Arpía.
Baruk tuvo que apartar la mirada para contener la risa.
—El concejo votará dentro de dos días —explicó Orr—. Creemos que con la proclama de neutralidad que buscamos, podremos evitar la guerra con Malaz. Sin embargo, hay quienes no lo ven de ese modo. El orgullo ha vuelto beligerantes a estos concejales. No atienden a razones.
—Tal como nos sucede a todos —murmuró Baruk.
—El apoyo de los hechiceros de Darujhistan haría mucho bien a nuestra causa.
—Cuidado —advirtió Arpía—. Este hombre se muestra muy vehemente.
Orr observó al perro.
—Tiene una patita mala —explicó Baruk—. No le haga mucho caso. —El alquimista recostó la espalda en el sillón y arrancó un hilo suelto de la túnica—. Admito sentir cierta confusión, concejal. Parece dar por sentadas algunas cosas que no puedo aprobar. —Baruk extendió las manos y miró a Orr a los ojos—. Los hechiceros de Darujhistan, por ejemplo. Podría recorrer los Diez Mundos sin encontrar una colección más viperina y rabiosa de seres humanos. Oh, no pretendo decir que todos sean así, puesto que existen algunos cuyo único interés, u obsesión, si lo prefiere, consiste en ahondar en el conocimiento de su trabajo. Llevan tanto tiempo con la nariz enterrada entre libros, que ni siquiera sabrían decirle en qué siglo estamos. Los demás hallan en las disputas el único placer de sus vidas.
A medida que Baruk exponía sus impresiones, los labios de Orr habían dibujado una sonrisa.
—No obstante —dijo con un brillo de astucia en su oscura mirada—, hay algo en lo que todos coinciden.
—¿De veras? ¿Y de qué se trata, concejal?
—En el poder. Baruk, todos sabemos de su eminencia entre los magos de la ciudad. Bastaría con una palabra suya para unirlos a todos.
—Me halaga que piense así —respondió Baruk—. Desdichadamente, he ahí su segunda conjetura errónea. Aunque tuviera la influencia que sugiere —Arpía resopló, lo cual le hizo acreedor de una mirada encendida de Baruk—, y conste que no es así, ¿por qué motivo iba yo a apoyar una postura tan conscientemente ignorante como la que proponen? ¿Una declaración de neutralidad? Sería como querer navegar contra el viento, concejal. ¿De qué iba a servir?
La sonrisa de Orr se volvió más tensa.
—Imagino, señor, que no querrá compartir el mismo destino que los demás magos de Pale.
—¿A qué se refiere? —preguntó Baruk, ceñudo.
—Asesinado por una Garra al servicio del Imperio. Engendro de Luna iba totalmente por su cuenta en lo que respecta al Imperio.
—Su información contradice la mía —replicó Baruk, que se maldijo por haber revelado tanto.
—No confíes demasiado en ello —advirtió Arpía—. Ambos estáis equivocados.
Orr había enarcado las cejas al escuchar las palabras de Baruk.
—¿De veras? Quizá resultaría mutuamente beneficioso compartir la información de que disponemos.
—No lo creo —replicó Baruk—. ¿Qué supone eso de apabullarme con la amenaza del Imperio? Que si se vota en contra de la declaración, todos los hechiceros de la ciudad morirán a manos del Imperio. Y que si se vota a favor de ella, tendrán derecho a abrir las puertas a los malazanos para una convivencia pacífica, escenario en el cual sobrevivirían los hechiceros locales.
—Muy astuto, señor —observó Arpía.
Baruk estudió la rabia que apenas lograba ocultar la expresión del concejal.
—¿Neutralidad? Qué bien ha logrado dar la vuelta al significado de esa palabra. Esa declaración suya sólo serviría como primer paso hacia la anexión total, Orr. Por suerte para los suyos, no ejerzo influencia alguna, ni tengo voto ni peso. —Baruk se levantó—. Roald le acompañará a la puerta.
Turban Orr también se levantó del sillón.
—Ha cometido un grave error —dijo—. Aún no se ha cerrado la letra de la declaración. Parece ser que haremos bien en eliminar cualquier consideración relacionada con los hechiceros de Darujhistan.
—Ahí se la ha jugado —observó Arpía—. Aguijonéalo a ver qué más suelta.
Baruk se acercó a la ventana.
—Tan sólo cabe esperar que los suyos no obtengan la victoria al término de la votación —dijo secamente, de espaldas al concejal.
Orr replicó tan acalorada como apresuradamente.
—Mis cuentas me dicen que hemos alcanzado la mayoría esta noche, alquimista. Podría haber puesto la guinda al pastel. Lástima —se burló—, porque ganaremos sólo por un voto. Aunque con eso bastará.
Baruk se volvió a Orr cuando Roald entraba en la estancia con la capa del concejal doblada en el brazo.
Arpía se desperezó en la alfombra.
—Que de todas las noches hayan escogido ésta para tentar con tales palabras a una miríada de destinos —dijo con fingido y burlón abatimiento. El gran cuervo ladeó la cabeza. Le había parecido oír el sonido metálico de una moneda al girar. Débilmente, como a una gran distancia.
La sacudida de poder que se produjo en algún punto de la ciudad hizo temblar a Arpía.
Rallick Nom aguardó a que llegara el momento. No más indolencia para dama Simtal. El final de tantos lujos llegaría esa noche. Las dos figuras se apartaron de la barandilla y se volvieron a la puerta de cristal. Rallick tensó el dedo sobre el gatillo.
De pronto se quedó como paralizado. Un sonido metálico reverberó en su mente, susurrándole una serie de palabras que lo sumieron en un repentino baño de sudor. De pronto todo cambió en su mente. Su plan de venganza rápida se derrumbó, aunque de las ruinas surgió uno más… elaborado.
Todo esto había sucedido entre latido y latido de corazón. Se aclaró la vista de Rallick. Dama Simtal y el concejal Lim se encontraban ante la puerta. La mujer se dispuso a correrla a un lado. Rallick desplazó un poco la mira de la ballesta, y después apretó el gatillo. El arma dio un brusco tirón hacia arriba, mientras el virote se dirigía hacia su objetivo tan rápido que se volvió invisible hasta que lo alcanzó.
En el balcón, una de las dos figuras se volvió, encajado el impacto, con las manos extendidas. La puerta de cristal se hizo añicos cuando la víctima la atravesó.
Dama Simtal gritó horrorizada.
Rallick no esperó un latido de corazón más. Giró sobre sí hasta quedar boca arriba, deslizó la ballesta en el estrecho saliente que mediaba entre la cornisa y el tejado. Después se deslizó muro abajo y se descolgó por fuera mientras se oían las primeras voces de alarma en la hacienda. Al cabo de un instante cayó hasta posarse como un felino en el callejón.
El asesino se puso en pie, se ajustó la capa y, luego, caminó por la callejuela lateral, lejos de la hacienda. No habría lugar para la indolencia en la vida de dama Simtal. Ni tampoco para una muerte rápida. Un miembro muy poderoso y muy respetado del concejo de la ciudad acababa de ser asesinado en su balcón. Sin duda, la esposa de Lim —su viuda, mejor dicho— tendría algo que decir al respecto de lo sucedido. La primera fase, se dijo Rallick mientras atravesaba la puerta de Osserc y descendía la amplia rampa que conducía al distrito de Daru, sólo la primera fase, el gambito de apertura, una indicación para dama Simtal de que la caza había empezado, con ella misma, eminente dama, representando el papel de la presa. No será fácil; esa mujer no es nueva en el juego de la intriga.
—Correrá más sangre —susurró en voz alta al doblar una esquina y acercarse a la entrada, poco iluminada, de la taberna del Fénix—. Pero al final caerá, y con su caída una antigua amistad se verá encumbrada. —Se acercaba a la taberna cuando alguien asomó de las sombras de un callejón contiguo. Rallick se detuvo. La figura llamó su atención con un gesto y se amparó de nuevo en la oscuridad.
Rallick la siguió. Ya en el callejón, esperó a acostumbrar la vista a la escasa luz. Mientras, el hombre que tenía delante lanzó un suspiro.
—Es muy probable que la venganza te haya salvado el pellejo esta noche —dijo con amargura.
Rallick apoyó un hombro en la pared y se cruzó de brazos.
—¿Cómo?
El líder del clan Ocelote se acercó a él, y su rostro chupado se torció en lo que ya era un gesto habitual en él.
—La noche ha sido un desastre, Nom. ¿No te has enterado?
—No.
Los finos labios de Ocelote dibujaron una sonrisa carente de humor.
—Ha estallado una guerra en los tejados. Alguien pretende matarnos. Hemos perdido a seis rondadores en menos de una hora, lo cual significa que hay más de un asesino ahí fuera.
—Sin duda —respondió Rallick, que cambió la postura cuando la humedad de las piedras de la taberna traspasó la capa hasta llegarle a la piel y provocarle un escalofrío. Como de costumbre, los asuntos de la Guilda le aburrían.
Ocelote continuó.
—Perdimos a ese hombretón llamado Talo Krafar, y a un líder de clan. —Echó un vistazo por encima del hombro, como si sospechara la llegada de un ataque inesperado por la espalda.
A pesar de su falta de interés, Rallick enarcó ambas cejas al oír aquella parte de las noticias.
—Deben de ser muy buenos.
—¿Buenos? Todos nuestros testigos oculares están muertos, así van las cosas esta horrible noche. Esos cabrones no cometen errores.
—Todos cometemos errores —masculló Rallick—. ¿Ha salido Vorcan?
Ocelote negó con la cabeza.
—Aún no. Está demasiado ocupada convocando a todos sus clanes.
Rallick arrugó el entrecejo; a pesar de sí mismo, sentía curiosidad.
—¿Podría tratarse de un desafío por el liderazgo de la Guilda? Quizá sea un asunto interno, una facción que…
—¿Acaso nos tienes por una pandilla de idiotas, Nom? Esa fue la primera sospecha de Vorcan. No, no se trata de algo interno. Sea lo que sea que anda por ahí matando a los nuestros es de fuera de la Guilda. Incluso de fuera de la ciudad.
A Rallick la respuesta le parecía obvia.
—Un clan del Imperio, entonces —sugirió con un encogimiento de hombros.
Aunque a juzgar por su expresión parecía renuente, Ocelote tuvo que admitir que su hombre tenía razón.
—Es probable. Se supone que son los mejores, ¿verdad? Pero ¿por qué van a por la Guilda? Si estuviera en su lugar iría antes a por la nobleza.
—¿Me estás pidiendo que me ponga en la piel de la emperatriz, Ocelote?
—He venido a advertirte de lo sucedido. Y eso es un favor que te hago, Nom. Dado que andas metido en esa venganza tuya, la Guilda no tiene la obligación de protegerte. Considéralo un favor.
Rallick se apartó de la pared y se volvió a la embocadura del callejón.
—¿Un favor, Ocelote? —rió.
—Vamos a tender una trampa —dijo éste al tiempo que se interponía en su camino. Luego señaló la taberna del Fénix con su barbilla cubierta de cicatrices—. Déjate ver, y procura que todo el mundo se entere de a qué te dedicas por dinero.
—Cebo —concluyó impasible el asesino.
—Tú haz lo que te digo.
Sin responder, Rallick abandonó el callejón, subió la escalera y entró en la taberna del Fénix.
—Algo toma forma en la noche —dijo Arpía cuando Turban Orr se hubo marchado. El aire que la rodeaba resplandeció al adoptar de nuevo su verdadera forma.
Baruk se acercó a la mesa de mapas con las manos entrelazadas a la espalda para contener el temblor que se había apoderado de ellas.
—Entonces, tú también lo has sentido. —Hizo una pausa, y luego suspiró—. Estas parecen las horas de mayor ajetreo.
—La convergencia de poder siempre produce este resultado —explicó Arpía, que se incorporó para extender sus alas—. Se reúnen los vientos negros, alquimista. Cuidado con su aliento de látigo.
—Vientos que tú montas, mensajera de nuestras trágicas desdichas —gruñó Baruk.
—Se acerca mi señor —aseguró mientras se dirigía como un pato a la ventana—. Tengo otras cosas que hacer.
—Permíteme —dijo el alquimista, acompañando la petición de un gesto.
Seguidamente, la ventana se abrió de par en par.
Arpía batió sus alas hasta posarse en el alféizar. Una vez allí, guiñó un ojo a Baruk.
—Veo doce barcos que navegan hacia un puerto —dijo—. Once están envueltos en llamas.
Baruk dio un respingo. No había previsto la posibilidad de una profecía. Entonces, sintió miedo.
—¿Y el duodécimo barco? —preguntó en un hilo de voz.
—En el viento una granizada de chispas llena el cielo nocturno. Las veo girar sobre sí, girar alrededor del último barco. —Arpía hizo una pausa—. Siguen girando. —Después desapareció.
Baruk se hundió de hombros. Vuelto al mapa extendido sobre la mesa, estudió las once ciudades que en tiempos fueron libres, antes de enarbolar sus astas la bandera del Imperio. Sólo quedaba Darujhistan, la duodécima y última sin una bandera que fuera color vino y gris.
—El paso de la libertad —murmuró.
De pronto gruñeron las paredes que lo rodeaban; Baruk ahogó un grito y un peso enorme pareció aplastarlo. La sangre latía con fuerza en sus sienes, hasta tal punto que sintió un terrible dolor de cabeza. Se apoyó en el borde de la mesa para evitar caerse. Los globos de luz incandescente suspendidos del techo perdieron intensidad, y luego se apagaron. En la oscuridad, el alquimista oyó chasquidos a lo largo y ancho de las paredes, como si la mano de un gigante acabara de aplastar el edificio. De pronto desapareció la presión, y Baruk levantó una mano temblorosa para secar el sudor que perlaba su frente.
Una voz suave habló a su espalda.
—Saludos, alquimista supremo. Soy el señor de Engendro de Luna.
Aún frente a la mesa, Baruk cerró los ojos y asintió.
—El título no será necesario —susurró—. Por favor, llámame Baruk.
—En la oscuridad me siento como en casa —dijo la visita—. ¿Supondrá un inconveniente, Baruk?
El alquimista murmuró un hechizo. Pudo distinguir los detalles del mapa extendido en la mesa, que emanaba una especie de fulgor azulado. Se volvió al señor de Engendro de Luna y se asombró al descubrir que la figura alta y cubierta con una capa despedía tan poco calor como el resto de los objetos inanimados de la estancia. A pesar de la oscuridad, alcanzó a distinguir sus rasgos faciales.
—Tiste andii —dijo.
El otro se inclinó levemente. Sus ojos angulosos y multicolor observaron la habitación.
—¿Tienes vino, Baruk?
—Por supuesto, señor. —El alquimista se dirigió al escritorio.
—Mi nombre, al menos tal como los humanos han podido pronunciarlo hasta ahora, es Anomander Rake. —Este siguió a Baruk al escritorio. Sus botas chascaban en el encerado suelo de mármol.
Baruk sirvió el vino, y luego se volvió para estudiar a Rake con cierta curiosidad. Había oído que los guerreros tiste andii combatían al Imperio en el norte, bajo el mando de una bestia salvaje llamada Caladan Brood. Se habían aliado con la Guardia Carmesí y, juntas, ambas huestes diezmaban a los malazanos. De modo que había tiste andii en Engendro de Luna, y el que tenía delante era su señor.
Era la primera vez que Baruk se hallaba en presencia de un tiste andii. Eso hizo que se sintiera un poco inquieto. Qué ojos tan extraordinarios, pensó. En un instante eran color de ámbar, felinos e inquietantes y, al siguiente, eran grises y taimados como los de una serpiente. Un auténtico arco iris de colores capaz de reflejar todos los estados de humor. Se preguntó si serían capaces de mentir.
La biblioteca del alquimista incluía algunas copias de los tomos que habían sobrevivido de la obra La locura de Gothos, escritos jaghut que databan de hacía milenios. En ellos, los tiste andii eran mencionados de vez en cuando con cierto temor, recordó Baruk. Gothos mismo, un mago jaghut que había descendido a las sendas más profundas de la magia ancestral, había alabado a los dioses de aquellos tiempos porque los tiste andii fueran tan pocos en número. Si acaso, la misteriosa raza de piel negra había disminuido desde entonces.
Anomander Rake tenía la piel negra como el azabache, lo cual coincidía con las descripciones de Gothos, aunque su melena poseía el color de la plata. Sus rasgos eran marcados, como tallados en ónice, con grandes ojos de pupilas verticales con una leve inclinación hacia arriba.
Llevaba un mandoble atado a la amplia espalda con una correa. El pomo de plata que representaba un cráneo de dragón y la arcaica empuñadura asomaban por la vaina de madera que fácilmente debía de alcanzar las dos varas.
La espada emanaba poder, un poder que emponzoñaba el ambiente como la tinta negra se extendía en un estanque de agua. Baruk estuvo a punto de retroceder al reparar en ella, puesto que por un instante creyó ver una vasta oscuridad que bostezaba ante él, gélida como el corazón de un glaciar, que hedía a antigüedad y que emitía un imperceptible ronroneo. Baruk apartó la mirada del arma, y al levantarla encontró los ojos de Rake, que a su vez le observaba.
El tiste andii compuso una sonrisa, luego tendió a Baruk una de las copas llenas de vino.
—¿Demostró Arpía su habitual afición por el drama?
Baruk pestañeó, y no pudo evitar sonreír también.
—Nunca ha sido muy modesta a la hora de demostrar su talento. ¿Nos sentamos?
—Por supuesto —respondió Baruk, algo más relajado a pesar de la situación. Gracias a sus años de estudio, el alquimista sabía que un gran poder confiere una forma distinta a todas las almas. De haber sido retorcida la de Rake, Baruk lo hubiera sabido de inmediato. Sin embargo, el dominio del señor de Engendro de Luna parecía absoluto. Ya de por sí, eso infundía temor. Era él quien daba forma a su propio poder, y no al revés. Semejante control era… en fin, era inhumano. Tuvo la sospecha de que aquél no sería el primer descubrimiento respecto del mago-guerrero que le dejaría tan asombrado como espantado.
—Ella arrojó sobre mí todo lo que tenía a su alcance —dijo de pronto Rake.
Los ojos del tiste andii relucieron verdes como el gélido hielo.
Sobresaltado por la vehemencia de aquellas palabras, Baruk arrugó el entrecejo. ¿Ella? Ah, claro, la emperatriz.
—Y aun así —continuó Rake—, no pudo conmigo.
—Claro que… tuviste que retirarte —apuntó el alquimista con cierta cautela—, vencido, derrotado. Percibo tu poder, Anomander Rake —añadió—. Vibra como una onda. Por tanto, debo preguntarte cómo lograron derrotarte. Algo sé acerca de Tayschrenn, mago supremo del Imperio, y aunque tiene bastante poder no podría competir con el tuyo. Por tanto, volveré a preguntártelo… ¿cómo?
Con la mirada en el mapa, Rake respondió a la pregunta de su anfitrión.
—He destinado a mis hechiceros y a mis huestes a la campaña que Brood libra en el norte. En mi ciudad hay niños, sacerdotes y tres ancianos y pedantes hechiceros.
¿Ciudad? ¿Acaso hay una ciudad en el interior de Engendro de Luna?
—No puedo defender toda una Luna —prosiguió Rake—. No puedo estar en todas partes a la vez. Y en lo que respecta a Tayschrenn, nada le importan las personas que tiene a su alrededor. Pensé en disuadirle, en hacerle pagar un precio demasiado alto… —Negó con la cabeza, perplejo, y luego miró a Baruk—: Me retiré para salvar el hogar de mi pueblo.
—Y dejaste que Pale cayera… —Baruk cerró la boca, maldiciendo su falta de tacto.
Sin embargo, Rake se limitó a encogerse de hombros.
—No había contado con sufrir un asalto a gran escala. Mi sola presencia había mantenido a raya al Imperio durante casi dos años.
—He oído que el Imperio anda falto de paciencia —murmuró Baruk, pensativo—. Querías verme, Anomander Rake, y aquí me tienes. ¿Qué deseas de mí?
—Una alianza —respondió el señor de Luna.
—¿Conmigo? ¿Una alianza personal?
—Ahórrate las burlas, Baruk —advirtió de pronto Rake, cuya voz adquirió la gelidez del hielo—. No voy a dejarme engañar por ese concejo de mamarrachos que no hacen más que discutir en el Pabellón de la Majestad. Sé que quienes rigen Darujhistan son Baruk y sus magos. —Se levantó del sillón y le miró con sus ojos grisáceos—. Voy a decirte algo. Para la emperatriz, su ciudad es la única perla en este continente de fango. La quiere, y por lo general suele conseguir todo lo que se propone.
Baruk se agachó para arrancar un hilo del repulgo de la túnica.
—Comprendo —dijo en voz baja—. Pale contaba con magos.
—Por supuesto —aseguró Rake, ceñudo.
—Aun así —prosiguió Baruk—, cuando la batalla se torció, lo primero en lo que pensaste no fue en la alianza que habías pactado con la ciudad, sino en el bienestar de tu Luna.
—¿Quién te ha dicho eso? —inquirió Rake.
Baruk levantó ambas manos.
—Algunos de esos magos lograron huir.
—¿Se encuentran en la ciudad? —preguntó Rake, cuyos ojos se habían vuelto negros como la noche.
Al verlos, Baruk empezó a sudar bajo la túnica.
—¿Por? —preguntó.
—Quiero sus cabezas —respondió el otro, como si nada. Luego llenó de nuevo la copa y tomó un sorbo.
Una mano helada acababa de cernirse sobre el corazón de Baruk, y asía con más fuerza en ese momento. En los últimos latidos de ese mismo órgano, el dolor de cabeza se había vuelto insoportable.
—¿Por qué? —preguntó de nuevo, en un tono que parecía más un grito ahogado.
Si el tiste andii reconoció la súbita incomodidad del alquimista, no dio muestra alguna de ello.
—¿Por qué? —Pronunció aquellas palabras como si las catara en la boca igual que se hace con el vino, mientras en sus labios se perfilaba una sonrisa—. Cuando la hueste de Moranth descendió de las montañas y Tayschrenn cabalgó a la cabeza de su cuadro de magos, cuando se extendió el rumor de que una Garra del Imperio se había infiltrado en la ciudad —la sonrisa de Rake se torció hasta convertirse en una mueca despectiva—, los magos de Pale huyeron. —Hizo una pausa, como si ordenara en la memoria el curso de los acontecimientos—. Me encargué de la Garra cuando apenas habían dado doce pasos tras las murallas. —Calló de nuevo, y su rostro delató un atisbo de arrepentimiento—. De haber permanecido los magos en la ciudad, el asalto hubiera sido rechazado. Tayschrenn, al parecer, estaba más pendiente de… otras cuestiones. Había saturado su posición, la cima de la colina, de protecciones mágicas. Después desató los demonios no contra mí, sino contra algunos de sus compañeros. Eso me desconcertó, aunque, en lugar de permitir que tales criaturas conjuradas vagaran a sus anchas, tuve que emplear un poder vital para destruirlas. —Suspiró y luego añadió—: Retiré Luna cuando poco faltaba para su destrucción. Dejé que vagara al sudoeste, en pos de esos magos.
—¿En pos de ellos?
—Di con el rastro de todos a excepción de dos. —Rake miró fijamente a Baruk—. Quiero a esos dos; los prefiero con vida, pero con sus cabezas me daré por satisfecho.
—¿Los asesinaste a todos? ¿Y cómo?
—Con mi espada, por supuesto.
Baruk retrocedió un paso, impresionado.
—Oh —susurró—. Oh.
—La alianza —recordó Rake antes de apurar la copa.
—Hablaré con la cábala a este respecto —respondió Baruk, que se puso en pie temblando—. Pronto te enviaremos nuestra respuesta. —Observó la espada atada con correas a la espalda del tiste andii—. Dime, si atrapas a esos magos con vida, ¿utilizarás esa espada para acabar con ellos?
—Por supuesto —aseguró Rake, ceñudo.
—En tal caso, tendrás sus cabezas —decidió Baruk, cerrando los ojos y volviéndose.
A su espalda, Rake rompió a reír.
—Tu corazón alberga demasiada compasión, alquimista.
La pálida luz tras la ventana anunciaba el alba. Tan sólo una de las mesas seguía ocupada en el interior de la taberna del Fénix. A ella se sentaban cuatro hombres, uno de ellos dormido en la silla, con la cabeza sobre los restos de la cerveza caliente. Roncaba, y mucho. Los demás jugaban a las cartas, dos de ellos con los ojos inyectados en sangre de puro cansancio; el último estudiaba la mano y hablaba. Y hablaba.
—Y luego también recuerdo aquella vez que salvé la vida de Rallick Nom, al final de la calle de la Víspera. Cuatro, no, cinco corruptos rufianes habían acorralado al chico contra una pared. Apenas se tenía en pie el pobre Rallick, debido al centenar de cuchilladas que tenía en todo el cuerpo. Tuve claro en ese momento que no duraría mucho la riña. Me acerqué a ellos, a esos seis asesinos, por detrás, el viejo Kruppe con fuego en las yemas de los dedos: un hechizo mágico de tremebunda virulencia. Pronuncié las palabras mágicas, y ¡zas! Seis montoncillos de ceniza a los pies de Rallick. Seis montoncitos de cenizas entre los cuales brillaban las monedas que llevaban sus dueños encima. ¡Ah, ja, ja, ja! ¡Digna recompensa!
Murillio inclinó la elegante y larga melena sobre Azafrán Jovenmano.
—Será posible —susurró—. Que un turno pueda durar tanto como cuando juega Kruppe…
Azafrán sonrió a su amigo.
—No me importa, de veras. Aquí estoy a salvo, y eso es lo que cuenta para mí.
—Una guerra de asesinos… ¡Bah! —exclamó Kruppe, que se reclinó para limpiar su frente con un pañuelo de seda—. Kruppe sigue teniendo sus dudas. Decidme, ¿no visteis a Rallick Nom aquí antes? Habló largo y tendido con Murillio ahí mismo, eso hizo el muchacho. Tan pancho como siempre, ¿o no?
—Nom se comporta así cada vez que se carga a alguien —replicó Murillio—. ¡Maldita sea, haz el favor de jugar una carta! Tengo algunas citas que atender esta mañana.
—¿Y de qué hablaste con Rallick? —preguntó Azafrán.
Por toda respuesta, Murillio se limitó a encogerse de hombros. Luego continuó mirando fijamente a Kruppe.
—¿Es el turno de Kruppe? —preguntó éste, enarcando sus finísimas cejas.
Azafrán cerró los ojos y se espatarró en la silla.
—Vi a tres asesinos en los tejados, Kruppe. Y los dos que mataron al tercero fueron a por mí, aunque resulta obvio que no soy ningún asesino.
—Bien —dijo Murillio, que reparó en la ropa maltratada del joven ladrón, y en los cortes y roces de su rostro y manos—. Estoy dispuesto a creerte.
—¡Estúpidos! Kruppe comparte su mesa con unos estúpidos. —Kruppe observó al que roncaba—. Y éste de aquí, Coll, es el mayor de ellos. Triste es que sea consciente de ello, de ahí su actual estado, del que podrían deducirse muchas verdades profanas. ¿Citas dices, Murillio? Kruppe no sabía que las damitas de la ciudad amanecieran tan temprano. Después de todo, ¿qué podrían contemplar en el espejo? Kruppe tiembla sólo de pensarlo.
Azafrán masajeó el rasguño que ocultaba su larga mata de pelo castaño. Al dar con él, torció el gesto.
—Vamos, Kruppe —masculló—. Juega una carta.
—¿Me toca?
—Diría que la conciencia de sí mismos no es algo que se extienda a quienes les toca jugar —comentó secamente Murillio.
Se oyeron pasos en la escalera. Los tres se volvieron para ver a Rallick Nom, que bajaba de la primera planta. El hombre alto de piel oscura parecía descansado. Llevaba la capa de día, de color púrpura, sujeta al cuello con un broche plateado de nácar. Acababa de hacerse sendas trenzas, que de algún modo enmarcaban su rostro estrecho y recién afeitado. Rallick se acercó a la mesa y llevó la mano a la rala melena de Coll. Luego tiró de ella para levantar la cabeza del borracho de los restos de cerveza que empapaban la mesa. Seguidamente, devolvió la cabeza a su lugar y tiró del respaldo de una silla.
—¿Seguís con la partida de anoche?
—Pues claro —respondió Kruppe—. Kruppe tiene a estos dos contra la mismísima pared, ¡a punto de perder hasta sus mismísimas camisas! Me alegra volver a verte, amigo Rallick. Este muchacho de aquí —Kruppe señaló a Azafrán con su mano regordeta, en la que los dedos mariposeaban—, habla incansablemente del peligro de muerte que pende sobre nuestras cabezas. ¡Un auténtico diluvio de sangre! ¿Alguna vez habías escuchado semejantes tonterías, Rallick, amigo de Kruppe?
—Es un rumor como otro cualquiera —respondió Rallick quitándole importancia—. Esta ciudad se erigió sobre rumores.
Azafrán se sintió extrañado. Por lo visto, aquella mañana nadie parecía dispuesto a afrontar las respuestas. Se preguntó de nuevo de qué habrían estado hablando antes el asesino y Murillio; encorvados sobre una mesa tenuemente iluminada en una esquina del salón, a Azafrán le había parecido que conspiraban. No era que no solieran hacerlo, aunque casi siempre Kruppe fuera el instigador.
Murillio se volvió hacia la barra.
—¡Sulty! —llamó—. ¿Estás despierta?
Se oyó un gruñido a modo de respuesta procedente de la barra de madera y luego Sulty se levantó; llevaba el pelo rubio despeinado, y su rostro generoso en carnes tenía si cabe un aspecto aún más rellenito.
—Ajá —masculló—. ¿Qué pasa?
—Desayuno para mis amigos, si eres tan amable. —Murillio se puso en pie y repasó la factura de su indumentaria con una mirada crítica y desaprobadora. La camisa corta, teñida de un verde estridente, colgaba de su desgarbada huesa, mustia y con manchas de cerveza. Sus buenos pantalones de cuero se veían muy arrugados. Con un suspiro, Murillio se apartó de la mesa—. Debo darme un baño y cambiarme de ropa. Por lo que respecta a la partida, me rindo consumido por la desesperanza. He llegado a la conclusión de que Kruppe jamás jugará su carta, y que por tanto nos sumirá en un mundo inverosímil, plagado de sus recuerdos y reminiscencias, en lo que potencialmente parece ser que será una eternidad. Buenas noches a todos. —Rallick y él cruzaron una mirada, y Murillio asintió de forma imperceptible.
Azafrán percibió aquella muda comunicación, y de resultas de ello frunció aún más el ceño. En cuanto Murillio se hubo marchado, se volvió a Rallick. El asesino permanecía sentado, pendiente de Coll, con una expresión tan impenetrable como de costumbre.
Sulty se metió en la cocina, y al cabo el salón se llenó del estruendo de los cacharros.
Azafrán arrojó sus cartas al centro de la mesa y se recostó, cerrados los ojos.
—¿Se ha rendido también el muchacho? —preguntó Kruppe.
Azafrán asintió.
—Ajá, Kruppe sigue imbatido. —Dejó las cartas y remetió el pañuelo que llevaba alrededor del grueso cuello.
En la mente del ladrón iba en aumento la sospecha de que existía una intriga. Primero, la guerra de los asesinos, luego Rallick y Murillio, que tramaban algo. Al poco, abrió los ojos. Le dolía todo el cuerpo después de la persecución de la noche anterior, pero era consciente de la suerte que había tenido. La imagen de aquellos asesinos altos y negros volvió a él, acompañada de un temblor que lo sacudió. A pesar de todos los peligros que le habían acechado en los tejados la pasada noche, tenía que admitir que había sido muy emocionante. Después de cerrar de un portazo la puerta de la taberna y beber a grandes tragos la cerveza que Sulty le había puesto en la mano, todo su cuerpo había temblado durante largo, largo rato.
Observó a Coll. Éste, Kruppe, Murillio y Rallick… Qué grupo tan extraño: un borracho, un mago obeso de dudosas habilidades, un petimetre y un asesino.
A pesar de todo, eran sus mejores amigos. Sus padres habían perecido a causa de la Plaga Alada cuando él apenas había cumplido los cuatro años. Desde entonces había sido su tío Mammot quien se había encargado de él. El anciano sabio lo hizo lo mejor que pudo, aunque no fue suficiente. Azafrán descubrió en las noches sin luna en los tejados y en las sombras de las calles un mundo más excitante que el que ofrecían los mohosos libros de su tío.
No obstante, a esas alturas se sentía muy solo. Kruppe nunca se desprendía de su máscara de idiota, ni siquiera un instante: a lo largo de todos los años en los que Azafrán había servido como aprendiz del gordo en el arte del robo, jamás lo había visto actuar de otra manera. La vida de Coll parecía centrada única y exclusivamente en un constante rechazo de la sobriedad, por razones que Azafrán desconocía, aunque sospechaba que, en otros tiempos, Coll había sido alguien. Y ahora Rallick y Murillio le habían excluido de una nueva intriga.
Una imagen se formó en sus pensamientos: el cuerpo de una doncella dormida, en cuya piel se reflejaba la luz de la luna; enfadado consigo mismo, sacudió la cabeza.
Sulty llegó con el desayuno: rebanadas de pan frito en mantequilla, un pedazo de queso de cabra, un tallo de uvas del lugar y una cafetera con el amargo café de Callows. Sirvió primero a Azafrán, que se lo agradeció con un gruñido.
La impaciencia de Kruppe fue en aumento, mientras Sulty servía al joven.
—Menuda impertinencia —dijo el hombre, ajustando los manchados puños de su amplia casaca—. Kruppe se está planteando lanzar un millar de hechizos a la maleducada de Sulty.
—Será mejor que Kruppe no haga tal cosa —advirtió Rallick.
—Oh, no, pues claro que no —se corrigió Kruppe, que se secó la frente con el pañuelo—. Después de todo, un mago de mis destrezas jamás se rebajaría por un simple pinche.
—¿Pinche? —preguntó Sulty; acto seguido se hizo con una rebanada de pan, con la cual golpeó la cabeza de Kruppe—. No te preocupes —dijo mientras se dirigía de vuelta a la barra—. Con un pelo como el tuyo, nadie se dará cuenta.
Kruppe se quitó el pan de la cabeza. Estaba a punto de arrojarlo al suelo, pero cambió de opinión y se humedeció los labios.
—Esta mañana Kruppe se siente magnánimo —dijo antes de que sus labios formaran una generosa sonrisa; colocó el pan en su plato. Se inclinó hacia delante y entrelazó los dedos gordezuelos—. Kruppe desearía iniciar este ágape con unas uvas, por favor.