Y si este hombre te ve en sueños
mientras te meces en la cavilosa noche
de esta estación
bajo la recia rama de un árbol,
y tu sombra está encapuchada
sobre la cuerda anudada,
así querrán los vientos de su paso
retorcer tus tiesos miembros
hasta que adquieran la semblanza del correr…
Rumor nacido
Pescador (n. ?)
Año 907 del Tercer Milenio
Estación de Fanderay en el año de los Cinco Colmillos
Dos mil años desde el nacimiento de Darujhistan, la ciudad
En su sueño, el orondo hombrecillo partía de la ciudad de Darujhistan por la puerta de Dos Bueyes, en dirección al sol poniente. Los harapientos faldones de su casaca otrora roja flameaban debido a las prisas. No tenía ni idea de cuánto tendría que andar. Ya le dolían los pies.
Había penurias en el mundo, y desdichas también. En tiempos de conciencia anteponía las inquietudes del mundo a las suyas. Por suerte, reflexionó, tales momentos eran los menos, y aquél en concreto, se dijo, no era uno de ellos.
—Ay, el mismísimo sueño empuja a estos utensilios de muchos dedos bajo las inestables rodillas —dijo con un suspiro—. Siempre el mismo sueño. —Y así era. Vio ante sí al sol montar la lejana cima; era un disco cobrizo tras la neblina del humo de la leña. Sus pies lo llevaron por la serpenteante calle embarrada de Villachabola, donde las chozas se repartían a ambos lados en la oscuridad creciente. Los ancianos envueltos en andrajos amarillos propios de los leprosos se acuclillaban cerca de los fuegos y guardaban silencio a su paso. Las mujeres, vestidas de forma similar, permanecían junto al fangoso pozo y dejaron de empapar gatos, pasmosa actividad cuyo simbolismo pasó desapercibido al hombre que caminaba apresuradamente.
Cruzó el puente del río Maiten, pasó a través de los menguantes pastos de Gadrobi y salió al camino bordeado por las viñas. Allí se demoró, pensando en el vino que producirían aquellas suculentas uvas. Sin embargo, los sueños siguen adelante, conscientes de su propia inercia, de su ritmo, y aquel pensamiento no fue más pasajero que su paso fugaz.
Sabía que su mente estaba huyendo, que huía de la ciudad condenada que había dejado a su espalda, huyendo de la oscuridad cuyas cavilaciones daban forma a un nubarrón negro sobre la urbe. Pero, sobre todo, huía de todo cuanto sabía y de todo lo que era.
Algunos canalizaban el talento que poseían arrojando los huesos, leyendo las calenturas de los omóplatos o interpretando a los Fatid de la baraja de los Dragones. En cuanto a Kruppe, no necesitaba de tantos remilgos. Tenía en la cabeza el poder de la adivinación, y no podía negarlo por mucho que lo intentara. Entre las paredes de su cráneo tañía la canción fúnebre de la profecía que reverberaba en todos y cada uno de sus huesos.
—Pues claro que es un sueño —masculló—. Sueño que huyo. Kruppe piensa que quizá pueda escapar esta vez. Nadie podría acusar de insensato a Kruppe, después de todo. Gordo, perezoso y dejado… sí; inclinado a los excesos, algo torpe con la sopa en el plato… seguramente. Pero insensato, no. Ha llegado el momento de que el sabio escoja. ¿No es de sabios concluir que las vidas ajenas tienen menos importancia que la propia? Pues claro que sí, de muy sabios. Y Kruppe lo es.
Se detuvo para recuperar el aliento. Las colinas y el sol que se alzaban ante él no parecían hallarse más cerca. Era un sueño parecido al de la juventud cuyo envejecimiento se acelera, maldición escabrosa que uno no podía volver atrás… Pero ¿quién mencionaba la juventud? ¿O a un joven en particular?
—¡Seguro que no se trata del sabio de Kruppe! —Su mente vagabundea; magnánimo, Kruppe disculpa la broma, atormentado por el dolor que siente en las plantas de los pies, que están cansados, no, medio gastados por la incesante marcha. Las ampollas ya han hecho acto de presencia, seguro que sí. El pie grita pidiendo hundirse en agua caliente de jabón balsámico. Las articulaciones compañeras cantan a coro. ¡Ah, letanía! ¡Qué plañidos de desesperación! Dejad de lamentaros, queridas alas del vuelo. ¿Cuán lejos anda el Sol, además? Más allá de las colinas, de eso Kruppe está seguro. No más allá, palabra.
Sí, tan cierto como una moneda que siempre gira… Pero ¿quién habló de monedas? ¡Kruppe se declara inocente!
Procedente del norte, la brisa irrumpió en su sueño, arrastrando consigo el olor de la lluvia. Kruppe empezó a abrocharse el abrigo raído. Encogió la barriga en un esfuerzo por abrochar los últimos dos botones, aunque tan sólo logró abrochar uno.
—Incluso en el sueño —gruñó— la culpabilidad establece su opinión.
Pestañeó para proteger los ojos de la lluvia.
—¿Lluvia? ¡Pero si el año apenas acaba de empezar! ¿Llueve en primavera? Nunca antes se había preocupado Kruppe de asuntos tan mundanos. Quizá esta fragancia no sea sino el propio aliento del lago. Sí, claro. Asunto resuelto. —Entornó la mirada a las nubes negras que sobrevolaban el lago Azur.
—¿Debe Kruppe echar a correr? No, ¿dónde está su orgullo? ¿Y su dignidad? Ni una vez han mostrado su rostro en los sueños de Kruppe. ¿No hay cobijo en vuestro camino? Ah, los pies de Kruppe están cansados, las plantas ensangrentadas, hecha jirones la piel. ¿Y esto qué es?
Había topado con una encrucijada. Un edificio se alzaba chaparro sobre una suave elevación del terreno. Por las contraventanas sangraba la luz de las velas.
—Claro, una fonda —se dijo Kruppe con una sonrisa—. Largo ha sido el viaje, clara la necesidad de un lugar donde el viajero pueda descansar y solazarse. Como Kruppe, sin ir más lejos, arrugado aventurero con más de unas pocas leguas bajo el cinturón, por no mencionar las que éste abarca. —Y se apresuró hacia el edificio.
Un amplio árbol de ramas desnudas señalaba la encrucijada. De una de las fuertes ramas colgaba algo largo y envuelto en arpillera que crujía al viento. Kruppe apenas le dedicó una mirada. Se acercó al camino y empezó a ascender por él.
—Mala decisión, pronuncia Kruppe. Las fondas para el viajero polvoriento no deberían construirse en lo alto de las colinas. Lo malo de subir es descubrir cuán larga es la distancia que aún nos queda. Será necesario tener unas palabras con el propietario. En cuanto la dulce bebida alivie el gaznate, los filetes de carne roja a la parrilla calmen el buche y los vendajes limpios y ungidos vistan los pies. Tales reparaciones deben tener preferencia sobre los defectos en la planificación que Kruppe identifica aquí.
Cesó el monólogo, sustituido por los jadeos que daban fe del esfuerzo que le costaba el camino. Cuando llegó a la puerta, Kruppe andaba tan necesitado de resuello que ni siquiera levantó la mirada; se limitó a empujarla hasta que se abrió con el chirrido de herrumbrosos goznes.
—¡Ay! —exclamó al detenerse para cepillar las mangas del abrigo—. Un tanque de espuma para este… —Su voz se quebró al escrutar el conjunto de rostros mugrientos que se volvieron a mirarle—. Diría que el negocio no marcha bien —gruñó para sí. El lugar era, en efecto, una fonda, o al menos lo había sido hacía un siglo—. Menuda forma de llover tiene la noche —dijo a la media docena de mendigos arracimados alrededor de una vela gruesa puesta en el suelo de tierra.
—Te concederemos audiencia, desventurado —anunció uno de los tipos, que a continuación señaló una estera de paja—. Toma asiento y ameniza nuestra presencia.
Kruppe enarcó una ceja.
—Kruppe se siente honrado por su invitación, señor —hundió la cabeza y se acercó al corro—. Pero, por favor, no creáis que le esté privado contribuir a tan distinguida reunión. —Se sentó cruzado de piernas, gruñendo a causa del esfuerzo, y encaró al hombre que había hablado—. Compartirá su pan con todos los presentes. —De la manga sacó una gruesa rebanada de pan de centeno. El cuchillo del pan apareció en su otra mano—. Kruppe es conocido entre amigos y extraños a un tiempo, el mismo que se sienta sobre esta estera. Habitante de la reluciente Darujhistan, mística joya de Genabackis, jugosa vid madura en la cosecha. —Procuró también un pedazo de queso de cabra y sonrió con generosidad a todos aquellos rostros—. Y éste es su sueño.
—Así es, cierto —admitió el portavoz de los mendigos, cuyo rostro arrugado jugueteaba con el divertimento—. Siempre nos complace probar tus particulares viandas, Kruppe de Darujhistan. Y siempre nos complacen los apetitos de que haces gala en tus viajes.
Kruppe dispuso el pan, que cortó en rodajas.
—Kruppe siempre os ha considerado meros aspectos de sí mismo, media docena de hombres hambrientos como otros muchos. No obstante, por vuestro propio interés, ¿qué rogaríais a vuestro amo? Pues que dejara de huir, por supuesto. Que el propio cráneo es una estancia demasiado valiosa como para permitir que en ella reine el engaño. Aun así, Kruppe os asegura, por la experiencia que posee, que todo engaño nace en la mente, donde se alimenta en detrimento de las virtudes.
El portavoz aceptó una rebanada de pan y sonrió.
—En tal caso, quizá nosotros seamos tus virtudes.
Kruppe estudió en silencio el queso que tenía en la mano.
—Una posibilidad que Kruppe no había considerado antes, entreverada con la observación silenciosa del moho de este queso. Pero, ay, el tema corre peligro de perderse en el laberinto de la semántica. Los mendigos no pueden escoger en cuanto a queso se refiere. Habéis vuelto de nuevo, y Kruppe sabe por qué, tal como ha explicado ya con admirable ecuanimidad.
—La moneda gira, Kruppe, aún gira —recordó el portavoz, que privó a su rostro de humor.
Kruppe lanzó un suspiro. Luego, ofreció el queso de cabra al hombre que se sentaba a su derecha.
—Kruppe lo oye —admitió cansado—. No puede evitar oírlo. Un ruido metálico infinito que reverbera en su cabeza. Y por todo cuanto Kruppe ha visto, por todo lo que sospecha que hay, es sólo Kruppe, un hombre que desafiaría a los dioses en su propio juego.
—Quizá seamos tus dudas —sugirió el portavoz—, a las cuales no has temido enfrentarte antes, tal como te sucede ahora. Aun así queremos que vuelvas, incluso exigimos que luches por la vida de Darujhistan, por la vida de tus muchos amigos y por la vida del joven a cuyos pies caerá la moneda.
—Cae cada noche —aseguró Kruppe. Los seis mendigos asintieron al escuchar aquellas palabras, aunque en su mayoría parecían más pendientes del pan y el queso—. ¿Aceptará Kruppe, pues, este desafío? ¿Qué son los dioses, después de todo, sino las víctimas más propicias? —Sonrió al tiempo que levantaba las manos y revoloteaban sus dedillos—. ¿Para Kruppe, cuya rapidez de manos es tan sólo comparable a su agilidad mental? Víctimas perfectas de la seguridad en sí mismas, asegura Kruppe, cegadas siempre por la arrogancia, convencidas de su infalibilidad. ¿Acaso no es de extrañar que hayan sobrevivido tanto tiempo?
Asintió el portavoz, que apuntó con la boca llena de queso:
—Quizá en tal caso seamos tus dones. Desperdiciados, pues así están.
—Posiblemente —respondió Kruppe, que entornó los ojos—. A pesar de ello, sólo uno de vosotros habla.
El mendigo calló mientras tragaba, y luego, cuando rompió a reír, sus ojos danzaron a la luz de la vela.
—Quizá los demás deban hallar aún su voz, Kruppe. Esperan a recibir la orden de su amo.
—Oh, vaya —suspiró Kruppe mientras se disponía a levantarse—, aunque Kruppe es una caja de sorpresas.
—¿Vuelves a Darujhistan? —preguntó el portavoz levantando la mirada.
—Por supuesto —respondió Kruppe al tiempo que se ponía en pie con un gruñido sincero—. Apenas ha salido a disfrutar un poco del aire fresco de la noche, más limpio lejos de las temblorosas murallas de la ciudad, ¿no estás de acuerdo? Kruppe necesita ejercitar sus músculos para afilar sus ya prodigiosas destrezas. Un paseo en sueños. Esta noche —continuó, metiendo los pulgares en el cinto—, la moneda cae. Kruppe debe asumir su lugar en el centro de las cosas. Volverá a su cama, pues la noche aún es joven. —Paseó la mirada entre los mendigos. Todos parecían haber ganado peso, e incluso un color saludable cubría sus robustas mejillas mientras le observaban—. Kruppe asegura que ha sido un auténtico placer, caballeros. La próxima vez, no obstante, veámonos en una fonda que no se asiente en la cima de una colina, ¿qué os parece?
—Ah, pero Kruppe, los dones no se obtienen fácilmente, tampoco las virtudes, ni las dudas se superan con facilidad, y hambriento es siempre el ímpetu de quienes ascienden —sonrió el portavoz.
Kruppe entrecerró los ojos al mirar al hombre.
—Kruppe ya es demasiado listo —murmuró.
Abandonó la fonda y cerró suavemente la puerta al salir. Al descender el sendero llegó de nuevo a la encrucijada, donde se detuvo frente a la figura envuelta en arpillera que colgaba de la rama. Kruppe apoyó sus puños en las caderas y la estudió.
—Sé quién eres —aseguró, jovial—. El aspecto último de Kruppe para completar la colección de este sueño de aquellos rostros que le encaran y que pertenecen a Kruppe. O eso es lo que asegurarás. Eres la humildad, pero, como todo el mundo sabe, la humildad no tiene lugar en la vida de Kruppe, recuérdalo. De modo que aquí te quedas. —Después dirigió la mirada al este, a la gran ciudad que iluminaba el cielo azul y verde—. Ah, hogar de Kruppe es esa maravillosa y fogosa gema de Darujhistan. Y eso —añadió al echar a andar— es tal como debería ser.
Desde el muelle que se extendía a lo largo de la costa del lago, arriba por las danzarinas hileras de los arrabales de Gadrobi y Daru, entre los complejos de los templos y las mansiones de calidad, hasta la cumbre de la colina de la Majestad, donde se reunía el concejo local, los tejados de Darujhistan presentaban superficies llanas, de tejas corvadas, torres que remataban en un cono, campanarios y plataformas recargadas con tal caos y profusión de adornos que, a excepción de las calles mayores, el resto de la ciudad permanecía siempre oculta al sol.
Las antorchas que señalaban las callejuelas más frecuentadas eran astiles huecos, en cuya punta tenían una mano de hierro negro que aferraba entre sus dedos la piedra pómez. Alimentado a través de antiguas y picadas cañerías de cobre, el gas silbaba bolas de fuego alrededor de las piedras porosas, un fuego desigual que despedía una luz entre verde y azulada. El gas lo extraían de enormes cavernas bajo la ciudad, y era canalizado por imponentes válvulas. Quienes atendían estas obras eran los llamados Carasgrises, hombres y mujeres silenciosos que se movían como espectros bajo las calles adoquinadas de la urbe.
Por espacio de novecientos años el aliento del gas había alimentado al menos a uno de los distritos de la ciudad. Aunque hubo cañerías devoradas por coléricos fuegos y llamaradas que se alzaron cientos de varas al cielo, los Carasgrises habían aguantado, enroscando las cadenas y sometiendo a su invisible dragón hasta ponerlo de rodillas.
Bajo los tejados había un submundo bañado por siempre en fulgor azulado. Esa luz era la que señalaba la mayor parte de las avenidas y los muy concurridos, estrechos y torcidos pasadizos de los mercados. En la ciudad, sin embargo, más de veinte mil callejones, apenas lo bastante espaciosos como para permitir el paso de un carro de mano, permanecían siempre a la sombra, rota tan sólo por el transeúnte ocasional que llevara una antorcha o por las linternas sordas de la guardia de la ciudad.
De día, los tejados relucían calurosos al sol, abarrotados por esas banderas de la vida hogareña que, tendidas, se secaban y flameaban al viento procedente del lago. De noche, las estrellas y la luna iluminaban un mundo atravesado por las cuerdas de tender la ropa, vacíos, y por las caóticas sombras que despedían.
Aquella noche, una figura se entramaba alrededor de las cuerdas de cáñamo y también de las sombras. La luna en el firmamento tenía la forma de una hoz, y se abría camino entre leves bancos de nubes como la cimitarra de un dios. La figura vestía ropa negra, manchada de hollín alrededor del torso y las extremidades, y mantenía el rostro igualmente oculto, pues tan sólo había dejado el espacio que necesitaban sus ojos, que en ese momento observaban los tejados más próximos. La bandolera de cuero negro, que la figura tenía cruzada alrededor del pecho, contaba con bolsillos y prietos aros en los que llevaba las herramientas de la profesión: adujas de cable de cobre, limas de hierro, tres serruchos de metal, envueltos todos en sus correspondientes fundas lubricadas, goma, un terrón de sebo, un carrete de hilo de pescar, una daga de hoja estrecha y un cuchillo arrojadizo, ambos envainados bajo el brazo izquierdo, las empuñaduras mirando hacia la mano.
Las puntas de los mocasines del ladrón habían probado la brea. Cuando cruzó el tejado llano tuvo cuidado de no apoyar todo el peso en las puntas de sus pies, de modo que el medio pulgar que medía la tira de pegajosa brea había quedado intacta. Llegó al borde del edificio y se asomó; tres plantas más abajo distinguió un jardincillo tenuemente iluminado por cuatro lámparas de gas, colocadas en las esquinas de un patio enlosado en cuyo centro destacaba una fuente. Un fulgor púrpura se aferraba al follaje, que ganaba espacio en el patio, y brillaba con luz tenue en el agua que goteaba por una serie de hileras de piedra hasta desembocar en el estanque. En un banco situado junto a la fuente se hallaba sentado un guardia, reclinado, durmiendo, con una lanza entre las rodillas.
La mansión D’Arle era un tema de conversación muy popular entre los círculos de la nobleza de Darujhistan, sobre todo por la elegibilidad de la hija más joven de la familia. Muchos habían sido los pretendientes, muchos los regalos entre gemas y fruslerías que residían ahora en el dormitorio de la joven doncella.
Si bien estas historias pasaban de boca en boca como un dulce entre los miembros de la clase alta, pocos plebeyos prestaban atención cuando se hablaba de ello en su presencia. No obstante, había quienes escuchaban con muchísimo interés, ambiciosos y mudos de pensamiento, ansiosos por conocer más detalles.
Mientras vigilaba al guardia que dormitaba en el jardín, la mente de Azafrán Jovenmano tanteó a través de las especulaciones de lo que estaba a punto de suceder. La clave estaba en descubrir qué habitación de las veinte que tenía la casa correspondía a la doncella. A Azafrán no le gustaban las conjeturas, pero había descubierto que sus pensamientos, llevados casi totalmente por el instinto, actuaban conducidos por una lógica propia cuando decidía ese tipo de cosas.
Lo más probable era que el piso superior fuera el destinado a la más joven y bella de las hijas de los D’Arle. Y con un balcón que miraba al jardín…
Pasó la atención del guardia a la pared que tenía inmediatamente debajo. Tres balcones, pero sólo uno, a la izquierda, en la tercera planta. Azafrán se apartó del borde y se deslizó en silencio por el tejado, hasta calcular que estaba justo encima del balcón; entonces se acercó de nuevo y se asomó.
Apenas tres varas de altura, eso como mucho. A ambos lados del balcón se alzaban sendas columnas de madera pintada. Un arco en forma de media luna las unía, un arco que distaba un brazo desde su posición, y que de algún modo completaba el marco del balcón. Con una última mirada al guardia, que no se había movido, y cuya lanza no parecía correr peligro de caer con estrépito en las losas, Azafrán descendió lentamente por la pared.
La brea de los mocasines se aferró con fuerza a los salientes. Había multitud de asideros, puesto que el tallador había esculpido hondo en la madera dura, y el sol, la lluvia y el viento habían deteriorado la pintura. Descendió por una de las columnas hasta que sus pies se posaron en la barandilla del balcón, donde ésta lindaba con la pared. Al cabo de un instante, se agazapó en las baldosas barnizadas, a la sombra de una mesita de hierro forjado y de una silla con cojín.
No se filtraba ninguna luz por los postigos de la puerta corredera. Dos silenciosos pasos lo llevaron junto a ésta. Tras inspeccionarla unos instantes, reconoció el tipo de cerradura. Azafrán sacó un serrucho de minúsculos dientes y se dispuso a trabajar. La herramienta no hacía prácticamente ningún ruido, no más que el temblor de la pata de un saltamontes. Estupendo instrumento, poco común y probablemente muy caro. Azafrán tenía suerte de contar con un tío que alimentaba un interés superficial por la alquimia y que, por tanto, tenía necesidad de herramientas fortalecidas mediante el uso de la magia para construir sus bizarros mecanismos de filtrado. Aún mejor, puesto que su tío era un hombre muy distraído, con tendencia a extraviar cosas.
Al cabo de largo rato los dientes del serrucho cortaron el último pestillo. Devolvió el serrucho al arnés, se limpió el sudor con las manos y abrió la puerta.
Azafrán asomó la cabeza en la habitación. En la penumbra gris vio una imponente cama con dosel, que apenas distaba unas dos varas a su izquierda, con la cabecera apoyada contra la pared. Una mosquitera la envolvía hasta caer en pliegues en el suelo, donde formaban una pila. Procedente de la cama escuchó la respiración regular de alguien que se hallaba sumido en un sueño profundo. La estancia olía a perfume del caro, especiado y probablemente procedente de Callows.
Inmediatamente frente a él había dos puertas: una entreabierta, que conducía al cuarto de baño; la otra constituía una formidable barrera de roble reforzado, con una si cabe más formidable cerradura. Contra la pared, a su derecha, se encontraba el armario ropero, y un tocador en cuya superficie vio tres bruñidos espejos de plata, unidos sus marcos entre sí mediante goznes. El del medio subía hasta la mitad de la pared, los otros dos formaban en ángulo sobre el tocador, colocados para reflejar un sinfín de rostros de admiración. Azafrán se puso de lado y se coló en la habitación. Una vez dentro, se levantó lentamente y desperezó los músculos, aliviándolos de la tensión que los había mantenido inmóviles durante la pasada media hora. Volvió la mirada al tocador y se encaminó de puntillas hacia él.
La mansión de los D’Arle era la tercera desde la cima de la antigua avenida K’rul, que discurría ladera arriba por la primera de las colinas internas de la ciudad hasta un patio circular, enmarañado con hierbajos e irregulares dólmenes semienterrados. Frente al patio se alzaba el templo de K’rul, cuyas antiguas piedras estaban cubiertas de grietas y sepultadas por el musgo.
El último monje del dios ancestral había fallecido hacía generaciones. El campanario cuadrado que se alzaba en el patio interior del templo pertenecía al estilo arquitectónico de un pueblo que había desaparecido tiempo ha. Cuatro postes de mármol rosado señalaban las esquinas del atrio, que aún sostenía en lo alto un techo terminado en punta, con costados que habían sido escalados en tejas de bronce con aguas verdes.
El campanario dominaba una docena de tejados llanos, pertenecientes a mansiones y casas de la clase acomodada. Una de estas construcciones casi invadía el terreno delimitado por los muros del templo, y en su techo se proyectaba la larga sombra de la torre. En este tejado permanecía agazapado un asesino, que tenía las manos manchadas de sangre.
Talo Krafar, del clan de Jurig Denatte, respiraba entrecortadamente. El sudor dibujaba surcos en la frente manchada de tierra, para luego resbalar por su ancha nariz torcida. Se miraba las manos con los ojos muy abiertos, puesto que suya era la sangre que las manchaba.
Aquella noche, su misión era la del azotacalles; había patrullado los tejados de la ciudad que, a excepción de algún que otro ladrón, eran los dominios de los asesinos, el medio por el cual se desplazaban por la ciudad sin ser detectados. Los tejados les proporcionaban una ruta en aquellos encargos no autorizados de carácter político, o en la continuación de una querella entre dos casas, o en el castigo por una traición. El concejo gobernaba de día bajo el escrutinio público; la Guilda lo hacía de noche, invisible, y no dejaba testigos. Así había sido siempre desde que se puso la primera piedra en Darujhistan junto a las costas del lago Azur.
Talo cruzaba un tejado inocuo cuando el virote de una ballesta descargó un martillazo en su hombro izquierdo. La fuerza del golpe lo empujó hacia delante, y por unos interminables instantes contempló aturdido el nocturno cielo lleno de nubes negras, preguntándose qué había sucedido. Finalmente, cuando el entumecimiento dio paso al dolor, se encogió sobre el costado. El virote lo había atravesado de parte a parte. Lo vio en las tejas embreadas, a una vara escasa de distancia, y giró sobre sí hasta colocarse junto al proyectil ensangrentado.
Le bastó con echarle un vistazo para confirmar que no se trataba del arma de un ladrón. Era un arma pesada, la de un asesino. A medida que este hecho se abría paso a través de la confusa maraña que formaban los pensamientos de Talo, éste se puso primero de rodillas y, luego, en pie. Finalmente, corrió despacio hacia el borde del edificio.
La sangre chorreaba de la herida cuando descendió al oscuro callejón situado al pie de la casa. Cuando por fin sus mocasines descansaron en los resbaladizos adoquines alfombrados de basura, hizo una pausa en un esfuerzo por infundir algo de claridad en su mente. Aquella noche había estallado una guerra de asesinos. Pero ¿qué líder de clan sería lo bastante insensato como para creer que él, o ella, podría usurpar a Vorcan el control que ejercía en la Guilda? Fuera como fuese, debía regresar al nido de su clan, a ser posible. Y con esa intención echó a correr.
Había corrido en zigzag oculto en las sombras del tercer callejón cuando sintió un escalofrío en la espina dorsal. Talo se quedó paralizado mientras recuperaba el resuello. La sensación que aumentaba en la boca del estómago era inconfundible, tan cierta como el instinto: lo estaban siguiendo. Observó la pechera empapada de la camisa y comprendió que no iba a poder burlar a su perseguidor. Sin duda, el cazador le había visto entrar en el callejón e incluso le estaría apuntando a la boca con la ballesta desde el extremo opuesto. Al menos, así lo habría hecho el propio Talo.
Tenía que dar la vuelta a la partida, tender una buena trampa. Y para lograrlo necesitaba los tejados. Talo volvió a la embocadura del callejón que acababa de tomar y estudió los edificios cercanos. Dos calles a su derecha se alzaba el templo de K’rul. Clavó la mirada en el edificio oscuro del campanario. Allí.
El ascenso a punto estuvo de costarle la conciencia. Arriba se agazapó a la sombra del campanario, a un edificio de distancia del templo. Sus esfuerzos habían bombeado sangre al hombro en una cantidad espantosa. Había visto sangre antes, por supuesto, pero jamás tanta, y propia, de golpe. Por primera vez se planteó en serio si iba a morir. Sus brazos y piernas empezaron a entumecerse, y comprendió que si seguía donde estaba era muy posible que jamás pudiera marcharse. Con un gruñido imperceptible se puso en pie. El salto al tejado del templo apenas eran unas varas, pero al caer lo hizo de rodillas.
Entre jadeos, Talo hizo a un lado cualquier pensamiento relacionado con el fracaso. Lo único que quedaba era descender por el muro interno del templo hasta el patio y, luego, subir la escalera en espiral del campanario. Dos tareas. Dos tareas bien sencillas. En cuanto se hallara al amparo de las sombras del campanario, podría vigilar todos los tejados de las inmediaciones. Y el cazador iría a por él. Talo se detuvo a comprobar el estado de su propia ballesta, que llevaba cruzada a la espalda, y los tres virotes enfundados en el muslo izquierdo.
Observó la oscuridad que se extendía como un manto a su alrededor.
—Seas quién seas, cabrón, te atraparé —susurró.
Acto seguido, se arrastró a gatas por el tejado del templo.
La cerradura del joyero resultó sencillísima. Al poco de entrar en la habitación, Azafrán la había limpiado de arriba abajo. Una pequeña fortuna en oro, gemas y perlas, guardadas ya en la bolsita de cuero que llevaba atada al cinto.
Permaneció acuclillado junto al tocador, contemplando la última pieza del botín. Esto lo guardaré. Se trataba de un turbante de seda azul celeste con borlitas entretejidas, cuyo cometido, sin duda, era servir en la próxima fiesta. Al cabo, dejó de admirarlo, se colocó el turbante bajo la axila y se levantó. Entonces, volvió la mirada a la cama y se acercó.
La mosquitera obscurecía la forma medio enterrada bajo las suaves sábanas. Otro paso le llevó al borde del lecho. La muchacha estaba desnuda de cintura para arriba. El ladrón sintió que el rubor se extendía por sus mejillas, lo cual no le hizo apartar la mirada. Por la Reina de los Sueños, ¡pero si es preciosa! A sus diecisiete años de edad, Azafrán había visto suficientes rameras y bailarinas como para no quedarse boquiabierto ante las virtudes desnudas de una mujer; aun así, no podía dejar de mirarla. Luego, con una mueca de disgusto, se dirigió a la puerta del balcón. Un instante después había salido de la habitación. Tomó una bocanada del frío aire nocturno para despejarse un poco. Arriba, por encima del manto oscuro, un puñado de estrellas resplandecía con la suficiente intensidad para atravesar la gasa de nubes. No eran nubes, sino el humo que había cruzado el lago procedente del norte. La noticia de la caída de Pale a manos del Imperio de Malaz había corrido de boca en boca aquellos dos últimos días.
Y nosotros somos los siguientes.
Su tío le había contado que el concejo seguía proclamando la neutralidad, en un intento desesperado por desvincular la ciudad de la ya destruida alianza de las Ciudades Libres. Pero los malazanos no parecían prestar atención. ¿Y por qué iban a hacerlo? —preguntaba su tío—. El ejército de Darujhistan consta de una despreciable pandilla de hijos de familias nobles que no hacen más que dedicarse a deambular por la calle de las Putas, cuidando de que no les birlen la espada engarzada…
Azafrán se encaramó al tejado de la mansión y se deslizó en silencio por las tejas. Otra casa, de idéntica altura, apareció ante él con un tejado llano a menos de dos varas de distancia. El ladrón se detuvo en el borde para mirar abajo, al callejón que se hallaba a una caída de diez varas, pero no vio más que oscuridad. Seguidamente cubrió de un salto la distancia que lo separaba del otro tejado.
Se dispuso a cruzarlo. A su izquierda se alzaba la lúgubre silueta de la torre del campanario de K’rul, nudosa como un puño huesudo hundido en el firmamento nocturno. Azafrán llevó la mano a la bolsita de cuero que colgaba del cinto, tanteando con los dedos el nudo y el estado de los cordeles. Satisfecho por considerarlos bien prietos, comprobó el turbante que llevaba hundido bajo una correa del arnés. Todo en orden. Luego reanudó su silencioso paseo por el tejado. Estupenda noche aquélla. Azafrán sonrió.
Talo Krafar abrió los ojos. Aturdido y cegado, miró a su alrededor. ¿Dónde estaba? ¿Por qué se sentía tan débil? Al recordar lo sucedido, un gruñido escapó de sus labios. Había perdido la conciencia, ahí apoyado contra la columna de mármol. Pero ¿qué le habría despertado? Se irguió y se impulsó hacia arriba para echar un vistazo a los tejados cercanos. ¡Ahí! Una figura se movía por el tejado llano de un edificio que no distaba ni cinco varas.
Ahora, cabrón. Ahora. Levantó la ballesta, apoyando el hombro sano en la columna. Ya la había armado, aunque no recordaba haberlo hecho. A esa distancia era imposible fallar. En cuestión de segundos, su cazador estaría muerto. Talo sonrió mostrando los dientes y apuntó con sumo cuidado.
Azafrán se encontraba a medio camino por el tejado, acariciando con una mano el turbante de seda que guardaba a la altura del corazón, cuando una moneda cayó a sus pies con tal estruendo metálico que no pudo dejar de oírlo. Por un acto reflejo se agachó para atraparla con ambas manos. Algo zumbó en el aire, justo sobre su cabeza, y levantó la mirada, asustado, para después tumbarse cuerpo a tierra cuando una teja de cerámica se hizo añicos a seis varas de donde se encontraba.
Gimió al comprender qué era lo que había sucedido, y después, cuando se desplazó a gatas, acarició la moneda distraído, antes de guardarla bajo el cinto.
Talo lanzó una maldición, incapaz de creer que hubiera errado. Bajó la ballesta y contempló a la figura, aturdido, hasta que su sentido del peligro acudió una vez más en su ayuda. Y cuando giró sobre los talones, vio una figura encapuchada de pie ante él, con los brazos en alto. Bajó los brazos con un rápido ademán y dos dagas largas y estriadas se hundieron en el pecho de Talo. Con un último gruñido de incredulidad, el asesino murió.
Un chirrido llegó a oídos de Azafrán, que se volvió para encarar el campanario. Un bulto se precipitó entre las columnas a una altura de cinco varas. Instantes después, una ballesta lo siguió. Azafrán levantó la mirada para ver la silueta enmarcada entre las columnas, así como los relucientes cuchillos que empuñaban sus manos. La sombra parecía estudiarle.
—¡Oh, Mowri! —rezó el ladrón, antes de darle la espalda y echar a correr.
En el campanario de K’rul, los ojos del asesino, con su peculiar forma, observaron la huida del ladrón hacia el extremo opuesto del tejado. Levantó un poco la barbilla y aspiró el aire, luego arrugó el entrecejo. Una ráfaga de poder acababa de deshilachar el tejido de la noche, como quien atraviesa con el dedo una tela podrida. A través del desgarrón había llegado alguien.
El ladrón ganó el extremo opuesto y desapareció tras él. El asesino siseó un hechizo en una lengua más antigua que el propio campanario y el templo, una lengua que nadie había escuchado en aquellas tierras desde hacía milenios, y después saltó del campanario. A lomos de la aureola mágica, el descenso del asesino al tejado fue lento, controlado. Al posarse, sus pies apenas rozaron las tejas.
Surgida de la oscuridad apareció una segunda figura, cuya capa extendida semejaba un par de alas negras. Luego apareció una tercera, que también descendió en silencio sobre el tejado. Conversaron brevemente. La última en llegar masculló una orden, y luego se movió. Las otras dos cruzaron algunas palabras más, y se dispusieron a seguir el rastro del ladrón, armada la segunda de una ballesta.
Un rato después, Azafrán se recostó en el tejado inclinado de la casa de un mercader para recuperar el aliento. No había visto a nadie ni oído nada. O bien el asesino no le había perseguido, o se las había apañado para perderlo. A él o a ella. Recuperó mentalmente la imagen de aquella figura en el campanario. No, no era probable que fuese una mujer. Demasiado alta, casi dos varas, y muy delgada.
Un temblor sacudió al joven ladrón. ¿Con qué se había topado? Un asesino casi le había ensartado, un asesino al que después alguien había matado. ¿Una guerra entre Gremios? En tal caso, los tejados acababan de convertirse en un lugar muy peligroso.
Azafrán se levantó con cautela y miró a su alrededor.
Una teja cayó con estrépito desde el tejado. Azafrán se volvió para ver al asesino que se arrojaba sobre él. Un vistazo a las dos dagas que relampaguearon en la noche le bastó para echar a correr hacia el borde del tejado y arrojarse en brazos de la oscuridad.
El edificio que tenía enfrente se hallaba demasiado lejos, pero Azafrán había escogido su lugar de descanso en terreno conocido. Al precipitarse en las sombras extendió las manos. El cable se hundió bajo los brazos y se deslizó a las axilas mientras hacía lo posible por aferrarse a algo sólido, pero quedó colgando a unas seis varas de altura sobre el callejón.
Si bien la mayor parte de los cables para tender la ropa extendidos en las calles de la ciudad eran muy finos, poco fiables, había entre ellos algunos cables forrados de tela. Colocados por generaciones y generaciones de ladronzuelos, estaban, además, firmemente asegurados a las paredes. De día, el Paso del Mono (tal como lo llamaban los de la Guilda) no parecía muy diferente a cualquier otro tendido de cables donde airear la ropa, pues estaba repleto de sábanas. No obstante, era con la puesta de sol cuando servían a su verdadero propósito.
Con las palmas de las manos ardiendo, Azafrán avanzó por el cable hacia la pared opuesta. Se atrevió a mirar hacia arriba, y lo que vio lo dejó paralizado. En el alero del edificio, ante su mirada, había un segundo cazador, armado con una ballesta pesada, antigua, dispuesto a tomarse su tiempo para apuntarle.
Azafrán soltó el cable. Al caer, un virote pasó silbando justo por encima de su cabeza. A su espalda, el cristal de una ventana se hizo añicos. La caída se frenó en seco por el encontronazo con el primero de una serie de cables de tender la ropa, que tras el impacto se partió. Después de lo que pareció una eternidad de golpes y latigazos producidos por los cables, que atravesaron su ropa hasta morderle piel, Azafrán cayó sobre los adoquines del callejón, con las piernas extendidas e inclinado hacia delante. Cedieron sus rodillas, pero recurrió al hombro para rodar sobre sí y disminuir la gravedad de la caída, al menos hasta que dio con la cabeza contra la pared.
Aturdido, Azafrán hizo un esfuerzo por ponerse en pie. Levantó la mirada con un gruñido. A pesar de que el dolor le había empañado la vista, vio descender a una figura a una velocidad que parecía imposiblemente lenta para tratarse de una caída. Al comprender qué sucedía, el ladrón abrió los ojos como platos. ¡Hechicería!
Se alejó trastabillando callejón abajo en dirección contraria, acusando la cojera, medio ciego. Alcanzó una esquina y, fugazmente iluminado por la luz de una lámpara de gas, huyó por una calle mayor para después tomar otra callejuela. En cuanto estuvo al amparo de las sombras, Azafrán se detuvo. Con suma cautela, asomó la cabeza por el borde de la pared. Un virote alcanzó el ladrillo, junto a su cara. Metió la cabeza en el callejón, giró sobre sus talones y echó a correr todo cuanto fue capaz.
Por encima de su cabeza oyó el aleteo de una capa. Un espasmo abrasador en la cadera izquierda le hizo tropezar. Otro virote pasó por su hombro y se hundió en los adoquines. El espasmo pasó tan rápido como había aparecido, recuperó pie y siguió huyendo. Delante de él, en la embocadura del callejón, vio la entrada iluminada de una vivienda. Una anciana sentada en los escalones de piedra chupaba una pipa. Brillaron sus ojos cuando vio acercarse al ladrón. Al pasar Azafrán por su lado y enfilar los escalones, la anciana golpeó la cazoleta de la pipa en la suela del zapato. Una lluvia de chispas cayó sobre el empedrado.
Azafrán empujó la puerta y se arrojó al interior. Tenía enfrente un estrecho corredor tenuemente iluminado y una escalera atestada de niños al fondo. Corrió despacio por el pasillo. Desde las puertas a ambos lados se oía un conjunto de ruidos desagradables: voces que discutían, bebés que lloraban, el estrépito de un fregadero.
—¿Acaso aquí no dormís nunca? —gritó Azafrán mientras corría. Los niños en la escalera se apartaron de su camino, y el ladrón subió los peldaños de dos en dos. En el piso superior se detuvo ante una de las puertas, de recio roble. La abrió y entró en la habitación.
Había un anciano sentado a un escritorio enorme que apartó la mirada de su trabajo un instante para mirarle, y que, acto seguido, siguió haciendo garabatos en una hoja de pergamino arrugado.
—Buenas noches, Azafrán —dijo distraído.
—Buenas noches tengas tú también, tío —jadeó Azafrán.
En el hombro de tío Mammot se acuclillaba un pequeño monito alado, cuya mirada febril, casi enloquecida, siguió al joven ladrón por la estancia hasta la ventana situada frente a la puerta. Abrió de par en par los postigos y se encaramó al alféizar. Abajo había un jardín escuálido, descuidado, que en buena parte quedaba oculto en sombras. Un solitario y nudoso árbol destacaba en el conjunto. Observó las ramas, se cogió al marco de la ventana y echó el cuerpo atrás. Entonces, después de tomar una bocanada de aire, saltó en seco hacia las oscuras ramas.
Al salir del espacio delimitado por el marco oyó un gruñido de sorpresa, procedente de arriba, seguido de algo que rascaba la piedra. Al cabo de un instante, alguien se desplomó en el jardín. Los gatos maullaron mientras una voz lanzaba una solitaria y dolorida maldición.
Azafrán se aferró a la flexible rama. Calculó cada balanceo de ésta, luego extendió las piernas en pleno ascenso. Sus mocasines cayeron con firmeza en otro vano. Se balanceó sobre él con un gruñido y soltó la rama. Con la fuerza del impulso, arremetió contra la contraventana de madera. Esta cedió y Azafrán la siguió de cabeza; cayó al suelo rodando y, finalmente, se puso en pie.
Oyó movimiento procedente de la habitación contigua del apartamento. Echó a correr hacia la puerta del vestíbulo, la abrió de par en par y salió justo cuando a su espalda alguien con voz ronca le lanzaba una maldición. Azafrán siguió corriendo hacia el extremo del pasillo, donde una escalera conducía a una trampilla en el techo.
Pronto ganó el tejado. Se agazapó en la oscuridad e intentó recuperar el aliento. Volvió a sentir ese ardor en la cadera. Pensó que seguramente se había hecho daño al caer por los cables de tender la ropa. Llevó la mano para hacerse un masaje en el punto y descubrió que sus dedos se cerraban en torno a algo duro, redondo y caliente. ¡La moneda! Azafrán la agarró.
Justo entonces, oyó un súbito silbido y, de resultas del impacto, la piedra escupió polvillo sobre él. Agachado, vio un virote con la punta partida rebotar en el tejado y precipitarse sobre el borde, girando sobre su propio eje. Se le escapó un gemido ahogado y echó a correr por el tejado hacia el extremo opuesto. Sin pausa saltó. Tres varas por debajo había un toldo combado, que habían estirado para darle forma, y ahí fue a caer. Los listones de hierro en los que se enmarcaba el toldo se hundieron, pero aguantaron. Desde ahí sólo hubo de descolgarse hasta la calle.
Azafrán corrió despacio hasta la esquina, donde se alzaba un viejo edificio cuya luz amarillenta se filtraba del interior por las ventanas desvencijadas y sucias. Un letrero de madera colgaba sobre la puerta, y en él podía verse la figura desdibujada de un pájaro muerto, tendido de espaldas, con las patitas hacia arriba. Tieso, vamos. El ladrón subió los peldaños y empujó la puerta.
Una corriente de luz y ruido le inundó por completo, igual que un bálsamo. Dio un portazo y recostó la espalda en la puerta. Cerró los ojos y se libró del pañuelo con el que se cubría la cabeza. Su cabello negro azabache cayó sobre los hombros, tenía la frente perlada de sudor, y su mirada de ojos azul claro daba fe del cansancio.
Quiso levantar la mano para secarse el sudor, pero en lugar de ello alguien le puso una jarra en ella. Azafrán abrió los ojos y vio a Sulty tan ajetreada como de costumbre, llevando en una mano una bandeja llena de enormes jarras de peltre. Lo miró por encima del hombro con una sonrisa.
—¿Has tenido mala noche, Azafrán?
—No —respondió él, devolviéndole la mirada—. Nada del otro mundo.
Se llevó la jarra a los labios y tomó un largo, largo sorbo.
Al cruzar la calle, frente a la destartalada taberna del Fénix, uno de los cazadores se encontraba de pie en el borde del tejado, observando la puerta por la cual acababa de entrar el ladrón. Reposaba la ballesta en el hueco del brazo.
Llegó el segundo cazador, que envainó los dos cuchillos largos al acercarse a su compañero.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó el primero en voz baja, en su lengua natal.
—Crucé unas palabras con un gato.
Ambos guardaron silencio unos instantes.
—Demasiado torcido como para ser natural —comentó el primer cazador, con un suspiro de preocupación.
—También tú percibiste el rasgón —se mostró de acuerdo el otro.
—Un Ascendiente se… entrometió. No obstante, ha sido demasiado cauto para mostrarse abiertamente.
—Lástima. Hace años de la última vez que acabé con un Ascendiente.
Procedieron a comprobar el estado de sus armas. El primer cazador cargó la ballesta y deslizó cuatro virotes más en el cinto. El segundo cazador desenvainó los cuchillos largos y limpió los restos de sudor y mugre de la hoja.
Oyeron que alguien se acercaba por detrás y, al volverse, vieron a su comandante.
—Está en la taberna —informó el segundo cazador.
—No dejaremos testigos de esta guerra secreta con la Guilda —añadió el primero.
La comandante miró de reojo la puerta de la taberna del Fénix.
—No —ordenó a los cazadores—. La inquieta lengua de un testigo podría beneficiar nuestros esfuerzos.
—Ese mocoso tuvo ayuda. —El primer cazador dotó de cierto énfasis su voz.
—Volveremos al redil. —La comandante sacudió la cabeza.
Los dos cazadores ocultaron las armas. El primero se volvió hacia la taberna y preguntó:
—¿Quién crees tú que le protegió?
—Cualquiera dotado de sentido del humor —refunfuñó el compañero.