Capítulo 2

Con la entrada de los moranthianos

cambió la marea.

Y como barcos en puerto

las Ciudades Libres se vieron inundadas

bajo las aguas de océanos imperiales.

La guerra abrazó su duodécimo año,

el año de la Luna Quebrada,

y también el súbito engendro suyo

de mortífera lluvia y

negra promesa alada.

Dos ciudades quedaron para aguantar

la acometida de Malaz.

Una resuelta, orgullosos pendones

bajo las poderosas alas de la Oscuridad.

Dividida la otra, sin ejército

ni aliados.

La más fuerte fue la primera en caer.

La llamada de la Sombra

Felisin (n. 1146)

Año 1163 del Sueño de Ascua (dos años después)

Año 105 del Imperio de Malaz

Año 9 del reinado de la emperatriz Laseen

Los cuervos volaban en círculos por entre el pálido humo. Sus graznidos se alzaban en agudo coro sobre los gritos de los heridos y los soldados moribundos. El hedor a carne quemada flotaba en el aire, inmóvil en la calima.

Velajada se hallaba a solas en lo alto de la tercera colina que dominaba la caída ciudad de Pale. Desperdigados alrededor de la hechicera, los restos fundidos y grotescos de la armadura quemada, las grebas, los petos, los yelmos y las armas, todo amontonado en diversas pilas. Apenas hacía una hora, los hombres y las mujeres que habían vestido esas armaduras y empuñado esas armas se hallaban ahí mismo, pero de ellos no quedaba ni rastro. El silencio que desprendían las carcasas vacías retumbaba como una endecha en la mente de Velajada.

Cruzaba los brazos, prietos con fuerza a la altura del pecho. La capa color grana con el emblema plateado que designaba su mando del cuadro de magos del Segundo Ejército colgaba ahora sobre sus hombros, manchada y chamuscada. Su rostro ovalado, llenito, que por lo general solía mostrar una expresión de humor angelical, estaba surcado de hondas arrugas que sumían sus mejillas en una pálida flaccidez.

A pesar de los olores y sonidos que envolvían a Velajada, descubrió que tan sólo tenía oídos para escuchar el profundo silencio. En cierto modo, provenía de las armaduras vacías que la rodeaban, una ausencia que en sí misma constituía una acusación. Sin embargo, había otra fuente de silencio. La hechicería desencadenada en el lugar aquella jornada había bastado para deshilachar el tejido que media entre los mundos. Fuera lo que fuese que morara más allá, en los Dominios del Caos, se hacía sentir literalmente al alcance de la mano.

Creyó haber quedado vacía de emociones, empleadas todas en el terror por el que acaba de pasar, pero cuando observó las prietas filas de una legión negra de Moranth marchar a la ciudad, sus ojos destilaron un gélido odio.

Aliados. Se cobran su hora de sangre. Transcurrida la hora, habría veinte mil supervivientes menos entre los ciudadanos de Pale. La larga y sangrienta historia entre los pueblos vecinos estaba a punto de ver equilibrada la balanza, todo ello por medio de la espada. Por Shedunul, ¿acaso no ha habido ya suficiente?

En la ciudad se había declarado una docena de incendios. Finalmente había concluido el asedio, después de tres largos años. Sin embargo, Velajada sabía que aquello no era el final. Algo permanecía oculto, aguardando en el silencio. Ella también esperaría. Se lo debía a los caídos de aquella jornada; después de todo, les había fallado en todo lo demás.

Abajo, en la llanura, los cadáveres pertenecientes a los soldados de Malaz se extendían por el terreno como una arrugada alfombra de difuntos. Las extremidades asomaban aquí y allá, sirviendo de apoyo a los cuervos que se enseñoreaban sobre ellas. Los soldados que habían sobrevivido a la carnicería vagabundeaban aturdidos entre los cuerpos, buscando a los camaradas caídos. A pesar de la congoja que sentía, Velajada los siguió con la mirada.

—Ya vienen —anunció una voz, situada tres varas a su izquierda. Se volvió lentamente. El mago Mechones yacía repantigado sobre los restos de la armadura, y en la calva de su cráneo afeitado se reflejaba el cielo deslucido. Una ola de hechicería lo había deshecho de cintura para abajo. Sus entrañas rosáceas, salpicadas de barro, colgaban de la caja torácica, cogidas por fluidos resecos. Fruto de la hechicería, la débil penumbra que lo envolvía hacía patente su esfuerzo por mantenerse con vida.

—Te creía muerto —masculló Velajada.

—Es mi día de suerte.

—Pues no lo parece.

Al gruñir, Mechones escupió un esputo de sangre densa, proveniente de su corazón.

—Vienen —insistió—. ¿Los has visto?

Ella devolvió su atención a la ladera, entrecerrando los ojos claros. Se acercaban cuatro soldados.

—¿Quiénes?

El mago no respondió.

Velajada se volvió de nuevo hacia él y topó con su mirada, anclada en ella con la fijeza del moribundo que se encuentra en sus últimos instantes de vida.

—Creí que habías recibido un impacto en las tripas. En fin, supongo que es un modo como otro cualquiera de que se lo lleven a uno de aquí.

Su respuesta la sorprendió.

—No te sienta nada bien esa pretendida dureza, Velajada. Siempre ha sido así. —Arrugó el entrecejo y pestañeó rápidamente, enfrentado a la oscuridad, o eso supuso ella—. Existe el riesgo de saber demasiado. Alégrate de que no te alcanzara a ti. —Sonrió, mostrando sus dientes manchados de sangre—. Piensa en cosas bonitas. La carne se marchita.

Ella también le observó con atención, preguntándose a qué venía aquella repentina muestra de… humanidad. Quizá al morirse desechaba sus juegos habituales, las pretensiones de quien sigue con vida. Quizá sucedía sencillamente que no estaba preparada para ver cómo era en realidad el hombre mortal que se ocultaba en Mechones. Velajada abrió con esfuerzo los brazos que había cerrado en torno a sí misma, en el mismo instante en que un suspiro sacudía todo su ser.

—Tienes razón. No es momento de fingir, ¿verdad? Nunca me has gustado, Mechones, pero nunca dudé de tu coraje, ni lo haré. —En parte, le asombraba comprobar que aquella herida espeluznante ni siquiera la hiciera pestañear—. Creo que ni las artes de Tayschrenn podrán salvarte, Mechones.

La astucia relampagueó en los ojos del herido, antes de que rompiera a reír entre toses.

—Mi querida niña —masculló—, tu inocencia nunca dejará de sorprenderme.

—Era de esperar, una última broma a mi costa, por los viejos tiempos —replicó ella, herida al ver que había caído ante aquella inesperada muestra de ingenio por parte del moribundo.

—Me malinterpretas…

—¿Seguro? Dices que aún no ha terminado. El odio que sientes por la persona de nuestro mago supremo es lo bastante fuerte como para permitirte burlar las frías garras del Embozado, ¿me equivoco? ¿Ansías venganza tras la muerte?

—Tendrías que conocerme a estas alturas. Siempre tengo preparada una puerta trasera.

—Ni siquiera eres capaz de arrastrarte. ¿Cómo tienes pensado hacerlo?

El mago humedeció con la lengua los labios resecos.

—Forma parte del trato —dijo en un hilo de voz—. La puerta viene a mí. Viene mientras tú y yo estamos hablando.

La inquietud formó un nudo en el estómago de Velajada. A su espalda, oyó el sonido metálico de la armadura y el tableteo del acero; percibía ambos como el gemido de un viento cruel. Al volverse, vio a los cuatro soldados coronar la cima. Tres hombres y una mujer, manchados de barro y de sangre, con el rostro blanco como el hueso. La atención de la hechicera se sintió atraída por la mujer, que permanecía en retaguardia como un pensamiento importuno mientras los tres hombres se le acercaban. Era una muchacha joven, bonita como un carámbano, con aspecto de tener la misma calidez al tacto. Aquí algo va mal. Cuidado.

El hombre que marchaba en cabeza, un sargento a juzgar por el torques que lucía alrededor del brazo, se acercó a Velajada. Enmarcados en un rostro cansado y lleno de arrugas, sus oscuros ojos grises buscaron la mirada de ella desapasionadamente.

—¿Es ésta? —preguntó, volviéndose al hombre alto y delgado, de piel negra, que le seguía.

—No —negó con la cabeza—, el que buscamos es aquel —respondió. Aunque hablaba en malazano, su acento áspero era propio de Siete Ciudades.

El tercer y último hombre, también negro, se situó a la izquierda del sargento en un abrir y cerrar de ojos, a pesar de lo pronunciado de su barriga, como si se hubiera deslizado, todo ello sin apartar la mirada de Mechones. El hecho de que ignorara a Velajada la hizo sentirse menospreciada. Consideró la posibilidad de dirigirle una o dos palabras bien escogidas mientras el hombre pasaba por su lado, pero de pronto le pareció demasiado esfuerzo.

—En fin —dijo al sargento—, si sois los enterradores habéis llegado demasiado pronto. Aún no ha muerto. Claro que no sois los enterradores —añadió—. Eso lo sé. Mechones ha hecho una especie de trato, y cree que sobrevivirá con la mitad del cuerpo.

—¿Qué quieres decir con eso, hechicera? —preguntó el sargento, que mientras la escuchaba había apretado los labios que su barba cana no lograba ocultar.

El negro que se había llegado junto al sargento se volvió para mirar a la muchacha, que seguía guardando doce pasos de distancia. Pareció estremecerse, pero se mantuvo impávido al volverse y dirigir a Velajada un enigmático encogimiento de hombros antes de pasar por su lado.

Ésta se estremeció de forma involuntaria cuando el poder zarandeó sus sentidos. Respiró hondo. Es un mago. Velajada siguió al hombre con la mirada y vio que se reunía con su compañero junto al cuerpo tendido de Mechones; luego intentó ver más allá del barro y la sangre que cubrían su uniforme.

—¿De dónde habéis salido vosotros?

—Noveno pelotón, perteneciente al Segundo.

—¿Del noveno? —De pronto se quedó sin aliento—. Sois Abrasapuentes. —Entornó los ojos al mirar al sargento magullado—. El noveno… Eso te convierte en Whiskeyjack.

El hombre pareció dar un respingo.

Velajada tenía la boca seca. Se aclaró la garganta.

—He oído hablar de vosotros; quién no. He oído…

—Es igual —la interrumpió él con voz rasposa—. Las batallitas crecen como malas hierbas.

Ella se frotó la barbilla. Tenía mugre en las uñas. Abrasapuentes. Habían constituido la élite del antiguo emperador, sus favoritos, pero desde el sangriento golpe perpetrado por Laseen hacía nueve años los habían destinado a todas las ratoneras habidas y por haber. Tras casi una década en su nueva situación, se habían convertido en una unidad diezmada, falta de efectivos. Destacaban algunos nombres. Los supervivientes, la mayoría sargentos de pelotón, nombres que se abrían camino en las huestes de Malaz destacadas en Genabackis, y más allá, ampliando la ya de por sí enorme leyenda de la llamada hueste de Unbrazo. Detoran, Azogue, Eje, Whiskeyjack. Nombres cubiertos de la gloria y la amargura con las que todo ejército nutre su cinismo. Llevaban consigo como un llamativo estandarte la locura de aquella campaña interminable.

El sargento Whiskeyjack estudiaba los restos calcinados de la colina. Velajada lo observó mientras se hacía una idea de lo que había sucedido allí. Tembló un músculo de su mejilla. La miró como si comprendiera, con un atisbo de suavidad tras los ojos grises que a punto estuvo de dar al traste con la entereza de la hechicera.

—¿Eres la única superviviente del cuadro? —preguntó.

Ella apartó la mirada, sintiéndose frágil.

—La única que queda en pie. No se debe a mi habilidad, sino a la suerte.

Si el sargento reparó en la amargura de sus palabras, no hizo nada que lo diese a entender, pues guardó silencio mientras observaba a los soldados de Siete Ciudades, acuclillados junto a Mechones.

Velajada humedeció sus labios y se movió inquieta. Se volvió también a los dos soldados, que conversaban en voz baja. Oyó reír a Mechones, después acusó una leve sacudida que la hizo torcer el gesto.

—El alto —dijo—. Es mago, ¿verdad?

—Es Ben el Rápido —respondió Whiskeyjack tras lanzar un gruñido.

—No le pondrían ese nombre al nacer.

—No.

—Debería conocerlo, sargento. Esa clase de poder no pasa desapercibida. No es ningún novato.

—No —respondió Whiskeyjack—. No lo es.

—Exijo una explicación —pidió Velajada, cada vez más molesta—. ¿Qué está sucediendo aquí?

—No mucho, a juzgar por cómo va la cosa —respondió el sargento al tiempo que componía una mueca. Luego, levantando la voz—: ¡Ben el Rápido!

El mago se volvió al oír que lo llamaban.

—Tenemos entre manos algunas negociaciones de última hora, sargento —informó, para sonreír después mostrando sus dientes blancos.

—Por el aliento del Embozado —suspiró Velajada, volviéndoles la espalda. Vio que la muchacha seguía inmóvil en la cresta de la colina; parecía estudiar las columnas de moranthianos que entraban en la ciudad. Volvió de pronto la cabeza, como si se hubiera percatado de la hechicera. La expresión de su rostro sobresaltó a Velajada, que apartó la mirada—. ¿Esto es lo que queda de tu pelotón, sargento? ¿Dos merodeadores del desierto y una recluta sanguinaria?

—Me quedan siete —respondió sin la menor inflexión en la voz.

—¿Y esta mañana?

—Quince.

Algo va mal aquí.

—Mejor que la mayoría —comentó, pues sentía la necesidad de decir algo. Luego maldijo para sus adentros, al ver que una súbita palidez se extendía por el rostro del sargento—. Aun así —añadió—, estoy convencida de que todos los que perdiste se emplearon bien.

—Muy bien, al menos a la hora de morirse —dijo.

La brutalidad de aquellas palabras la conmocionó. Cerró con fuerza los ojos, en un esfuerzo por contener unas lágrimas que eran el fruto de la consternación y la frustración. Han sucedido demasiadas cosas. No estoy preparada para esto. No estoy preparada para Whiskeyjack, que se escuda al amparo de su propia leyenda, alguien que ha ascendido más de una montaña de cadáveres al servicio del Imperio.

Los Abrasapuentes no habían dado mucho que hablar en los últimos tres años. Desde que empezó el asedio, habían desempeñado la tarea de minar las imponentes y antiguas murallas de Pale. La orden había sido redactada en la mismísima capital, y era o bien una broma cruel o el fruto de una ignorancia espantosa. Todo el valle era un depósito glacial, una roca que servía de tapón a una hendidura que alcanzaba lo más hondo del suelo, tanto que ni siquiera a los magos de Velajada les había resultado sencillo calcular la profundidad. Llevan tres años bajo tierra. ¿Cuándo fue la última vez que vieron la luz del sol?

—Sargento —dijo Velajada, recuperando un poco la compostura y mirándole con los ojos muy abiertos—. ¿Lleváis desde la mañana en vuestros túneles?

Observó la angustia reflejada por un fugaz instante en la expresión del suboficial y comprendió.

—¿Qué túneles? —preguntó él a su vez, pasando de largo por su lado.

Velajada extendió la mano y la puso en su brazo. El sargento pareció sentir un escalofrío.

—Whiskeyjack —susurró—, supongo que ya te habrás dado cuenta. Me refiero a mí, y a lo que sucedió en esta colina, a todos estos soldados. —Titubeó para luego añadir—: Compartimos el fracaso. Lo siento.

Él se apartó, evitando su mirada.

—No tienes porqué. El arrepentimiento no es una cosa que podamos permitirnos.

Lo vio alejarse en dirección a sus soldados.

—Esta mañana éramos mil cuatrocientos, hechicera —dijo la muchacha, a espaldas de Velajada.

Al volverse, comprobó de cerca que la muchacha no tendría más de quince años. Sus ojos, que tenían el brillo deslucido del ónice desgastado, parecían viejos, toda emoción socavada, camino de la extinción.

—¿Y ahora?

La muchacha se encogió de hombros como si no le importara.

—Treinta, puede que treinta y cinco. Cuatro o cinco túneles cayeron completamente. Estábamos en el quinto, y logramos salir a golpe de pala. Violín y Seto andan ahora buscando a los otros, pero dicen que deben de estar sepultados. Intentaron pedir ayuda. —Una sonrisa fría, sabia, se extendió en el rostro manchado de barro—. Pero tu señor, el mago supremo, los detuvo.

—¿Eso hizo Tayschrenn? ¿Por qué?

La muchacha arrugó el entrecejo, como decepcionada. Después se alejó y se detuvo al llegar a la cresta de la colina, vuelta de nuevo a la ciudad.

Velajada la vio alejarse. La muchacha había pronunciado aquella última frase como quien busca una respuesta en particular. ¿Complicidad? En todo caso, no había alcanzado su objetivo. Tayschrenn no está haciendo amigos. Bien. La jornada había sido un desastre, y toda la culpa recaería en los hombros del mago supremo. Contempló Pale, después levantó la mirada al cielo cubierto de humo que se alzaba sobre la ciudad.

Aquella enorme y amenazadora forma que había saludado a diario durante los últimos tres años había desaparecido. Aún le costaba creerlo, a pesar de las pruebas que tenía ante sus ojos.

—Nos lo advertiste —susurró al cielo vacío, mientras juntaba los recuerdos de aquella mañana—. Nos lo advertiste, ¿verdad?

Llevaba cuatro meses durmiendo con Calot, algo de placer para sobrellevar el aburrimiento de un asedio que no llegaba a ninguna parte. Al menos, así era como justificaba semejante conducta tan poco profesional. Era más que eso, por supuesto. Mucho más. Pero ser honesta consigo misma no había sido nunca uno de los fuertes de Velajada.

Las invocaciones mágicas, cuando se producían, la despertaban antes que a Calot. El cuerpo pequeño pero bien proporcionado del mago se acomodaba en cualquiera de las blanditas almohadas que poseían las carnes de la hechicera. Abrió los ojos y lo encontró aferrado a ella, como un niño. Pero también él percibió la llamada, y despertó con una sonrisa.

—¿Mechones? —preguntó tembloroso al salir de las sábanas.

—¿Quién si no? Ese nunca duerme —respondió Velajada con una mueca de disgusto.

—Me pregunto qué querrá ahora. —Se levantó, buscando la túnica con la mirada.

Era tan delgado que hacían una pareja extraña. Al observarle, la tenue luz del alba se filtraba por las paredes de lona de la tienda, y su cuerpo huesudo le confería una apariencia de fragilidad, casi como si perteneciera al de un niño. Lo llevaba bien, teniendo en cuenta que había cumplido los cien años.

—Mechones ha estado haciendo recados para Dujek —dijo—. Lo más probable es que sólo quiera ponernos al corriente de la situación.

Calot gruñó al calzarse las botas.

—Eso es lo que ganas haciéndote cargo del cuadro de magos, Vela. Creo que era mucho más sencillo saludar a Nedurian, si quieres mi opinión. Siempre que te miro, querría…

—Ahora no es momento para eso, Calot —interrumpió Velajada; lo dijo de buen humor, pero algo en su tono de voz le empujó a mirarla con atención.

—¿Pasa algo? —preguntó en voz baja, al tiempo que el entrecejo arrugado recuperaba el hueco que solía ocupar en su frente.

Creí que me había librado de esto. Velajada suspiró.

—No sabría decirlo; me escama el hecho de que Mechones se haya puesto en contacto con ambos. Si fuera sólo un informe, tú aún seguirías roncando.

Terminaron de vestirse en un silencio caracterizado por la tensión que iba en aumento. Menos de una hora después, Calot sería incinerado bajo una oleada de fuego azul, y los cuervos serían los únicos en responder al grito desesperado de Velajada. Pero, por el momento, ambos se preparaban para una reunión inesperada en la tienda de mando del Puño Supremo Dujek Unbrazo.

Más allá de la tienda de Calot, en el sendero embarrado, los soldados de la última guardia se arracimaban alrededor de los braseros llenos de ardiente mierda de caballo, extendidas las manos para entrar en calor. Había pocos soldados circulando por los caminos, pues aún era temprano. Hilera tras hilera, las tiendas grises ascendían con la colina a cuyos pies se extendía la llanura que rodeaba la ciudad de Pale. Los estandartes de los regimientos ondeaban melancólicos a merced de la suave brisa (el viento había rolado desde la pasada noche, arrastrando hasta Velajada el hedor de las fosas excavadas a modo de letrinas). Por encima de sus cabezas, el puñado de estrellas superviviente brillaba insignificante en el cielo que clareaba. El mundo casi parecía estar en paz.

Velajada se cubrió con la capa para protegerse del frío, y al llegar a la entrada de la tienda se detuvo y se volvió para observar la gigantesca montaña que colgaba suspendida a unas quinientas varas sobre la ciudad de Pale. Observó también la maltrecha superficie de Engendro de Luna, lugar al que se llamaba así desde hacía más tiempo del que era capaz de recordar. Fea como un diente negro, la fortaleza de basalto servía de hogar al enemigo más poderoso al que jamás se había enfrentado el Imperio de Malaz. Engendro de Luna, que flotaba sobre la tierra, no podía tomarse al asedio. Incluso las huestes de muertos de Laseen, los t’lan imass, que viajaban con tanta facilidad como el polvo llevado por el viento, eran incapaces, o reacios, a penetrar las defensas mágicas que poseía.

Los magos de Pale habían hecho un poderoso aliado. Velajada recordó que el Imperio ya se había enfrentado al misterioso señor de Luna en una ocasión, en tiempos del emperador, pero cuando la situación amenazó con torcerse de veras, Engendro de Luna abandonó la partida. Nadie que siguiera con vida sabía por qué, era uno de los millares de secretos que el emperador se llevó consigo a su acuosa tumba.

La reaparición de Luna ahí en Genabackis había supuesto una auténtica sorpresa. En esa ocasión, no hubo indulto de última hora. Media docena de legiones de hechiceros tiste andii descendieron de Engendro de Luna y, al mando de un caudillo llamado Caladan Brood, unieron sus fuerzas con los mercenarios de la Guardia Carmesí. Juntas, ambas huestes empujaron al Quinto Ejército de Malaz a la retirada, después de su imparable avance hacia el este a lo largo de la linde norte de la llanura de Rhivi. Durante los últimos cuatro años, el maltrecho Quinto Ejército había permanecido atascado en el bosque de Perronegro, y como consecuencia de ello se había visto forzado a mantener la posición ante Brood y la Guardia Carmesí, lo que no tardó en convertirse en una especie de sentencia de muerte.

No obstante, al poco resultó obvio que Caladan Brood y los tiste andii no eran los únicos residentes de Engendro de Luna. Un amo invisible ejercía el mando de la fortaleza, el mismo que la había llevado allí y que había firmado un pacto con los formidables magos de Pale.

El cuadro de Velajada no tenía muchas esperanzas de poder enfrentarse en el terreno mágico a semejante oposición, de modo que el asedio se había visto paralizado, a excepción de los Abrasapuentes, que nunca cejaron en su testarudo empeño por minar las antiguas murallas de la ciudad.

Quédate —rogó a Engendro de Luna—. Vuelve sin parar el rostro, e impide que la peste a sangre y los gemidos de los moribundos se asienten en esta tierra. Espera a que nosotros pestañeemos.

Calot aguardaba a su lado. No dijo una palabra, consciente de que aquello se había convertido en un ritual. Era uno de los muchos motivos por los que Velajada lo amaba. Como amigo, claro. Nada serio, no había nada que temer en el amor que sentía por un amigo.

—Percibo impaciencia en Mechones —murmuró Calot.

—Yo también —dijo la hechicera con un suspiro—. Por eso no me decido a ir.

—Lo sé, pero no podemos demorarnos mucho, Vela. —Sonrió travieso—. Llamaría la atención.

Mmm. No debemos permitir que lleguen a sacar ciertas conclusiones, ¿verdad?

—No tendrían que esforzarse mucho para alcanzarlas. En fin —dijo al tiempo que vacilaba su sonrisa—, anda, vamos.

Al cabo de poco llegaron a la tienda de mando. El solitario infante de marina que estaba de guardia en la entrada parecía nervioso al saludar a ambos magos. Velajada se detuvo y lo miró a los ojos.

—¿Séptimo regimiento?

—Sí, hechicera —respondió el soldado, rehuyendo su mirada—. Tercer pelotón.

—Me pareció que te conocía de algo. Da recuerdos de mi parte al sargento Roñoso. —Se acercó—. ¿Se cuece algo, soldado?

Este pestañeó.

—Se cuece algo en lo más alto, hechicera. Tan alto como quepa imaginar.

Velajada se volvió a Calot, que también se había detenido en la entrada de la tienda. El mago expulsó el aire de sus pulmones, adoptando una mueca cómica.

—Me pareció olerlo.

Ella se sobresaltó ante semejante confirmación. Vio también que el guardia sudaba bajo el yelmo de metal.

—Se agradece la advertencia, soldado.

—Hoy por ti, hechicera. —Saludó de nuevo, fue un saludo más marcial que el anterior y, en cierto modo, más personal. Años y años así. Insistiendo en que somos familia, un miembro más del Segundo Ejército, la tropa más antigua e intacta de las huestes de la casa del emperador. «Hoy por ti, mañana por mí, hechicera». «Sálvanos el pellejo, que nosotros salvaremos el tuyo». Familia, después de todo. Entonces ¿por qué siempre me siento como una extraña entre ellos? Velajada devolvió el saludo.

Entraron en la tienda de mando. Percibió de inmediato la presencia del poder, lo que Calot llamaba «olor». Hacía que le lloraran los ojos, y también le daba migraña. Conocía bien esa emanación de poder en particular, que por ser contraria a la suya no hacía sino agravar el dolor de cabeza.

En el interior de la tienda, las linternas despedían una tenue luz ahumada sobre las doce sillas de madera del primer compartimiento. En una mesa portátil situada a un extremo había un cántaro de estaño con vino aguado y seis copas deslustradas en las que refulgían unas gotitas de condensación.

—Por el aliento del Embozado, Vela. Odio todo esto —murmuró a su lado Calot.

Al acostumbrar la mirada a la penumbra, Velajada vio, a través de la abertura que conducía al segundo compartimiento de la tienda, una figura vestida con una túnica que le resultaba familiar. Lo vio inclinarse para señalar algo con sus dedos de largas uñas en la mesa donde Dujek desplegaba los mapas. La capa magenta ondeaba como el agua, a pesar de permanecer inmóvil.

—Oh, tenía que ser él —susurró Velajada.

—Eso me pareció —comentó Calot, secándose los ojos.

—¿Crees que es una pose estudiada? —preguntó la hechicera cuando tomaron asiento.

—Seguro que sí. —Calot sonrió—. El mago supremo de Laseen sería incapaz de leer un mapa aunque su vida dependiera de ello.

—Mientras no sean nuestras vidas las que dependan de ello…

—Hoy vamos a trabajar —dijo una voz, procedente de una silla cercana.

Velajada se volvió ceñuda a la oscuridad sobrenatural que envolvía la silla.

—Eres tan malo como Tayschrenn, Mechones. Y da gracias de que no me siente en esa silla.

Lentamente apareció una hilera de dientes amarillos, seguida por el resto del mago, que fue tomando forma a medida que el propio Mechones destrenzaba el hechizo. La frente y la calva afeitada del mago estaban surcadas de gotas de sudor, lo cual era habitual, puesto que habría sido capaz de sudar en un pozo de hielo. Inclinó la cabeza, y aquel movimiento combinado con la expresión de su rostro lograron transmitir cierta indiferencia.

—Recuerdas a qué me refiero cuando digo eso de trabajar, ¿verdad? —preguntó clavando sus ojillos oscuros en Velajada. Se abrió la sonrisa, lo que ensanchó la ya de por sí torcida narizota que tenía—. Es lo que hacías antes de empezar a meter en tu cama a Calot, aquí presente. Antes de que te ablandaras.

Velajada tomó aire para replicar, pero fue interrumpida por la pronunciación lenta de las palabras que caracterizaba a Calot.

—Qué dura es la soledad, ¿verdad, Mechones? ¿Debería recordarte que las mujerzuelas que siguen al campamento te exigen el doble que a los demás? —Hizo un ademán, como queriendo despejar algún pensamiento desagradable—. Lo cierto es que Dujek escogió a Velajada para mandar el cuadro, después de la inoportuna defunción de Nedurian en el bosque Mott. Puede que no te guste, pero así están las cosas. Es el precio que pagas por la ambigüedad.

Mechones se agachó para quitar una mota de los calzones de satén, que, por inverosímil que parezca, habían llegado impolutos a la tienda, a pesar del barro de las calles y del campamento.

—La fe ciega, queridos compañeros, es cosa de insensatos…

Lo interrumpió el flamear de la lona que anunció la irrupción del Puño Supremo Dujek Unbrazo, en cuyas orejas se evidenciaba el afeitado matinal en forma de restos de jabón, y en el aroma a agua de canela que flotaba de pronto en el ambiente.

A lo largo de los años, Velajada había llegado a sentir un gran apego por ese olor. Seguridad, estabilidad, cordura. Dujek Unbrazo representaba todas esas cosas, y no sólo para ella, sino para el ejército que combatía por él. Al detenerse llegado al centro de la estancia y observar a los tres magos, ella irguió levemente la espalda y, engallada, estudió al Puño Supremo. Tres años de pasividad obligada en el asedio parecían haber servido de tónico al veterano.

Parecía tener cincuenta años, y no setenta y nueve años. Sus ojos grises seguían siendo acerados, inquebrantables en el rostro bronceado y flaco. Permanecía erguido, lo que le hacía ganar en estatura, a pesar de que no era un hombre muy alto. Vestía de cuero, ropa sencilla, sin adornos, manchada tanto por el sudor como por el pigmento magenta del Imperio. El muñón del brazo izquierdo que llevaba a la altura del hombro iba envuelto en una banda de cuero. Las pantorrillas cubiertas de pelo blanco asomaban por entre las correas de piel de escualo de las sandalias napanianas.

Calot sacó un pañuelo de la manga y se lo ofreció a Dujek.

—¿Otra vez? —preguntó el Puño Supremo al aceptar el pañuelo—. Maldito sea ese barbero —gruñó, limpiándose las orejas y la mandíbula—. Juraría que lo hace aposta. —Hizo una bola con el pañuelo y la arrojó al regazo de Calot—. Bueno, aquí estamos todos. Estupendo. Vamos primero al trabajo rutinario. Mechones, ¿has terminado de chacharear con los muchachos de ahí abajo?

Mechones ahogó un bostezo.

—Un zapador al que llaman Violín me enseñó el lugar. —Hizo una pausa para arrancar un hilo del puño de encaje, y después miró a Dujek a los ojos—. Dentro de seis o siete años puede que hayan alcanzado las murallas de la ciudad.

—Es inútil —intervino Velajada—, precisamente lo mismo que escribí en mi informe. —Entrecerró los ojos al volverse a Dujek—. Claro que también es posible que el informe no llegara nunca a la corte imperial.

—El camello sigue nadando —dijo Calot.

Dujek lanzó un gruñido, un gruñido que era lo más cerca que había estado jamás de la risa.

—Muy bien, cuadro, escuchadme con atención. Dos cosas —dijo al tiempo que fruncía el ceño de forma casi imperceptible—: primera, la emperatriz ha enviado a la Garra. Están en la ciudad, cazando a los magos de Pale.

Velajada sintió un escalofrío que jugueteó a lo largo de toda su espina dorsal. A nadie le gustaba tener cerca a la Garra. Esos asesinos imperiales, arma preferida de la propia Laseen, mantenían cortante el filo de sus dagas emponzoñadas para cualquiera y para todo el mundo, malazanos incluidos.

Le pareció que Calot pensaba en lo mismo, puesto que se irguió de pronto.

—Si los ha traído aquí otra razón…

—Antes tendrán que pasar por encima de mí —dijo Dujek, que apoyó su única mano en el pomo de la larga espada que ceñía.

Tiene audiencia, ahí, en la otra estancia. Viene a decirle al que manda en la Garra cómo están las cosas. Que Shedunul le bendiga.

—Se esconderán. Son magos, no idiotas —dijo Mechones.

Velajada tardó un instante en llegar a comprender el comentario de su compañero.

Ah, vale. Se refiere a los magos de Pale.

Dujek mesuró con la mirada a Mechones, y luego asintió.

—Segundo: hoy atacaremos Engendro de Luna.

En el otro compartimiento, el mago supremo Tayschrenn se volvió al escuchar estas palabras y se acercó lentamente. Bajo su capucha se dibujó una sonrisa en su rostro negro, gesto que por ser poco habitual contribuyó a estirar su piel. La sonrisa no tardó en desaparecer, y la piel intemporal recuperó la tersura que la caracterizaba.

—Hola, colegas míos —saludó, arrastrando las palabras y en un tono amenazador.

—Quizá puedas minimizar el drama en todo lo posible, Tayschrenn, comprobarás que eso nos satisface a todos —dijo Mechones, burlón.

—La emperatriz ha perdido la paciencia con Engendro de Luna —prosiguió el mago supremo, que ignoró el comentario de Mechones.

Pero Dujek inclinó la cabeza e interrumpió la explicación del mago:

—La emperatriz está lo bastante asustada como para preferir dar el primer golpe y golpear duro. Dilo sin rodeos, magicastro. Hablas a los integrantes de la primera línea. Muéstrales algo de respeto, diantre.

—Por supuesto, Dujek Unbrazo —se arrugó el mago supremo—. Vuestro grupo, yo mismo y otros tres magos supremos atacaremos Engendro de Luna dentro de una hora. La campaña del norte ha despojado al lugar de la mayoría de sus habitantes. Creemos que el señor de Luna está solo. Por espacio de casi tres años su mera presencia ha bastado para tenernos a raya. Esta mañana, colegas míos, pondremos a prueba su temple.

—Esperemos que haya estado jugando de farol todo este tiempo —añadió Dujek, en cuya frente se pronunciaron las arrugas—. ¿Alguna pregunta?

—¿Cuánto tardaría en obtener un traslado? —preguntó Calot.

Velajada tosió aposta para llamar la atención de los presentes.

—¿Qué sabemos del señor de Engendro de Luna?

—Me temo que muy poco —respondió Tayschrenn, con la mirada perdida—. Seguro que es un tiste andii. Un archimago.

Mechones escupió de forma deliberada al suelo, a los pies de Tayschrenn.

—¿Un archimago tiste andii? Vamos, hombre, podríamos ser un poco más específicos, ¿no crees?

Empeoró la migraña de Velajada. Descubrió que estaba conteniendo el aliento, y exhaló el aire mientras calibraba la reacción de Tayschrenn, tanto a las palabras como al desafío tradicional de Siete Ciudades.

—Un archimago —repitió Tayschrenn—. Quizá el archimago de los tiste andii. Querido Mechones —añadió, bajando la voz medio tono—, tus gestos tribales y primitivos resultan pintorescos, aunque un tanto faltos de buen gusto.

Mechones sonrió.

—Los tiste andii son los primeros nacidos de Madre Oscuridad. Has percibido los temblores que han sacudido las sendas de la hechicería, Tayschrenn. Yo también. Pregunta a Dujek por los informes procedentes de la campaña del norte. La magia ancestral, Kurald Galain. El señor de Engendro de Luna es el señor de los archimagos, y conoces su nombre tan bien como yo.

—No sé de qué me hablas —replicó el mago supremo, que al fin perdió la paciencia—. Quizá quieras aclarárnoslo, Mechones, antes de que pueda interrogarte acerca de tus fuentes.

—¡Ah! —Mechones se levantó disparado de la silla, con una expresión malvada en el rostro—. Una amenaza del mago supremo. Veo que nos acercamos. ¿Por qué sólo otros tres magos supremos? No creo que nos hayan diezmado tanto. Además, ¿qué nos impidió hacerlo hace dos años?

Se cociera lo que se cociese entre Mechones y Tayschrenn, fue interrumpido por Dujek, que gruñó un sinsentido para decir después:

—Estamos desesperados, mago. La campaña del norte se ha estancado. El Quinto casi ha desaparecido, y no obtendremos refuerzos hasta la próxima primavera. El hecho es que el señor de Luna podría saludar de vuelta a sus huestes cualquiera de estos días. No quiero tener que enviarte contra un ejército de tiste andii, y estoy seguro de que tampoco quiero al Segundo teniendo que cubrir dos frentes cuando se le echen encima las tropas de refuerzo. Mala táctica, y sea quien sea ese Caladan Brood, lo cierto es que se ha mostrado muy hábil a la hora de hacernos pagar caros nuestros errores.

—Caladan Brood —murmuró Calot—. Juraría haber oído antes ese nombre. Qué extraño no haberle prestado atención antes.

Velajada se volvió a Tayschrenn. Calot tenía razón: el nombre de quien mandaba las huestes de los tiste andii junto a la Guardia Carmesí le sonaba de algo, pero de antiguo, el eco de una leyenda ancestral, quizá, o de un poema épico.

El mago supremo la miró a su vez.

—Ya no hay necesidad de buscar justificaciones —dijo, volviéndose a los demás—. Se trata de una orden de la emperatriz, y debemos obedecer.

—Hablando de torcer brazos —intervino de nuevo Mechones, tras soltar un bufido. Volvió a tomar asiento y siguió sonriendo con desprecio a Tayschrenn—, ¿recordáis cómo jugamos al gato y al ratón en Aren? Este plan apesta a tu mano. Seguro que llevas tiempo esperando la ocasión de ejecutarlo. —Su sonrisa se tornó cruel—. ¿Quiénes, pues, son los otros tres magos supremos? Ah, deja que lo adivine…

—¡Basta! —Tayschrenn se acercó a Mechones, que permaneció inmóvil, con ojos febriles.

Disminuyó la luz de las linternas. Calot recurrió al pañuelo que seguía en su regazo para secar las lágrimas de sus mejillas.

El poder, oh, maldición, es como si mi cabeza estuviera a punto de estallar.

—De acuerdo —susurró Mechones—, vamos a verlo sobre el papel. Estoy convencido de que el Puño Supremo apreciará que le pongas al corriente de tus sospechas en el orden apropiado. Ve al grano, viejo amigo.

Velajada miró a Dujek. A partir de la expresión de su rostro, resultaba imposible discernir qué cruzaba por su mente mientras observaba con atención a Tayschrenn.

—¿Qué está pasando, Vela? —preguntó Calot.

—Ni idea —susurró ella—, pero se está liando. —Aunque lo había dicho con humor, lo cierto era que en su mente ya sentía la fría garra del miedo. Mechones había estado con el Imperio más tiempo que ella o que Calot. Había formado parte de los hechiceros que combatieron a los malazanos en Siete Ciudades, antes de que cayera Aren y que se dispersara la Sagrada Falah, antes de que se le diera a escoger entre la muerte o el servicio a sus nuevos amos. Se había enrolado en el cuadro del Segundo Ejército en Pan’potsun y, al igual que el propio Dujek, había estado ahí, con la guardia del antiguo emperador, cuando mordieron las primeras víboras de la usurpación, el día en que la Primera Espada del Imperio cayó brutalmente asesinado, víctima de la traición. Mechones sabía algo, pero ¿qué?

—De acuerdo —dijo Dujek—, tenemos trabajo. Pongamos manos a la obra.

Velajada suspiró. Qué propio del viejo Unbrazo. Le conocía bien, no como a un amigo —Dujek no hacía amistad con nadie— sino como a la única mente militar privilegiada que quedaba en el Imperio. Si, como Mechones acababa de insinuar, el Puño Supremo iba a ser traicionado por alguien, en alguna parte, y si Tayschrenn formaba parte de ello… «somos como ramas doblegadas», había dicho Calot en una ocasión, refiriéndose a la hueste de Unbrazo. Y que se ande con cuidado el Imperio cuando se parta. Los soldados de Siete Ciudades son los encerrados fantasmas de los conquistados pero inconquistables

Tayschrenn la señaló, junto a los otros magos. Velajada se puso en pie, al igual que Calot. En cambio Mechones siguió sentado, cerrados los ojos, como si estuviera dormido.

—Respecto a ese traslado… —dijo Calot a Dujek.

—Después —gruñó el Puno Supremo—. El papeleo es una auténtica pesadilla, sobre todo cuando sólo tienes un brazo. —Repasó con la mirada al cuadro, y a punto estaba de añadir algo cuando se le adelantó Calot.

—Anomandaris.

No había terminado de pronunciar ese nombre, cuando Mechones ya tenía los ojos abiertos.

—Ah —dijo aprovechando el silencio que siguió—. Por supuesto. ¿Tres magos supremos más? ¿Sólo tres?

Velajada contempló la lívida e impávida faz de Unbrazo.

—El poema —dijo la hechicera—. Ahora lo recuerdo.

Caladan Brood, el mercenario,

portador del invierno, tumulario e inafligido…

Calot entonó los siguientes versos.

… En una tumba despojada de palabras,

y en sus manos que han aplastado yunques…

Velajada continuó:

Empuña el martillo de su canción,

y vive dormido, así que advertid en silencio

a todo el mundo: no lo despertéis.

No lo despertéis.

Todos los presentes observaron a Velajada, aun cuando ya no quedaba ni el eco de sus palabras.

—Parece que está despierto —dijo ella con la boca seca—. Anomandaris, el poema épico de Pescador Keltath.

—El poema no versa sobre Caladan Brood —protestó Dujek, ceñudo.

—No —admitió ella—. En su mayor parte trata de su compañero.

Mechones se puso lentamente en pie y se acercó a Tayschrenn.

—Anomander Rake, señor de los tiste andii, almas de la Noche Sin Estrellas. Rake, Melena del Caos. Él es el señor de Luna, el mismo a quien pretendes atacar con cuatro magos supremos y un solitario cuadro.

El terso rostro de Tayschrenn había adquirido un leve velo de sudor.

—Los tiste andii no son como nosotros —dijo sin la menor inflexión en la voz—. A ti podrán parecerte impredecibles, pero no lo son. Sólo son distintos. No tienen causa propia. Simplemente se desplazan de un drama humano al siguiente. ¿De veras crees que Anomander Rake se plantará a luchar?

—¿Se ha retirado Caladan Brood? —preguntó a su vez Mechones.

—No es un tiste andii, Mechones. Es humano, algunos dicen que tiene sangre barghastiana, pero sea como fuere nada comparte con la sangre ancestral o sus costumbres.

—Cuentas con que Rake traicionará a los magos de Pale —dijo Velajada—, incumpliendo el pacto que existe entre ellos.

—No es tan aventurado como parece —respondió el mago supremo—. Bellurdan ha estado investigando en Genabackis, hechicera. Se descubrieron algunos pergaminos nuevos pertenecientes a La locura de Gothos en un lugar recóndito de una montaña que se alza más allá del bosque de Perrogrís. Entre los escritos se encuentran estudios sobre los tiste andii y otros pueblos de la Era Ancestral. Y recuerda que Engendro de Luna ya se ha retirado en una ocasión en que se enfrentaba al Imperio.

El miedo hizo que a Velajada le temblaran las rodillas. Volvió a sentarse con el empuje suficiente para que la silla de campaña crujiera bajo su peso.

—Si tu apuesta resulta errónea —dijo—, acabas de condenarnos a muerte. No sólo a nosotros, mago supremo, sino también a toda la hueste de Unbrazo.

Tayschrenn se volvió a ella lentamente, dando la espalda a Mechones y a los demás.

—Son órdenes de la emperatriz Laseen. Nuestros colegas viajan por medio de la senda. Cuando lleguen, detallaré las posiciones. Eso es todo. —Luego se adentró en el compartimiento destinado a los mapas.

Dujek parecía haber envejecido a ojos de Velajada, que enseguida apartó la mirada de él, demasiado angustiada como para enfrentarse a la orfandad que destilaban sus ojos y a la suspicacia que bullía bajo su superficie. Cobarde, eso es lo que eres, mujer. Una cobarde.

Finalmente el Puño Supremo se aclaró la garganta.

—Preparad vuestras sendas, cuadro. Será como de costumbre: hoy por ti, mañana por mí.

Concédele el beneficio de la duda al mago supremo, pensó Velajada. Ahí estaba Tayschrenn, de pie en la primera colina, casi al amparo de la sombra de Luna. Se habían desplegado en tres grupos; cada uno de ellos ocupaba una cima en la llanura que se extendía más allá de las murallas de Pale. El cuadro era el más alejado; el de Tayschrenn, el más cercano. En la colina central formaban los otros tres magos supremos. Velajada los conocía a todos. Escalofrío, de pelo negro azabache, alta, dominante y con una vena cruel que el viejo emperador adoraba. A su lado, su compañero de toda la vida, Bellurdan, crujecráneos, un gigante thelomenio que mediría sus prodigiosas fuerzas con el portal de Luna en caso de que fuera necesario. Y A’Karonys, un esgrimefuegos, bajito y redondo, cuya vara ardiente era más alta que una lanza. Los ejércitos Segundo y Sexto habían formado en la llanura, desnudas las armas, a la espera de la voz de marchar sobre la ciudad cuando llegara el momento. Siete mil veteranos y cuatro mil reclutas. Las legiones negras de Moranth se alineaban en la cresta de poniente, a quinientas varas de distancia.

Ni una brizna de viento acariciaba la mañana. Los hirientes mosquitos deambulaban formando nubes visibles por entre las filas de soldados. El cielo estaba cubierto: poco densa la capa de nubes que, sin embargo, era absoluta.

Velajada observaba el despliegue desde la cresta de la colina, sudando a mares bajo la ropa. Observaba a los soldados de la llanura, atentos al exiguo cuadro. Con el complemento de rigor, seis magos hubieran formado a su espalda, pero sólo había dos. A un lado, envuelto en el capote gris oscuro que se había convertido en su uniforme de batalla, aguardaba Mechones, con aspecto engreído.

Calot dio un codazo a Velajada e inclinó la cabeza hacia el otro mago.

—¿Qué le pondrá de tan buen humor?

—Mechones, ¿dijiste en serio lo de los tres magos supremos?

El interpelado sonrió pero no pronunció una palabra.

—Odio que nos oculte cosas —dijo Calot.

—En este caso se lo ha ganado a pulso. ¿Qué tienen de particular Escalofrío, Bellurdan y A’Karonys? ¿Por qué Tayschrenn los escogió a ellos, y cómo sabía Mechones que lo haría?

—Preguntas, preguntas —suspiró Calot—. Los tres son veteranos en este tipo de asuntos. En tiempos del emperador, cada uno de ellos comandó una compañía de adeptos cuando el Imperio disponía de suficientes magos en sus filas para formar compañías de verdad. A’Karonys ascendió de rango en la campaña de Falari, cuando Bellurdan y Escalofrío ya eran veteranos: ambos proceden de Fenn, en el continente Quon, y sirvieron en las guerras de unificación.

—Dices que son todos veteranos —conjeturó Velajada—. Ninguno de ellos ha servido últimamente, ¿verdad? Su última campaña fue la de Siete Ciudades…

—Donde A’Karonys encajó una paliza en los eriales de Pan’potsun…

—Lo dejaron colgado. El emperador acababa de ser asesinado. Todo se sumió en el caos. Los t’lan imass se negaron a reconocer a la nueva emperatriz, y marcharon por cuenta propia a Jhag Odhan.

—Se rumorea que han vuelto. Con la mitad de sus fuerzas. Encontraran lo que encontrasen allí, no fue precisamente un paseo.

—Escalofrío y Bellurdan recibieron órdenes de personarse en Nathilog, donde han estado estos últimos seis o siete meses…

—Hasta que Tayschrenn envió al thelomenio a Genabaris para estudiar una pila de pergaminos antiguos, por cierto.

—Tengo miedo —admitió Velajada—. Tengo mucho miedo. ¿Viste la cara que puso Dujek? Sabe algo o se dio cuenta de algo que lo alcanzó como una daga en la espalda.

—Ha llegado el momento de poner manos a la obra —advirtió Mechones.

Calot y Velajada se situaron.

La hechicera sintió un escalofrío. Engendro de Luna llevaba tres años girando sobre sí a la misma velocidad. Acababa de detenerse. Cerca de su propia cima, en la cara que tenían delante, había un reborde sobre el cual acababa de dibujarse un nicho sombrío. Era un portal. No hubo movimientos.

—Lo sabe —susurró.

—Y no está huyendo —añadió Calot.

En la primera colina, el mago supremo Tayschrenn alzó los brazos a la altura de los hombros. Un tejido de llamas doradas se formó en sus manos, tejido que después remontó el vuelo, más grande a medida que ascendía en dirección a Engendro de Luna. El hechizo alcanzó la roca negra y arrancó algunos pedazos antes de extinguirse. Una lluvia mortífera se abatió sobre la ciudad de Pale, así como entre las columnas de las legiones de Malaz que formaban en la llanura.

—Ha empezado. —Calot aspiró con fuerza.

El silencio respondió al primer ataque de Tayschrenn, un silencio total a excepción del leve rumor de la roca sobre los tejados de la ciudad, y los gritos distantes de los soldados heridos en la llanura. Todos tenían puestos los ojos en lo alto.

La respuesta no fue la que todos esperaban.

Una especie de nubarrón amortajó Engendro de Luna, seguido de un gemido apenas perceptible. Al cabo, cuando la nube se fragmentó, Velajada comprendió la naturaleza de lo que veían sus ojos.

Cuervos.

Millares y millares de grandes cuervos. Debían de haber anidado en las hendeduras y fisuras de la superficie de Luna. Sus graznidos se volvieron más concretos, un chillido de rabia. Surgieron de Luna y aprovecharon el viento gracias a las tres varas de envergadura que caracterizaban sus alas. Se alzaron en lo alto, enseñoreados sobre la ciudad y la llanura.

El miedo se convirtió en un terror que atenazó el corazón de Velajada.

Mechones lanzó una risotada y se volvió a ellos.

—¡Ahí tenéis a los heraldos de Luna, compañeros! —La locura anidaba en sus ojos—. ¡Cuervos! —Se echó atrás la capa y levantó los brazos—: ¡Imaginaos cómo debe de ser alguien capaz de mantener a treinta mil grandes cuervos bien alimentados!

Había aparecido una figura en la repisa, ante el portal, con los brazos en alto y la melena plateada danzando a merced del viento.

Melena del Caos. Anomander Rake. Señor de los tiste andii de piel negra, aquel que ha visto cien mil inviernos, aquel que ha probado la sangre de los dragones, aquel que lidera a los últimos de su especie, sentado en el trono de la Lástima y en un reino trágico y feroz, un reino incapaz de considerar propio ni un puñado de tierra.

Anomander Rake parecía diminuto recortado contra el conjunto de roca, casi insustancial en la distancia. Pero aquella ilusión estaba a punto de quebrarse. Velajada ahogó un grito al sentir el aura de su poder en plena expansión. Y puede sentirse desde esta distancia

—¡Canalizad vuestras sendas! —ordenó—. ¡Ahora!

Al tiempo que Rake concentraba su poder, sendas bolas de fuego azulado remontaban el vuelo desde la colina central. Alcanzaron a Luna cerca de su base e hicieron añicos la superficie. Tayschrenn lanzó otra andanada de llamas doradas, que bañaron la negrura con espuma ámbar y humo llameante.

El señor de Luna respondió al fuego. Una ola negra descendió sobre la cima de la primera colina. El mago supremo se vio arrodillado en su empeño por desviarla, y el terreno que lo circundaba quedó completamente despojado de vegetación cuando el poder de la nigromancia arañó las laderas y envolvió las filas más próximas de soldados. Velajada observó cuando el fogonazo se tragó a los desventurados hombres, seguido por un estampido que retumbó en las entrañas de la tierra. Cuando al fin se disipó el relámpago, los soldados yacían en pilas de podredumbre, molidos como el grano.

Hechicería Kurald Galain. Magia ancestral, el aliento del Caos.

Cada vez respiraba más de prisa hasta sentir el empuje de la senda Thyr en su interior. Le dio forma, mascullando una serie de palabras entre dientes, para después desatar el poder. La siguió Calot, tomando la fuerza de su senda Mockra. Mechones se envolvió en la misteriosa fuente de la que bebía, y el cuadro entero entró en la refriega.

Todo se tornó confuso para Velajada a partir de ese momento, aunque una parte de su mente permaneció distante, sostenida por el frágil hilo del terror, observando en un estrecho campo de visión todo cuanto sucedía a su alrededor.

El mundo se convertía en pesadilla a medida que la magia fluía hacia lo alto para atacar Engendro de Luna, y la hechicería descendía sobre la llanura y las colinas, indiscriminada y devastadora. Las rocas caían sobre los hombres como lo hacen las piedras candentes en la nieve. Una lluvia de ceniza descendió para cubrir por igual a los vivos y a los muertos. El cielo adquirió un tono rosa pálido, mientras que el sol no era sino un disco cobrizo entrevisto tras la bruma.

La onda que había superado las salvaguardas de Mechones lo partió en dos. Su aullido se debió más a la ira que al dolor, y fue enmudecido de inmediato por el violento poder que se abatió sobre Velajada, quien descubrió sus defensas asaltadas por la gelidez hechicera, por una voluntad cuyos chillidos la ensordecían con tal de destruirla. Dio un paso atrás y topó con Calot, que sumó su poder Mockra para potenciar sus temblorosas defensas. Después cesó el asalto, pasó de largo y siguió su camino ladera abajo, a la izquierda del lugar donde había librado su primera escaramuza.

Velajada había caído de rodillas. Calot se situó sobre ella y pronunció poderosas palabras a su alrededor, vuelto el rostro de Engendro de Luna, fija la mirada en algo o alguien situado en la llanura. En sus ojos abiertos se leía el terror.

La hechicera comprendió demasiado tarde lo que sucedía. Calot la estaba defendiendo a costa de su propia seguridad. Aquél fue el acto final, pues Calot tuvo tiempo de observar cómo su propia muerte lo sitiaba. Un estallido de luz y fuego lo envolvió. De pronto, la red que había protegido a Velajada se esfumó. Crepitó una onda de calor, procedente del lugar donde Calot había permanecido de pie, que la echó a un lado. Sintió más que escuchó su propio gemido, y después se cerró su sentido de las distancias, obliterada una capa más de sus defensas mentales.

Velajada escupió tierra y ceniza mientras se ponía en pie y hacía acopio de coraje; ya no atacaba, sólo tenía fuerzas para mantenerse con vida. En algún remoto rincón de su mente hablaba una voz; no, no hablaba, gritaba, aullaba y gemía: Calot miraba la llanura, no hacia Engendro de Luna. ¡Y bien que hacía! ¡A Mechones también lo habían alcanzado desde la llanura!

Observó a un demonio kenryll’ah, cuando éste se alzó tras Escalofrío. Riendo con estridencia, el alto y espectral ser arrancó uno a uno los miembros de Escalofrío. Había empezado a comérselos cuando llegó Bellurdan. El thelomenio lanzó un rugido al hundir el demonio en su pecho las garras de cuchillo. Pero el mago ignoró el dolor y la sangre que manaba a borbotones de sus heridas, cerró las manos sobre la cabeza del demonio y la aplastó.

A’Karonys desató lenguas de fuego que surgieron del báculo hasta que Engendro de Luna estuvo a punto de desaparecer en el interior de una bola ígnea. Etéreas alas de hielo se cerraron sobre el gordo mago, que lo congelaron sin más. Al cabo de un instante, se quebró convertido en polvo.

Alrededor de Tayschrenn llovía la magia como si formara parte de una lluvia infinita; aún permanecía arrodillado en aquella cima pelada y ennegrecida. Cada ola que llevaba su rumbo era desviada por él, y los soldados que intentaban protegerse en la llanura sufrían las consecuencias. A través de la carnicería que lo era todo en ese momento, a través de la ceniza y los agudos graznidos de los cuervos, a través de la lluvia de rocas que caía y los gritos de los heridos y de los moribundos, a través de los escalofriantes chillidos de los demonios que se arrojaban sin piedad sobre los soldados, a través y por encima de todo eso se imponía el trueno constante originado por el mago supremo. Riscos enormes, sesgados del rostro de Luna y envueltos en llamas y columnas de humo negro, caían sobre la ciudad de Pale, y la transformaban en el caldo de su cosecha, hecho de muerte y de olvido.

Le temblaba el cuerpo como si su propia carne quisiera respirar; además, no oía prácticamente nada, quizá por eso tardó en comprender que la hechicería había cesado. Incluso la voz que hablaba en algún rincón de su mente guardaba silencio. Elevó la llorosa mirada a Engendro de Luna, cuya superficie desprendía fuego y humo, y que se retiraba. Sobrevoló la ciudad, inclinada la fortaleza flotante a un lado, inestable en sus revoluciones. Engendro de Luna se dirigió al sur, hacia las lejanas montañas Tahlyn.

Miró a su alrededor, recordando vagamente que una compañía de soldados había buscado refugio en la cima baldía. Sintió un golpe en las entrañas y no pudo más. Ya no quedaba ni rastro de la compañía. Nada a excepción de las armaduras. «Hoy por ti, mañana por mí, hechicera». Contuvo el llanto y después concentró su atención en la primera colina.

Tayschrenn había caído, pero seguía con vida. Media docena de infantes de marina ascendieron la ladera para formar alrededor del mago supremo. Al poco, se lo llevaron.

Bellurdan, chamuscada buena parte de su indumentaria, en carne viva el cuerpo, permanecía en la colina central, recogiendo las extremidades diseminadas de Escalofrío, elevando la voz en un lamento fúnebre. Aquella visión, con todo su horror y sentimiento, alcanzó el corazón de Velajada con un golpe similar al de un martillo en el yunque. Se volvió rápidamente.

—Maldito seas, Tayschrenn.

Pale había caído. El precio había sido la hueste de Unbrazo y cuatro magos. Sólo ahora se movían las legiones negras de Moranth. Velajada cerró la mandíbula, y los labios que antes habían sido carnosos formaron una línea apenas perceptible. Había algo en su recuerdo que pugnaba por salir; tuvo la certeza de que aún no había caído el telón sobre el escenario.

La hechicera aguardó.

«Las sendas de la magia moran en el más allá. Encuentra la puerta y practica un agujero en ella. Podrás dar forma a todo lo que se filtre». Con estas palabras, una joven emprendió el sendero de la hechicería. «Ábrete a la senda que se te acerca, que te encuentra. Toma de su poder tanto como tu cuerpo y tu alma sean capaces de tomar, pero recuerda: cuando el cuerpo flaquee, la puerta se cerrará».

A Velajada le dolía todo el cuerpo, igual que si alguien la hubiera estado golpeando con un palo durante dos horas. Lo último que esperaba era sentir aquel sabor amargo en la lengua, que venía a informarle de que algo desagradable y feo había subido a la cima. Tales advertencias no se dejaban sentir por un adepto, a menos que la puerta permaneciera abierta, una senda revelada, rebosante de poder. Había escuchado historias en boca de otros hechiceros, y había leído enmohecidos pergaminos que hablaban de momentos como aquél, en que el poder llegaba gruñendo, mortífero, y cada vez que sucedía tal cosa (o eso decían) era porque un dios había puesto el pie en la tierra de los mortales. No obstante, de haber podido atraer la presencia de un inmortal a aquel lugar, hubiera sido sin duda la del Embozado, dios de la muerte. Su instinto, sin embargo, le decía que no era tal. No creía que hubiera llegado un dios, pero sí que había llegado alguna otra cosa… Lo que en realidad frustraba a la hechicera era su incapacidad para determinar cuál de las personas que la rodeaban constituía la fuente de peligro. Algo la empujaba a mirar a la muchacha, aunque la niña parecía medio ida la mayor parte del tiempo.

Las voces que le hablaban atrajeron finalmente su atención. El sargento Whiskeyjack se hallaba inclinado sobre Ben el Rápido y el otro soldado, mientras estos últimos permanecían arrodillados junto a Mechones. Ben el Rápido tenía cogido con fuerza un objeto rectangular, envuelto en pieles, y miraba a su sargento como pidiéndole aprobación.

Se percibía cierta tensión entre ambos. Ceñuda, Velajada se acercó.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó a Ben el Rápido, con la mirada en el objeto que el mago tenía entre las manos, que por delicadas resultaban incluso femeninas. Este no pareció oírla; seguía observando con atención al sargento.

Whiskeyjack se volvió hacia ella.

—Adelante, Ben —gruñó mientras se acercaba al borde de la cresta, de cara al oeste, hacia las montañas de Moranth.

Las ascéticas y delicadas facciones de Ben el Rápido se tensaron. Asintió a su compañero.

—Prepárate, Kalam.

El soldado a quien Ben el Rápido había llamado Kalam se puso en cuclillas, las manos en las mangas. Aquella postura casi se antojaba como un acto de rebeldía a la orden de Ben el Rápido, aunque al mago no se le veía contrariado. Ante la atenta mirada de Velajada, colocó una de sus ágiles manos en el pecho tembloroso y ensangrentado de Mechones. Luego murmuró unas palabras concatenadas y cerró los ojos.

—Sonaba a Denul —dijo Velajada mirando a Kalam, que permanecía inmóvil en semejante postura—. Aunque no del todo —añadió lentamente—. Lo ha modificado un poco. —Guardó silencio al entrever algo indefinido en Kalam que le recordó a la serpiente que se dispone a morder a su presa. No haría falta demasiado para sacarlo de sus casillas. Sólo algunas palabras más dichas en el momento inadecuado, acompañadas de un mal gesto dirigido a Ben el Rápido o a Mechones. Era un grandullón con el físico de un oso, pero aún recordaba Velajada el modo en que había pasado por su lado. Serpiente, sí, es un asesino, un soldado que ha alcanzado un nivel superior en el arte del asesinato. Para él ya no se trata simplemente de un trabajo, porque le gusta. Se preguntó si acaso no habría sido esa energía, esa silenciosa amenaza, lo que la había sacudido al pasar junto a ella, arrastrando consigo el aroma de la tensión sexual. Velajada suspiró. Menudo día para la perversidad.

Ben el Rápido había terminado de pronunciar las palabras concatenadas, pronunciadas en esa ocasión sobre el objeto, el cual colocó en ese momento junto a Mechones. Velajada lo observó mientras el poder trenzaba una guirnalda alrededor de aquella cosa, lo observó cada vez más inquieta mientras el mago recorría con sus largos dedos las costuras de la piel. La energía manaba de su interior con un control absoluto. Era superior a ella en el saber. Acababa de abrir una senda que ni siquiera pudo reconocer.

—¿Quiénes sois? —susurró, retrocediendo un paso.

Mechones abrió los ojos, libre su expresión de cualquier muestra de dolor. Cruzó la mirada con Velajada, momento en que sus labios ensangrentados dibujaron una sonrisa franca.

—Artes olvidadas, Vela. Lo que estás a punto de presenciar no se ha hecho en un millar de años. —Entonces su rostro se ensombreció y desapareció la sonrisa. Algo ardía en sus ojos—. ¡Piensa en lo que pasó, mujer! En Calot y en mí. Cuando caímos. ¿Qué fue lo que viste? ¿Percibiste algo? ¿Algo extraño? ¡Vamos, piénsalo! ¡Mírame! Mira mi herida, el modo en que permanezco tumbado. ¿En qué dirección miraba cuando me alcanzó aquella oleada?

Vio el fuego en su mirada, de furia mezclada con triunfo.

—No estoy segura —respondió—. Algo hubo, sí. —Esa parte de su mente distanciada, pensante, que la había acompañado a lo largo de la batalla, que había gritado en su interior a la muerte de Calot, que había gimoteado en respuesta a las oleadas de hechicería, al hecho de que provinieran de la llanura. Miró con los ojos entornados a Mechones y dijo—: Anomander Rake ni siquiera se molestó en dirigir sus ataques. Le daba lo mismo a quién pudiera alcanzar. Esas oleadas de poder fueron dirigidas, ¿verdad? Fueron a por nosotros desde el lado equivocado. —Estaba temblando—. Pero ¿por qué? ¿Por qué Tayschrenn haría tal cosa?

Mechones levantó una mano y aferró la capa de Ben el Rápido.

—Utilízala a ella, mago. Me arriesgaré.

Un torrente de pensamientos inundó la mente de Velajada. Mechones había sido enviado a los túneles por Dujek. Y Whiskeyjack y su pelotón habían servido allí. Habían sellado un pacto.

—Mechones, ¿qué está pasando aquí? —exigió saber mientras el miedo tensaba su cuello y hombros—. ¿A qué te refieres con eso de que me utilicen?

—¡No eres ciega, mujer!

—Quieto —urgió Ben el Rápido. Colocó el objeto sobre el pecho del mago, situándolo cuidadosamente, de modo que estuviera centrado a lo largo del esternón. El extremo superior le llegaba a la barbilla, el inferior a unas pulgadas de lo que le quedaba de torso. Redes de energía negra centelleaban de forma incesante sobre la superficie manchada de la piel que lo cubría.

Ben el Rápido pasó la mano sobre el objeto y la red se extendió. Las relucientes hebras negras dibujaron un trenzado caótico que insinuaba el cuerpo entero de Mechones, sobre la carne y a través de ella, siempre cambiantes las hebras, los cambios más y más rápidos. Mechones sufrió una fuerte sacudida, con los ojos fuera de las órbitas, antes de volver a recostarse. Escapó una exhalación de sus pulmones, acompañada de un lento y constante siseo. Cuando cesó por completo con un gorgoteo, no hubo más exhalaciones.

Ben el Rápido se sentó de cuclillas y se volvió a Whiskeyjack. El sargento no les quitaba ojo, aunque su expresión era inescrutable.

Velajada secó el sudor que empañaba su frente con el guante sucio.

—No ha funcionado, veo. Has fracasado en tu intento de hacer lo que fuera que te habías propuesto.

Ben el Rápido se puso en pie. Kalam recogió el objeto envuelto y se acercó mucho a Velajada, que topó con los oscuros ojos y la mirada penetrante del asesino.

—Quédatelo, hechicera —dijo Ben el Rápido—. Llévalo a la tienda y desenvuélvelo allí. Sobre todo, no permitas que Tayschrenn lo vea.

—¿Cómo? —preguntó Velajada—. ¿Así, sin más? —Observó el objeto—. Ni siquiera sé qué es esto. Sea lo que sea, no me gusta.

La muchacha habló a su espalda en un tono tan hiriente como acusador.

—No sé qué has hecho, mago. Sentía que me mantenías apartada. No ha sido muy amable por tu parte.

¿De qué irá todo esto?, se preguntó Velajada. El negro permanecía impasible, glacial, aunque creyó ver un fugaz destello en su mirada. Parecía tener miedo.

Whiskeyjack se dirigió a la muchacha:

—¿Algo que comentar al respecto de lo sucedido, recluta? —preguntó, tenso.

Los ojos oscuros de la muchacha recalaron en el sargento. Luego, se encogió de hombros y se alejó.

Kalam tendió el objeto a Velajada.

—Respuestas —dijo en voz baja con el acento de Siete Ciudades, musical y redondo—. Todos queremos respuestas, hechicera. El mago supremo mató a tus camaradas. Míranos, somos los únicos supervivientes de los Abrasapuentes. No es… fácil obtener respuestas. ¿Estás dispuesta a pagar el precio?

Tras un último vistazo al cadáver de Mechones, brutalmente despedazado, y a la mirada vacía de sus ojos sin vida, aceptó el objeto. No pesaba. Fuera lo que fuese que ocultaba el envoltorio de piel, no era muy grande. Algunas partes parecían moverse, y en sus manos sintió los bordes de algo duro.

—Quiero —dijo lentamente, mirando al asesino— ver cómo Tayschrenn se lleva su merecido.

—Entonces estamos de acuerdo —replicó Kalam, sonriendo—. Y empezaremos por aquí.

Velajada sintió un vuelco en el corazón al ver aquella sonrisa. Mujer, pero ¿qué te ha dado? Suspiró.

—Hecho. —Al volverse para descender la ladera y regresar al campamento principal, cruzó la mirada con la muchacha. Sintió de nuevo un escalofrío y se detuvo—. Eh, tú, recluta. ¿Cómo te llamas?

La joven sonrió como si aquello le recordara algo gracioso.

—Lástima.

Velajada lanzó un gruñido. Debió de imaginarlo. Ajustó el paquete en el hueco del brazo y descendió a trompicones la ladera.

El sargento Whiskeyjack dio una patada a un yelmo y siguió su recorrido ladera abajo con la mirada.

—¿Hecho? —preguntó a Ben el Rápido.

El mago se volvió a Lástima y asintió.

—Atraerás más atención de la debida sobre nuestro pelotón —dijo la joven a Whiskeyjack—. El mago supremo Tayschrenn reparará en ello.

—¿Más atención de la debida? —El sargento enarcó una ceja—. ¿Qué diantre significa eso?

Lástima no respondió.

Whiskeyjack contuvo la réplica acerada que estaba a punto de pronunciar. ¿Qué la había llamado Violín? Una bruja misteriosa. Se lo había dicho a la cara y ella sólo lo miró con esos ojos de pez muerto. Por mucho que odiara admitirlo, Whiskeyjack compartía la opinión del zapador. Lo que aún hacía aquello más inquietante era que aquella niña de quince años tenía aterrorizado a Ben el Rápido hasta tal punto que el mago ni siquiera quería hablar del asunto. ¿Qué le había enviado el Imperio?

Observó a Velajada cruzando el campo de muerte que se extendía al pie de las colinas. Los cuervos alzaban el vuelo a su paso y permanecían volando en círculos, graznando atemorizados e inquietos. Entonces, el sargento sintió a su lado la presencia de Kalam.

—Por el aliento del Embozado —masculló Whiskeyjack—. Esa hechicera espanta a los cuervos como si fuera un demonio.

—No la temen a ella —replicó Kalam—, sino a lo que lleva.

—Esto apesta. ¿Estás seguro de que es necesario? —preguntó el sargento, rascándose la barba.

Kalam se encogió de hombros.

—Whiskeyjack —dijo a su espalda Ben el Rápido—, nos mantuvieron en los túneles. ¿Crees que el mago supremo no podría haber supuesto lo que iba a suceder?

El sargento encaró al mago. A una docena de pasos de distancia se encontraba Lástima, lo bastante cerca como para poder escucharlos. Whiskeyjack la miró ceñudo, pero no dijo palabra.

Tras el tenso silencio, el sargento volvió a volcar su atención en la ciudad. La última de las legiones negras de Moranth entraba en Pale por la puerta occidental. Las columnas de humo negro se alzaban tras las maltrechas murallas. Algo conocía acerca de la terrible enemistad que existía entre Moranth y los ciudadanos de la que fuera la Ciudad Libre de Pale. Disputas por las rutas comerciales, dos potencias mercantiles en constante conflicto. Pale había ganado más de lo que había perdido. Por lo visto, al fin los guerreros de negra armadura, procedentes de más allá de las montañas occidentales, cuyos rostros mantenían ocultos tras las viseras de los yelmos y que hablaban mediante ruiditos y cuchicheos, equilibraban la balanza. En la distancia, a pesar de los graznidos de los cuervos, se oían los gemidos de los hombres, las mujeres y los niños que morían por la espada.

—Parece ser que el Imperio mantiene su palabra con los moranthianos —dijo Ben el Rápido—. Menuda carnicería. No pensé que Dujek…

—Dujek sabe cuáles son sus órdenes —interrumpió Whiskeyjack—. Y tiene a un mago supremo encaramado a su hombro.

—Una hora —repitió Kalam—, y entonces será cosa nuestra limpiar los escombros.

—No, nuestro pelotón no —dijo el sargento—. Hemos recibido nuevas órdenes.

—¿Y aún necesitas más pruebas para convencerte? —le preguntó Ben el Rápido—. Quieren hundirnos. Se han propuesto…

—¡Basta! —rugió Whiskeyjack—. Ahora no. Kalam, ve a buscar a Violín. Necesitamos suministros de los moranthianos. Reúne a los demás, Ben, y llévate a Lástima. Reuníos conmigo dentro de una hora junto a la tienda del Puño Supremo.

—¿Y tú? —preguntó Ben el Rápido—. ¿Qué vas a hacer?

El sargento creyó entrever un anhelo mal disimulado en el tono de voz de su mago. Necesitaba una confirmación, la seguridad de que hacían lo correcto. Un poco tarde para eso. Aun así, Whiskeyjack sintió una punzada de arrepentimiento, no podía dar lo que tanto ansiaba Ben el Rápido. No podía decirle que las cosas saldrían bien. Observó cabizbajo la ciudad de Pale.

—¿Qué voy a hacer? Voy a pensar un poco, Ben. Os he estado escuchando a ti, Kalam, Mazo y Violín. Incluso Trote ha estado cuchicheándome a la oreja. Pues bien, ahora me toca a mí. Así que déjame, mago, y llévate a esa condenada muchacha contigo.

Ben el Rápido dio un respingo y pareció echarse atrás. Hubo algo en las palabras de Whiskeyjack que logró hacerle profundamente infeliz, aunque puede que todo en el discurso del sargento le decepcionara.

Pero el suboficial estaba demasiado cansado como para preocuparse por eso. Tenía que pensar en su nuevo destino. De haber sido hombre religioso, Whiskeyjack hubiera vertido sangre en el cuenco del Embozado para invocar las sombras de sus ancestros. Por mucho que odiara admitirlo, compartía el sentimiento de los miembros del pelotón: alguien en el Imperio quería ver muertos a los Abrasapuentes.

Pale se hallaba a sus espaldas. De la pesadilla tan sólo quedaba el sabor a ceniza en la boca. Ante sí se hallaba su nuevo destino: la legendaria ciudad de Darujhistan. Whiskeyjack tuvo la sensación de que una nueva pesadilla estaba a punto de comenzar.

En el campamento, más allá de la última cresta de colinas peladas, los carros tirados por caballos cargados de soldados heridos atestaban los estrechos pasos que separaban las hileras de tiendas. Se había desintegrado el buen orden que había reinado en el campamento de los malazanos, y en el ambiente febril se respiraban los gritos de los heridos, gritos que ponían voz al horror.

Velajada se abrió camino entre los aturdidos supervivientes y sorteó los charcos de sangre que se formaban al pie de los carros, con los ojos puestos en la obscena pila de miembros amputados que había en las tiendas de los físicos. Procedente de las tiendas y las chozas desperdigadas, levantadas por quienes seguían al ejército, un coro de un millar de voces entonaba un lamento desigual, recordatorio escalofriante de que la guerra siempre conlleva dolor.

En algún cuartel general de la capital del Imperio, a unas tres mil leguas de distancia, el edecán de turno tacharía con tinta roja el Segundo Ejército en la lista de unidades en activo, para después añadir con buena caligrafía: «Pale, finales de invierno, año 1163 del Sueño de Ascua». Así se anotaría la muerte de nueve mil hombres y mujeres. Luego se olvidaría.

Algunos de nosotros no lo olvidaremos. Los Abrasapuentes albergaban ciertas sospechas escalofriantes. La idea de desafiar a Tayschrenn a una confrontación directa casaba con un sentimiento de ofensa y, si el mago había matado de veras a Calot, también con un sentimiento de haber sido traicionado. Pero sabía que sus emociones tenían cierta maña para escapar a su control. Un duelo mágico con el mago supremo del Imperio supondría para ella la mejor manera de llamar a la puerta del Embozado. El afán de justicia motivado por la ira se había cobrado más cadáveres que los que el Imperio podía reclamar para sí. Como Calot solía decir: «Levanta el puño cuanto quieras, pero lo que está muerto, muerto está».

Había presenciado demasiadas muertes desde que se enroló en las filas del Imperio de Malaz, claro que tampoco tantos cadáveres se debían a sus actos. Esa era la diferencia, y al menos había bastado durante un tiempo. No es como antes. Me he pasado veinte años limpiándome las manos de sangre. En ese momento, sin embargo, la escena que se repetía y se repetía en su recuerdo era la de las piezas de armadura vacías en la cima, una escena que le dolía en el alma. Aquellos hombres y mujeres corrían hacia ella en busca de protección contra el horror que se había desatado sobre la llanura. Había sido un acto desesperado, fatídico pero comprensible. A Tayschrenn no le importaban pero a ella sí. Era uno de los suyos. En las anteriores batallas habían combatido como perros rabiosos para impedir que las legiones enemigas pudieran acabar con ella. Sin embargo, aquella había sido una guerra de magos. Su terreno. Se cruzaban favores en el Segundo Ejército. Era lo que mantenía a todos con vida, y también lo que hacía del Segundo una hueste legendaria. Aquellos soldados tenían sus expectativas, y tenían derecho a ello. Habían acudido a ella para que los salvara. Y habían muerto por ello.

¿Y si me hubiera sacrificado? ¿Y si hubiera transferido mis salvaguardas a ellos, en lugar de salvar mi pellejo? El instinto la había obligado a sobrevivir, y su instinto nada tenía que ver con el altruismo. Los altruistas no duran mucho tiempo en la guerra.

Estar viva, concluyó Velajada al acercarse a su tienda, no era lo mismo que sentirse bien por ello. Entró en la tienda y cerró la lona tras ella. Después, observó sus posesiones terrenales. Pocas, muy pocas a sus doscientos diecinueve años de vida. El baúl de madera, sellado con hechizos de protección, contenía su libro de hechicería Thyr; la pequeña colección de instrumental de alquimia yacía desperdigada en la mesa, junto al coy, como un montón de juguetes abandonados por un niño. En mitad de aquel desorden encontró también la baraja de los Dragones. Recaló la mirada en ella, antes de continuar con la inspección. Todo le parecía distinto ahora, como si el baúl, la alquimia y sus ropas pertenecieran a otra persona, a alguien más joven, alguien que aún era capaz de tener cierta vanidad. Sólo la baraja, sólo los Fatid llamaban su atención como las palabras de una vieja amiga.

Velajada se acercó a la baraja. Con un gesto ausente depositó en la mesa el paquete que le había entregado Kalam; después, sacó un taburete colocado debajo de la mesa. Al sentarse, extendió la mano para alcanzar la baraja. Titubeó.

Hacía meses de la última vez. Había algo que la mantenía apartada. Quizá hubiera predecido la muerte de Calot, y quizá esa sospecha había morado en la oscuridad de sus pensamientos todo ese tiempo. El miedo y el dolor habían moldeado su alma toda la vida, pero su temporada con Calot había sido distinta, alegre, desenfadada, casi vaporosa. Y pensar que lo había considerado un mero pasatiempo.

—¿Qué te parece eso como ejemplo de negación deliberada? —Percibió la amargura de su voz y se despreció por ello. Habían vuelto sus antiguos demonios, burlándose a la muerte de sus ilusiones. Una vez ya rechazaste la baraja, la noche antes de que rajaran la garganta de Mock, la noche antes de que Danzante y el hombre que un día regiría un Imperio asaltaran la fortaleza de tu señor, de tu amante. ¿Vas a negar la existencia de un patrón, mujer? Su visión se tornó borrosa ante el aluvión de unos recuerdos que creía enterrados para siempre. Miró la baraja, pestañeando sin cesar.

—¿De veras quiero que me hables, vieja amiga? ¿Acaso necesito que me recuerdes que la fe sirve de refugio a los insensatos?

Percibió un movimiento por el rabillo del ojo. Fuera lo que fuese lo que guardaba la piel que cubría el objeto, lo cierto era que se había movido. La sorprendieron los bultos que golpeaban las paredes de la piel forzando las costuras. Velajada permaneció inmóvil, observando con los ojos abiertos como platos. Entonces, cuando su ritmo respiratorio iba recuperando la normalidad, extendió la mano para tomarlo y lo colocó ante sí. Desenvainó una daga y procedió a cortar las costuras. El objeto en su interior permaneció inmóvil, como si esperara el resultado de sus esfuerzos. Finalmente apartó una capa de piel.

—Vela —dijo una voz que le resultó familiar.

Contempló asombrada la marioneta de madera que, vestida de seda amarilla, salió de la bolsa. A pesar de ir maquillada, reconoció sus facciones.

—Mechones.

—Me alegra verte de nuevo —dijo la marioneta al ponerse en pie. Trastabilló y levantó las manos de madera para recuperar el equilibrio—. Y el alma conmutó —anunció al tiempo que se quitaba el blando sombrero, antes de inclinarse como pudo ante ella.

Conmutación del alma.

—Pero si eso lleva siglos olvidado. Ni siquiera Tayschrenn…

—Luego —interrumpió Mechones mientras la hechicera se mordía el labio, pensativa. Dio algunos pasos y después inclinó hacia delante la cabeza, con la intención de estudiar su nuevo cuerpo—. En fin —suspiró—, no se puede tener todo, ¿verdad? —Levantó la mirada y sus ojos pintados observaron entonces a Velajada—. Tendrás que acercarte a mi tienda antes de que Tayschrenn se adelante. Necesito mi libro. Ahora formas parte de esto, ya no hay vuelta atrás.

—¿Parte de qué?

Mechones no respondió; parecía distraído, incluso parecía haber olvidado a la hechicera. De pronto, agachó la cabeza.

—Me pareció oler la baraja.

Velajada sudaba profusamente; era un sudor frío, sobre todo localizado bajo los brazos. Mechones siempre había logrado incomodarla, pero aquello… Podía oler su propio temor. El que hubiera apartado la mirada le hizo sentir un agradecimiento infinito. Era magia ancestral, Kurald Galain, si era cierto lo que decían las leyendas, y era mortífera, depravada, tosca y primitiva. Los Abrasapuentes tenían reputación de ser gente dura, pero rondar las sendas próximas al Caos era una locura. O un gesto de desesperación…

Casi por voluntad propia se abrió su senda Thyr, de la cual manó el poder que le inundó todo el cuerpo cansado.

Mechones debió de percibir que la hechicera había abierto los ojos y los había clavado en la baraja.

—Velajada —susurró con cierta burla en la voz—. Vamos, los Fatid te llaman. Lee lo que ha de leerse.

Perturbada por el rubor que cubrió su rostro, Velajada alcanzó la baraja de los Dragones con cierta reluctancia. Le temblaba la mano al cerrarla en los cortes. La barajó lentamente, consciente del frío de la superficie laqueada de las cartas de madera, frío que primero percibió en las manos y luego en los brazos.

—Siento que en ellas se cierne una tormenta —dijo alineando el mazo, que a continuación colocó sobre la mesa.

Mechones rompió a reír por toda respuesta. Una risa perversa y ansiosa.

—La primera Casa marca el camino. ¡Rápido!

Volvió Velajada la primera carta, conteniendo la respiración.

—El caballero de la Oscuridad.

Mechones suspiró.

—El Señor de la Noche rige la mano. Por supuesto.

Velajada estudió el grabado de la carta. El rostro permanecía borroso como de costumbre; el caballero iba desnudo, la piel negra como azabache. De cadera para arriba era humano, musculoso y empuñaba en alto un mandoble de negra hoja, de cuyo mango colgaban etéreas cadenas de humo que se fundían sobre la vacía oscuridad del fondo. La parte inferior de su cuerpo era dragontina, negras las escamas, tirando a grises en la barriga. Como siempre apreció un nuevo detalle, algo en lo que no había reparado y que de algún modo pertenecía a ese momento. Había una sombra suspendida en la oscuridad, sobre la cabeza del caballero. Sólo podía detectarla si la miraba de reojo, puesto que si lo hacía de frente desaparecía. «Claro, tú nunca revelas la verdad con tanta facilidad, ¿o sí?».

—Segunda carta —urgió Mechones, que se acercó al terreno de juego inscrito en el tablero.

Velajada reveló la segunda carta.

—Oponn. —Los Bufones del azar.

—Que el Embozado maldiga sus injerencias —gruñó Mechones.

La dama se mantenía erguida, mientras su mellizo, vuelto boca abajo, observaba divertido el pie de la carta. Así era la hebra de la fortuna, que tiraba hacia atrás en lugar de empujar hacia delante, la hebra del éxito. La expresión de la dama parecía suave, casi tierna, una nueva faceta que señalaba cómo estaban equilibradas las cosas. Al cabo de un latido de corazón, Velajada reparó en un detalle apenas visible: donde la mano derecha de él alcanzaba a tocar la izquierda de la dama, un diminuto disco plateado cubría el espacio que mediaba entre ambos. Una moneda, y en la cara una cabeza de hombre. Pestañeó. No, de mujer. Luego de hombre, después de mujer. De pronto recostó la espalda. La moneda giraba.

—¡La siguiente! —exigió Mechones—. ¡Eres demasiado lenta!

Velajada reparó en que la marioneta no prestaba atención a la carta Oponn, que probablemente tan sólo se había molestado en identificarla. Respiró hondo. Mechones y los Abrasapuentes iban de la mano en este asunto, eso se lo decía el instinto, pero su propio papel aún estaba por decidir. Con aquellas dos cartas ya sabía más que ellos. Seguía sin ser mucho, pero podía bastar para mantenerla viva en lo que fuera que se avecinaba. Soltó el aire de pronto, extendió la mano y descargó una palmada sobre el mazo.

Mechones dio un salto y se volvió a ella, girando sobre los talones.

—¿Ya te plantas? —preguntó furioso—. ¿Te plantas con los Bufones? ¿A la segunda carta? ¡Es absurdo! ¡Sigue jugando, mujer!

—No —replicó Velajada, arrastrando las dos cartas para después devolverlas al mazo—. He escogido plantarme. Y no hay nada que puedas hacer al respecto. —Y se levantó.

—¡Zorra! ¡Podría matarte con sólo pestañear! ¡Aquí y ahora!

—Estupendo. Una buena excusa para perderme la reunión que me espera con Tayschrenn, en la que evaluará lo sucedido en la batalla. Adelante, Mechones. Por mí no te apures. —Se cruzó de brazos y aguardó.

—No —dijo la marioneta—. Te necesito. Y tú desprecias a Tayschrenn más que yo. —Inclinó la cabeza mientras reconsideraba sus últimas palabras, y finalmente rompió a reír—. Así me aseguro de que no habrá traiciones.

—Tienes razón.

La hechicera se acercó a la entrada de la tienda. A punto estaba de correr la lona, cuando se detuvo.

—Mechones, ¿hasta qué punto puedes oír?

—Bastante bien —respondió con un gruñido la marioneta.

—¿Puedes escucharlo todo, por ejemplo el sonido que hace una moneda al girar?

—Los ruidos del campamento, eso es todo. ¿Por qué lo preguntas? ¿Has oído algo?

Velajada sonrió. Corrió la lona de la tienda y salió al exterior sin responder. Mientras se dirigía a la tienda de mando, sintió en su interior que brotaba un peculiar atisbo de esperanza.

Nunca había considerado como un aliado a Oponn. Depender de la suerte para cualquier asunto era una idiotez. La primera Casa que desveló, Oscuridad, tocó su mano con un frío glacial, abiertamente, con violencia, con un poder que latía con furia, pero que, además, se dejaba acompañar por una sensación que no pudo identificar del todo, pero que se parecía mucho a la salvación. El caballero podía ser enemigo o aliado, aunque las más de las veces no era ni lo uno ni lo otro. Pero Oponn cabalgaba a la sombra del guerrero; dejaba que la Casa de Oscuridad titubeara al margen, suspendida en el umbral que separaba al día de la noche. Más que cualquier otro factor, había sido aquella moneda que giraba lo que le había empujado a plantarse.

Mechones no lo había oído. Maravilloso.

Aun entonces, mientras se acercaba a la tienda de mando, el eco de aquel sonido pervivía en su mente, tal como creía que haría durante algún tiempo. La moneda giraba y giraba. Oponn mostraba dos caras al cosmos, pero era la apuesta de la dama. Gira, monedita. Gira.