Capítulo 1

Las viejas piedras de este camino

el hierro han sentido,

también la negra herradura, el tambor.

Lo vi marchar venido

del mar, entre colinas, bañado en sangre.

Al anochecer se vino, un niño entre ecos,

hijos y hermanos, todos en las filas

de guerreros fantasma. Se vino a donde

yo reposaba el cansancio al final de la jornada;

Su zancada hablaba por sí sola, y fue ésta la que me reveló

todo cuanto debía saber sobre él.

Camina el muchacho;

otro soldado, otro,

enardecido su corazón

que aguarda aún a ser forjado en frío.

Lamento de madre

Anónimo

Año 1161 del Sueño de Ascua

Año 103 del Imperio de Malaz

Año 7 del reinado de la emperatriz Laseen

—Un cachete y un empujón —decía la anciana—, así es como actúa la emperatriz, igualito que los dioses. —Se inclinó a un lado y lanzó un escupitajo, para limpiarse después los labios con un trapo sucio—. Tres esposos y dos hijos se me han ido a la guerra.

La mirada de la pescadora brilló al observar la columna de soldados a caballo que pasó al galope, de modo que apenas prestó atención a la vieja que se encontraba de pie a su lado. El aliento de la muchacha se había acompasado al paso de aquellos magníficos caballos. Sintió arder las mejillas, un rubor que nada tenía que ver con el calor. El día tocaba a su fin; el tono rojizo del sol ensangrentaba las copas de los árboles que se alzaban a su derecha, mientras que el suspiro del mar se había enfriado en su rostro.

—Eso fue en tiempos del emperador —continuó la vieja—. Espero que el Embozado haya puesto al fuego el alma de ese cabrón. Mira, moza, Laseen se las apaña bien a la hora de esparcir los huesos de los mejores. Je, je, después de todo empezó por los de su propio marido, ¿o no?

La pescadora asintió con aire ausente. Tal como correspondía a los humildes, aguardaban junto al camino. La anciana atribulada con un tosco saco lleno de nabos, y la joven con un cesto enorme que apoyaba en la cabeza. Cada poco, la anciana cambiaba el saco de un hombro huesudo a otro. Puesto que los jinetes atestaban el camino, y que la zanja a su espalda formaba una pronunciada caída sobre un lecho de roca, no había espacio para dejar el saco.

—Esparcir los huesos, eso he dicho. Los huesos de los maridos, los huesos de los hijos, los de las esposas y también los de las hijas. A ella le da lo mismo. Al Imperio tanto le da. —La anciana escupió de nuevo—. Tres maridos y dos hijos, diez monedas por cabeza al año. Cinco por diez. Cincuenta monedas suponen una magra compañía, moza. Hace frío en invierno, y frío está el lecho.

La pescadora se limpió el polvo de la frente. Su mirada radiante revoloteó entre los soldados que pasaron ante ella. Los jóvenes subidos a las sillas de elevado respaldo lucían severa la mirada, vuelta al frente. Las pocas mujeres que cabalgaban entre ellos se mantenían erguidas y, de algún modo, su mirada era aún más fiera que la de sus compañeros. El sol arrancaba destellos de color carmesí a los yelmos, tales destellos que a la muchacha le dolían los ojos y su visión se empañaba.

—Eres la hija del pescador —dijo entonces la anciana—. Te he visto alguna vez en el camino, y en la orilla también. Os he visto a tu padre y a ti en el mercado. Es el manco, ¿verdad? Más huesos para la colección, ¿me equivoco? —Hizo con la mano ademán de cortar algo, y después asintió—. Mi casa es la primera del sendero. Utilizo las monedas para comprar velas. Cinco velas prendo cada noche, cinco velas que hagan compañía a la vieja Rigga. En mi casa reina el desánimo, y también rebosan cosas desanimadas; yo soy una de esas cosas, moza. ¿Qué llevas en esa cesta?

Lentamente la muchacha comprendió que aquella pregunta le había sido formulada a ella. Apartó su atención de los soldados y sonrió a la anciana.

—Lo siento —dijo—. Los caballos hacen tanto ruido.

—Te preguntaba qué llevas en esa cesta, moza —levantó la voz la anciana.

—Bramante. Lo necesario para tres redes. Mañana debemos tener una de ellas lista para la faena. Papá perdió la última, porque hubo algo en las aguas profundas que se la llevó, y a la pesca también, Ilgrand Lender quiere recuperar el dinero que nos prestó y necesitamos pescar mañana. Necesitamos una buena captura. —Sonrió de nuevo y volvió a observar a los soldados—. ¿No es precioso? —preguntó con un suspiro.

Rigga extendió la mano, aferró la densa mata de cabello negro de la muchacha y tiró con fuerza.

La pescadora lanzó un grito. La cesta que apoyaba en la cabeza se balanceó para después deslizarse hasta un hombro. Tiró con fuerza de un asa, pero era demasiado peso y cayó al suelo.

—¡Ay! —protestó la muchacha, que intentó arrodillarse. Rigga, sin embargo, tiró con más fuerza de su pelo, hasta obligarla a volver la cabeza.

—¡Presta atención, moza! —El agrio aliento de la anciana hirió el rostro de la joven—. El Imperio lleva cien años moliendo esta tierra. Tú naciste dentro de él, yo no. Cuando tenía tu edad, Itko Kan era una nación. Enarbolábamos nuestra propia bandera y nos pertenecía. Éramos libres, moza.

La muchacha sintió ganas de vomitar ante el aliento de Rigga y cerró los ojos con fuerza.

—Recuerda mis palabras, niña, o el Sayo de las Mentiras te cegará para siempre. —La voz de Rigga se convirtió en un canturreo, y de pronto la muchacha dio un respingo. Rigga, Riggalai la vidente, la bruja de la cera que atrapaba almas en velas que después quemaba. Almas que se convertían en pasto de las llamas. Las palabras de Rigga adoptaban el escalofriante tono propio de las profecías—. Recuerda mis palabras. Soy la última que te hablará. Eres la última en escucharme. De esta forma estamos unidas, tú y yo, más allá de todo lo demás. —Rigga tiró con más fuerza del cabello de la muchacha—. Allende el océano de la emperatriz ha hundido el cuchillo en tierras vírgenes. La sangre corona el oleaje y te cubrirá toda, niña, si no te andas con cuidado. Te pondrán una espada en la mano, te darán un bonito caballo y te enviarán al otro lado del mar. Pero una sombra cubrirá tu alma. ¡Escucha! ¡Entiérralo en lo más hondo! Rigga te protegerá porque ahora estamos unidas, tú y yo. Pero es lo único que puedo hacer, ¿comprendes? Mira al Señor desovado en la Oscuridad; suya es la mano que liberará, aunque él no lo sepa…

—¿Qué sucede? —voceó alguien.

Rigga volvió la mirada al camino. Un jinete había detenido la montura. La vidente soltó el cabello de la muchacha.

Esta trastabilló, tropezó con una roca del borde del camino y cayó. Al levantar la mirada, el jinete había pasado de largo. Otro cabalgaba en su estela.

—Deja en paz a esa preciosidad, vieja desdentada —gruñó éste, que al pasar junto a ellas se inclinó en la silla y abofeteó a la anciana con la mano abierta, enfundada en un guantelete. El guantelete de escamas metálicas alcanzó a Rigga en la cabeza y, debido al golpe, la anciana giró sobre sí hasta caer al suelo.

La pescadora lanzó un grito al desplomarse Rigga con fuerza en sus muslos. Un esputo de sangre salpicó su rostro. Gimoteando se arrastró por la grava y empleó los pies para apartar el cuerpo de Rigga. Finalmente se puso de rodillas.

Hubo algo en la profecía de Rigga que parecía haber anclado en la mente de la joven. Pesaba como una losa, y permanecía oculto a la luz. Descubrió que era incapaz de recordar una sola palabra de lo que había dicho la vidente. Extendió el brazo para tomar el rebozo de lana de Rigga. Luego, con sumo cuidado, cubrió con él a la mujer. La sangre, que manaba de la oreja, cubría la mitad de su rostro. Tenía más sangre en la barbilla, y más en la boca. Los ojos miraban, pero no veían.

La pescadora se apartó, incapaz de recuperar el aliento. Miró a su alrededor, desesperada. La columna de soldados había pasado de largo, sin dejar a su paso más que la polvareda y el rumor lejano de los cascos de los caballos. El saco de Rigga lleno de nabos había esparcido su contenido en el camino. Entre la verdura había cinco velas de sebo. La joven logró llenar por fin de aire polvoriento sus pulmones. Se limpió la nariz y observó su propia cesta.

—No te preocupes por las velas —dijo con voz extraña, recia—. Ya se han ido, ¿o no? Sólo un montón de huesos. Olvídalo. —Gateó hacia los restos del cesto, y cuando habló de nuevo su voz volvió a adquirir su habitual jovialidad—. Necesitamos el bramante. Trabajaremos toda la noche y lograremos tener lista una red. Papá espera. Está en la puerta, atento al sendero, esperando a verme llegar.

Se detuvo al sentir un escalofrío que le recorrió la espina dorsal. La luz del sol casi había desaparecido. Un frío impropio de la estación nacía de las sombras, que fluyeron entonces por el camino como si de agua se tratara.

—Aquí viene, pues —dijo la muchacha con una voz que no le pertenecía.

Una mano enguantada se le posó en el hombro, y el miedo la hizo encogerse.

—Tranquila, muchacha —dijo una voz de hombre—. Ya pasó. Nada puede hacerse por ella.

La pescadora levantó la mirada. Un hombre vestido de negro se inclinó sobre ella; su rostro quedaba oculto por la sombra que proyectaba la capucha.

—Pero la golpeó —dijo con voz de niña—. Y tenemos que trenzar estas redes. Papá y yo…

—Vamos a ponerte en pie —dijo el hombre, que deslizó sus largos dedos bajo los brazos de la joven. Enderezó la espalda y la levantó sin apenas acusar el esfuerzo. Las sandalias que calzaba la muchacha se zarandearon en el aire, antes de que volviera a posar los pies en tierra.

De pronto vio a otro hombre, más bajo, vestido también de negro. Este permaneció de pie en el camino, vuelto de espaldas y con la mirada clavada en la dirección que habían tomado los soldados. Habló con un hilo de voz.

—No se ha perdido nada —dijo sin volverse a ella—. Tenía poco talento, y el don hacía tiempo que no rebullía. Oh, pudo haber logrado algo más, pero jamás lo sabremos, ¿verdad?

La pescadora se acercó a trompicones a la saca de Rigga y tomó una de las velas. Se puso en pie con una súbita dureza en la mirada, y después escupió en el camino.

El hombre bajito se volvió hacia ella. Bajo la capucha, las sombras parecían danzar a solas.

—Era una buena vida —susurró la muchacha, que retrocedió un paso—. Tenía todas esas velas. Cinco en total. Cinco para…

—Necromancia —interrumpió el hombre bajito.

El otro, que seguía junto a la pescadora, dijo en voz baja:

—Las veo, niña. Sé para qué sirven.

—La bruja cobijaba cinco almas frágiles. Nada del otro mundo —dijo el otro con un resoplido. Inclinó la cabeza y añadió—: Puedo oírlos. La están llamando.

Las lágrimas empañaron los ojos de la joven. Una angustia infinita pareció emanar de la negra piedra de su mente. Se secó las mejillas.

—¿De dónde vienen? —preguntó de pronto—. No les vimos en el camino.

El hombre que permanecía a su lado se volvió al sendero de grava.

—Del otro lado —respondió con cierta jocosidad en el tono de su voz—. Estábamos esperando, como tú.

El otro soltó una risilla.

—Del otro lado, eso mismo. —Volvió a encarar el camino y levantó ambos brazos.

La muchacha lanzó un hondo suspiro al caer la oscuridad. Un estrépito lacerante se apoderó del lugar durante un soplo, después la oscuridad se disipó y la muchacha abrió los ojos como platos.

Siete Mastines enormes se encontraban sentados alrededor del hombre, en el camino. Los ojos de las criaturas refulgían amarillos, clavados en la misma dirección en que miraba el hombre.

—¿Ansiosos estamos? ¡Adelante, pues! —siseó.

Los Mastines trotaron camino abajo en silencio.

Su amo se volvió para dirigir unas palabras al hombre que se encontraba junto a ella.

—Un pequeño tormento para la mente de Laseen. —Y volvió a reír.

—¿Es necesario que compliques las cosas? —respondió el otro en tono cansino.

—Se encuentran a la vista de la columna —dijo el hombre, engallado antes de inclinar la cabeza. Procedente del camino, en la distancia, se oyó el relincho de los caballos. Suspiró—. ¿Has tomado una decisión, Cotillion?

—Al pronunciar mi nombre, Ammanas, has decidido por mí —dijo con un gruñido que tenía un punto divertido—. No podemos dejarla aquí, ¿verdad?

—Claro que podemos, viejo amigo. Siempre y cuando no respire.

Cotillion observó a la muchacha.

—No —dijo—. Lo hará.

La pescadora se mordió el labio. Seguía aferrando la vela de Rigga, y retrocedió otro paso mientras balanceaba la mirada de un hombre a otro.

—Lástima —dijo Ammanas.

Cotillion pareció asentir, después se aclaró la garganta y dijo:

—Llevará su tiempo.

—¡Y tiempo tenemos! —exclamó Ammanas, divertido—. La venganza con mayúscula exige de uno que aceche lenta y cuidadosamente a su víctima. ¿Has olvidado el daño que en tiempos nos infligió? A estas alturas, Laseen ya está contra la pared. Caería sin nuestra ayuda. ¿Qué habría de satisfactorio en ello?

Cotillion le dedicó una respuesta tan fría como cortante.

—Tú siempre has subestimado a la emperatriz. De ahí que actualmente nos veamos en estas circunstancias… No. —Señaló a la hija del pescador—. Necesitaremos a ésta. Laseen ha despertado las iras de Engendro de Luna, y yo diría que eso es un nido de avispas. Es el momento perfecto.

En la lejanía, por encima de los relinchos de los caballos, se alzaron los chillidos de los hombres y las mujeres, un sonido que hirió a la muchacha en el alma. Su mirada se posó fugaz en la figura inmóvil de Rigga, tendida en el camino, y después en Ammanas, que precisamente en ese instante se acercaba a ella. Pensó en echar a correr, pero sus piernas no respondían más que al temblor. El hombre se acercó, y tuvo la sensación de que era estudiada, aunque las sombras proyectadas por la capucha seguían siendo impenetrables.

—¿Una pescadora? —preguntó en tono amable.

Ella asintió.

—¿Tienes nombre?

—¡Ya basta! —gruñó Cotillion—. No es un ratón bajo tu zarpa, Ammanas. Además, puesto que he sido yo quien la ha elegido, también escogeré su nombre.

Ammanas retrocedió un paso.

—Lástima —dijo de nuevo.

La muchacha unió sus manos en un gesto de súplica.

—Por favor —rogó a Cotillion—. ¡No he hecho nada! Mi padre es un hombre humilde, pero les dará todo cuanto tenga. Me necesita, y también necesita el bramante. ¡Me está esperando! —Sintió una humedad sospechosa entre las piernas, y rápidamente se sentó en el suelo—. ¡No he hecho nada! —Entonces sintió vergüenza y se puso las manos en el regazo—. Por favor.

—No tengo elección, niña —dijo Cotillion—. Después de todo, conoces nuestros nombres.

—¡Pero si es la primera vez que los oigo nombrar! —protestó la muchacha.

—Con lo que está pasando en el camino —suspiró el hombre—, te harán preguntas. Será un interrogatorio desagradable, y hay quienes sí reconocerían nuestros nombres.

—Ves, moza —añadió Ammanas, que contuvo una risilla—, se supone que no deberíamos estar aquí. Hay nombres,… y nombres. —Se volvió a Cotillion y dijo en un tono de voz escalofriante—: Habrá que resolver lo de su padre también. ¿Mis Mastines?

—No —dijo Cotillion—. Él vive.

—Entonces, ¿cómo?

—Sospecho —dijo Cotillion— que bastará con la avaricia, en cuanto limpiemos la pizarra. —El sarcasmo dominó sus siguientes palabras—. Estoy seguro de que podrás encargarte de la magia que eso supone, ¿me equivoco?

Ammanas rió.

—Ojo con las sombras cargadas de regalos.

Cotillion se volvió de nuevo a la muchacha. Levantó los brazos, que extendió a los costados. Las sombras que cubrían de oscuridad sus facciones se extendieron entonces a todo su cuerpo.

Ammanas habló, y a la muchacha aquellas palabras le parecieron procedentes de una gran distancia.

—Es ideal. La emperatriz jamás la descubrirá, ni siquiera se le pasaría por la cabeza. —Elevó el tono de voz—. No es tan mala cosa, moza, eso de servir de peón de un dios.

—Un cachete y un empujón —se apresuró a decir la muchacha.

Cotillion titubeó ante aquel extraño comentario; finalmente se encogió de hombros. Las sombras se extendieron hasta devorar a la muchacha. Con el tacto frío su mente se hundió en la oscuridad. Su última y huidiza sensación fue la de la cera fría de la vela que aún aferraba su mano derecha, y de cómo parecía escurrirse por entre los dedos del puño que tenía crispado.

El capitán rebulló en la silla de montar, vuelto a la mujer que cabalgaba a su lado.

—Hemos cortado el camino por ambos extremos, Consejera. Hemos desplazado el tráfico local al interior. Hasta el momento, no se ha filtrado una palabra. —Secó el sudor de la frente y su rostro adoptó una mueca de dolor. La calurosa gorra de lana que llevaba bajo el yelmo le había rozado la frente hasta despellejarla.

—¿Hay algún problema, capitán?

Este negó con la cabeza, bizqueando al camino.

—Me baila el yelmo. Creo que tenía más pelo la última vez que me lo puse.

La Consejera de la emperatriz no dijo una palabra.

El sol del mediodía bañaba de luz blanca el camino, hasta tal punto que su superficie resultaba casi cegadora. El capitán sentía los goterones de sudor que le discurrían por todo el cuerpo, y la malla del yelmo rasguñaba los pelos de la nuca. A esas alturas ya le dolían los riñones. Hacía años de la última vez que había montado a caballo, y la pendiente se hacía de rogar. Cada vez que la silla daba un brinco, sentía crujir las vértebras.

También hacía una eternidad de la última vez en que un título o cargo habían bastado para ponerle en vereda. Era nada más y nada menos que la Consejera de la emperatriz, sirviente particular de Laseen, una extensión de su imperial voluntad. Lo último que deseaba el capitán era hacer patentes sus miserias ante aquella joven y peligrosa mujer.

El camino emprendió el ascenso largo y tortuoso. Un viento salobre soplaba a su izquierda, silbaba por entre los árboles en ciernes que se alzaban en línea a lo largo de ese lado del camino. A media tarde, el viento soplaría tórrido como el horno de un panadero, y arrastraría consigo el hedor de los cenagales. Y el calor del sol traería algo más. Para entonces, el capitán confiaba en estar de vuelta en Kan.

Intentó no pensar en el lugar al que cabalgaban. Dejarlo todo en manos de la Consejera. En sus años de servicio al Imperio, había visto lo suficiente como para saber cuándo debía cerrarlo todo con llave en el cráneo, y aquélla era una de esas ocasiones.

—¿Llevas mucho tiempo destinado aquí, capitán? —preguntó la Consejera.

—Así es —respondió el hombre con un gruñido.

La mujer esperó para finalmente preguntar:

—¿Cuánto hace?

—Trece años, Consejera —respondió el capitán tras titubear.

—En tal caso lucharías por el emperador.

—Así es.

—Y sobreviviste a la purga.

El capitán se volvió hacia ella. Si la Consejera sintió el peso de su mirada, no dio muestra alguna. Mantenía la mirada fija en el trazo del camino; se manejaba bien en la silla de montar, y el pomo de su espada larga le llegaba a la altura del codo izquierdo, dispuesta a ser esgrimida a caballo. Llevaba el pelo muy corto, o bien recogido bajo el yelmo. Parecía ágil y fuerte, pensó el capitán.

—¿Has terminado? —preguntó la Consejera—. Te preguntaba por las purgas que ordenó la emperatriz Laseen tras el prematuro fallecimiento de su predecesor.

El capitán apretó los dientes y contrajo la barbilla para quitarse con facilidad la correa del yelmo (no había tenido tiempo de afeitarse, y la hebilla le rozaba la piel).

—No todo el mundo cayó en las purgas, Consejera. Las gentes de Itko Kan no somos precisamente muy amigas de los alborotos. No hubo ninguno de esos disturbios y ejecuciones masivas que se dieron en otras partes del Imperio. Nos limitamos a sentarnos bien tiesos y a esperar.

—Doy por sentado —apuntó la Consejera con una sonrisa imperceptible— que no eres de noble cuna, capitán.

Éste lanzó un gruñido.

—De haberlo sido, ni siquiera aquí, en Itko Kan, hubiera logrado sobrevivir. Ambos lo sabemos. Sus órdenes fueron muy específicas al respecto, y ni siquiera los ridículos kanesianos nos atrevemos a desobedecer a la emperatriz. —Arrugó el entrecejo—. No, Consejera, me tocó ascender en el escalafón.

—¿Tu última acción de guerra?

—Fue en las llanuras de Wickan.

Cabalgaron en silencio un rato, dejando atrás de vez en cuando algún que otro soldado apostado en el camino. A su izquierda, los árboles dieron paso al ralo brezo que crecía en la zona, y el mar en lontananza se veía cubierto de palomillas.

—Esta zona que has ordenado cortar… ¿A cuántos soldados has destinado a realizar labores de patrulla? —preguntó la Consejera.

—Mil cien —respondió el capitán.

Se volvió hacia éste y endureció la fría mirada tras el visor del yelmo.

El capitán estudió aquella expresión.

—La carnicería se extiende media legua desde el mar, Consejera, y un cuarto de legua tierra adentro.

La mujer no hizo ningún comentario.

Se acercaron a la cima. Una veintena de soldados se hallaban reunidos allí, y otros aguardaban apostados a lo largo de la pendiente. Todos ellos se volvieron al verles llegar.

—Prepárese, Consejera.

La mujer observó los rostros de los soldados. Sabía que por fuerza se trataba de hombres y mujeres endurecidos, veteranos del asedio de Li Heng y de las Guerras Wickan, libradas en las llanuras del norte. Sin embargo, algo aferrado a sus miradas los había puesto al descubierto, indefensos. La miraron con una avidez que encontró perturbadora, como si ansiaran respuestas. Hizo un esfuerzo para no dirigirse a ellos al pasar, para no ofrecerles algunas palabras de consuelo. No le correspondía a ella dar tales obsequios, ni le había correspondido jamás. A este respecto, ella era una imagen espejo de la emperatriz.

Detrás de la cima oyó las voces de las gaviotas y los cuervos, un sonido que se alzó hasta convertirse en un agudo chillido a medida que avanzaban. Hicieron caso omiso a los soldados que formaban en fila a ambos lados, y la Consejera hincó los talones en la grupa del caballo. El capitán la siguió. Llegaron a la cima y miraron hacia abajo. El camino descendía por espacio de aproximadamente la quinta parte de una legua, y volvía a elevarse a lo lejos hacia un promontorio.

Millares de gaviotas y cuervos cubrían el terreno, en las zanjas y entre el brezo bajo y la aulaga. Bajo ese revuelto manto de negro y blanco, el terreno poseía un uniforme color rojo. Aquí y allí se alzaban las corcovas que formaban las costillas de los caballos, y entre las chillonas aves resplandecía el acero.

El capitán desató la hebilla del yelmo, del cual se libró para depositarlo en la perilla.

—Consejera…

—Me llamo Lorn —dijo la mujer en voz baja.

—Ciento setenta y cinco hombres y mujeres. Doscientas diez monturas. Noveno escuadrón del octavo de caballería de Itko Kan. —El capitán carraspeó; luego, observó a Lorn—. Muertos. —El caballo se arredró ante una súbita corriente de aire. Aferró con fuerza las riendas y el animal se calmó, abiertas las aletas del hocico, atrás las orejas y los músculos temblorosos bajo el jinete. El garañón de la Consejera no hizo un solo movimiento—. Todos habían desenvainado el arma. Lucharon contra quienquiera que fuera el enemigo. Sin embargo, nosotros sufrimos todas las bajas.

—¿Has inspeccionado la playa? —preguntó Lorn, que no había quitado ojo al camino.

—Nada indica que pueda haberse producido un desembarco —respondió el capitán—. No hay huellas en ningún lado, ni procedentes del mar ni del interior. Hay más muertos aparte de estos, Consejera: granjeros, campesinos, pescadores, viajeros del camino. Todos ellos despedazados, dispersados sus miembros: niños, ganado, perros… —Calló de pronto y le dio la espalda—. Alrededor de cuatrocientos muertos. —Chistó—. No estamos seguros del número exacto.

—Por supuesto —dijo Lorn, ausente el pesar de su tono de voz—. ¿No hubo testigos?

—Ni uno.

Un hombre se acercaba al galope hacia ellos por el camino que conducía a la cima; lo hacía inclinado sobre el cuello del caballo, pues no dejaba de susurrar al animal asustado que atravesaba aquella carnicería. Las aves se alzaron a su paso con los quejidos de rigor, para después volver a posarse.

—¿Quién es? —preguntó la Consejera.

—El teniente Ganoes Paran —gruñó el capitán—. Hace poco que está a mis órdenes. Es de Unta.

Lorn observó al joven con los ojos entrecerrados. Éste había alcanzado la vera de la hoyada, y se había detenido a transmitir órdenes a los grupos de trabajo. Se inclinó en la silla y miró en dirección a la Consejera.

—¿Paran, de Casa Paran?

—Así es, tiene oro en las venas y todo eso.

—Llámalo.

El capitán hizo un gesto y el teniente espoleó la montura. Al cabo, tiró de las riendas junto al capitán, a quien saludó.

El hombre y su caballo estaban cubiertos de la cabeza a los pies de sangre y restos. Las moscas y avispas zumbaban hambrientas a su alrededor. Lorn no apreció en el rostro del teniente Paran nada del joven que se suponía que era. A pesar de ello, resultaba agradable mirarle.

—¿Has comprobado el otro extremo, teniente? —preguntó el capitán.

Paran asintió.

—Sí, señor. Hay un modesto pueblo de pescadores siguiendo cuesta abajo por el promontorio. Una docena de chozas, más o menos. Hay cadáveres en todas, menos en dos de ellas. La mayor parte de las barcas parecen atracadas, a excepción de un poste de amarre.

—Teniente, descríbenos las chozas vacías —pidió Lorn.

El joven se libró a manotazo limpio de una amenazadora avispa antes de responder.

—Una se encuentra en lo alto de la playa, justo frente al sendero que parte del camino. Creemos que pertenecía a una anciana que hallamos muerta a media legua al sur de aquí.

—¿Por?

—Consejera, en la choza encontramos las pertenencias de la anciana. Además, parecía tener la costumbre de encender velas. Velas de sebo, de hecho. La anciana del camino tenía un saco lleno de nabos y un puñado de velas de sebo. Aquí el sebo resulta muy caro, Consejera.

—¿Cuántas veces has recorrido este campo de batalla, teniente? —preguntó Lorn.

—Lo suficiente como para acostumbrarme a ello, Consejera —respondió torciendo el gesto.

—¿Y qué hay de la otra choza vacía?

—Creemos que pertenecía a un hombre y a una muchacha. Está cerca de la orilla, frente al amarre vacío.

—¿No hay rastro de ellos?

—Ni el menor rastro, Consejera. Por supuesto, aún seguimos encontrando nuevos cadáveres, tanto a lo largo del camino como en los campos.

—Pero no en la playa.

—No.

La Consejera arrugó el entrecejo, consciente de que ambos hombres la observaban.

—Capitán, ¿qué tipo de armas mataron a tus soldados?

El capitán titubeó, pero al cabo se volvió a mirar furibundo al teniente.

—Has recorrido toda la zona, Paran. Me gustaría conocer tu opinión.

Paran esbozó una sonrisa tensa.

—Claro, señor. Armas naturales.

El capitán experimentó una aguda sensación de vacío en el estómago. Hasta el momento había albergado la esperanza de equivocarse.

—¿A qué te refieres con eso de armas naturales? —preguntó Lorn.

—Dentelladas, en gran medida. Dientes grandes, afilados.

El capitán carraspeó de nuevo.

—No campa el lobo en Itko Kan desde hace cien años. En cualquier caso, no hay restos de lobos en los alrededores…

—De haber sido cosa de lobos —opinó Paran al volverse para observar la pendiente—, éstos eran grandes como mulas. No hay rastros, Consejera. Ni siquiera un mechón de pelo.

—En tal caso no podemos culpar al lobo —concluyó Lorn.

Paran se encogió de hombros.

La Consejera aspiró hondo, contuvo el aliento y, finalmente, soltó el aire con un largo y lento suspiro.

—Quiero visitar el pueblo de pescadores.

El capitán se dispuso a ponerse el yelmo, pero la Consejera negó con la cabeza.

—Bastará con el teniente Paran, capitán. Sugiero entre tanto que asumas el mando de tu guardia. Es necesario retirar los cadáveres lo más rápido que sea posible. Deben desaparecer todas las pruebas de lo sucedido.

—Comprendido, Consejera —dijo el capitán con la esperanza de que su voz no traicionara el alivio que sentía.

Lorn se volvió al joven noble.

—¿Teniente?

Asintió éste, antes de espolear su montura.

Cuando las aves remontaron el vuelo a su paso la Consejera envidió en silencio al capitán. Ante su mirada, los carroñeros expusieron una alfombra de armaduras, huesos rotos y restos. El aire estaba cargado, túrgido y empalagoso. Vio soldados con el yelmo puesto y la cabeza aplastada por lo que debía de ser una mandíbula enorme y fuerte. Vio la malla rasgada como tela, los escudos abollados, las extremidades arrancadas de los cuerpos. Lorn logró examinar atentamente unos instantes el lugar que los rodeaba, antes de clavar la mirada en el promontorio, incapaz de comprender la magnitud de aquella matanza. Su garañón, criado a partir de los mejores cruces de la raza de Siete Ciudades, un caballo de guerra acostumbrado a la visión de la sangre desde hacía generaciones, había perdido el orgulloso e inquebrantable garbo, y se abría camino con cierto recelo en la senda.

Lorn comprendió que necesitaba una distracción, de modo que optó por buscarla en la conversación.

—Teniente, ¿has recibido ya tu nombramiento?

—No, Consejera. Espero ser destinado a la capital.

—Claro —dijo ella, enarcando una ceja—. ¿Y cómo te las apañarás para lograrlo?

Paran, bizqueando al sol, lucía la misma sonrisa tensa de antes.

—Se arreglará.

—Comprendo. —Lorn guardó silencio—. Los nobles se contienen a la hora de buscar empleo en el Ejército, dispuestos a mantener la cabeza gacha largo tiempo, ¿no es así?

—Desde los primeros días del Imperio. El emperador no sentía el menor aprecio por nosotros. No obstante, parece ser que la emperatriz Laseen considera que sus problemas son otros.

Lorn observó fijamente al joven.

—Veo que te gusta el riesgo, teniente —dijo—. A menos que tu presunción alcance a impresionar a la Consejera de la emperatriz. ¿Tan convencido estás de la invencibilidad de tu sangre?

—¿Desde cuándo se considera presunción decir la verdad?

—Eres joven, ¿verdad?

Aquel comentario pareció herir a Paran, cuyas mejillas barbilampiñas se cubrieron de arrebol.

—Consejera, durante las últimas siete horas he estado cubierto de sangre y vísceras hasta las rodillas. He forcejeado con gaviotas y cuervos para recuperar los cadáveres, porque ¿sabe a qué se dedican estas aves? Me refiero a qué hacen en este preciso lugar. Hacen jirones la carne y se pelean entre ellas; engordan picoteando los ojos y las lenguas de los muertos, los hígados, los corazones. Ávidas, arrojan la carne en todas direcciones… —Calló al recuperar el control de sí mismo, y se enderezó en la silla de montar—. Ya no soy joven, Consejera. Respecto a la presunción, lo cierto es que no podría preocuparme menos. Uno no puede burlar a la verdad, al menos no aquí, ni ahora, ni nunca más.

Llegaron a la pendiente lejana. A la izquierda, un angosto sendero conducía al mar. Paran lo señaló, y después condujo al caballo hacia allí.

Lorn le siguió, anclada su expresión reflexiva en la amplia espalda del teniente. Luego volcó su atención en la ruta que recorrían. Se trataba de un estrecho sendero que faldeaba el risco escarpado. A la izquierda, el borde del sendero daba paso a una caída de veinte varas sobre un lecho de rocas. Había bajamar, las olas rompían en el arrecife a distancia de la orilla. El lecho de roca negra estaba salpicado de charcas, cuyas aguas reflejaban un cielo cubierto de nubes.

Llegaron a un recodo, y más allá, sendero abajo, observaron la playa en forma de media luna. Sobre ésta, al pie del promontorio, había una amplia extensión de terreno herboso en cuyo lecho se apiñaba una docena de chozas.

La Consejera lanzó una mirada al mar. Las barcas de pesca estaban junto a sus amarres, tumbadas de costado en la arena. El cielo sobre la playa y la orilla se veían vacíos: no había una sola ave.

Detuvo la montura. Al cabo, Paran volvió la vista atrás a la Consejera, e hizo lo mismo que ella. La vio quitarse el yelmo y soltar su largo cabello castaño oscuro. Estaba húmedo y lleno de hebras debido al sudor. El teniente condujo el caballo a su lado con una mirada inquisitiva.

—Teniente Paran, has hablado con sabias palabras. —Respiró el aire salado para después mirarle a los ojos—. Me temo, sin embargo, que no podrás servir en Unta. Recibirás órdenes directas de mí, pues entrarás a formar parte de mi Estado Mayor.

Él entrecerró lentamente los ojos.

—¿Qué les sucedió a esos soldados, Consejera?

Ella no respondió de inmediato. Recostó la espalda en la silla y paseó la mirada por el lejano mar.

—Alguien estuvo aquí —dijo—. Un hechicero de gran poder. Algo sucedió, y se nos distrae para evitar que podamos descubrirlo.

Paran la miró boquiabierto.

—¿El asesinato de cuatrocientas personas es una maniobra de distracción?

—Si ese hombre y su hija hubieran estado pescando, habrían vuelto con la pleamar.

—Pero…

—No encontrarás sus cadáveres, teniente.

—Y ahora ¿qué? —preguntó, intrigado, Paran.

—Habrá que regresar —respondió ella, volviendo grupas.

—¿Y ya está? —Él la contempló mientras dirigía la montura de vuelta al sendero, y después la siguió al galope hasta alcanzarla—. Aguarde un instante, Consejera —dijo al llegar a su altura.

Lorn le dedicó una mirada de advertencia.

—No. Si ahora formo parte de su Estado Mayor, tengo que saber más acerca de lo que sucede.

La mujer volvió a colocarse el yelmo y ató con fuerza la hebilla en la barbilla. Su largo cabello colgaba bajo la capa imperial.

—De acuerdo. Como bien sabrás, teniente, no soy una hechicera…

—No —interrumpió Paran con una sonrisa gélida—, se limita a cazarlos y matarlos.

—No vuelvas a interrumpirme. Como decía, soy anatema para la hechicería. Lo cual significa, teniente, que aunque no practico la magia, estoy familiarizada con ella. En cierto modo. Nos han presentado, si prefieres decirlo de ese modo. Conozco los patrones de la magia, y también conozco los patrones de las mentes que la emplean. Se pretendía que nuestra conclusión fuera que esta matanza era cosa exhaustiva y aleatoria. No fue ni una ni otra cosa. Ese detalle nos proporciona un indicio, y es necesario que descubramos adonde nos conduce.

Paran asintió lentamente.

—Tu primera misión, teniente, consiste en cabalgar al mercado del pueblo… ¿Cómo se llama?

—Gerrom.

—Eso es, Gerrom. Allí conocerán sin duda este poblado de pescadores, puesto que allí es donde se pondría a la venta la pesca. Pregunta por ahí, averigua qué familia había aquí formada por padre e hija. Descubre sus nombres, sus descripciones. Recurre a la milicia si los lugareños se muestran reservados.

—No lo harán —dijo Paran—. Los kanesianos son gente cooperativa.

Coronaron la cima del sendero y se detuvieron al llegar al camino. Abajo, los carromatos se abrían paso entre los cadáveres, y los bueyes, al pisar con fuerza, grababan en el suelo huellas rojas de herradura. Gritaban los soldados, mientras en lo alto un millar de aves volaba en círculos. En aquella escena podía olerse el pánico. En un extremo se encontraba el capitán, con la correa del yelmo colgando de la mano.

La Consejera observó la escena con un brillo de dureza en la mirada.

—Por tu bien —dijo—, confío en que tengas razón, teniente.

Mientras veía acercarse a los dos jinetes, el capitán tuvo la sensación de que sus días de asueto en Itko Kan estaban contados. Le pesaba el yelmo en la mano. Observó fijamente a Paran. Ese cabrón melindroso se encargaría. Un centenar de hilos lo empujarán a cada paso que dé, hasta proporcionarle un empleo cómodo en una ciudad tranquila.

Se percató de que Lorn le estaba observando al llegar a la cima.

—Capitán, tengo una petición que hacerte.

El oficial gruñó. Petición, y una mierda. La emperatriz tendrá que ponerse rápidamente las sandalias cada mañana para asegurarse de que ésta no se le adelante.

—Cómo no, Consejera.

La mujer desmontó, al igual que Paran. El teniente mantenía una expresión impasible. ¿Sería una muestra más de arrogancia o le habría dado la Consejera algo en que pensar?

—Capitán —empezó Lorn—, tengo entendido que existe una ronda de reclutamiento en Kan. ¿Reclutan a gente de fuera?

—¿Que si lo hacemos? Claro, más a ellos que a cualquier otro. La gente de la ciudad tiene demasiado que perder. Además, son los primeros en enterarse de las malas noticias. La mayoría de los campesinos no tiene ni idea de que, por ejemplo, en Genabackis todo se fue al infierno. Muchos creen que los de ciudad se quejan demasiado. ¿Puedo preguntarle por qué?

—Puede. —Lorn observó a los soldados que despejaban el camino—. Necesito un listado que incluya a los reclutados de los últimos dos días. Olvida a los nacidos en la ciudad, sólo quiero a los que provengan de las poblaciones más alejadas. Limítate a las mujeres y a los ancianos.

De nuevo gruñó el capitán.

—Pues será una lista muy corta, Consejera.

—Eso espero, capitán.

—¿Tiene alguna idea de lo que está sucediendo?

Sin dejar de prestar atención a la actividad que se desarrollaba en el camino, Lorn respondió:

—Ni la menor idea.

Sí, claro —pensó el capitán—, y yo soy el emperador reencarnado.

—Mal asunto —masculló.

—Ah —dijo la Consejera, vuelta hacia él—, a partir de ahora, el teniente Paran servirá en mi Estado Mayor. Confío en que te encargarás de hacer los ajustes necesarios.

—Como quiera, Consejera. Adoro el papeleo.

Eso le hizo acreedor de una leve sonrisa que, sin embargo, fue tan leve como fugaz.

—El teniente Paran partirá de inmediato.

El capitán observó al joven noble y sonrió, dejando que su sonrisa hablara por él. Trabajar para la Consejera era como servir de cebo en un anzuelo. La Consejera era el anzuelo, y al otro extremo del sedal se encontraba la emperatriz. Por él, Paran podía retorcerse cuanto quisiera.

A Paran se le agrió un instante la expresión.

—Sí, Consejera. —Subió de nuevo a la silla de montar, saludó y enfiló el camino al galope.

—¿Se le ofrece algo más, Consejera? —preguntó el capitán, que había observado a Paran mientras éste se alejaba.

—Sí.

El tono de su voz le empujó a volverse.

—Me gustaría escuchar la opinión de un soldado sobre la intromisión de la nobleza en la estructura imperial de mando.

—No le va a gustar, Consejera —advirtió el oficial, mirándola fijamente.

—Adelante.

Y el capitán habló.

Corría la octava jornada de reclutamiento y el sargento mayor Áragan permanecía sentado al escritorio con expresión hastiada, cuando el cabo empujó a otro mozalbete. Habían tenido suerte en Kan. Se pesca mejor en las afueras, había dicho el Puño de Kan. Todo lo que tienen aquí son sus batallitas. Es cierto que no te hacen sangrar, pero tampoco te matan de hambre, ni te dejan los pies para el arrastre. Cuando eres joven, hueles a mierda de cerdo y estás convencido de que no hay arma en el mundo capaz de herirte, lo único que consiguen las batallitas es que quieras formar parte de ellas.

La anciana tenía razón. Para variar. Aquellas gentes llevaban sometidas tanto tiempo, que de hecho había terminado por gustarles. En fin, pensó Áragan, la educación empieza aquí.

Aquél había sido un mal día; el capitán había estado rugiendo de un lado a otro con las tres compañías que estaban bajo su mando, sin dejar a su paso un solo rumor que pudiera explicar lo que estaba sucediendo. Por si fuera poco, la Consejera de Laseen había llegado de Unta al cabo de un rato, recurriendo a una de esas escalofriantes sendas mágicas para cubrir la distancia. Aunque nunca la había visto, su nombre arrastrado por el tórrido y seco viento bastaba para hacerle temblar. Asesina de magos, escorpión en el bolsillo imperial.

Áragan miró ceñudo la pizarrilla y aguardó a que el cabo carraspeara. Entonces, y sólo entonces, levantó la mirada.

El recluta que permanecía de pie ante él le hizo dar un respingo. Abrió la boca cuando ya tenía dispuesta la retahíla habitual, destinada a hacer que los jóvenes se escabulleran a su paso. Al cabo volvió a cerrarla, sin haber dicho una palabra. El Puño de Kan había dado instrucciones precisas: si tenían dos brazos, dos piernas y una cabeza, había que aceptarlos. La campaña de Genabackis era un desastre y necesitaban soldados frescos.

Sonrió a la muchacha. Ésta satisfacía la descripción del Puño a la perfección. Aún.

—Veamos, moza, te das cuenta de que estás a punto de enrolarte en la infantería de marina de Malaz, ¿verdad?

La muchacha asintió con la mirada templada, firme, clavada en Áragan. Éste tensó la expresión. Condenada sea, no puede tener más que doce o trece años. Si fuera hija mía… Además, ¿qué tienen sus ojos para que su mirada parezca tan vieja? La última vez que vio algo así fue en la linde del bosque de Mott, en Genabackis, donde había marchado por sembrados víctimas de sequías durante cinco años, además de una guerra que había durado el doble. Esa mirada vieja la daba el hambre o la muerte. Arrugó el entrecejo.

—¿Cómo te llamas, niña?

—Entonces, ¿ya estoy dentro? —preguntó ella con voz calma.

Áragan asintió, acusando un súbito dolor de cabeza.

—En una semana te asignaremos un destino, a menos que tengas alguna preferencia al respecto, claro.

—Campaña de Genabackis —respondió la chica de inmediato—. Quiero servir bajo el mando del Puño Supremo Dujek Unbrazo. En las huestes de Unbrazo.

Áragan pestañeó.

—Tomaré nota —dijo en un hilo de voz—. ¿Cómo te llamas, soldado?

—Lástima. Me llamo Lástima.

Áragan anotó el nombre en la tablilla.

—Retírate, soldado. El cabo te dirá dónde debes ir. —Levantó la mirada al acercarse ella a la puerta—. Y procura quitarte todo el barro que tienes en los pies. —Áragan continuó escribiendo unos instantes, pero finalmente lo dejó. Hacía semanas que no llovía, y en cualquier caso el barro de la zona se hallaba a medio camino entre el verde y el gris, no rojo oscuro. Dejó la tiza para hacerse un masaje en las sienes. Al menos se me está pasando el dolor de cabeza, pensó.

Gerrom distaba legua y media hacia el interior por el viejo camino de Kan, vía de comunicación que se remontaba al tiempo anterior al Imperio, y que se empleaba rara vez desde que se abrió la vía imperial costera. El tráfico en aquellos tiempos se hacía principalmente a pie, y consistía en granjeros del lugar y pescadores que cargaban con el fruto de su trabajo. De ellos tan sólo quedaban los desmarañados y deshilachados bultos de ropa, los cestos rotos y las hortalizas arrolladas que alfombraban el camino, único vestigio de su paso. Una mula coja servía como último centinela a los restos de aquel éxodo; permanecía cerca, en silencio, con una pata hundida hasta la articulación en un arrozal. Al pasar Paran, le dedicó una mirada desesperada.

Los restos no parecían tener más de un día, y las frutas y las hortalizas de hoja verde empezaban a pudrirse al calor de la tarde.

El caballo trotaba con parsimonia, y Paran observó las primeras construcciones de la modesta población de mercaderes a medida que surgían de la polvorienta calima. Nadie se movió entre las destartaladas casas de barro; no asomaron los perros para desafiarle a ladridos, y el único carro a la vista yacía tumbado sobre una rueda. Para añadir una nota más a la atmósfera anómala que reinaba en el lugar, no se movía una hoja, ni se oía el canto de los pájaros. Paran desahogó la espada en la vaina.

Al acercarse a las primeras casas detuvo la montura. El éxodo había sido rápido, una huida despavorida. Sin embargo, no vio cadáveres ni signos de violencia más allá de las prisas evidentes de quienes habían huido. Inhaló una bocanada de aire, que a continuación exhaló lentamente; después, hincó con suavidad los talones para avanzar. La calle principal era, de hecho, la única en todo el pueblo, y discurría desde el extremo hasta una encrucijada de caminos, que destacaba por la presencia de un solitario edificio de piedra de dos plantas, correspondiente a la bailía imperial. Habían cerrado los postigos reforzados con estaño, y también la puerta de aspecto recio. Al acercarse, Paran no apartó la mirada del edificio.

Tras desmontar, aseguró la yegua a la baranda y volvió la vista atrás, hacia la calle principal. Nada se movía. Paran desenvainó la espada y se acercó a la puerta de la bailía.

Le detuvo un sonido apenas audible, procedente del interior. Aun así podía oírse a cierta distancia, pero de pie ante la enorme puerta comprendió sin duda que se trataba de un goteo, de un líquido cuyo murmullo le hizo temblar.

Paran extendió el brazo armado y acercó a la cerradura la punta de la espada; después, levantó el tirador hasta que se oyó un ruido metálico, momento en que abrió la puerta.

Percibió un movimiento en la oscuridad que reinaba en el interior, un aleteo y el leve temblor del aire que arrastró hasta Paran el oloroso hedor a carne podrida. Entre jadeos, con la boca seca como si acabara de masticar algodón, aguardó hasta que su mirada se acostumbrara a la ausencia de luz.

Observó con atención el recibidor de la bailía, donde la confusa maraña de actividad extraía su voz de un escalofriante conjunto de gorgoteos. La estancia estaba llena de palomas negras, que zureaban con gélida calma. Unos cuerpos uniformados yacían entre las aves, desparramados de forma grotesca en el suelo, entre las cagadas y los charcos negros. Olía a sudor y a muerte, un olor denso, como gasa.

Dio un paso hacia el interior. Las palomas se agitaron, pero por lo demás hicieron caso omiso de su presencia. Ninguna de ellas echó a volar hacia la puerta abierta.

Le observaron desde las sombras los rostros hinchados de mirada hueca; la piel azul, como la del ahogado. Paran observó a uno de los soldados.

—No parece muy saludable llevar esos uniformes con el tiempo que hace —masculló.

Conjurar aves para que guarden esta burlona vigilia… Creo que ha dejado de gustarme el humor negro. Se estremeció y atravesó la sala. Las palomas se apartaron a su paso, con el zureo correspondiente. La puerta que conducía a la oficina del capitán estaba entreabierta. Se filtraba un poco de luz por los desiguales postigos. Envainó la espada y entró en la oficina. El capitán seguía sentado en la silla; tenía el rostro hinchado y magullado, la piel azul, verde y gris.

Paran barrió con la mano las plumas caídas en la superficie del escritorio, dispuesto a registrar el papeleo, mas los papiros se hicieron pedazos en sus manos, podridas las hojas, aceitosas al tacto.

Concienzudo esfuerzo para eliminar pistas.

Se volvió para después atravesar a buen paso el recibidor y salir a la cálida luz del sol. Luego cerró la puerta de la bailía, de igual modo que sin duda lo habían hecho los lugareños.

La oscura florescencia de la hechicería era una mancha que pocos deseaban examinar muy de cerca. Tenía tendencia a extenderse.

Paran desató la yegua, montó y abandonó aquel pueblo fantasma.

Y no volvió la vista atrás.

El sol inmenso caía a plomo sobre la nube carmesí que se extendía a lo largo del horizonte. Paran hizo un esfuerzo por mantener los ojos abiertos. Había sido un día muy largo. Un día horroroso. La tierra que le rodeaba, antes un lugar familiar y seguro, se había convertido en otra cosa, en un paraje sacudido por las oscuras corrientes de la hechicería. No tenía precisamente ganas de acampar al raso aquella noche.

La yegua arrastraba el paso con la cabeza gacha a medida que la oscuridad los envolvía a ambos lentamente. Empujado por las agotadoras cadenas de sus pensamientos, Paran intentó encontrar algún sentido a lo que había pasado desde la mañana.

Arrancado de la sombra del hosco y lacónico capitán y de la guarnición de Kan, el teniente había visto encumbrarse con rapidez todas sus perspectivas. El edecán de la Consejera era un progreso en su carrera que ni siquiera podría haber imaginado que lograría hacía una semana. A pesar de la profesión que había escogido, sin duda su padre y sus hermanas se sentirían impresionados, incluso puede que asombrados, ante sus logros. Como tantos otros nacidos en el seno de una familia noble, hacía tiempo que aspiraba a hacer la carrera militar: ansiaba el prestigio y le aburrían las actitudes estáticas y complacientes de la clase noble en general. Paran quería algo más desafiante que coordinar los cargamentos de vino o supervisar la cría de caballos.

Tampoco fue de los primeros en alistarse, de modo que no tuvo facilidad a la hora de acceder al adiestramiento de un oficial y a puestos selectivos. Sólo podía culpar a la mala suerte por haber sido destinado a Kan, donde una guarnición veterana llevaba casi seis años lamiendo sus heridas. Poco respeto encontró allí para un teniente que no conocía el combate, máxime tratándose de un noble.

Paran sospechaba que todo eso había cambiado desde la matanza en el camino. Se manejó mucho mejor que cualquiera de los veteranos, gracias en buena parte a la ayuda de la excelente casta de su caballo. Es más, para demostrar a todos su frialdad, lo destacado de su profesionalidad, se había prestado voluntario para encabezar la inspección del terreno.

Lo hizo bien, aunque la inspección se había revelado… difícil. Había oído gritos mientras caminaba entre los cadáveres, gritos que provenían del interior de su propia mente. Fijó la mirada en los detalles, las rarezas: el peculiar modo en que ese cuerpo se retorcía, la sonrisa inexplicable grabada en el rostro de aquel soldado muerto… No obstante, lo que había resultado más extraño era lo que le hicieron a los caballos. Los hocicos cubiertos de espumarajos, prueba del terror; las heridas sufridas eran terribles y devastadoras. La bilis y las heces manchaban las que en tiempos fueron orgullosas cabalgaduras, y todo estaba cubierto por una brillante capa de sangre y vísceras. Hubiera llorado por esos caballos.

Se rebulló inquieto en la silla, consciente de la humedad de las manos que cerraba sobre la perilla. Durante todo aquel episodio había tirado de aplomo; no obstante, en aquel momento que volvía a pensar en la espeluznante escena, sintió que tenía algo en su interior (algo que siempre se había mostrado sólido e inquebrantable), que ahora temblaba, se asustaba y amenazaba con perder el equilibrio. Su mente recuperó entonces el recuerdo funesto del leve desprecio que demostró por los desamparados veteranos de la tropa, arrodillados en las márgenes del camino, asustados ante el menor ruido. Y el eco que provenía de la estación de Gerrom, y que llegó como un golpe tardío a su atribulada y maltrecha alma, se alzó de nuevo para cerrar sus garras sobre la mordaza a la que había recurrido su propio instinto para enmudecer sus miedos.

Paran se enderezó en la silla. Había asegurado a la Consejera que había perdido la juventud. Le había dicho otras cosas, sin miedo, sin que le importara, sin observar toda la precaución que su padre le había inculcado en lo referente a las muchas caras del Imperio.

En un apartado rincón de la mente halló unas antiguas palabras: no llames la atención. Por aquel entonces las había rechazado; aún lo hacía. La Consejera, sin embargo, había reparado en él. Se preguntó por primera vez si hacía bien en sentirse orgulloso. Aquel oficial del pasado, en la muralla de la fortaleza de Mock, habría escupido con desprecio a los pies de Paran de cruzarse con él ahora. Ya no era un muchacho. Era un hombre. Tendrías que haberme escuchado, hijo. Mírate ahora.

La yegua, confusa, reculó de pronto, pisando el accidentado camino. Paran llevó la mano al arma al tiempo que miraba con los ojos entornados en derredor, en un intento por salvar la penumbra. El sendero discurría por arrozales, y las chozas de los campesinos más cercanas se hallaban a un centenar de pasos de aquel camino que de pronto bloqueaba una solitaria figura.

Un penacho de frío vaho trazó una espiral hasta la yegua, que echó atrás las orejas y dilató las fosas nasales, sorprendida.

La figura, un hombre a juzgar por la altura, iba envuelta en tonos verdes: la capa, la capucha, la túnica ajada y los calzones de lino que asomaban por encima de las botas teñidas de verde. Un único cuchillo largo pendía del cinto, arma preferida por los guerreros de Siete Ciudades. Las manos, agrisadas a la tenue luz del atardecer, parecían cubiertas de anillos, anillos en cada dedo, por encima y por debajo de los nudillos. Levantó una de sus manos, que sostenía una jarra de barro.

—¿Sediento, teniente? —preguntó el desconocido con voz suave, en un tono peculiarmente melodioso.

—¿Nos conocemos? —preguntó Paran, cuya mano descansaba aún en la empuñadura de la espada.

El hombre sonrió al quitarse la capucha. Tenía la cara alargada, la piel entre blanca y gris, los ojos oscuros y extrañamente angulosos. No parecía contar más de treinta y pocos años, a pesar del pelo blanco.

—La Consejera me ha pedido un favor —dijo—. Aguarda impaciente tu informe. Debo escoltarte… sin perder un instante. —Levantó la jarra—. Pero antes, disfrutemos de un refrigerio. Guardo un auténtico festín en mis bolsillos, mucho mejor botín de lo que podría ofrecernos un pueblo kanesiano atemorizado. Únete a mí, aquí mismo, en el borde del camino. Podríamos entretenernos conversando y observando ociosos a los campesinos que cruzan sin cesar. Me llamo Topper.

—He oído antes ese nombre —dijo Paran.

—Claro, deberías, deberías —replicó Topper—. Ay, ése soy yo. La sangre de un tiste andii fluye por mis venas, buscando una salida, sin duda, del más común flujo humano. Mi mano fue la responsable de quitar la vida de los unta: Rey, Reina, hijos e hijas.

—Y de los primos, los primos segundos, los primos terceros…

—Por supuesto, por supuesto. Era necesario extirpar toda esperanza. Tal era mi deber como Garra de destreza consumada. Pero aún no has respondido a mi pregunta.

—¿Pregunta?

—¿Sediento?

Ceñudo, Paran desmontó.

—¿No acabas de decir que la Consejera desea que las cosas se hagan con celeridad?

—Y con celeridad se harán, teniente, en cuanto nos hayamos llenado el buche y conversado como gentes civilizadas.

—Tu reputación no contempla la capacidad para comportarse civilizadamente, Garra.

—Teniente, es uno de mis rasgos que tengo en mayor aprecio, aunque sucede que últimamente, y por desgracia, surgen pocas ocasiones en las que pueda ejercitarlo. Seguro que podrás dedicarme parte de tu valioso tiempo, puesto que seré tu escolta.

—Cualquier arreglo que hicieras con la Consejera es cosa vuestra —dijo Paran, acercándose—. Nada te debo, Topper, excepto el rencor.

La Garra se acuclilló, y de sus bolsillos extrajo sendos paquetitos envueltos, seguidos de dos vasitos de cristal. A continuación descorchó la jarra.

—Viejas heridas. Me fue dado a entender que has tomado un camino diferente, que has dejado atrás los tediosos y traicioneros círculos de la nobleza. —Sirvió la bebida y llenó los vasos de un vino color ámbar—. Ahora formas un todo con el Imperio, teniente. El Imperio te ordena, y tú obedeces su voluntad sin hacer preguntas. Eres la parte minúscula de uno de los músculos que forman ese cuerpo. Ni más, ni menos. Ha pasado el momento de esas disputas. Así que… —dejó la jarra y ofreció uno de los vasos a Paran— brindemos por los comienzos, Ganoes Paran, teniente y edecán de la Consejera Lorn.

Paran, ceñudo, aceptó el vaso.

Ambos bebieron.

—Ahí lo tienes —comentó Topper, que sacó un pañuelo de seda con el que limpió sus labios—, no ha sido tan difícil, ¿verdad? ¿Puedo llamarte por el nombre que has escogido?

—Bastará con Paran. ¿Y tú? ¿Qué título ostenta el comandante de la Garra?

Topper sonrió de nuevo.

—Laseen aún manda en la Garra. Yo sólo la ayudo. En cierto modo también yo soy un edecán. Puedes llamarme por el nombre que he escogido, por supuesto. No soy de los que mantienen las formalidades pasado un punto razonable de la relación.

Paran se sentó en el camino embarrado.

—¿Y ya hemos superado ese punto?

—Por supuesto.

—¿Y cómo lo decides?

—Ah, verás —dijo Topper mientras desenvolvía los paquetitos, en cuyo interior guardaba queso, media hogaza de pan, fruta y bayas—. Yo me presento a los demás de dos modos, y has experimentado el segundo de ellos.

—¿Y el primero?

—Ay, mucho me temo que no hay tiempo para las presentaciones en el primero.

Paran se desabrochó el yelmo con un suspiro de cansancio.

—¿Quieres saber qué descubrí en Gerrom? —preguntó mientras peinaba con la mano su pelo negro.

—Si sientes la necesidad de explicarlo —respondió Topper.

—Puede que sea mejor esperar a mi audiencia con la Consejera.

La Garra sonrió.

—Veo que empiezas a aprender, Paran. Nunca te muestres demasiado generoso con el conocimiento que posees. Las palabras son como monedas: merece la pena ahorrarlas.

—Hasta que mueres sobre un lecho de oro —dijo Paran.

—¿Tienes hambre? Es que odio comer solo.

Paran aceptó un pedazo de pan.

—¿Tan impaciente estaba la Consejera, o te han traído aquí otros motivos?

—Ay, se acabó la conversación civilizada —lamentó la Garra al levantarse con una sonrisa en los labios—. Ahí se abre nuestro camino. —Y encaró el camino.

Paran se volvió a tiempo de ver una especie de telón que se abría en mitad del camino y desprendía una pálida luz amarillenta. Es una senda —pensó—, uno de los caminos secretos de la hechicería.

—¡Por el aliento del Embozado! —exclamó en voz baja, esforzándose por contener el súbito escalofrío que pugnaba por recorrer su espina dorsal. En su interior alcanzó a ver un sendero grisáceo, contenido a ambos lados por sendos muros bajos y techado por una niebla impenetrable de color ocre. El aire se filtraba en el portal como una exhalación, y al hacerlo delataba su hechura de ceniza, levantada por la infinidad de corrientes invisibles que, en ocasiones, se valían de ella para formar diminutos remolinos.

—Tendrás que acostumbrarte a esto —advirtió Topper.

Paran aferró las riendas de la yegua y colgó el yelmo en la perilla.

—Tú primero.

La Garra lo observó un instante como si lo calibrara, y luego se adentró en la senda.

Paran lo siguió. El portal se cerró a su paso, y en su lugar apareció una continuación del sendero. Itko Kan había desaparecido, y con él todo indicio de vida. El mundo donde se habían adentrado era un erial. Los terraplenes que seguían a ambos lados el contorno del sendero resultaron también ser de ceniza. El ambiente estaba cargado, dejaba un gusto metálico en la boca.

—Bienvenido a la senda imperial —dijo Topper en tono burlón.

—Qué agradable.

—Labrado por la fuerza de… lo que hubiera aquí antes. ¿Conoces alguna otra empresa con la que pueda compararse? Sólo los dioses podrían responderme.

Echaron a andar.

—En tal caso, doy por sentado que ningún dios reclama para sí esta senda —dijo Paran—. De modo que así es como burlas los portazgos, los guardianes y los pasos de los puentes invisibles, y a todos los que se dice moran en las sendas, al servicio de sus inmortales amos.

—¿Acaso crees que las sendas están tan concurridas? —gruñó Topper—. Las creencias de los ignorantes siempre resultan tan entretenidas… Veo que serás buena compañía en este corto viaje.

Paran guardó silencio. Los horizontes que había más allá de los terraplenes de ceniza estaban muy cerca, eran una mezcla difusa de cielo ocre y suelo gris oscuro. Sudaba profusamente bajo la cota de malla. La yegua resopló.

—Por si te interesa —dijo Topper al cabo de un rato—, la Consejera se encuentra en Unta. Aprovecharemos esta senda para cubrir la distancia que nos separa de allí; cubriremos unas trescientas leguas en apenas unas horas. Algunos creen que el Imperio se ha extendido demasiado, que las provincias más lejanas se encuentran fuera del alcance de la emperatriz Laseen. Como acabas de descubrir, Paran, tales creencias son patrimonio de los insensatos.

De nuevo resopló la yegua.

—¿Tanto te he avergonzado que guardas silencio? Mis disculpas, teniente, por burlarme de tu ignorancia…

—Es un riesgo que tendrás que correr —replicó Paran.

Y de Topper fueron los siguientes mil pasos en silencio.

Ningún cambio de luz indicó el paso del tiempo. Algunas veces llegaron a puntos de la senda donde los montículos de ceniza se habían visto perturbados, como si algo enorme hubiera pasado por su lado y abierto unas sendas escurridizas que conducían a las tinieblas. En uno de esos lugares encontraron una mancha negra incrustada en algunos eslabones de cadena esparcidos en la senda como monedas. Topper examinó el lugar con suma atención, mientras Paran vigilaba.

Ni por asomo este camino es tan seguro como me ha hecho creer. Aquí hay extraños, y no es gente de la que uno pueda fiarse.

No le sorprendió comprobar que Topper apretaba el paso después. Al cabo, llegaron ante un arco de piedra. Lo habían construido recientemente, y Paran reconoció el basalto de Unta, de las canteras que había a las afueras de la capital. Los muros que cercaban los terrenos de su familia estaban hechos con la misma piedra de brillante color gris oscuro. Esculpida en mitad del arco, arriba, sobre sus cabezas, había una mano con garras que sostenía una esfera de cristal, sello imperial de Malaz.

Más allá del arco sólo había oscuridad.

Paran se aclaró la garganta.

—¿Hemos llegado?

—Respondes a la educación con arrogancia, teniente —respondió Topper, volviéndose a él—, cuando en su lugar harías bien en arrogarte de buenas maneras.

Sonrió Paran, que señaló imperceptiblemente la negrura.

—Tú primero.

Topper se envolvió en la capa y atravesó el arco para desaparecer.

La yegua retrocedió al tirar de ella hacia el arco. Intentó calmarla pero de nada sirvió. Finalmente, subió a la silla y tomó las riendas. Enderezó la montura y hundió con fuerza las espuelas en los ijares, momento en que el animal se adentró de un salto en el vacío.

La luz y los colores explotaron a su espalda hasta envolverlos. La yegua hundió los cascos con un estampido seco, esparciendo a su alrededor algo que muy bien podía ser grava. Paran tiró de las riendas, pestañeando mientras intentaba hacerse una idea del lugar donde se encontraba: era una estancia espaciosa, cuyo techo lanzaba destellos dorados; de las paredes colgaban tapices; una veintena de guardias cubiertos de armadura rodeaban toda la habitación.

Alarmada, la yegua brincó a un lado de tal modo que Topper terminó de bruces en el suelo. De hecho, a punto estuvo de clavar uno de sus cascos en la Garra, pero no lo alcanzó por un palmo. Se oyó el crujir de más grava, sólo que no era grava, comprobó Paran, sino un mosaico. Topper se puso en pie con una maldición, y dirigió una mirada centelleante al teniente.

Los guardias parecieron obedecer una orden muda, pues lentamente retrocedieron hasta recuperar sus puestos en las paredes. Paran apartó la mirada de Topper. Ante sus ojos se alzaba un estrado en el que descansaba un trono de hueso retorcido. En dicho trono se sentaba la emperatriz.

El silencio se adueñó de la sala, a excepción del crujido de las piedras semipreciosas bajo los cascos de la yegua. Paran desmontó con un mohín, observando con desánimo a la mujer que se hallaba sentada en el trono.

Laseen había cambiado muy poco desde la única vez que había tenido ocasión de verla de cerca; corriente, sin joyas, con el pelo corto y castaño sobre el tinte melancólico de sus rasgos vulgares. Sus ojos castaños le observaron atentamente.

Paran ajustó la vaina de la espada, se cogió de manos y se inclinó por la cintura.

—Emperatriz.

—Veo que no obedeciste el consejo que hace siete años te dio aquel comandante —afirmó Laseen, arrastrando las palabras.

Paran pestañeó sorprendido.

—Claro que tampoco él hizo caso del consejo que le fue dado —continuó la emperatriz—. Me pregunto qué dios os juntaría a ambos allí arriba, en el parapeto. La verdad es que me gustaría reconocer su sentido del humor. ¿Pensabas que el arco imperial daría a los establos, teniente?

—Mi caballo no parecía dispuesto a atravesar la senda, emperatriz.

—Y motivos no le faltaban.

—Al contrario que yo —sonrió Paran—, la yegua pertenece a una raza conocida por su inteligencia. Os ruego que aceptéis mis más humildes disculpas.

—Topper se encargará de llevarte en presencia de la Consejera. —A un gesto de la emperatriz, uno de los guardias se acercó al teniente para hacerse cargo de las riendas.

Paran se inclinó de nuevo, antes de volverse con una sonrisa a la Garra.

Topper lo condujo por una puerta lateral.

—¡Estúpido insensato! —regañó al cerrarse con un portazo la puerta a su espalda. Caminó a grandes trancos por el estrecho pasadizo. Paran no hizo el menor esfuerzo por mantenerse a su altura, de modo que la Garra se vio obligado a esperarlo al pie de una escalinata que conducía a un piso superior. A juzgar por la expresión de su rostro, Topper no podía estar más furioso—. ¿A qué se refería con eso del parapeto? ¿Ya os conocíais…, cuándo?

—Puesto que ella decidió no dar explicaciones, tan sólo me cabe seguir su ejemplo —respondió Paran, que añadió al observar la escalera de caracol—: Ésta debe de ser la torre oriental. La torre del Polvo…

—A la planta superior. La Consejera te aguarda en sus estancias. No hay más puertas, de modo que no tiene pérdida; tú sigue caminando hasta que llegues arriba del todo.

Paran asintió y puso el pie en el primer escalón.

Halló entornada la puerta que conducía a la estancia superior de la torre. Paran llamó con los nudillos y entró. La Consejera se encontraba sentada en un banco situado en el extremo opuesto, de espaldas a una amplia ventana. Tenía los postigos abiertos, de modo que en el exterior vio dibujada la rojiza promesa del amanecer. Se estaba vistiendo. Paran se detuvo, incómodo.

—No soy pudorosa —dijo la Consejera—. Entra y cierra la puerta.

Paran obedeció. Luego, miró a su alrededor. Colgaban de las paredes macilentos tapices. Las losas del suelo estaban cubiertas por pieles desastradas.

El mobiliario, el poco que había, al menos, era viejo, de estilo napaniano y, por tanto, carente de adornos.

La Consejera se levantó para enfundarse la armadura de cuero. Su pelo brillaba a la luz roja.

—Pareces exhausto, teniente. Siéntate, por favor.

Encontró una silla y, agradecido, tomó asiento.

—Han borrado las pistas a conciencia, Consejera. No creo probable que podamos convencer a los pocos que han quedado en Gerrom de que hablen.

—A menos que despache a un nigromante —dijo la Consejera mientras abrochaba la última hebilla.

—Cuentos de palomas… —dijo con un gruñido—. Creo que se previó la posibilidad.

Ella le miró enarcando una ceja.

—Disculpe, Consejera. Parece ser que las… aves sirvieron de heraldo a la muerte.

—De haber mirado a través de los ojos de los muertos poca cosa habríamos visto. ¿Palomas, dices?

Paran asintió.

—Curioso. —Y guardó silencio.

La observó largo y tendido.

—¿Serví de cebo, Consejera?

—No.

—¿Y la oportuna llegada de Topper?

—Conveniencia.

Callado, cerró los ojos y la cabeza le dio vueltas. No había reparado en el cansancio que sentía. Tardó un instante en comprender que ella le hablaba.

Se sacudió el cansancio y enderezó la espalda.

La Consejera se encontraba delante de él.

—Ya tendrás tiempo para dormir. Ahora no es momento, teniente. Te informaba de tu futuro, y estaría bien que prestaras atención. Has completado la tarea que te encomendé. Además, has demostrado ser muy… flexible. A ojos de todos, yo ya he terminado contigo, teniente. Serás devuelto al cuerpo de oficiales aquí en Unta. Después vendrán algunos destinos, en los cuales completarás tu adiestramiento oficial. Respecto al tiempo que pasaste en Itko Kan, nada inusual sucedió allí, ¿me explico?

—Sí.

—Bien.

—¿Y qué me dices de lo que sucedió realmente, Consejera? ¿Abandonaremos la investigación? ¿Nos resignaremos a no saber jamás lo que sucedió exactamente, o por qué se hizo? ¿O acaso soy yo quien sencillamente va a ser abandonado?

—Teniente, no es éste un camino que debamos recorrer abiertamente, pero sin embargo debemos hacerlo, y tú serás una pieza fundamental de nuestros esfuerzos. He dado por sentado, quizá equivocadamente, que querrás seguir el proceso o servir de testigo cuando llegue el momento de la venganza. ¿Estoy en lo cierto? Quizá hayas tenido suficiente y tan sólo busques volver a la normalidad.

Paran cerró los ojos.

—Consejera, allí estaré cuando llegue el momento.

Ante su silencio, Paran comprendió sin necesidad de abrir los ojos que ella le estudiaba, midiendo su valía. Ya no acusaba incomodidad alguna, ya no le importaba. Había expresado su deseo, y la decisión le correspondía a ella.

—Procederemos lentamente. Tu reincorporación entrará en vigor dentro de unos días. Entre tanto, ve a casa, a las tierras de tu padre. Descansa un poco.

Paran abrió los ojos y se puso en pie.

—Teniente —dijo ella cuando hubo llegado a las escaleras—, confío en que no repetirás la escena de la sala del trono.

—Dudo que la segunda vez diera pie a tantas risotadas, Consejera.

Al llegar a la escalera oyó una tos procedente de la estancia. Al menos, le costó imaginar que pudiera tratarse de otra cosa.

Mientras conducía la yegua por las calles de Unta, Paran se sentía como entumecido. Aquellos lugares tan familiares, las muchedumbres interminables que discurrían hasta donde alcanzaba la vista, las voces y el choque de lenguas asombraron a Paran como si de algo extraño se tratara, algo alterado, no ante su mirada sino en aquel lugar inescrutable que mediaba entre sus ojos y sus pensamientos. No obstante, el único cambio era el que se había operado en él, lo cual le hacía sentirse despojado, incluso descastado.

A pesar de todo, seguía siendo el mismo lugar. Todo aquello que veía a su paso le resultaba familiar, nada había cambiado. Era la ventaja, el regalo de la sangre noble lo que mantenía al mundo a cierta distancia, algo que uno podía observar desde una posición inmaculada, inalcanzable para el vulgo. Un regalo… y una maldición.

En ese momento, no obstante, Paran se movía entre ellos sin los guardias de la familia. El poder de la sangre había desaparecido, y el uniforme era su única armadura. No era menestral, ni buhonero, ni mercader, sino un soldado. Un arma del Imperio, aunque el Imperio contara a su servicio con decenas de miles de armas.

Pasó por el portazgo del Timo y se abrió camino por la cuesta de Mármol, donde surgieron las primeras haciendas pertenecientes a los mercaderes, apartadas de la calle empedrada, medio ocultas tras los muros que daban a sus patios. El follaje de los jardines aunaba la vivacidad de su colorido a la pintura de los muros; ya no había muchedumbres, sino guardias particulares al pie de los arcos que servían de entrada. El ambiente bochornoso había dejado atrás el hedor a alcantarilla y a comida podrida, para deslizarse fresco por fuentes invisibles y regalar a la alameda la fragancia de las flores.

Olía a su infancia.

Mientras se adentraba con la yegua en el distrito Noble, observó las tierras que se extendían a ambos lados del camino. Era un respiradero adquirido por la historia y el dinero antiguo. El Imperio parecía fundirse como una preocupación lejana y sin importancia. Ahí, las familias trazaban sus orígenes siete siglos en el tiempo, hasta las tribus de jinetes que llegaron por primera vez a esa tierra, procedentes del este. A sangre y fuego, como solía hacerse, habían conquistado y sometido a los primos de los kanesianos que habían levantado los pueblos a lo largo de aquella costa. De jinetes guerreros a criadores de caballos y, luego, a vendedores de vino, cerveza y tratantes de telas: una antigua nobleza de espada que se había convertido en nobleza de oro amontonado, de tratos comerciales, sutiles intrigas y sobornos en estancias doradas y corredores iluminados por lámparas de aceite.

Paran se había imaginado heredando aquellos atavíos que cerraban un círculo, pero ansiaba volver al camino de la espada del que había surgido su familia, fuerte y salvaje, hacía tantos siglos. Su padre lo había repudiado por tomar esa decisión.

Llegó a un postigo familiar, una solitaria puerta alta enclavada en la pared lateral, frente a una avenida que en otra parte de la ciudad se hubiera considerado una calle mayor. No había guardias apostados, tan sólo colgaba una campana, de la que tiró dos veces.

Paran aguardó, a solas en la avenida.

Se produjo un sonido metálico al otro lado, y una voz lanzó una maldición mientras se abría la puerta y protestaban los goznes.

Paran se encontró cara a cara frente al rostro de un desconocido. Era un anciano lleno de cicatrices; vestía una cota de malla muy enmendada que le llegaba a la altura de las rodillas. El yelmo le venía grande y, a pesar de haber batido a golpes las abolladuras, lucía brillante.

El hombre repasó con mirada acuosa a Paran de arriba abajo.

—El tapiz ha cobrado vida —gruñó.

—¿Disculpa?

El guardia abrió la puerta de par en par.

—Es antiguo, claro, pero diría que el artista hizo un buen trabajo. Captó la pose, la expresión, todo. Bienvenido a casa, Ganoes.

Paran condujo la yegua del bocado a través del estrecho portal. El paso mediaba entre dos cobertizos de la hacienda; había espacio para un retal de cielo sobre sus cabezas.

—No te conozco, soldado —dijo Paran—. Pero parece ser que los guardias han estudiado a fondo mi retrato. Supongo que cuelga de los barracones a modo de diana.

—Algo parecido.

—¿Cómo te llamas?

—Gamet —respondió el guardia, que siguió al caballo después de ajustar y cerrar la puerta—. Llevo tres años sirviendo a tu padre.

—¿Y qué hacías antes, Gamet?

—No me hicieron preguntas.

Salieron al patio. Paran se detuvo para observar al guardia.

—Mi padre suele mostrarse concienzudo a la hora de investigar los historiales de quienes entran a trabajar a su servicio.

Gamet sonrió, mostrando una hilera blanca en la que no faltaba un solo diente.

—Oh, y lo hizo. Aquí me tienes, supongo que no encontró nada que fuera demasiado deshonroso.

—Eres un veterano.

—Trae aquí, señor, yo me hago cargo del caballo.

Paran le tendió las riendas. Miró a su alrededor, al patio. Parecía más pequeño de lo que creía recordar. El viejo pozo, construido por las gentes sin nombre que habían vivido ahí antes incluso que los kanesianos, parecía a punto de derrumbarse en una montaña de polvo. Ningún artesano restauraría las antiguas piedras esculpidas por temor a despertar a los fantasmas. Bajo la casa solariega había piedras como esas que no habían necesitado de argamasa, en los rincones más inhóspitos, en las muchas habitaciones y túneles, demasiado amorfas, retorcidas y desiguales para ser de alguna utilidad.

Los sirvientes y jardineros discurrían de un lado a otro en el patio. Ninguno pareció reparar en la llegada de Paran.

—Tus padres están fuera.

Asintió. Seguro que había alguna potra a punto de parir en las propiedades que tenían en el campo.

—Tus hermanas sí están —continuó Gamet—. Me encargaré de que el servicio ventile tu habitación.

—¿Sigue igual que cuando la dejé?

—En fin, habrá que sacar algunos muebles y unos cuantos barriles. Ya sabes que escasea el espacio de almacenaje…

—Para variar —interrumpió Paran con un suspiro. Sin decir otra palabra, se dirigió a la entrada de la casa.

El salón de banquetes respondió con un eco a los pasos de Paran cuando éste caminó junto a la larga mesa. Los gatos brincaron por el suelo, dispersándose al acercarse él. Se desabrochó la capa de viaje, la arrojó sobre el respaldo de una silla, tomó asiento en un banco largo y, finalmente, antes de cerrar los ojos, apoyó la espalda en la pared artesonada.

Así transcurrió un buen rato.

—Te hacía en Itko Kan —dijo una voz de mujer.

Abrió los ojos. Su hermana Tavore, un año menor que él, permanecía de pie junto a la cabecera de la mesa, con una mano en el respaldo de la silla que siempre ocupaba su padre. Su aspecto era tan ordinario como de costumbre, estaba igual de pálida como la recordaba, y llevaba el cabello pelirrojo más corto de lo que solía. Parecía más alta que la última vez que la había visto, casi tenía su misma estatura, y ya no se manejaba como una niña desmañada. Su expresión nada revelaba.

—Me han cambiado de destino —explicó Paran.

—¿Te han destinado aquí? Nos habríamos enterado.

Oh, claro, cómo no. Gracias a los arteros cuchicheos que corren entre las familias influyentes.

—No estaba planeado —concedió él—, pero así se ha decidido. No me destinan a Unta, sin embargo. Sólo estaré unos días de visita.

—¿Te han ascendido?

—¿Interesada en comprobar si la inversión rinde beneficios? —sonrió él—. A pesar de todo, debemos pensar en la influencia potencial que obtendríamos, ¿me equivoco?

—Gestionar la posición de esta familia ya no es responsabilidad tuya, hermano.

—Ah, ¿tuya, entonces? ¿Acaso mi padre ha abandonado la faena diaria?

—Lentamente. Ya no está bien de salud. Si te hubieras interesado por él, incluso estando en Itko Kan…

—¿Aún llevas a cuestas el peso de mis faltas, Tavore? Recordarás que no puede decirse que al partir me despidieran con una lluvia de pétalos. Sea como fuere, siempre di por sentado que los asuntos familiares recaerían en alguien capacitado…

Ella entornó los ojos claros, pero el orgullo silenció la pregunta que estaba a punto de hacer.

—¿Y cómo está Felisin?

—La encontrarás en su estudio. No se ha enterado de tu regreso. Estará encantada, aunque después sufrirá una gran decepción cuando sepa que pretendes marcharte tan pronto.

—¿Ahora es tu rival, Tavore?

Su hermana soltó un bufido y le dio la espalda.

—¿Felisin? Es demasiado débil para enfrentarse a este mundo, hermano. Es más, ni a éste ni a cualquier otro. No ha cambiado. Se alegrará mucho de verte.

La vio erguir la espalda al abandonar el salón.

Olía a sudor (tanto el propio como el de la yegua), a viaje y a mugre, y también a algo más… A sangre vieja y a viejos miedos. Paran miró en derredor. Es más pequeño de lo que recordaba.