21 de Nightal, Año del Arpa sin Cuerdas
En el momento en que Galaeron entró en el Pabellón de la Caza Mayor, protegido del sol por el denso follaje, Takari yacía desnuda en la Fuente Cantarína. Su piel había recuperado su tono broncíneo normal y, por primera vez desde que la habían herido, en sus ojos había una expresión de lucidez. Detrás de la exploradora había un anciano elfo de la luna tan desnudo como ella que la sostenía de los brazos por encima de la reverberante superficie. El aire olía a moho y agua dulce, y la canción del manantial de plata llenaba con sus alegres melodías todo el boscoso pabellón. Ehamond se encontraba sentado, desnudo también él, bajo el chorro melodioso gracias al cual sus heridas y contusiones empezaban ya a desaparecer. Dynod se encontraba en la orilla con dos sacerdotes menores a quienes describía la destrucción de la patrulla.
Cuando Galaeron entró en el pabellón, uno de los sacerdotes lo saludó con una inclinación de cabeza. Dynod no dio la menor muestra de embarazo al volverse hacia él. Los elfos no suelen regodearse en los fracasos de los demás y, por lo tanto, tienen pocos recelos a la hora de hablar de ellos. Como Galaeron había sufrido lo indecible las miradas piadosas y las palabras de aliento, le habría gustado cambiar esta característica de los Imparciales…
Dynod tendió la vista más allá de donde estaba Galaeron, hacia el extremo del pabellón donde esperaban los humanos. Melegaunt parecía un poco indeciso, y los demás, más atónitos que de costumbre. Sabedor de que el claro de Solonor Thelandira era el único templo de Evereska en el cual no se consideraba intrusos a los humanos, Galaeron les hizo una seña para que entraran y nuevamente se volvió hacia Dynod.
—¿Entonces, los humanos fueron absueltos? —preguntó Dynod.
—Ellos están más cerca que yo de conseguirlo —respondió Galaeron.
Dynod y los sacerdotes intercambiaron miradas cómplices, tras lo cual uno de ellos hizo uno de esos pequeños comentarios compasivos que Galaeron había aprendido a odiar desde los comienzos de sus estudios en la Academia de la Magia.
—No debes preocuparte. El capitán Colbathin es un comandante exigente pero justo.
Dynod puso los ojos en blanco y miró hacia otro lado.
—Si hubiera pasado las dos últimas décadas en el Manto Gris y no en el Confín Sur del Desierto, me sentiría más inclinado a creerlo. —Sin hacer caso de la sorpresa que reflejaban los rostros de los dos sacerdotes, se acercó al agua y se dirigió a Takari.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó.
—Como una polilla con un colmillo clavado en la espalda. —Su voz sonaba animada, aunque un poco débil—. Mareada, pero feliz de estar viva.
—He curado la herida —dijo Pleufan Trueshot, el anciano cazador que la sostenía, e hizo girar a la exploradora para mostrarle un bulto inflamado donde antes estaba la herida—, pero no puedo quitarle la pestilencia.
—Tal vez no sea una infección —dijo Melegaunt, colocándose junto a Galaeron—. ¿Puedo echar una mirada?
Pleufan asintió.
—Bienvenido seas a la Fuente Cantarína.
Ante la mirada atónita de Galaeron, Melegaunt se metió en el agua sin quitarse ni siquiera las botas. Dynod y Ehamond también se mostraron sorprendidos, pero el gran cazador y sus dos asistentes, que a menudo contaban con humanos entre sus fieles durante las ceremonias mensuales, no mostraron sorpresa alguna.
Galaeron dirigió la mirada a Vala para ver si a ella le resultaba extraño el comportamiento del mago, pero la cara de la mujer expresaba un asombro tan absoluto que no pudo saber lo que estaba pensando. Sus hombres, en cambio, miraban a Takari con tal expresión de deseo salvaje que empezó a preocuparlo la posibilidad de que los Ancianos de la Colina hubieran interpretado mal la reacción de los humanos durante la mofa. Esto le producía más asombro que el extraño comportamiento de Melegaunt, ya que para los humanos, Takari sólo había sido una herida de guerra. Teniendo en cuenta las circunstancias, era poco probable que hubiera surgido en ellos el amor por la exploradora, lo cual hacía difícil para un elfo comprender por qué la mera visión de su cuerpo desnudo podía encender en ellos la pasión.
Dejando una estela de agua cenagosa al paso de su ropa sucia por el viaje, Melegaunt se dirigió al centro del estanque y se detuvo junto a Takari. Tras palpar el bulto, se volvió hacia Galaeron.
—El phaerimm le hizo esto con la cola, ¿no es cierto? —Sin aguardar respuesta, continuó—. ¿Viste si le inyectó algo?
—La cola palpitaba —respondió Galaeron—. Después vi algo pequeño y ardiente en el fondo de la herida.
Pleufan alzó la vista.
—He probado todos los antídotos que conozco —dijo.
—Los phaerimm no inyectan veneno —explicó—, sino que ponen huevos.
—¿Huevos? —Takari giró la cabeza con tal violencia que se desprendió de los brazos de Pleufan—. ¿Qué significa eso de «huevos»?
—Sólo uno cada vez —dijo Melegaunt dirigiéndose al gran cazador—. Así es como se reproducen.
—¿Como las avispas de los gusanos? —Takari palideció, volviéndose de color azafrán desteñido—. ¡Matadme ahora! No quiero que nada me devore desde dentro.
—No llegará a eso. —Melegaunt se volvió hacia el gran cazador—. Extirpa el huevo y trátala como un caso de fiebre intermitente. Con reposo podrá recuperarse en diez días.
—Eso es fácil de decir —dijo Takari, que no parecía muy convencida.
—Sí que lo es. Yo me he sacado seis, y no tuve a ningún sanador que me ayudara a curar la fiebre. —Melegaunt dio una palmadita en la mejilla a la exploradora, después hizo una inclinación de cabeza al gran cazador y se dirigió a la orilla.
—Dynod, ocúpate de que haga lo que se le dice. —Galaeron miró a Takari y añadió—: Después podrás quedarte con tu gente durante un año.
—Gracias. —La tristeza se reflejó en el rostro de Takari—. Esperaré a que Kiinyon…
—No, vete ahora que todavía puedes —le ordenó Galaeron—. Aunque todavía no haya hablado, Kiinyon ya ha tomado una decisión. Quiero que te vayas mientras yo todavía pueda dar órdenes. Ya hace demasiado tiempo que recorriste el Bosque Alto.
—Yo… —A Takari se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Hablaremos antes de que te vayas —dijo Galaeron alzando una mano para que no hablara—. Ven a verme cuando estés en condiciones.
Takari asintió y se dejó caer otra vez en brazos de Pleufan.
—Hasta la próxima —dijo.
—Hasta la próxima.
Galaeron dijo a los sacerdotes que le dieran las gracias en su nombre al gran cazador y les dio un león de oro para su diosa. Después, esperó a que Melegaunt saliera del agua. El humano se frotó los dedos e hizo los gestos de un conjuro menor de secado, pero no sucedió nada. Volvió a intentarlo.
Sus ropas seguían tan mojadas como antes.
—Permíteme —dijo Galaeron, bastante sorprendido por el fracaso del mago. El mythal solía anular los conjuros de cualquier no elfo que tratase de usar sus poderes malignos dentro de Evereska, pero un conjuro de secado no tenía nada de malo, y Melegaunt habría experimentado algún efecto adverso de haber pretendido hacer daño. Pero en este caso, el conjuro simplemente había fallado—. ¿Hay algún encantamiento?
Melegaunt alzó sus pobladas cejas y sacudió la cabeza. Galaeron repitió los mismos gestos mientras el mago sentía que la magia del tejido lo atravesaba. Hubo un chisporroteo y un destello y las ropas de Melegaunt quedaron secas y humeantes.
Melegaunt sofocó una pequeña llama.
—¿Has copiado mi conjuro?
—Es un pequeño talento que poseo —le aclaró Galaeron, poco dispuesto a dar una larga explicación de su ingreso y posterior expulsión de la Academia de la Magia—. No era tan extraño como el resto de tus conjuros.
—Sorprendente —dijo Melegaunt—. Podrías aprender algo de control, pero no deja de ser sorprendente.
—Ojalá fueras maestro en la Academia de la Magia —repuso Galaeron riendo.
Se volvió y se llevó a los humanos del pabellón. Cuando estuvieron otra vez en los senderos de mármol, Vala se puso a su lado.
—Deberías haberla besado —dijo.
Galaeron casi se cae de bruces.
—¿A Takari? ¿Por qué habría de hacer eso?
—¿No es eso lo que hacen los amantes elfos cuando se separan? —preguntó Vala—. ¿O sólo se besan los humanos?
—Nos besamos, pero no tanto como los humanos, a juzgar por cómo os multiplicáis —respondió Galaeron—, pero Takari y yo no somos amantes.
—Retiro las doce palabras amables que dije de ti —dijo Vala—. Sólo un colmilludo trataría tan mal a una mujer enamorada.
—¿Colmilludo?
—Orco —explicó Melegaunt—, y Vala, un huésped no debe interrogar a su anfitrión sobre esas cosas.
—Por supuesto, me disculpo. —Vala bajó la vista. Se colocó un paso más atrás y dejó que Melegaunt ocupara su lugar.
Galaeron miró hacia atrás, un poco perturbado por la rapidez con que la mujer perdía el entusiasmo al menor indicio de desaprobación del mago. Había estado tratando de desentrañar la relación que había entre ellos desde que abandonaron la cripta de los Vyshaan, pero cada vez que mencionaba la Torre de Granito o el pasado de ambos, Melegaunt cambiaba de conversación y Vala le decía que no era asunto suyo.
Comprendió que la mejor manera de ganarse la confianza de Vala era mostrarse abierto.
—No es necesario que te disculpes, Vala —dijo—, pero nunca hemos sido amantes. —Supo por la mirada de la mujer que ella sabía que ahí no terminaba la historia—. Podríamos haberlo sido, pero esas cosas siempre acaban mal entre elfos de la luna y elfos de los bosques.
—¿En serio? —Esta vez fue Melegaunt el que preguntó—. No lo sabía.
—Tal vez porque no eres un elfo —respondió Galaeron.
Sin hacer caso de las miradas de curiosidad, y de hostilidad a veces, de los paseantes con los que se cruzaban, Galaeron atravesó el gran prado soleado que se extendía al pie de la colina de Bellcrest y empezó a subir por el otero de Goldmorn. Aparentemente consciente de la melancolía que se había apoderado de él, Melegaunt concedió a Galaeron algunos minutos de introspección antes de volver a hablar.
—Ya sabes que los van a matar.
Galaeron no necesitó preguntar a quiénes se refería el mago.
—Sería un error juzgar a nuestros altos magos por mis habilidades —dijo en voz baja, tras cerciorarse de que los demás elfos no podían oírlo—. Lord Duirsar no exageraba cuando te dijo cómo era la magia de Evereska.
—Antigua, sin duda, y también poderosa, estoy seguro —replicó Melegaunt—, pero ¿cuánto saben vuestros altos magos sobre los phaerimm? Tú ni siquiera sabías lo que eran, y vuestro sacerdote no se habría dado cuenta de lo que pasaba con Takari hasta que el huevo hiciera eclosión y se abriera camino en sus entrañas.
—¿Y tú cómo sabes tanto sobre ellos? —inquirió Galaeron.
Melegaunt dejó la pregunta sin responder.
—Los phaerimm llevan mil años pasando hambre bajo el Anauroch, alimentándose apenas de los pocos bedines y sus esclavos que pueden raptar o atraer con engaños a través de la Muralla de los Sharn. Y ahora nosotros, tú y yo, Galaeron, les hemos dado la oportunidad de escapar. Te aseguro que no dudarán en aprovecharla.
—Pero esa explicación no responde a mi pregunta. ¿Cómo es que sabes tanto sobre ellos?
—Porque me he pasado los últimos cien años estudiándolos —respondió Melegaunt—. Es todo lo que necesitas saber —añadió al ver que Galaeron seguía en silencio.
—Y todo lo que tú necesitas saber es que no voy a faltar a la palabra que le he dado a lord Duirsar —replicó Galaeron—. No por lo que tú digas, aunque me vaya la vida en ello.
—No es tu vida lo que me preocupa.
—Entonces dime por qué —dijo Galaeron—. Si consigues convencerme, volveré a hablar con los Ancianos de la Colina.
—Que preferirían dejar que Evereska cayera antes que aceptar la ayuda de un humano.
—Que han tratado con bastantes humanos para saber que su ayuda nunca es gratuita —repuso Galaeron—. No tengo ni la quinta parte de los años que tienen ellos y sin embargo lo he aprendido por mí mismo.
Rodearon un recodo del camino y llegaron a la orilla granítica del estanque Gloria del Amanecer, donde dos docenas de risueños elfos se bañaban a la luz de la mañana jugueteando en las humeantes aguas. Galaeron condujo a sus acompañantes hasta un rincón tranquilo donde un par de cautivadoras hermanas del sol estaban desenredando sus cabelleras.
La mayor, una belleza sorprendente de reflejos color violeta en los ojos, alzó la vista.
—Galaeron, me alegro de que estés otra vez en casa. Ya nos hemos enterado de lo de Louenghris y tus guardias. Lo echaremos de menos.
Galaeron hizo una mueca al ver lo rápido que circulaban las noticias. Llegarían a oídos de su padre antes que él.
—Lo mismo que todos, Zharilee. —Señaló con un gesto hacia los que estaban a sus espaldas, donde casi podía sentir el calor que producían los humanos a la vista de las hermanas desnudas—. Éstos están a mi cuidado hasta que los Ancianos de la Colina decidan su suerte, y lamento decir que necesitarán un baño antes de presentarlos ante mi padre.
La más joven frunció la nariz.
—Vigílalos de cerca. —Les volvió la espalda y nadó hacia el centro del estanque—. No me gusta cómo me mira ése de la nariz ganchuda.
Se oyó el sonido de un fuerte coscorrón.
—Cierra los ojos o te quedarás sin ellos, Khul —sonó la voz de Vala.
Galaeron concedió a las hermanas un momento para retirarse y luego indicó a sus huéspedes que se metieran en el estanque.
—Por favor. —Echó una mirada a Melegaunt y añadió—: Es costumbre quitarse la ropa.
La expresión de los hombres pasó de la avidez al nerviosismo, y miraron a Vala esperando sus instrucciones.
Vala se encogió de hombros.
—¿Por qué no? —dijo.
Se desprendió del cinto del que colgaba su espada y empezó a desatar sus altas botas. Sus hombres siguieron su ejemplo sin mucha convicción, y diez minutos después estaban retozando en el agua como las nutrias. Todos los hombres tenían un aspecto rudo, con una espesa pelambre en las fornidas espaldas y unos pechos enormes como toneles. Vala era fuerte pero mucho más pequeña, con curvas más marcadas que las de una mujer elfa y, por suerte, con matas de pelo en los lugares adecuados, pero su idea de la diversión era tan ruda como la de los hombres. Cuando ellos empezaron a jugar a esquivarla con una de sus botas, ella no vaciló en echar mano de cosas que la mayoría de los elfos hubieran considerado una grosería tocar, incluso entre buenos amigos. Los hombres le respondieron de igual forma, tocando donde podían para mantenerla a distancia. Incluso trataron de incluir a Galaeron en sus juegos, arrojándole la bota de la mujer y empujándola a ella contra él. El elfo no salía de su asombro al ver en los ojos de la mujer la misma mirada de deseo que había observado antes en los de los hombres cuando miraban a las elfas. Tan sorprendido estaba que no atinó a defenderse y permitió que ella superara sus defensas, quedando absolutamente atónito al ver dónde ponía la mano. La mujer consiguió hacerlo caer de espaldas y, pasando su suave pecho por encima de la cabeza del elfo, consiguió recuperar su bota.
Galaeron salió a la superficie tosiendo y se encontró con Vala que sostenía la bota en la mano con coquetería.
—¿Qué pasa, elfo? —Le dirigió una de esas lascivas sonrisas humanas antes de arrojar la bota hacia la orilla—. ¿Todavía estás sucio?
—En absoluto. —Sintiéndose de repente avergonzado, Galaeron se dirigió hacia la orilla—. Mi casa no está lejos. Desayunaremos y después nos ocuparemos de hacer limpiar vuestras ropas y armaduras.
Todos salieron del agua y envolvieron sus armas dentro de sus capas. Así, despojados de su ropa, los humanos tenían un aspecto mucho menos amenazador y los miraban con menos desdén. No tardaron mucho en llegar a la cima del otero de Goldmorn. Dicho otero, situado muy en el interior de Evereska, no era tan alto como las Tres Hermanas ni tan extenso, pero en él crecía una considerable arboleda de sicomoros que había dejado Cormyr durante la Era de los Trastornos, cuando buscó refugio en Evereska. Galaeron no pudo por menos que sonreír al recordar la visión de aquella interminable fila de árboles que salía de su campamento siguiendo el Confín del Desierto hasta desaparecer en el Sharaedim. Llegó a la base de la Torre del Prado Lunar —antes de la llegada de los sicomoros, se encontraba en el centro de un prado especialmente adecuado para mirar las estrellas— y señaló una puerta con forma de agujero situada a veinte metros del suelo.
—Ésa es mi casa. Si en algún momento os perdéis en la ciudad, preguntad por Copa de Árbol en el Prado Lunar y os dirigirán hacia aquí.
—Copa de Árbol —repitió Dexon. El fornido humano echó atrás la cabeza observando a un par de elfos que pasaban junto a la puerta—. ¿Dónde está la escalera?
—No hacen falta las escaleras en Evereska —respondió Galaeron sonriendo al humano.
Sujetó su armadura debajo de un brazo, a continuación apoyó la palma de una mano y la planta del otro pie sobre la pared. Gracias a la magia del mythal, se sujetaron a la piedra y empezó a trepar.
—Hay que hacerlo siempre con la piel desnuda, sin guantes ni zapatos.
Vala y los demás lo observaron con recelo durante un momento hasta que se decidieron a apoyar sus propias manos y pies sobre la pared y seguirlo. Eso les produjo un deleite aún mayor que el estanque, y no pasó mucho tiempo antes de que empezaran a fastidiar a Galaeron con sus gritos y sus pullas.
Sólo Melegaunt, que en verdad parecía necesitar más músculo y menos magia, daba la impresión de no disfrutar de la experiencia. Se quedó esperando en el suelo durante algunos minutos, tratando de hacer un conjuro que fracasó tan estrepitosamente como su magia de secado, hasta que finalmente renunció y empezó a subir por la pared. Cuando llegó a reunirse con Galaeron y los demás junto a la puerta, jadeaba y resoplaba tan fuerte que casi no podía hablar. Galaeron les mostró a los humanos el modo más seguro de entrar y salir por una puerta de agujero y que consistía en encararla desde el lado en lugar de trepar por la parte inferior.
Por fin entraron. El interior de Copa de Árbol era aireado y luminoso. Todo eran suaves curvas y paredes que emitían un tenue resplandor. Una escalera bajaba desde las plantas superiores, superaba un recodo en el vestíbulo, delante de ellos, y seguía hacia la parte inferior de la casa. A lo largo de las paredes había bancos de mármol blanco y mesas de alabastro translúcido sobre algunas de las cuales se habían colocado jarrones delicadamente labrados o etéreas estatuillas.
La hermana menor de Galaeron, que tenía ochenta años, apareció en el vano de la puerta.
—¡Galaeron! —Atravesó corriendo la estancia formando una estela con su largo pelo azul y su túnica entretejida con hilos de oro y lo abrazó—. ¡Qué alegría tenerte en casa otra vez! ¡Este año me pareció una década!
Feliz de que, por una vez, no se hablara de su patrulla perdida ni de si tenía más oportunidades de las que él creía con el capitán de los Guardianes de Tumbas, Galaeron dejó su armadura y la estrechó contra su pecho.
—¡Keya! ¡Cada vez que te veo te pareces más a una dama! —La mantuvo abrazada un momento antes de soltarla para presentarle a todos sus compañeros—. Los Ancianos de la Colina me han pedido que atienda a estos huéspedes.
—Ya lo sé. —Keya echó una mirada a los montículos de carne peluda y dijo—: Estoy segura de que una de tus túnicas le irá bien a la mujer.
—Vala —se presentó la humana. Ofreció su mano libre a la elfa y la estudió como si fuera una presa—. Bien hallada.
Keya retrocedió, confundida a la vista de la mano.
—Debes estrecharla —explicó Galaeron a su hermana—. Es un gesto humano de amistad.
Keya alzó la mirada hacia Galaeron como preguntando con sus dorados ojos si eso era realmente necesario.
Galaeron cogió su mano y la puso en la de Vala.
—Tienes que perdonar a Keya —dijo, riendo—. Me temo que mi hermana sólo ha oído hablar de los humanos como ladrones y asesinos.
—¿Hermana? —La expresión de Vala se suavizó y sacudió calurosamente la mano de Keya—. No creas todo lo que dice Galaeron de nosotros. Espero que tú y yo seamos grandes amigas.
—Estoy segura de que eso sería… hum, interesante. Jamás he tenido un amigo humano.
Keya se volvió hacia los hombres y no de muy buena gana les fue dando la mano uno por uno, un poco sorprendida al ver que se ruborizaban y procuraban taparse. Hasta Melegaunt parecía incómodo, aunque lo disimulaba mejor que los demás.
—Probablemente pueda encontrar una capa para el rechoncho, pero estos otros… —Keya sacudió la cabeza—. Dudo de que nuestras mantas sean lo suficientemente grandes como para cubrirlos desde los hombros.
—Desde la cintura será suficiente, creo yo —dijo Galaeron—. ¿Está padre aquí?
—En la contemplación. —Keya señaló con un gesto la parte trasera de la casa y luego miró a Melegaunt—. Solicita que tú y Melegaunt vayáis a verlo en seguida. Ha llegado un mensajero de lord Duirsar.
—¿De Duirsar? —Melegaunt se permitió una sonrisa de superioridad antes de dirigirse hacia la arcada—. Debe de haber recapacitado, sin duda.
—Si eres tan gentil, Keya… —dijo Galaeron.
Dejó a su cargo a Vala y a sus hombres y siguió a Melegaunt. Condujo al mago a través de la gran estancia circular donde la familia hacía sus comidas en las raras ocasiones en que eran tantos como para llenarla y a continuación entró en la contemplación atravesando una arcada. Su padre estaba de pie en el fondo de la habitación llena de enormes libros, mirando por encima de las copas de los árboles a través de una ventana de teurglás. Posado en su dedo tenía un pinzón blanco como la nieve que piaba y gorjeaba rápidamente, sin duda transmitiendo las últimas habladurías llegadas de la colina Corona de Nubes, donde se encontraban los palacios de lord Duirsar y de los grandes nobles.
Galaeron se aclaró la garganta.
—Padre, hemos llegado.
Su padre se volvió en seguida. Una ancha sonrisa iluminaba un poco su expresión adusta.
—Hijo mío. Qué alegría que estés de vuelta.
El pájaro también canturreó un saludo, aunque Galaeron no estaba versado en el habla de las aves y sólo pudo responder con una inclinación de cabeza.
Galaeron señaló con un gesto a Melegaunt.
—Te presento a Melegaunt Tanthul, un mago humano de extraña magia y no pequeño poder.
El padre de Galaeron inclinó la cabeza.
—Bienvenido a la Copa del Árbol, mago Tanthul.
—En mi propia ciudad soy un príncipe —dijo Melegaunt, dándose cuenta de que el señor Nihmedu no sabía muy bien cómo dirigirse a él—, pero la verdad es que he estado lejos tanto tiempo que casi lo he olvidado. Llámame Melegaunt.
—Y yo soy Aubric.
—Bien hallado, Aubric, y gracias por abrirnos tu casa. —Melegaunt paseó la mirada por la contemplación, deslizando sus ojos por el sofá de la ensoñación y por el atril en busca de otra persona. Tenía entendido que había llegado un mensajero.
El padre de Galaeron levantó el dedo en que estaba posado el pinzón.
—Éste es Muchosnidos, ayudante de lord Duirsar.
Muchosnidos canturreó un saludo y a continuación los deleitó con una serie de gorgoritos.
—Lord Duirsar envía sus saludos —tradujo el padre de Galaeron—. Nos informa de que los magos de Evereska… —Un gorjeo de Muchosnidos hizo que se corrigiera—. De que nuestros altos magos necesitaron más de una hora para resolver tu laberinto de sombra.
Melegaunt abrió los ojos de par en par.
—¿Sólo una hora?
El pájaro empezó a piar otra vez, y el padre de Galaeron siguió traduciendo.
—Lord Duirsar quedó sorprendido de que les llevara tanto tiempo. Envía sus felicitaciones y pregunta si serías tan amable de proporcionarles las contraseñas para las trampas de los pasadizos de los enanos. Dada la complejidad que los altos magos encuentran en tu trabajo, el tiempo lo aconseja.
—Sí, por supuesto. —Melegaunt estaba tan sorprendido que se dejó caer en el sofá de la ensoñación, provocando una mueca de los dos Nihmedu cuando su espalda peluda tocó el inmaculado mármol—. La primera es «polvo púrpura» y la segunda «mañana oscura».
—¿Polvo púrpura y mañana oscura? —repitió el padre de Galaeron, traduciendo para Muchosnidos.
Cuando Melegaunt asintió, el pájaro gorjeó un agradecimiento y emprendió el vuelo, lanzándose hacia la ventana de teurglás casi antes de que el mayor de los Nihmedu pudiera pronunciar la palabra de mando que lo hacía penetrable.
Galaeron se acercó atónito a Melegaunt.
—Me has dejado sorprendido —dijo—, pero fue acertado no tratar de usar las contraseñas para exigir que te incluyeran en la batalla.
Los ojos de Melegaunt seguían todavía muy abiertos a causa de la conmoción.
—No habría servido de mucho. Si sólo les llevó una hora desentrañar el laberinto de sombra, a media mañana habrían tenido descifradas las contraseñas.
—De todos modos, habla muy bien de tus intenciones que no hayas vacilado —dijo Nihmedu padre—. Muchosnidos hablará de tu colaboración y eso tendrá gran importancia cuando los Ancianos de la Colina traten la cuestión de la profanación de tumbas.
—Espero que cuente tanto como la ira de lord Imesfor —dijo Galaeron—. Tropecé con Zharilee y Gvendor al ir a bañarnos, y los Oros ya habían empezado a hablar de la muerte de Louenghris.
Una sombra oscureció la mirada de su padre.
—Dudo de que la muerte de Louenghris tenga algún peso en contra los humanos. Muchosnidos me ha dicho que lord Duirsar ya está pensando en dejar a lord Imesfor fuera de la deliberación relacionada con la muerte de su hijo. Tu destino es otra cosa. Kiinyon envió al joven Imesfor al Confín del Desierto por una razón, y te culpará de cualquier mal que les suceda a los Guardianes de Tumbas debido a la muerte del muchacho.
—Me culpará de todos los problemas que pueda —dijo Galaeron—. Ya lo ha dejado muy claro… y hasta es posible que me lo merezca. Al fin y al cabo fui yo el que perdió a los dos tercios de su patrulla.
—E hiciste un bien más grande de lo que puedes imaginar. —Melegaunt se puso en pie mientras hablaba—. No quiero pecar de inmodestia, pero si me hubieras dejado en poder de los phaerimm, habría sido una gran pérdida para el mundo.
—¿Por qué? —preguntó Nihmedu padre.
—Porque habría sido un acto de cobardía —se escabulló Melegaunt, no más dispuesto a revelarle cosas a Nihmedu padre que a Galaeron—, y tu hijo no es ningún cobarde. Teniendo en cuenta las circunstancias, hizo todo lo que se le podía pedir e incluso más. Kiinyon Colbathin tendrá que entenderlo si él y los demás tienen la suerte de sobrevivir.
—Entonces no hay nada de que preocuparse. —El padre de Galaeron palmeó al mago y a su hijo en los hombros y volvió con ellos al gran salón—. Kiinyon Colbathin siempre sobrevive. Ahora tal vez sea oportuno romper el ayuno. Es probable que al disponer de las contraseñas, los altos magos hayan destruido a los phaerimm a media mañana, y no quiero que os enfrentéis a los Ancianos de la Colina con el estómago vacío.