Capítulo 15

26 de Mirtul, Año de la Magia Desatada

Ruha ya había atravesado una vez el Desierto de la Sed. Había sido un viaje largo, atormentado por la sed, a través de un saladar tan plano como un espejo, estragado por la tragedia y las vicisitudes, y se había considerado afortunada de haber llegado al otro lado. Un viaje así hubiera sido impensable de no ser con una nave o con el viento. Donde una vez había temido a la muerte porque un camello se había desplomado y había derramado el contenido de un odre, había un lago cuya extensión superaba a todo lo que los bedines hubieran podido imaginar, y envuelto en las sombras de una lluvia crepuscular.

—Es un desierto diferente del que dejaste, Ruha. Mejor —dijo el jeque Sa’ar.

El jeque, un hombre de unos cincuenta años, de constitución imponente, llevaba un kejfiyeh cubriendo su pelo gris y estaba sobre la cresta de una cadena montañosa, mirando el lago con Ruha y una maga de guerra cormyriana llamada Caladnei.

—El lago ya nos ha traído buena caza —añadió.

El jeque señaló un punto en la orilla donde una extensión del desierto se estaba poblando de jóvenes palmeras datileras que ya asomaban sus copas por encima del follaje. Ruha no pudo ver lo que estaba señalando hasta que un rebaño de gacelas surgió de entre las altas hierbas y empezó a beber. Al parecer, fuera cual fuese la magia que había transformado en un lago el Desierto de la Sed, también había eliminado su salinidad, ya que las gacelas no beben agua salada.

—Más fácil, tal vez, pero no mejor —replicó Ruha.

Aunque Ruha llevaba muchos años fuera del Anauroch, y muchos más desde que había cruzado el Desierto de la Sed, se sentía profanada. Por indiscutible que fuera la belleza del lago, ya estaba modificando el desierto circundante, trayendo consigo una abundancia y un ocio que acabaría con la forma de vida nómada de los bedine.

—Esas aguas —dijo— son un veneno para los bedine.

El jeque frunció el entrecejo.

—¿Cómo es posible? Yo mismo las he bebido repetidas veces y ya ves que estoy más fuerte que nunca.

—Ya lo veo —dijo Ruha—, pero ¿cuándo fue la última vez que tus khowwan abandonaron el lago?

Una sombra cruzó el rostro de Sa’ar.

—Vamos a salir pronto. —Miró en la dirección contraria de donde estaban las gacelas, a donde una manada de veserabs estaba pastando en una pequeña bahía—. A lomos de nuestros corceles.

—Robar monturas a los shadovar no es muy prudente, jeque —dijo Caladnei—. Su magia es muy poderosa.

Esta mujer de sorprendentes ojos ambarinos, figura alta y cimbreante y que no llevaba velo, insistía en vestirse con un estilo deliberadamente masculino, con sus largas trenzas pelirrojas asomando debajo de su keffiyeh y una fina espada colgando de su cinturón.

—Entonces me alegro de contar contigo. —Sa’ar apartó la mirada del lago y la cruzó con la de la maga—. Tu magia también debe de ser poderosa para que puedas vestirte como te da la gana.

Los ojos de Caladnei brillaron de ira.

—No hemos venido al Anauroch para ayudar a los nómadas a robar…

—Coged sólo los ejemplares jóvenes, jeque, los que todavía son demasiado jóvenes para montarlos. —Mientras hablaba, Ruha echó una mirada despectiva a Caladnei—. Los otros no harán más que escupiros a la cara y su aliento es peor que el de diez camellos.

—¿Tan asqueroso? —El jeque enarcó las cejas sorprendido—. Entonces deben de ser muy buenas monturas.

—Eso creo —dijo Ruha—, pero la magia de los shadovar es diferente de la de los zhentarim. No debes culparnos a nosotros si la cabalgata sale mal.

Antes de que el jeque pudiera contestar, intervino Caladnei.

—Ruha, ¿no me dijiste que los bedine no usan magia? Si ayudamos, los shadovar pueden darse cuenta de que estamos aquí.

—El Anauroch es un desierto muy grande, maga —dijo Sa’ar—, y la Villa de las Sombras está bien escondida. Para cuando la encontréis por vuestros propios medios, los shadovar sabrán sin duda que los estáis buscando.

—¿Estás amenazando con delatarnos? —inquirió Caladnei.

—El jeque Sa’ar jamás traicionaría a sus huéspedes —dijo Ruha.

Echó una mirada colina abajo, donde el resto de la partida de exploración cormiriana esperaba en un polvoriento abas, sosteniendo las riendas de sus camellos recientemente adquiridos y tratando de mantenerlos a distancia. El puñado de mujeres que formaba parte de la compañía seguía el ejemplo de Caladnei y se negaba a usar velo, y había una notoria ausencia de niños y de perros saluki.

—Pero tiene razón —continuó la bruja—. No somos una tribu muy convincente. Cuanto antes encontremos la ciudad shadovar, tantas más oportunidades tendremos de sorprenderlos.

En realidad, Ruha pensaba que era probable que ya los hubieran descubierto. Cuando Vangerdahast le había pedido que dirigiera una partida de exploradores al Anauroch para localizar la ciudad voladora a fin de que Cormyr pudiera lanzar contra ella un ataque sorpresa, Ruha había pedido una compañía de voluntarios morenos, de ojos pardos, a los que pudiera hacer pasar por bedine. En lugar de eso, Vangerdahast le había impuesto a Caladnei y a su superior Hhormun, igualmente tozudo, dos necios que parecían creer que montar en camello y usar abas era todo lo que necesitaban para disfrazar a una compañía de cormyrianos de piel blanca haciéndolos pasar por khowwan bedine. De no haber sabido que Alusair estaba preparándose para lanzar un ataque sorpresa mediante teleportación desde una base secreta en Tilverton, habría jurado que los magos querían llamar la atención de los shadovar.

—Muy bien, jeque —admitió Caladnei después de un momento—, pero nos llevarás a Refugio, sin que importe cómo salga la incursión.

Empezó a bajar la polvorienta ladera.

—Si mantienes tu promesa, yo mantendré la mía. —Sa’ar retrocedió poniéndose a su lado, entonces escupió en la palma de la mano y se la ofreció a la mujer—. Trato hecho.

Caladnei escupió en la suya.

—¿Estás seguro de que Hhormun accederá? —preguntó Ruha, llegando hasta ellos antes de que se dieran la mano—. Si haces un trato, te comprometes a cumplirlo.

Caladnei estrechó la mano del jeque.

—Hhormun me seguirá en esto.

Ruha no estaba tan segura. A pesar de su edad y de su gordura, Hhormun había dado muestras de una energía sorprendente para dirigir las actividades de la compañía, desde elegir los lugares donde acampar hasta determinar el ritmo de las marchas diurnas. Sin embargo, cuando llegaron a la base de la ladera, la sorprendió con su falta de protestas y con su disposición a aceptar que Sa’ar planificara la incursión.

Minutos más tarde, Ruha, Caladnei, el jeque y una docena de sus hombres estaban frotándose y frotando a los camellos más fuertes de la tribu de mahwa con estiércol de veserab que los guerreros habían juntado unos días antes para ese fin.

—¿Estás seguro de que esto es necesario? —preguntó Caladnei, frunciendo la nariz ante el espantoso olor—. Estoy segura de que alguien en la compañía podría eliminar nuestro olor.

—No es suficiente con eliminar nuestro propio olor —respondió Sa’ar—. Debemos oler como lo que queremos. Eso complace a los pequeños dioses.

—Y tranquiliza a nuestros camellos —añadió Ruha, explicándose en términos más fáciles de entender para Caladnei—. Si piensan que el olor es nuestro y no de los veserabs, ocasionarán menos problemas al acercarnos.

—¿Menos problemas? —farfulló Caladnei—. Supongo que pedir que no hubiera ninguno sería demasiado.

Esperaron hasta que un vigía indicó que los veserabs habían salido del agua para su descanso nocturno, entonces Hhormun usó su magia para tornar invisible a toda la partida, mientras que Ruha y Caladnei usaban la suya propia para cubrir al grupo con un palio de silencio. Aunque los mahwa habían formado parte de la coalición que había confiado en la magia de Ruha para destruir al ejército zhentarim en Orofin, eso había sido muchos años antes, y ni siquiera la mirada severa del jeque pudo impedir que sus hombres gruñeran y se encogieran bajo el influjo de los conjuros.

Por fin, el grupo describió un círculo hacia el lado de la montaña que quedaba a favor del viento y, con la ayuda de más magia, llegó hasta la orilla del lago. Los veserabs más próximos estaban a apenas unos cientos de pasos de ellos, en su mayoría machos solitarios tan fuertes y corpulentos que los pastores shadovar los dejaban montar guardia en los extremos de la manada, confiando en que el instinto de las criaturas las impulsaría a seguirlos cuando se movieran los demás. Ruha, que encabezaba el asalto por ser la única entre los presentes con cierta experiencia en el manejo de los veserabs, recorrió un camino serpenteante en torno a las bestias, evitando en todo lo posible el encuentro con ellas.

En un momento dado, cuando se internaron en una zona de altos pastos, un macho que andaba cerca desplegó las alas y se dispuso a investigar. Sa’ar soltó entonces un ganso de las arenas que había traído para distraerlo. El ave alzó el vuelo con tal profusión de aleteo y de graznidos aterrorizados, que tres veserabs se lanzaron en su persecución. Ruha aprovechó muy bien la distracción, conduciendo al grupo hasta veinte pasos de donde había tres pastores shadovar acampados en aquel lado de la manada.

Un tirón en una cuerda que llevaba atada a la cintura la obligó a detenerse. Momentos después, diez piedras del tamaño de puños surcaron el cielo del crepúsculo y cayeron sobre los centinelas. Dos quedaron inconscientes. El tercero apenas tuvo tiempo de percatarse del asalto, y cuando se volvió y vio al grupo al que el ataque había hecho visible que galopaba hacia él a lomos de sus camellos, dos guerreros lo golpearon hasta dejarlo inconsciente. Aunque el joven pastor sin duda se encontraría magullado en el momento de su despertar, Ruha interpretó el hecho de que los guerreros usaran las empuñaduras de sus lanzas en lugar de las puntas como una señal de que Sa’ar procuraba no enfadar a los shadovar. Los asaltantes bedine solían matar a los centinelas para que hubiera muchos menos guerreros disponibles en el contraataque.

El jeque y el resto de sus guerreros cargaron contra la cuadrilla de veserabs, enarbolando lazos de cuerda trenzada y enlazando con ellos los cuellos de los ejemplares más pequeños, tras lo cual sujetaban el otro extremo a sus sillas de montar. La mayor parte de ellos resoplaban y se tambaleaban, luchando por no caer de sus monturas, mientras los veserabs llenaban el aire con sus efluvios tóxicos. Ruha despejó la atmósfera con un poderoso conjuro eólico, después vio a una enfurecida hembra veserab que saltaba contra un camello y le destrozaba la cabeza con las afiladas garras de sus patas.

Más veserabs empezaron a levantar el vuelo por todas partes, llenando el aire del crepúsculo de una nube movediza de alas oscuras. La mayor parte simplemente trataba de escapar, pero unos cuantos, especialmente los que tenían crías que pedían ayuda, se disponían a volverse contra los guerreros bedine. Un veserab se lanzó en picado frente a Sa’ar y derribó de su camello a un guerrero de cabello entrecano que iba delante de él, dejándolo destrozado en el suelo. Ruha disipó el conjuro de silencio y dio instrucciones de dirigirse hacia el wadi que habían previsto como ruta de huida.

—¡Ya es suficiente, Sa’ar! —gritó—. ¡Huyamos!

Al jeque no le hizo falta que se lo dijera dos veces. Hizo sonar tres notas en su amarat. Sus guerreros, los que aún no se habían dado a la fuga, pusieron grupas al unísono, tirando cada uno de ellos de dos o tres crías de veserab presas del pánico que iban volando detrás de ellos. Ruha lanzó al aire una andanada de rayos mágicos y espantó a media docena de adultos que iban pegados a los talones de los asaltantes. Entonces Caladnei levantó una barrera de fuerza detrás de ellos. Una docena de veserabs se estrellaron contra la pared invisible y cayeron al suelo con el cuello y las alas rotos. Los supervivientes, aturdidos, se alejaron, rugiendo su frustración y su tristeza.

Ruha y Caladnei siguieron a los demás. Para cuando llegaron a la embocadura del wadi, los veserabs empezaban a encontrar la forma de superar la barrera de fuerza. Ruha desmontó de un salto y diseminó un puñado de arena antes de pronunciar un encantamiento y soplar en dirección al número cada vez mayor de corceles alados que se lanzaban en su persecución. Un viento ululante se levantó detrás de ella, arrastrando la arena y el polvo de la boca del cañón en dirección al lago. Los veserabs desaparecieron en un remolino de polvo y no volvieron a aparecer.

—Tu magia se ha vuelto más poderosa, bruja —observó Sa’ar a su espalda—. Recuérdame que sea paciente contigo.

Al volverse, Ruha se lo encontró sujetando las riendas de su camello. El resto de los guerreros empezaba a salir de sus escondites en la boca embocadura del wadi. La mitad de ellos cubrían las huellas dejadas por los asaltantes con arcos y flechas, los demás obligaban a bajar a los veserabs capturados a tierra, cubriéndoles las cabezas con caperuzas de cuero y sujetándoles las alas. Aunque la mayoría de los bedine eran expertos en la manipulación de halcones y de otras aves de presa, las crías de veserab no sólo eran más grandes, sino también más feroces. La batalla no estaba decidida ni mucho menos, y los guerreros pagaban con sangre cada lazo que lograban poner.

Ruha ordenó a su camello que se arrodillara y entonces, mientras montaba, oyó un rugido a cierta distancia wadi arriba. Se volvió hacia el origen del sonido y vio una hilera de monturas atadas que caían con las gargantas y los vientres abiertos por espadas negras y vítreas al aparecer una patrulla shadovar de las sombras siguiendo el cauce seco. Lanzó un rayo contra una figura que surgió detrás del camello de Sa’ar y vio cómo la cabeza del atacante se separaba del cuello antes de volverse a sumirse en la sombra. Oyó un grito conmocionado de Caladnei a sus espaldas y al volverse se encontró con la cormyriana en el suelo, apresada bajo el peso de su camello herido mientras un guerrero shadovar de ojos color rubí saltaba sobre ellos. Arrojó una bola de seda de araña y formuló un conjuro que alcanzó al guerrero y lo derribó encerrado en un pegajoso capullo.

Por fin hubo tiempo para gritar.

—¡Shadovar! ¡Defendeos!

Casi ni la propia Ruha pudo oír su voz sobre el estrépito de la batalla que ya se había apoderado del wadi. Los bedine se gritaban unos a otros alertándose de la presencia de demonios y djinn y se topaban con atacantes miraran a donde mirasen. Los shadovar asomaban de las sombras para cercenar un brazo o una pierna y volvían a ellas antes de darles ocasión de contraatacar.

Ruha cogió a Caladnei por debajo de los brazos y la sacó de debajo del camello.

—¿Estás herida?

—Aturdida —replicó la maga con expresión de incredulidad ante la carnicería. Bajó la mano y lanzó un rayo dorado que atravesó a un shadovar que había aparecido detrás de Ruha. Después meneó la cabeza sin poder entenderlo—. ¿De dónde salen?

—De las sombras —dijo Ruha.

Rodeó a Caladnei por detrás y lanzó una ráfaga de fuego contra un shadovar que surgió a la espalda de un joven bedine que seguramente participaba en su primera incursión. La bola de fuego explotó sin herir al guerrero de las sombras, como sucedía a veces con la magia del Tejido, y la figura oscura atravesó al joven bedine con su espada y volvió a fundirse en las sombras.

—Así actúan a menudo —explicó.

—¿De veras? —Caladnei no salía de su asombro. Se quedó callada un instante, y cuando Ruha miró por encima de su hombro vio que la maga estaba frotando el dragón púrpura de su anillo de sello—. Hhormun, ven rápido. ¡Tienes que ver esto!

—¿Venir? —gritó Ruha.

Atisbo a un shadovar que surgía detrás de un promontorio con una cerbatana en las manos y le arrojó una piedra mientras pronunciaba una sola palabra. La piedra se convirtió en una bola de magma, y cuando hizo impacto contra el promontorio, éste se transformó a su vez en un millar de fragmentos de piedra molida y el guerrero desapareció convertido en una nube pulverulenta de color anaranjado.

—¡Deberíamos huir! —dijo Ruha.

—¿Huir? —Caladnei meneó la cabeza—. No pueden quedar más de dos docenas.

—A ésos súmales los que hay en el lugar de donde vienen —le advirtió Ruha.

No tenía la menor idea de lo cerca que podría estar la ciudad, pero conocía demasiado bien a los shadovar como para estar segura de que ésa no era más que la primera oleada del ataque. Aun cuando no se hubieran dado cuenta de que había cormyrianos participando en el asalto, enviarían a una compañía de jinetes de veserabs para dar un escarmiento a cualquier tribu que se atreviera a robarles.

—Están tratando de retrasarnos —dijo Ruha.

—Sí, eso pensé cuando atacaron primero a nuestros camellos.

La cormyriana lanzó un rayo de plata contra un par de shadovar que cargaban contra Sa’ar, que todavía luchaba para ponerle la caperuza y las ataduras al último veserab atado a su camello muerto. Al ver que el ataque sólo había conseguido atontar a los jinetes de sombra y hacer que se volvieran contra ella, Ruha se apartó de Caladnei y tras esquivar una negra espada y reducir al propietario de una segunda a ceniza más oscura incluso que su color habitual, se detuvo al lado del jeque.

—¿Estás loco, Sa’ar? —Dio un zurriagazo a la criatura que trataba de morderla en la rodilla y continuó—: ¡Deja que se marche! Unos cuantos veserabs no valen la vida de tantos mahwa.

El jeque ni siquiera apartó la vista de su trabajo.

—¿Estas monturas pueden volar por el cielo? ¡Pues los mahwa serán los amos del desierto!

Por fin consiguió poner la caperuza a la cabeza sin rostro del veserab y fue alcanzado desde atrás por un rayo de magia de sombras que lo hizo caer de bruces encima del animal que le llegaba a la cintura. El brazo se le quedó inerte y Ruha pudo ver al otro lado a través del agujero que le había abierto el rayo. Antes de que pudiera recoger una piedra del suelo para contraatacar, el jeque ya había sacado una daga arrojadiza con la mano no afectada y giraba sobre sus talones para lanzarla contra su atacante.

Erró el tiro, por supuesto, pero logró distraer al shadovar el tiempo suficiente para que Ruha sacara su propia jambiya. Cogió las cintas que sujetaban la caperuza del veserab y se mantuvo escondida tras él el medio segundo que tardó el guerrero de las sombras en acercarse. Ruha salió de detrás de su protección y lo abrió desde la ingle hasta las costillas. Quedó levemente sorprendida al ver que las tripas que se derramaban se parecían mucho a las de un bedine.

—Que Elah te sea propicio —dijo Sa’ar con voz entrecortada. Pasó el brazo bueno por encima del lomo del veserab para que le sirviera de apoyo—. Con ésta, ¿cuántas son las veces que me has salvado la vida?

—Demasiadas para un solo jeque —respondió Ruha ayudándolo a ponerse de pie. Cogió su cuerno de amarat y se lo puso en la mano—. Ahora toca el cuerno y dispersa a tus guerreros. Los veserabs no les sirven de nada a los hombres muertos.

Sa’ar arrojó el cuerno lejos de sí.

—Ahora son mis veserabs —replicó empujando la cabeza de la cría hacia ella—. Ahora ayúdame a atar éste antes de que la batalla nos vuelva a ser adversa.

—¿Vuelva?

Ruha miró en derredor y vio que aunque el fragor de la batalla continuaba, los shadovar estaban siendo atacados por medios mágicos y por las armas cada vez que se acercaban a un bedine. Echó una mirada hacia arriba y vio a Hhormun de pie encima de un risco, con el aba un poco abierta dejando ver la capa de batalla negra de un Mago de Guerra cormyriano. Blandía dos varitas al mismo tiempo, y arrojaba pepitas de fuego relumbrante o rayos crepitantes cada vez que un shadovar se atrevía a emerger de las tinieblas para atacar. Estaba flanqueado por dos filas completas de Dragones Púrpuras, que cargaban y disparaban sus ballestas de hierro por turnos, mientras que un círculo más reducido de tres magos y dos docenas de dragones escudriñaban la oscuridad y atacaban a cualquier sombra en cuanto asomaba.

—¡Vaya necio! —exclamó Ruha entre dientes—. ¿Se piensa que nadie lo va a ver? ¿O que el Supremo va a pensar que los rayos de hierro provienen de las ballestas de los bedine?

—Yo no sé lo que piensa —dijo Sa’ar—, pero sí que es un hombre de palabra. Ahora, ¿me vas a ayudar o no, bruja?

Después de una rápida mirada en derredor para asegurarse de que no corrían peligro inminente de ser atacados, Ruha lo ayudó a atar la caperuza. Para cuando acabó, Caladnei estaba de pie en el punto más alto del campo de batalla haciendo señas a los supervivientes bedine para que siguieran wadi arriba.

—¡Vamos, rápido! —La mirada de la cormyriana estaba fija en el cielo por encima del lago, donde todavía soplaba la tormenta de arena de Ruha—. Rápido.

Ruha empujó a Sa’ar y las riendas de las tres crías de veserab hacia los brazos de un grupo de guerreros de expresión atónita, después se volvió hacia donde miraba Caladnei y vio a una gran compañía de jinetes de veserabs que se acercaban desde el norte, por encima de su tormenta de arena. Como todavía estaban demasiado lejos sólo podía saber que eran varios centenares, pero habría apostado su velo a que una fuerza de esa magnitud sólo podía estar encabezada por un príncipe de Refugio.

Hhormun y sus jefes de dragones empezaron una retirada ordenada hacia Caladnei, y Ruha comprobó satisfecha que los supervivientes shadovar concentraban su ataque contra los cormyrianos y no contra Sa’ar y sus mahwa. Ahora, los señores de la sombra eran más cautelosos y emergían de las tinieblas apenas el tiempo suficiente para lanzar un rayo de sombra contra la rodilla de un guerrero o para desjarretar a un mago, en un intento evidente de demorar su retirada hasta que llegara la compañía de los veserabs.

Ruha corrió wadi arriba y se unió a Caladnei, que estaba muy ocupada sembrando magia en las sombras de las laderas en un intento de ayudar a sus esforzados compañeros. Como su magia distaba mucho de estar agotada, Ruha preparó un conjuro de dragón de arena, pero lo mantuvo en reserva por si Caladnei irritaba tanto a los shadovar como para atraer un ataque.

—Si Hhormun hubiera estado esperando aquí con el resto de los guerreros de Sa’ar —dijo entre uno y otro ataque de la maga—, los mahwa tal vez habrían tenido menos bajas.

—O tal vez todos habríamos perdido más hombres —repuso Caladnei—. De esta manera, los que resultaron sorprendidos fueron los shadovar, no nosotros.

—Y tuvisteis ocasión de verlos combatir. —Ruha no se molestó en ocultar la irritación de su tono.

Caladnei lanzó contra un par de shadovar una especie de rayo verde con el que Ruha no estaba familiarizada, reduciendo a ambos guerreros a volutas de humo y abriendo el camino para que la maltrecha compañía de Hhormun se reuniera con ellas en el fondo del wadi.

Enarcó una ceja y miró a Ruha.

—Tuvimos ocasión de verlos combatir, pero fue idea suya lo de robar los veserabs.

—Cierto, y os aprovechasteis de ella. —Ruha estaba tratando de no gritar. Era una vieja historia, los berrani de fuera del Anauroch venían al desierto y usaban a los nómadas para sus propios fines—. Sa’ar jamás hubiera intentado tal cosa de no mediar la magia cormyriana.

—Lo que a mí me parece, es que nos aprovechamos los unos de los otros. —Caladnei se encogió de hombros y señaló wadi arriba, donde Sa’ar y sus guerreros conducían a sus nuevos veserabs al círculo de teleportación que los pondría a salvo, al menos temporalmente—. No veo que el jeque se esté quejando.

Hhormun y el resto de los exploradores cormyrianos llegaron con media docena de shadovar pisándoles los talones. Caladnei acabó con dos de ellos usando sus rayos verdes; Hhormun y otro mago mataron a otros tres. El último guerrero echó un vistazo por encima del hombro y al ver que la compañía de los veserabs todavía estaba demasiado lejos para ayudarlo, empezó a correr hacia la sombra más próxima. Al ver que nadie iniciaba un conjuro, Ruha cogió un puñado de arena del suelo e inició el suyo, pero la interrumpió Hhormun al apoyar el brazo sobre sus muñecas.

—Deja que se marche —dijo—. Ahora no está haciendo mal a nadie.

—¿Haciendo mal a nadie? —repitió Ruha atónita—. Ha visto tu capa de mago. Irá directo al Supremo y le dirá que somos un grupo de exploradores de Cormyr.

—¿Ah sí? —Una débil sonrisa asomó a los labios barbudos de Hhormun que se volvió wadi arriba—. Entonces será mejor que nos demos prisa para llegar a nuestro siguiente campamento, ¿no te parece?

Ruha se quedó con la boca abierta detrás del velo. Estuvo allí mirando cómo se alejaba el viejo mago hasta que Caladnei la cogió por el brazo.

—Vamos —dijo la cormyriana—. Ya está todo dicho. A Vangerdahast no lo hará feliz que te quedes rezagada para confirmarlo…, nada feliz.

Rivalen había luchado contra tres phaerimm a la vez, cuerpo a cuerpo, y sin posibilidad de pedir ayuda. Se había divertido con dos súcubos gemelas y al despertarse las había encontrado… Bueno, no quería volver a vivir aquello. Había luchado contra demonios, a mano descubierta, por Refugio, y había tenido que salir huyendo. Pero nunca, en ochocientos años, ni siquiera cuando entregó su espíritu a la materia de las sombras, ni una sola vez, había tenido miedo. No como ahora.

—¿Cómo? —preguntó el Supremo. Su voz sonaba calmada, suave, incluso razonable, con ese tono terrible que adquiría antes de condenar a alguien a deambular por toda la eternidad por los Yermos de la Muerte y la Desolación—. ¿Puede alguien explicarme esto, por favor?

Estaban contemplando el campamento de la bruja Arpista y de sus exploradores cormyrianos. Pero atención, no escudriñando a través de la ventana al mundo, sino mirando directamente desde el balcón de observación más personal del Supremo en su propio palacio. Miraban a través de las nieblas de sombra a un campamento que se podía defender sin dificultad, situado en un laberinto de cañones tan estrechos que las alas de un veserab tocarían ambas paredes. Un laberinto de cañones inundados de luz mágica que no parecía provenir de ninguna fuente en especial, donde las escasas sombras que existían estaban protegidas por un escuadrón de centinelas armados con magia y acero. Un laberinto de cañones donde los shadovar iban a tener que abrirse camino como el común de los soldados de infantería, y un laberinto de cañones con mucho lugar para más cormyrianos… y sembianos… y hombres de las Tierras del Valle… y de qué se yo cuántos más, todos decididos a negar a los shadovar las tierras de su perdida Netheril.

La bruja no podía verlos, por supuesto. Seguramente sus vasallos bedine la tendrían informada de la afluencia continua de veserabs que descendían sobre el lago y sin duda habrían hecho hincapié en la oscura nube de tormenta que parecía no abandonar jamás la zona, pero ella no podía ver el Enclave de Refugio. Persistían todavía las nieblas de sombra y los cientos de metros que los separaban del suelo y, sobre todo, la magia del Supremo, pero Rivalen no estaba tan seguro.

—¿Rivalen?

Rivalen sintió el peso de la mirada del Supremo sobre él. No se molestó en alzar la vista. De todos modos, no había nada que decir. Se limitó a tragarse su miedo antes de dirigirse a su padre.

—Hay una razón para que Ruha esconda el rostro tras un velo, alteza —dijo—. De todas las razas de Toril, los shadovar tienen más motivos que nadie para conocer el poder de lo oculto.

—Cierto, pero eso no explica nada.

Rivalen tragó saliva.

—Alteza, ¿quién puede explicar la voluntad del Oculto? —La bruja está ahí abajo, eso es lo que importa, además de mi fracaso para ponerle freno en Cormyr.

Esto último fue lo que lo salvó. El peso del escrutinio del Supremo se desvaneció en seguida y el aire se volvió inerte y frío al acercarse éste a Rivalen.

—Hiciste lo que consideraste mejor, hijo mío —dijo Telamont, y Rivalen sintió que el hombro se le entumecía con el frío—. Estoy seguro de que nos compensarás por esto.

—Y lo haré —declaró Rivalen.

—Bien. —El Supremo cerró la mano sobre el hombro de su hijo, que pensó que se le iba a quebrar—. Ahora, debemos preocuparnos por lo que se ha de hacer a continuación.

—La respuesta es clara, alteza —dijo Clariburnus—. Debemos matar a la bruja.

El Supremo guardó silencio.

Clariburnus continuó, vertiendo las palabras como si fueran su aliento.

—La magia del Tejido es impura y endeble, no puede enfrentarse al Tejido de Sombra. Bastará con que tendamos una manta de sombra…

—¿Y en qué nos beneficiará eso? —preguntó el Supremo con tono alarmantemente calmo y razonable—. ¿Eliminando tu error?

—¿Cómo que mi error, alteza?

—¿Acaso ella no era tu guía, hermano? —preguntó Rivalen—. Tuya y de Brennus.

—Es cierto —respondió Brennus—, pero éramos nosotros los que la controlábamos a ella y no al revés.

—¡Ya basta! —estalló el Supremo—. No tiene sentido que os culpéis los unos a los otros. Todos me habéis decepcionado.

El Supremo guardó silencio.

Escanor fue el primero que se atrevió a hablar.

—¿Qué importa la bruja? Si no puede entrar en la ciudad, ¿qué importa aunque esté acampada ahí abajo un siglo entero?

—Sólo importa si estás equivocado —respondió el Supremo.

La respuesta quedó en el aire, tan pesada como el plomo. Ninguno de los hermanos se atrevió a contestar.

Por fin, fue el Supremo el que habló.

—Todos me habéis fallado. Todos vosotros, príncipes. —Las nieblas de sombra oscurecieron brevemente las tiendas del campamento cormyriano, y cuando se despejaron finalmente, los príncipes se encontraron mirando a un círculo de rocas blancas—. ¿Veis ese círculo?

—Un círculo de teleportación —dijo Rivalen.

A punto estuvieron de aflojársele las rodillas bajo el peso de la pregunta del Supremo.

—Supongo que para retirarse —continuó Rivalen.

Más silencio.

—Claro que podría estar equivocado —admitió Rivalen.

—Si lo estás, habrá un ejército debajo de nosotros en cuestión de horas —dijo Clariburnus—. A Learal le bastaron menos de tres horas para transportar a todo su ejército de relevo a los Sharaedim.

Rivalen miró con furia a los ojos color plomo de Clariburnus. Como undécimo príncipe, y el más joven de los supervivientes, era ambicioso y siempre trataba de medrar a expensas de sus hermanos.

—No culpes a tu hermano de tus fracasos, Rivalen —puntualizó Clariburnus—. En Cormyr, la Regente de Acero te superó ampliamente.

Intervino Escanor, que siempre había sido el hermano favorito de Rivalen.

—Todos hemos subestimado al enemigo.

—Tú lo has hecho, sin duda —afirmó Clariburnus.

Escanor dio un paso hacia el príncipe más joven, pero encontró a Hadrhune bloqueándole el camino.

—Queridos príncipes, si dejamos que el enemigo nos divida de esta manera, estamos perdidos. —El senescal, más ambicioso que cualquiera de los príncipes y, a su modo, más peligroso, se volvió hacia el Supremo—. Poderoso Telamont, si puedo…

—No puedes, debes.

Desconcertado, Hadrhune siguió adelante.

—Si se me permite sugerir una estrategia más prudente, tal vez deberíamos hacer volver a nuestros ejércitos y defender el enclave.

Telamont guardó silencio.

—Sí, alteza, estoy convencido de que la bruja podría conocer una vía de acceso al enclave —añadió el senescal mirando a Clariburnus y a Brennus—. No sabemos lo que puede haber aprendido cuando la trajeron aquí. Tú ya sabes dónde la encontré.

El Supremo se apartó de la barandilla y lanzó una manga a la cara de Hadrhune.

—¡Los faerunianos no se están comportando razonablemente! —bramó—. ¿Qué queremos nosotros más que Netheril para empezar? ¿Con qué derecho nos lo niegan?

Rivalen respiró aliviado y se preparó para la perorata. Como había nacido setecientos años después de que Refugio hubiera abandonado Faerun, no tenía la misma sensación de pertenencia que el Supremo, pero reconocía el poder que aquello ejercía sobre su padre. El sueño de reclamar el Anauroch y expulsar de allí a los phaerimm era todo lo que quedaba de Telamont Tanthul. Por momentos, Rivalen sentía que le hubiera gustado estar vivo para ver la gloria de Netheril, ya que sólo así podría entender su propia naturaleza fantasmal.

—¡Netheril era la más hermosa, la más elevada y la más poderosa, la más digna de cuantas civilizaciones surgieron en Faerun! —se lamentó Telamont—. ¡Y las Tierras Centrales se resisten a unas cuantas décadas de hambre! Yo no vacilaría, no vacilaría en absoluto, os lo digo, en barrerlos a todos de la faz del mundo si eso significara el regreso de las ciudades flotantes. Y en cuanto a los elfos…, entregaría Evereska y Siempre Unidos a los phaerimm, sólo por el siglo de paz que necesitamos para devolver su gloria al Anauroch.

Brennus dio un paso al frente, con la cabeza inclinada y mostrando los colmillos ceremoniales.

—Si eso te place, alteza, yo estaría dispuesto a ir a los Sharaedim a iniciar…

—¿Negociaciones? —El Supremo le dio un bofetón tal que el príncipe salió despedido—. Eso debería permitir.

El Supremo se volvió hacia Rivalen con una pregunta quemando en sus ojos de platinó.

—La alianza podría tener su ejército aquí muy pronto —informó Rivalen—. Nuestros agentes de Tilverton nos dicen que ya se han reunido muchos miles y que aumentan de hora en hora.

El Supremo se volvió hacia Clariburnus.

—Nuestro ejército de los Sharaedim está más allá del sur del Mar de la Sombra en este momento —dijo Clariburnus—. Llegará a Tilverton mañana por la noche.

—¿En cuánto tiempo podría estar allí? —preguntó Hadrhune. Como de costumbre, la impudicia del senescal superaba todo lo imaginable. Era como si pensara que por el hecho de no haber sido engendrado en el plano no tenía que temer a la ira del Supremo—. ¿A tiempo para detener a los cormyrianos?

Clariburnus inclinó la cabeza.

—En menos de una hora.

Hadrhune se volvió hacia el Supremo.

—Tal vez podríamos dividir el ejército. Llamar a tropas suficientes como para poder defendernos del asalto.

—De esa manera seremos derrotados en ambas batallas —dijo Rivalen—. Hay más de diez mil soldados enemigos en Tilverton, entre ellos muchos magos y clérigos de guerra. Para derrotarlos voy a necesitar todo nuestro ejército.

—¿Incluso el ejército de Myth Drannor? —preguntó Escanor.

A decir verdad, Rivalen pensaba que también necesitaría ese ejército, pero no se atrevía a pasar por encima de su más estrecho aliado entre los príncipes, y además su único hermano mayor.

Inclinó la cabeza ante Escanor.

—Todas las tropas que pudieras aportar contribuirían sin duda a la victoria.

—Desgraciadamente, me temo que no puedo hacerlo —dijo Escanor—. Los phaerimm de Myth Drannor están resultando tan obstinados…

—Estoy seguro de que puedes desviar a la mitad de tus tropas —dijo el Supremo—. Nuestra victoria en Tilverton debe ser rápida. Debemos volver a llevar a nuestro ejército más numeroso a los Sharaedim en el plazo de un mes, antes de que falle el caparazón de sombra. Los phaerimm son nuestra amenaza más seria.

Escanor miró a Rivalen con furia en sus ojos cobrizos.

—Pero si las bajas son importantes…

—Estaremos rodeados por todas partes —confirmó Hadrhune—. Sin duda, un enfoque más conservador es lo más prudente.

El Supremo se quedó pensando en esto un momento.

—Tienes razón a medias —dijo por fin—. Enviaré príncipes a tratar con gobiernos más propicios a nuestra causa. Lamorak, irás a ver a los Magos Rojos de Thay. Yder, tú irás en busca de los verdaderos líderes del Culto del Dragón…

El Supremo siguió delineando una estrategia que englobaba a las fuerzas que actualmente rodeaban a los shadovar.

Cuando acabó, Hadrhune volvió a tratar de afirmar su influencia.

—Has tomado todas las precauciones que aconseja la prudencia, alteza…, pero ¿y mi sugerencia? Sin duda defender primero el Enclave de Refugio es lo más prudente.

—Espera. —El Supremo se volvió hacia Malik, el Serafín de las Mentiras. Hay que reconocer que el hombrecillo había hecho todo un alarde de fuerza de voluntad al no dar la impresión de haber sentido el peso de ninguna pregunta tácita, y Telamont se vio obligado a preguntar—: Tú conoces a Ruha mejor que cualquiera de nosotros. ¿Crees que conoce una forma de acceder a la ciudad?

Los ojos de Malik se abrieron tan redondos como monedas, y Rivalen pensó que se habría tirado por el balcón de no haber sido tan dolorosa la perspectiva de la caída.

—Según mi experiencia, esa bruja puede meterse en cualquier parte —dijo Malik—. Se me presentó muchas veces en momentos sumamente delicados…, y a veces cuando hubiera jurado que estaba a miles de kilómetros de distancia.

El Supremo se quedó pensando y luego asintió.

—Supongo que sería más seguro suponer que conoce una forma de entrar en el enclave. —Sus ojos de platino destilaron furia en dirección a Clariburnus antes de volver a posarse en Malik y preguntar—: ¿Entonces tú me aconsejarías que hiciera volver a casa a los ejércitos de Refugio?

—Por supuesto.

Por un momento, Rivalen pensó que dejaría las cosas así, pero el hombrecillo torció el gesto como signo de su contrariedad.

—Pero creo que sería más sensato poner todas las tropas a las órdenes de Rivalen y ordenarle un ataque.

La capucha del Supremo se volvió hacia el hombrecillo.

—Porque eso es realmente lo que quieres hacer, alteza —balbució Malik—, y un asesor prudente siempre aconseja a su señor lo que éste quiere oír.

—¿Ah sí?

La capucha vacía de Telamont se volvió hacia Rivalen y éste sintió sobre sus hombros el peso de la pregunta de su padre.

Hizo una reverencia.

—Yo tomaré Tilverton y destruiré al ejército de la Alianza —prometió Rivalen—, o moriré en el intento.

—Muere si es necesario, pero ten presente que la muerte no es excusa para el fracaso —dijo el Supremo. Se volvió hacia Malik, y Rivalen hubiera jurado que había visto una sonrisa bajo la capucha del Supremo—. Gracias, hombrecillo. No sólo eres mi consejero más sabio, sino también el más sincero.